En el camino a Emaús

Más tarde ese mismo día, algunos discípulos se dirigieron a Emaús, un pueblo situado a dos horas a pie de Jerusalén, para comunicar la noticia a unos amigos que vivían allí. El informante de Cristo había regresado a Galilea y no estaba entre ellos. Por el camino entablaron conversación con un hombre que iba en la misma dirección. Cristo.

– Parecéis nerviosos -dijo el viajero-. ¿De qué hablabais con tanta pasión?

– ¿No has oído lo que sucedió en Jerusalén? -dijo un discípulo llamado Cleofás.

– No. Cuéntamelo.

– Debes de ser el único hombre en Judea que no se ha enterado. Somos amigos de Jesús de Nazaret, el gran profeta, el gran maestro. Enojó a los sacerdotes del templo, los sacerdotes lo entregaron a los romanos, y los romanos lo crucificaron. Lo enterraron hace tres días, ¡y esta mañana hemos oído que lo han visto vivo!

No hablaban de otra cosa. No miraron detenidamente a Cristo, pues estaban aún demasiado alterados y perplejos. Cuando arribaron al pueblo ya había anochecido y le invitaron a cenar con ellos.

Cristo aceptó y entró en la casa del amigo de los discípulos, donde fue bien recibido. Cuando se sentaron a cenar, el discípulo Cleofás, que estaba sentado delante de Cristo, levantó el quinqué y lo acercó a su rostro.

– ¿Maestro? -dijo.

Estupefactos, los demás miraron a Cristo bajo la llama parpadeante. No había duda de que ese hombre se parecía mucho a Jesús, y sin embargo no era igual; pero seguro que la muerte producía cambios, de modo que por fuerza tenía que estar un poco diferente; y sin embargo el parecido era increíble. Se habían quedado mudos.

Un hombre llamado Tomás dijo al fin:

– Si de verdad eres Jesús, enséñanos las marcas de las manos y los pies.

Las manos de Cristo, naturalmente, no tenían ninguna marca. Todos podían verlas mientras sostenía el pan. Pero antes de que pudiera hablar, otro hombre dijo:

– Si el maestro ha resucitado de entre los muertos, es lógico que todas sus heridas se hayan curado. Le hemos visto caminar, por lo que sabemos que sus piernas han sanado. Ha sido creado nuevamente perfecto, de ahí que todas sus cicatrices hayan desaparecido. ¿Quién puede dudar de eso?

– ¡Jesús no tenía las piernas rotas! -dijo otro-. ¡Se lo oí decir a una de las mujeres! ¡Murió cuando un soldado le clavó una lanza en el costado!

– No fue eso lo que a mí me contaron -intervino otro-. Yo oí que primero le partieron las piernas a él y luego a los otros dos. Siempre les parten las piernas…

Y se volvieron hacia Cristo, llenos de duda y confusión.

Cristo dijo entonces:

– Bienaventurados quienes, sin ver pruebas, siguen creyendo. Yo soy la palabra de Dios. Existo desde antes que el tiempo. Estuve con Dios en los principios y pronto regresaré junto a él, pero descendí al tiempo y a la vida para mostraros la luz y la verdad y para que fuerais testimonio de ella. Voy a dejaros una señal, y es esta: del mismo modo que el pan ha de partirse antes de poder comerlo y el vino ha de servirse antes de poder Deberlo, yo tuve que morir para poder resucitar. Acordaos de mí siempre que comáis y bebáis. Ahora debo regresar junto a mi padre, que está en los cielos.

Los discípulos querían tocarle, pero Cristo se levantó, los bendijo a todos y se marchó.

A partir de ese momento hizo lo posible por pasar desapercibido. Desde la distancia observaba cómo, estimulados por su esperanza y entusiasmo, los discípulos se iban transformando tal como el extraño había augurado: como si un espíritu santo hubiera penetrado en ellos. Viajaban y predicaban, ganaban conversos para su nueva fe en el Jesús resucitado e incluso conseguían hacer curaciones milagrosas, o por lo menos sucedían cosas que podían calificarse de milagrosas. Estaban llenos de pasión y fervor.

Con el tiempo, Cristo advirtió que el relato cambiaba. Empezó con el nombre de Jesús. Al principio era solo Jesús, pero de ahí empezaron a llamarle Jesús el Mesías, o Jesús el Cristo, y al final simplemente Cristo. Cristo era la palabra de Dios, la luz del mundo. Cristo había sido crucificado. Cristo había resucitado de entre los muertos. En cierto modo, su muerte sería una gran redención, o una gran expiación. La gente estaba dispuesta a creerlo, aunque le costara explicárselo.

El relato también evolucionó en otros aspectos. La versión de la resurrección se mejoró sobremanera cuando empezó a contarse que después de que Tomás pidiera ver las heridas, Jesús (o Cristo) se las mostró y le permitió tocarlas para disipar sus dudas. Fue una experiencia inolvidable; no obstante, si el relato decía eso no podía decir también que los romanos le habían partido las piernas, como solían hacer con los crucificados, pues si un tipo de herida permanecía en su carne también debían hacerlo las demás, y un hombre con las piernas rotas no habría podido incorporarse en el jardín ni caminar hasta Emaús. Así pues, independientemente de lo que hubiera sucedido en realidad, la historia acabó contando que murió por la punzada de una lanza romana, y que conservó los huesos intactos. Y así fue como las historias empezaron a entrelazarse.

Cristo, lógicamente, había dejado tan poca huella en el mundo que nadie lo confundía con Jesús, pues era muy fácil olvidar que habían sido dos. Cristo sentía que su propio ser iba menguando a medida que el Cristo fruto de la especulación crecía en importancia y esplendor. Muy pronto el relato de Cristo comenzó a extenderse en el tiempo, hacia delante y hacia atrás. Hacia delante hasta el fin del mundo, hacia atrás antes de su nacimiento en un establo: Cristo era hijo de María, de eso no había duda, pero también era el hijo de Dios, un ser eterno y todopoderoso, un Dios perfecto y un hombre perfecto, engendrado antes que todos los mundos, que reinaba en los cielos a la derecha de su Padre.

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