¿Quién decís que soy?

En torno a esa época, el rey Herodes comenzó a oír rumores sobre el hombre que se paseaba por la provincia sanando a enfermos y profetizando. Lo invadía una gran inquietud, pues algunos decían que Juan el Bautista había resucitado de entre los muertos. Herodes sabía perfectamente que Juan estaba muerto; ¿no había ordenado él su ejecución y ofrecido a Salomé su cabeza en una bandeja? Pero habían empezado a correr otros rumores: que este nuevo predicador era el mismísimo Elías, que había regresado a Israel después de varios siglos de ausencia, o que era ese o aquel profeta que había vuelto para castigar a los judíos y predecir una catástrofe.

Herodes, naturalmente, estaba muy preocupado por todo eso, y dejó correr la voz de que le gustaría ver al predicador en persona. No vio cumplido su deseo de conocer a Jesús, pero Cristo anotó esta anécdota como una prueba de la fama que estaba adquiriendo su hermano.

A juzgar por lo que le contaba su informante, era evidente que a Jesús no le hacía gracia esta fama. En una ocasión, en la región de las Decápolis, curó a un sordo que tenía un defecto en el habla y ordenó a sus amigos que no hablaran de lo sucedido con nadie, pero estos fueron y se lo contaron a todos sus conocidos. En otra ocasión, en Betseda, tras devolverle la vista a un ciego, Jesús le dijo que se fuera directamente a casa, sin pasar por el pueblo, pero también ese acontecimiento acabó por saberse. Hubo otra ocasión en que Jesús estaba paseando en Cesárea de Filipo con sus discípulos y hablando de los muchos seguidores que estaba atrayendo.

– ¿Quién dice la gente que soy? -preguntó Jesús. -Algunos dicen que Elías -respondió un discípulo. Otro dijo:

– Creen que eres Juan el Bautista resucitado.

– Mencionan toda clase de nombres, sobre todo nombres de profetas -añadió un tercero-. Por ejemplo, Jeremías.

– Y vosotros, ¿quién decís que soy? -preguntó Jesús. -El Mesías -respondió Pedro.

– ¿Y realmente lo creéis? -dijo Jesús-. Pues será mejor que refrenéis vuestra lengua. No quiero oír esa clase de comentarios, ¿entendido?

Cuando Cristo se enteró, no supo muy bien cómo redactarlo para el extraño griego. Estaba desconcertado. Anotó las palabras del discípulo, pero al rato las borró y trató de formularlas de una manera que se ajustara más a lo que el extraño había dicho sobre la verdad y la historia; pero eso lo confundió aún más, y al final tuvo la sensación de que su ingenio había dejado de funcionarle.

Finalmente se tranquilizó y escribió lo que el discípulo le había contado, hasta el momento en que hablaba Pedro. Entonces se le encendió una luz y escribió algo nuevo. Consciente de la elevada opinión que Jesús tenía de Pedro, escribió que Jesús le había elogiado por haber visto algo que solo su Padre celestial podía haber revelado y, haciendo un juego de palabras con el nombre de Pedro, declaró que él sería la piedra sobre la que edificaría su iglesia. Tan firmes serían los cimientos de dicha iglesia que las puertas del infierno no prevalecerían sobre ella. Por último, Cristo escribió que Jesús había prometido a Pedro que le entregaría las llaves del cielo.

En cuanto hubo anotado esas palabras empezó a temblar. Se preguntó si no constituía una osadía poner en boca de Jesús la idea que él le había expuesto en el desierto sobre la necesidad de una organización que encarnara el Reino en la tierra. Jesús había rechazado esa idea. Cristo recordó entonces lo que el extraño le había dicho: que al escribir de ese modo permitía que la verdad que estaba fuera del tiempo penetrara en la historia y, de ese modo, convertía la historia en sierva de la posteridad y no en su patrona. Eso lo animó.

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