Cristo y la prostituta

La pocas ocasiones en que Cristo se acercaba a Jesús, procuraba evitar el contacto con él, pero a veces alguien le preguntaba quién era, qué hacía allí, si era discípulo de Jesús, etcétera. Lograba salir airoso de tales interrogatorios adoptando una actitud cortés y discreta. En realidad llamaba poco la atención y apenas hablaba con nadie, pero, siendo hombre, a veces echaba en falta un poco de compañía.

En una ocasión, en una ciudad que Jesús visitaba por primera vez y donde sus discípulos eran poco conocidos, Cristo entabló conversación con una mujer. Era una de esas prostitutas bien recibidas por Jesús, pero la mujer no había ido a cenar con ellos. Cuando vio solo a Cristo, dijo:

– ¿Te gustaría venir a mi casa?

Sabiendo la clase de mujer que era, y tras comprobar que nadie los veía, Cristo aceptó la invitación.

La siguió hasta el interior de su casa y aguardó a que ella entrara en la habitación trasera para asegurarse de que sus hijos dormían.

Cuando la mujer levantó el quinqué y le miró, exclamó sobresaltada:

– ¡Perdóname, maestro! La calle estaba oscura y no pude verte la cara.

– No soy Jesús -repuso Cristo-. Soy su hermano.

– Te pareces mucho a él. ¿Has venido a comerciar conmigo?

Cristo no fue capaz de responder, pero la mujer comprendió y le invitó a yacer en la cama con ella. El asunto terminó deprisa, y después Cristo sintió la necesidad de explicar por qué había aceptado su invitación.

– Mi hermano sostiene que los pecadores serán perdonados más fácilmente que los rectos -dijo-. Yo no he pecado mucho, puede que no haya pecado lo suficiente para obtener el perdón de Dios.

– Entonces, ¿viniste a mí no porque te tenté, sino por devoción? Si todos los hombres fueran como tú, no ganaría mucho.

– Naturalmente que me tentaste, de lo contrario no habría sido capaz de yacer contigo.

– ¿Se lo contarás a tu hermano?

– No hablo mucho con él. Nunca me escucha.

– Pareces resentido.

– No estoy resentido. Amo a mi hermano. Tiene una gran misión entre manos y desearía poder ayudarle más de lo que lo hago. Si estoy alicaído tal vez se deba a que me doy cuenta de que no puedo ser como él.

– ¿Quieres ser como él?

– Más que nada en el mundo. El actúa con pasión y yo actúo con una mente calculadora. Tengo una visión más amplia, puedo ver las consecuencias de las cosas que él hace sin pensarlas dos veces. Pero él actúa con todo su ser en cada momento, y yo siempre me estoy conteniendo, ya sea por cautela, por prudencia, o porque quiero observar y anotar en lugar de participar.

– Si abandonaras esa cautela podrías dejarte llevar por la pasión, como hace él.

– No -repuso Cristo-. Hay quienes viven de acuerdo con las normas, aferrándose a su rectitud, porque temen ser arrastrados por un torbellino de pasión, y hay quienes se aferran a las normas porque temen que en ellos no haya pasión alguna y que si se dejan llevar, se queden simplemente donde están, ridículos e impasibles, lo cual sería aún más difícil de soportar. Llevar una vida de férreo control les permite hacer como que solo mediante un enorme esfuerzo de voluntad son capaces de mantener las grandes pasiones a raya. Yo estoy entre los segundos. Lo sé, y no puedo hacer nada al respecto.

– Ser consciente ya es algo.

– Si mi hermano quisiera hablar de ello, lo convertiría en un relato inolvidable. Yo solo puedo describirlo.

– Describirlo ya es algo.

– Sí, es algo, pero no mucho.

– Entonces, ¿envidias a tu hermano?

– Le admiro, le amo, anhelo su aprobación, pero a él su familia le trae sin cuidado. Lo ha dicho muchas veces. Si yo desapareciera ni siquiera lo notaría, si me muriera no le importaría. Yo pienso en él constantemente, mientras que él no piensa en mí en absoluto. Le amo, y mi amor me atormenta. Hay veces que me siento como un fantasma a su lado, como si solo él fuera real y yo tan solo una ilusión. Pero ¿le envidio? ¿Envidio el amor y la admiración que la gente le profesa? No. Creo sinceramente que se merece eso y más. Quiero servirle… No, en realidad le estoy sirviendo, solo que de formas de las que él nunca será consciente.

– ¿También era así de niños?

– De niños él se metía en problemas y yo lo sacaba de ellos, o lo defendía, o desviaba la atención de los adultos con algún ardid o alguna observación aguda. El nunca me lo agradecía, daba por sentado que yo le rescataría. Y a mí no me importaba. Me gustaba servirle. Me gusta servirle.

– Si te parecieras a él no podrías servirle tan bien.

– Podría servir mejor a otras personas.

La mujer dijo entonces:

– Señor, ¿soy una pecadora?

– Sí, pero mi hermano te diría que tus pecados te son perdonados.

– ¿Y qué dices tú? -Yo creo que es cierto.

– Entonces, señor, ¿te importaría hacer algo por mí?

La mujer se abrió la túnica y le enseñó el pecho. Estaba invadido por un cáncer ulcerante.

– Si crees que mis pecados me son perdonados – dijo-, cúrame, por favor.

Cristo desvió los ojos. Luego miró de nuevo a la mujer y dijo:

– Tus pecados te son perdonados.

– ¿También yo debo creerlo?

– Sí. Yo debo creerlo y tú debes creerlo.

– Repítelo.

– Tus pecados te son perdonados. De verdad.

– ¿Cómo lo sabré?

– Has de tener fe.

– Si tengo fe, ¿me curaré?

– Sí.

– Yo tendré fe si tú la tienes, señor.

– La tengo.

– Dilo una vez más.

– Ya lo he dicho… Está bien: tus pecados te son perdonados.

– Y sin embargo no estoy curada. La mujer se cerró la túnica. Cristo dijo:

– Y yo no soy mi hermano. ¿Acaso no te lo he dicho? ¿Por qué me has pedido que te cure si sabías que no era Jesús? ¿He dicho en algún momento que pudiera curarte? He dicho «Tus pecados te son perdonados». Si, después de oír eso, te falta fe, la culpa es tuya.

La mujer se volvió hacia la pared y se echó la túnica sobre la cabeza.

Cristo se marchó, avergonzado. Salió de la ciudad, subió a un lugar tranquilo entre las rocas y suplicó que sus pecados le fueran perdonados. Lloró un poco. Tenía miedo de que el ángel le visitara, por lo que permaneció oculto toda la noche.

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