Los sacerdotes ponen a prueba a Jesús

Los sacerdotes, sin embargo, estaban decididos a ponerle a prueba, y la oportunidad no tardó en presentarse. Lo intentaron tres veces, y las tres veces Jesús los dejó sin respuesta.

La primera prueba tuvo lugar cuando le dijeron: -Predicas, sanas y ahuyentas los malos espíritus. ¿Con qué autoridad, si puede saberse? ¿Quién te dio permiso para ir por ahí excitando de ese modo los ánimos de la gente?

– Os lo diré -respondió Jesús- si vosotros contestáis esta pregunta: ¿la autoridad de Juan para bautizar pro-venía del cielo o de la tierra?

Lo sacerdotes, no sabiendo qué contestar, retrocedieron unos pasos para debatir.

– Si decimos que provenía del cielo -razonaron-, responderá: «Entonces, ¿por qué no creísteis en él?». Y si decimos que de la tierra, enojaremos a la multitud. Juan es para ellos un gran profeta.

De modo que no tuvieron más remedio que responder:

– Nos cuesta decidirlo. No podemos contestarte.

– En ese caso -dijo Jesús-, tendréis que aceptar que tampoco yo os conteste.

La siguiente prueba tenía que ver con el perenne problema de los impuestos.


– Maestro -dijeron-, todos podemos ver que eres un hombre honesto. Nadie duda de tu sinceridad e imparcialidad. No favoreces ni intentas congraciarte con nadie. Por eso estamos seguros de que nos darás una respuesta sincera a la pregunta: ¿es legal pagar impuestos?

Querían decir legal en relación con la ley de Moisés. Con esta pregunta los sacerdotes esperaban que dijera algo que le generara problemas con los romanos.

Pero Jesús dijo:

– Mostradme una de esas monedas con las que pagáis vuestros impuestos.

Alguien le tendió una moneda. Jesús la miró y dijo:

– Tiene una imagen. ¿De quién es esta imagen? ¿Qué nombre pone debajo?

– Es de César, naturalmente -dijeron.

– Pues ahí tenéis vuestra respuesta. Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios.

La tercera vez que intentaron ponerle en un aprieto fue acerca de una ofensa capital. Los escribas y fariseos estaban estudiando el caso de una mujer a la que habían descubierto cometiendo adulterio. Pensaban que podrían obligar a Jesús a exigir la lapidación, el castigo autorizado por su ley, y que eso le causaría problemas.

Lo encontraron cerca del muro del templo. Los fariseos y escribas llevaron a la mujer ante Jesús y dijeron:

– Maestro, esta mujer es adúltera. ¡Fue sorprendida en flagrante adulterio! Moisés ordena que estas mujeres mueran lapidadas. ¿Qué opinas tú? ¿Debemos lapidarla?

Jesús estaba sentado en una roca, inclinado hacia delante, escribiendo con un dedo en el polvo. No les prestó atención.

– Maestro, ¿qué debemos hacer? -insistieron-. ¿Debemos lapidarla como ordena Moisés?

Jesús no respondió y siguió escribiendo en el suelo.

– ¡No sabemos qué hacer! -continuaron-. Aconséjanos. Estamos seguros de que puedes encontrar una so-lución. ¿Qué opinas tú? ¿Debemos lapidarla?

Jesús levantó la vista y se sacudió el polvo de las manos.

– El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra -respondió.

Dicho esto, se inclinó y siguió escribiendo.

Uno a uno, escribas y fariseos se marcharon farfullando para sí, y Jesús se quedó a solas con la mujer.

Finalmente se puso en pie y preguntó:

– ¿Adonde han ido? ¿Al final nadie te ha condenado?

– Nadie, señor.

– En ese caso, puedes irte -dijo-. Yo no voy a condenarte, pero no vuelvas a pecar.

Cristo oyó esto de boca de su informante. En cuanto hubo terminado, corrió al lugar de los hechos para ver qué había escrito Jesús en el polvo. El viento había borrado las palabras y nada podía leerse ya, pero cerca de allí alguien había escrito en el muro del templo, con barro, las palabras JESÚS REY. El barro se había secado con el sol, y Cristo se apresuró a borrarlas por miedo que metieran a su hermano en problemas.

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