Después del bautismo, Jesús y Cristo escucharon la prédica de Juan, que tuvo un profundo impacto en los dos. De hecho, Jesús quedó tan impresionado por la personalidad y las palabras del Bautista que decidió abandonar su oficio de carpintero y marcharse al desierto, como había hecho Juan, para tratar de oír también él las palabras de Dios. Así pues, echó a andar solo por el desierto, comiendo frugalmente y durmiendo directamente sobre el áspero suelo.
Entretanto, Cristo regresó a Nazaret y le contó a María lo del bautismo, y también lo de la paloma.
– Voló justo sobre mi cabeza, madre. Luego me pareció oír una voz que hablaba desde el cielo. Era la voz de Dios y me estaba hablando a mí, estoy seguro.
– ¡Naturalmente que sí, cariño! Fue tu bautismo especial.
– ¿Crees que debería ir a contárselo a Jesús?
– Si quieres, hijo… Si crees que te escuchará…
Partió, y cuarenta días después de que Jesús se adentrara en el desierto Cristo lo encontró arrodillado en el cauce seco de un río, rezando. Lo observó durante un rato, pensando en lo que iba a decirle. Cuando Jesús dejó de rezar y se tendió a la sombra de una roca, se acercó y le habló.
– Jesús, ¿has oído ya la voz de Dios? -¿Por qué quieres saberlo? -Porque algo sucedió cuando Juan te estaba bautizando. Vi que los cielos se abrían y una paloma descendía y revoloteaba sobre tu cabeza mientras una voz decía: «Este es mi hijo amado».
Jesús no dijo nada. Cristo le preguntó entonces:
– ¿No me crees?
– Naturalmente que no.
– Es evidente que Dios te ha elegido para hacer algo especial. Recuerda lo que te dijo el propio Bautista. -Se equivocó.
– No, estoy seguro de que no. Eres muy popular, gustas, la gente te escucha cuando hablas. Eres un buen hombre. Eres vehemente e impulsivo, dos cualidades excelentes siempre y cuando estén reguladas por la tradición y la autoridad. Podrías tener mucha influencia. Sería una pena que no la emplearas para hacer cosas buenas. Sé que el Bautista estaría de acuerdo conmigo.
– Vete.
– Te entiendo, estás cansando y hambriento después de todo este tiempo en el desierto. Si eres el hijo de Dios, como oí decir a la voz, podrías ordenar a esas piedras que se convirtieran en panes. Tendrían que hacerlo, y entonces podrías comer hasta saciarte.
– ¿Eso crees? Conozco bien las escrituras, canalla. «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.» ¿Habías olvidado eso? ¿O acaso pensabas que yo lo había olvidado?
– Cómo voy a pensar que has olvidado tus lecciones -repuso Cristo-. En la clase eras tan inteligente como los demás. ¡Imagina, no obstante, el bien que podrías hacer si pudieras alimentar al hambriento! Cuando suplicaran comida, podrías darles una piedra que se transformara en pan. ¡Piensa en los que no tienen que comer, piensa en el sufrimiento que provoca el hambre, piensa en la crueldad de la pobreza y en la tragedia de una mala cosecha! Y tú necesitas comer tanto como el pobre. Si quieres llevar a cabo la obra para la que Dios, sin duda, te ha elegido, no puedes hacerlo famélico.
– No se te ha ocurrido traerme tú el pan, por lo que veo. Hubiera resultado mucho más provechoso que un sermón.
– Está el alimento para el cuerpo y el alimento para el espíritu… -comenzó Cristo, pero Jesús le arrojó una piedra y Cristo retrocedió unos pasos.
Al rato, habló de nuevo.
– Jesús, no te enfades conmigo, escúchame. Sé que quieres hacer el bien, sé que quieres ayudar a la gente, sé que quieres cumplir la voluntad de Dios. Pero has de pensar en el efecto que podrías tener en las gentes corrientes, las gentes sencillas, las gentes ignorantes. Podrías conducirlas hacia el bien, pero para ello necesitan señales y portentos. Necesitan milagros. Las palabras justas convencen a la mente, pero los milagros hablan directamente al corazón y luego al alma. No desprecies los medios que Dios ha puesto a nuestra disposición. Si una persona sencilla te ve transformar una piedra en pan, o sanar a un enfermo, la experiencia podría cambiar su vida. Desde ese momento creerá cada una de tus palabras. Te seguirá hasta el fin del mundo.
– ¿Crees que la palabra de Dios puede transmitirse con juegos de magia?
– Yo no lo expresaría de ese modo. Dios siempre ha recurrido a los milagros para convencer a su pueblo. Piensa en cuando Moisés cruzó el mar Rojo con su pueblo. O cuando Elías devolvió la salud al hijo de la viuda. Piensa en la pobre mujer acosada por sus acreedores, a quien Elíseo ordenó que vertiera el aceite de una vasija en varias vasijas vacías, y estas se llenaron hasta arriba y la mujer pudo venderlas y saldar sus deudas. Al ofrecer tales milagros, estamos mostrando al pueblo el poder infinito de la bondad de Dios, y lo hacemos con una inmediatez gráfica para que sus corazones simples vean, comprendan y crean simultáneamente.
– Te estás refiriendo todo el rato a nosotros -dijo Jesús-. ¿Acaso eres uno de esos taumaturgos?
– Yo solo no. ¡Pero tú y yo juntos sí!
– Jamás.
– Imagina, por ejemplo, el impacto que tendría que un hombre subiera a lo alto del templo y saltara al vacío creyendo firmemente que Dios hará lo que dicen los salmos y enviará ángeles para que lo recojan. «El ha ordenado a sus ángeles que te protejan en todos tus caminos, y con sus brazos te sostendrán para que no tropieces con ninguna piedra.» Figúrate…
– ¿Eso es todo lo que has aprendido de las escrituras? ¿Cómo montar espectáculos sensacionalistas para los crédulos? Harías bien en olvidar todo eso y prestar más atención al verdadero significado de las cosas. Recuerda lo que dice la escritura: «No pongas a prueba al Señor, tu Dios».
– En ese caso, ¿cuál es el verdadero significado de las cosas?
– Dios nos ama como un padre, y su Reino está cerca. Cristo se acercó un poco más.
– Pero eso es precisamente lo que podemos demostrar con milagros -dijo-. Y estoy seguro de que el Reino es una prueba para nosotros: debemos ayudar a preparar el camino. Dios solo tendría que levantar un dedo para conseguirlo, de eso no hay duda, pero ¿no sería mucho mejor que el camino lo prepararan hombres como el Bautista, hombres como tú? Piensa en las ventajas de tener una masa de creyentes, una estructura, una organización. ¡Puedo verlo con tanta claridad, Jesús! Puedo ver el mundo entero reunido en este reino de fieles. ¡Piénsalo! Familias rindiendo culto en comunidad, con un sacerdote en cada pueblo y ciudad, una asociación de grupos locales bajo la dirección y asesoramiento de patriarcas regionales que a su vez tendrían que responder ante la autoridad de un director supremo, ¡una suerte de regente de Dios en la tierra! Habría consejos de eruditos para debatir y acordar los detalles del culto y los rituales y, más importante aún, para regular las complejidades de la fe y determinar lo que debe creerse y lo que no. Puedo ver a los príncipes de las naciones, al mismísimo César, teniendo que inclinarse ante esta organización y jurar obediencia al Reino de Dios en la tierra. Y puedo ver las leyes y proclamas llegando a todos los confines de la tierra. Puedo ver al bondadoso recompensado y al malvado castigado. Puedo ver a misioneros llevando la palabra de Dios a los lugares más recónditos e ignorantes e introduciendo a todo hombre, mujer y niño en la gran familia de Dios. Sí, tanto a gentiles como a judíos. Puedo ver cómo se desvanecen las dudas, cómo desaparecen las discordias, puedo ver los rostros radiantes de los fieles mirando al cielo con veneración. Puedo ver la majestuosidad y el esplendor de los grandes templos, los patios, los palacios dedicados a la gloria de Dios. ¡Y puedo ver esta maravillosa obra prolongándose de generación en generación, de milenio en milenio! ¿No te parece una visión maravillosa, Jesús? ¿No es algo por lo que merezca la pena perder hasta la última gota de sangre de nuestro cuerpo? ¿Te unirás a mí en esta empresa? ¿Serás parte de esta extraordinaria obra y ayudarás a traer el Reino de Dios a la tierra? Jesús miró a su hermano.
– Fantasma -dijo-, sombra humana. ¿Hasta la última gota de sangre de nuestro cuerpo? Tú no tienes sangre de la que poder hablar; sería mi sangre la que ofrecerías para hacer realidad tu visión. Lo que describes suena a obra de Satanás. Dios traerá su Reino como quiera y cuando quiera. ¿Crees que tu poderosa organización lo reconocería cuando llegara? ¡Incauto! El Reino de Dios entraría en esos magníficos patios y palacios como un pobre viajero con polvo en los pies. Los guardias enseguida repararían en él, le pedirían la documentación, le darían una paliza y por último lo echarían a la calle. «Sigue tu camino», le dirían, «nada se te ha perdido aquí.»
– Lamento que lo veas de ese modo -dijo Cristo-. Ojalá me permitieras persuadirte. Es justamente tu vehemencia, tu impecable moralidad, tu pureza lo que podría resultarnos tan útil. Sé que al principio cometeríamos errores. ¿No te unirías a mí para enmendarlos? Nadie en la tierra podría guiarnos mejor que tú. ¿No te parece preferible comprometerse, entrar y mejorar las cosas, que quedarse fuera y limitarse a criticar?
– Algún día alguien te recordará esas palabras y sentirás que las náuseas y la vergüenza te retuercen el estómago. Ahora déjame solo. Rinde culto a Dios. Esa es la única tarea en la que debes pensar.
Cristo dejó Jesús en el desierto y regresó a Nazaret.