Fariseos y saduceos

Jesús seguía con su misión, hablando, predicando e ilustrando sus enseñanzas con parábolas, y Cristo anotaba gran parte de lo que decía, dejando que la verdad fuera del tiempo guiara su estilete siempre que podía. Había enseñanzas de Jesús, no obstante, que no podía omitir ni alterar debido al revuelo que causaban entre los discípulos y las gentes que acudían a escucharle. Todo el mundo sabía lo que había dicho y eran muchas las personas que comentaban sus palabras. Si las obviara, la gente lo notaría.

Muchas de esas enseñanzas guardaban relación con los niños y la familia, y algunas herían a Cristo en lo más hondo. Un día, camino de Cafarnaún, los discípulos se pusieron a discutir. Jesús podía oír sus elevadas voces, pero caminaba algo apartado y no alcanzaba a entender lo que decían.

Cuando entraron en la casa donde debían hospedarse, les preguntó:

– ¿Sobre qué discutíais en el camino?

Avergonzados, los discípulos guardaron silencio. Finalmente, uno de ellos dijo:

– Discutíamos sobre quién de nosotros es el más importante, maestro.

– ¿En serio? Acercaos.

Se colocaron delante de él. En la casa había un niño. Jesús lo cogió en brazos y lo mostró a los discípulos.

– Aquel que desee ser el primero -dijo- deberá ser el último de todos y sirviente de todos. Si no cambiáis y os convertís en niños, nunca entraréis en el Reino de los cielos. El que se vuelva humilde como este niño será el más importante en el cielo. Y el que recibe a un niño como este en mi nombre, me recibe a mí.

En una ocasión que Jesús se detuvo a descansar, la gente acudió con sus hijos pequeños para que los bendijera.

– ¡Ahora no! -dijeron los discípulos-. ¡Marchaos! El maestro está descansando. Al oír eso, Jesús se indignó.

– No habléis de ese modo a estas buenas gentes -dijo-. Dejad que los niños se acerquen a mí. ¿De quién creéis sino que es el Reino de Dios? A ellos les pertenece.

Los discípulos se hicieron a un lado y los padres llevaron a sus pequeños ante Jesús, que los bendijo, abrazó y besó.

Dirigiéndose tanto a sus discípulos como a los padres, dijo:

– Si no sois como niños, nunca entraréis en el Reino. Así pues, mucho cuidado. Aquel que impide a un niño acercarse a mí, deseará que le cuelguen una muela del cuello y le arrojen a las profundidades del mar.

Cristo anotó esas palabras, admirando el poder de las imágenes pero lamentando la idea que respaldaban, pues si era cierto que solo los niños podían entrar en el Reino, ¿qué valor tenían entonces cualidades adultas como la responsabilidad, la reflexión y la prudencia? Seguro que el Reino también necesitaría esas cosas.

En otra ocasión, unos fariseos quisieron poner a prueba a Jesús preguntándole sobre el divorcio. Jesús ya había hablado de ese tema en el sermón de la montaña, pero los fariseos creyeron ver una contradicción en sus palabras.

– ¿Es lícito el divorcio? -preguntaron.

– ¿No habéis leído las escrituras? -fue la respuesta de Jesús-. ¿Acaso no recordáis que el Señor nuestro Dios hizo a Adán y a Eva hombre y mujer y declaró que el hombre debe dejar a su padre y a su madre, unirse a su mujer y ser con ella una sola carne? ¿Lo habíais olvidado? Nadie, por tanto, debe separar lo que Dios ha unido.

– En ese caso -dijeron-, ¿por qué hizo Moisés su especificación sobre el certificado de divorcio? Si Dios prohibiera el divorcio, no la habría hecho.

– Dios tolera el divorcio ahora, pero ¿lo instituyó en el Paraíso? ¿Era necesario entonces? No. El hombre y la mujer fueron creados para vivir en perfecta armonía. Fue la llegada del pecado lo que hizo necesario el divorcio. Y cuando llegue el Reino, que llegará, y los hombres y las mujeres vuelvan a vivir en perfecta armonía, el divorcio no será necesario.

Los saduceos también quisieron poner a prueba a Jesús con un problema relacionado con el matrimonio. Los saduceos no creían en la resurrección ni en la vida después de la muerte, y pensaron que podían ganarle la batalla a Jesús planteándole una pregunta sobre ese tema.

– Si un hombre muere sin haber tenido hijos -dijeron-, la tradición dicta que su hermano se case con la viuda y engendre hijos con ella. ¿No es así?

– Esa es la tradición -dijo Jesús.

– Ahora supongamos que hay siete hermanos. El primero contrae matrimonio y fallece sin descendencia. La viuda se casa entonces con el segundo hermano y la historia se repite: el marido muere sin descendencia y la viuda se casa con el tercer hermano, y así hasta llegar al séptimo. Luego la mujer fallece. Por consiguiente, cuando los muertos resuciten, ¿de qué hermano será esposa? Porque se ha casado con los siete.

– Estáis equivocados -dijo Jesús-. No conocéis las escrituras y tampoco el poder de Dios. Cuando los muertos resuciten, no se casarán ni serán entregados en matrimonio. Vivirán como los ángeles. En cuanto a la resurrección de los muertos, olvidáis lo que Dios dijo a Moisés cuando le habló desde el arbusto en llamas. Dijo: «Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob». ¿Habría hablado en presente si no estuvieran vivos? El no es el Dios de los muertos, es el Dios de los vivos.

Desconcertados, los saduceos tuvieron que batirse en retirada.

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