La crucifixión

Cristo, que estaba entre la multitud, quiso gritar: «¡No!» cuando Piloto preguntó si querían la libertad de Barrabás, pero no se atrevió; y el hecho de no haberse atrevido fue otro fuerte golpe para su corazón. No quedaba mucho tiempo. Buscó al ángel con la mirada pero no lo vio, y al final, vislumbrando alboroto frente a las puertas de la mansión del gobernador, siguió a la multitud para ver a los guardias romanos trasladar a Jesús al lugar de la ejecución.

No vio a ninguno de los discípulos entre la gente, pero sí a algunas mujeres a las que reconoció. Una de ellas era la esposa de Zebedeo, madre de Jacobo y Juan, otra la mujer de Magdala, a quien Jesús apreciaba especialmente, y la tercera, para su gran sorpresa, era su madre. Cristo reculó. Lo último que deseaba en ese momento era que su madre lo viera. Desde la distancia, las observó cruzar la ciudad con la multitud hasta un lugar llamado Gólgota, que era donde, por lo general, se crucificaba a los criminales.

Dos hombres colgaban ya de sendas cruces, condenados por robo. Los soldados romanos conocían bien su oficio, y Jesús no tardó en quedar colgado junto a ellos. Cristo permaneció con la multitud hasta que esta empezó a mermar, algo que sucedió muy pronto: una vez que la víctima era clavada a la cruz, no había mucho que ver hasta que los soldados le partían las piernas para acelerarle la muerte, y eso podría tardar muchas horas en ocurrir.

No había ni rastro de los discípulos. Cristo fue a buscar a su informante para averiguar qué pensaban hacer, pero el hombre había dejado la casa donde se alojaba y el anfitrión no tenía ni idea de adonde había ido. Al ángel, el extraño, no se le veía por ningún lado, naturalmente, y Cristo no podía preguntar por él porque seguía sin conocer su nombre.

De vez en cuando, y siempre de mala gana, regresaba al lugar de la ejecución, pero encontraba que allí todo seguía igual. Las tres mujeres estaban sentadas cerca de las cruces. Cristo se aseguraba de que no lo vieran.

Entrada la tarde, corrió la voz de que los soldados romanos habían decidido acelerar la muerte de los tres hombres. Con náuseas y asustado, Cristo corrió al lugar de la ejecución. Había tanta gente que no podía ver lo que estaba pasando, pero oyó los golpes cuando partieron las piernas al último hombre, el suspiro satisfecho de la multitud y el aullido de la víctima. Algunas mujeres rompieron a llorar. Cristo se alejó con la máxima discreción, tratando de no dejar su huella en la tierra.

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