En esa época José estaba ya muy viejo. Cuando vio entrar a Cristo en la casa, lo confundió con su primogénito y se levantó trabajosamente para abrazarle.
– ¡Jesús! -dijo-. ¡Mi querido hijo! ¿Dónde has estado? ¡Te he echado tanto de menos…! No debiste marcharte sin decirme nada.
– No soy Jesús, padre -repuso Cristo-. Soy tu hijo Cristo.
José retrocedió y dijo:
– Entonces, ¿dónde está Jesús? Le echo de menos. Creo que es una pena que no esté aquí. ¿Por qué se ha ido?
– Está en el desierto haciendo sus cosas -dijo Cristo.
José se llevó un gran disgusto, pues pensó que ya nunca volvería a ver a Jesús. El desierto estaba plagado de peligros; podría sucederle cualquier cosa.
Poco después José oyó en la ciudad el rumor de que Jesús había sido visto regresando a casa y ordenó la preparación de un gran festín para celebrar su vuelta. Cristo estaba en la sinagoga cuando se enteró de la noticia y fue corriendo a casa para reprochárselo a su padre.
– Padre, ¿por qué preparas un festín para Jesús? Yo nunca he abandonado esta casa, nunca he desobedecido tus órdenes, y sin embargo nunca has preparado un festín en mi honor. Jesús, en cambio, se marchó sin avisar, te dejó con trabajo por hacer y no piensa en su familia ni en nadie.
– Tú siempre estás en casa -repuso José-. Todo lo que tengo también es tuyo. Pero cuando alguien vuelve a casa después de una larga ausencia, es justo celebrarlo con un festín.
Y hallándose Jesús todavía a un trecho, José salió corriendo a su encuentro. Le besó y abrazó afectuosamente. Jesús, conmovido por el gesto del anciano, dijo:
– Padre, he pecado contra ti. Hice mal al no comunicarte mi marcha. No soy digno de ser llamado tu hijo. – ¡Mi querido hijo! ¡Te daba por muerto y estás vivo!
Y José besó de nuevo a Jesús, le colocó sobre los hombros una túnica limpia y lo condujo al festín. Cristo saludó calurosamente a su hermano, pero Jesús le miró como si supiera lo que le había dicho a su padre. Nadie más lo había oído, y nadie reparó en la mirada que cruzaron.