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Sevilla. Martes, 6 de junio de 2006, 09:45 horas


Un hombre apareció corriendo entre Falcón y el jefe de bomberos. El hombre tropezó con los escombros que había al pie del edificio derrumbado, se puso en pie y corrió hacia los pisos de cemento armado que se amontonaban como obleas. Se veía extrañamente pequeño junto a la inmensidad del derrumbe. Parecía una marioneta mientras se movía vacilante a derecha e izquierda, intentando encontrar un punto donde poder mantener el equilibrio en medio de la maraña de cemento agrietado, barras de acero que sobresalían, tela metálica desgarrada y ladrillos hechos pedazos.

El jefe de bomberos le pegó un grito. El hombre no le oyó. Metió las manos en las ruinas, echó el cuerpo hacia arriba y enroscó una pierna en una gruesa barra de acero: era una mezcla horriblemente humana de fuerza enloquecida derrotada por la futilidad.

Para cuando llegaron hasta él colgaba impotente, tenía las palmas de las manos desgarradas y ensangrentadas, la cara deformada por la crudeza del dolor. Lo levantaron de aquella espantosa percha, igual que los soldados arrancan a un camarada de las alambradas en el frente. En cuanto lo bajaron recuperó las fuerzas y volvió a abalanzarse hacia el edificio. Falcón tuvo que agarrarlo de las piernas para frenarlo. Forcejearon sobre las ruinas, como un antiguo insecto articulado, hasta que Falcón consiguió incorporar al hombre e inmovilizarlo entrelazándole las manos sobre el pecho.

– No puede entrar ahí -le dijo, la voz ronca por el polvo.

El hombre emitió un gruñido y flexionó los brazos para librarse del abrazo de Falcón. Tenía la boca abierta, los ojos, desorbitados, no se apartaban del edificio desplomado, y el sudor le caía en gruesas gotas por la cara sucia.

– ¿A quién conoce que esté ahí? -preguntó Falcón.

Desde el fondo de los quejidos del hombre le llegaron dos palabras: esposa, hija.

– ¿En qué planta? -preguntó el jefe de bomberos.

El hombre alzó la mirada hacia ellos parpadeando, como si la pregunta exigiera un complicado cálculo diferencial.

– Gloria -dijo el hombre-. Lourdes.

– ¿Pero en qué planta? -preguntó el jefe de bomberos.

La cabeza del hombre colgaba inerte, ya no luchaba. Falcón le soltó y le dio la vuelta.

– ¿Conocía a alguien más, aparte de Gloria y Lourdes? -preguntó Falcón.

La cabeza del hombre se movió a uno y otro lado, y sus ojos oscuros captaron los daños sufridos por la guardería. Se irguió, se puso en pie y caminó como un robot a través de los escombros y restos domésticos hacia la guardería. Falcón lo siguió. El hombre se paró en el punto donde antes había una pared. El aula era una confusión de muebles rotos y fragmentos de cristal, y en la pared del fondo aleteaban en la brisa los dibujos de los niños, grandes soles, sonrisas exageradas, pelos de punta.

Los pies del hombre avanzaron sobre el piso de cristales. Tropezó y cayó pesadamente sobre un pupitre volcado, pero se enderezó enseguida y avanzó hacia los dibujos. Quitó uno de la pared y lo miró con la intensidad de un coleccionista que juzga una obra maestra. Había un árbol, un sol, un edificio alto y cuatro personas: dos grandes y dos pequeñas. En la esquina inferior derecha había un nombre escrito con letra de adulto: Pedro. El hombre lo dobló cuidadosamente y se lo metió en el bolsillo.

Los tres hombres enfilaron el pasillo central de la guardería y salieron por la entrada. La policía local había llegado e intentaban despejar el terreno para que pudiera llegar la ambulancia que había de llevarse los cadáveres de los cuatro niños. Las dos madres arrodilladas junto a sus pequeños gritaban histéricas. A la otra madre ya se la habían llevado.

Una mujer que llevaba un grueso vendaje blanco en un lado de lacara, a través del cual la sangre ya comenzaba a aflorar, reconoció al hombre.

– Fernando -dijo.

El hombre se volvió hacia ella, pero no la reconoció.

– Soy Marta, la maestra de Pedro -dijo.

Fernando se había quedado sin habla. Sacó el dibujo de la camisa y señaló la figura más pequeña. Los reflejos motores de Marta no parecían funcionar muy bien, pues fue incapaz de articular lo que tenía en la garganta y de expresar lo que tenía en la cabeza. La expresión de su cara se deformó y sólo consiguió emitir un sonido de tal brutalidad y fealdad que a Fernando le tembló el pecho. Ninguna influencia civilizadora controló ese sonido. Era la pena en su forma más pura, antes de que el tiempo la hiciera menos aguda y la poesía más conmovedora. Era un coágulo de emoción sombrío, gutural, convulsivo.

Fernando no se sintió ofendido. Dobló el dibujo y se lo volvió a meter en el bolsillo. Falcón lo llevó del brazo hasta los cuatro cuerpecillos. La ambulancia estaba dando marcha atrás, y ya habían sacado al resto de la gente de la escena. Dos paramédicos aparecieron con dos bolsas para los cadáveres. Trabajaban rápidamente porque sabían que debían llevarse aquellos dos cadáveres lo antes posible. Falcón retuvo a Fernando por los hombros cuando los paramédicos descubrieron los cuerpecillos y los metieron en sendas bolsas de plástico. Tuvo que recordarle a Fernando que respirara. Cuando llegaron al tercer cadáver a Fernando le fallaron las piernas y Falcón lo ayudó a arrodillarse en el suelo, donde cayó hacia delante y comenzó a caminar a cuatro patas, como un perro al que han envenenado y busca un lugar donde morir. Uno de los paramédicos dio un grito y señaló con el dedo. Un cámara de televisión había entrado por la parte de atrás de la guardería y estaba filmando los cadáveres. Se dio media vuelta y echó a correr antes de que nadie pudiera reaccionar.

La ambulancia se marchó. La espectral multitud la siguió, pero se detuvo con un espasmo final de dolor antes de disolverse en grupos, y la gente sostenía a las mujeres que habían perdido a sus hijos. Los periodistas de televisión y los cámaras intentaban abrirse camino para hablar con las mujeres. Fueron rechazados. Falcón levantó a Fernando, lo metió en la guardería, donde nadie lo viera, y se fue a buscar a un policía para que no dejara entrar a los periodistas.

Fuera del recinto, una periodista había encontrado a un veinteañero, con un par de heridas ensangrentadas en la mejilla, que estaba allí cuando la bomba explotó. Tenía la cámara delante de la cara, a pocos centímetros, y las imágenes parecían más urgentes por su proximidad.

– …justo después de que ocurriera, el ruido, quiero decir… es increíble lo fuerte que sonó, tan fuerte que no podía respirar, fue como…

– ¿Cómo fue? -preguntó la periodista, una joven impetuosa, incrustándole el micrófono en la cara-. Cuéntenoslo. Cuéntele a España cómo fue.

– Fue como si el ruido se llevara todo el aire.

– ¿Qué fue lo primero que observó tras la explosión, tras el ruido?

– El silencio -dijo el joven-. Una calma mortal. Y no sé si fue en mi cabeza u ocurrió en realidad, pero oí un repique de campanas…

– ¿Campanas de iglesia?

– Sí, campanas de iglesia, pero todas habían enloquecido, como si las ondas de choque de la explosión las hicieran repicar, ya sabe, de cualquier manera. Me daba náuseas oírlas. Era como si todo el mundo se hubiera vuelto loco y nada fuera a ser lo mismo.

Ya no pudieron oír el resto, pues lo ahogó el ruido del rotor de las aspas de un helicóptero, sacudiendo el polvo del aire. Subió para poder abarcar toda la escena. Era la fotografía aérea que Falcón había encargado.

Apostó un policía a la entrada de la escuela, pero se encontró con que Fernando había desaparecido. Cruzó el pasillo hasta el aula destrozada. Vacía. Telefoneó a Ramírez mientras avanzaba entre el mobiliario roto.

– ¿Dónde estás?

– Acabamos de llegar. Estamos en la calle Los Romeros.

– ¿Viene Cristina contigo?

– Estamos todos. Toda la brigada.

– Venid todos a la guardería enseguida.

Fernando estaba de nuevo en la pared de escombros y suelos desplomados. Se arrojó contra la montaña como un loco.

Quitaba cemento, ladrillos, marcos de ventana y lo arrojaba a su espalda.

– …equipos de rescate en este lado -rugió Ramírez, por encima del ruido del helicóptero-. Hay perros en la zona de las ruinas.

– Venid aquí.

Fernando había agarrado la malla de acero de un suelo de cemento armado hecho pedazos. Tenía los pies afianzados en los escombros. Los músculos del cuello le asomaban y la arteria carótida se veía gruesa como una maroma. Falcón lo sacó de allí y durante unos momentos forcejearon, trastabillando y procurando no caer en medio del polvo y las ruinas, hasta que no fueron más que fantasmas.

– ¿Tiene el número de teléfono de Gloria? -bramó Falcón.

Jadeaban en medio de aquella atmósfera asfixiante, y en sus caras sudorosas se incrustaba un polvo gris, blanco, marrón, arremolinado en torno a ellos por las aspas del helicóptero.

La pregunta paralizó a Fernando. A pesar de oír sonar todos aquellos móviles, su mente estaba tan bloqueada por el shock que no había pensado en el suyo. Lo sacó del bolsillo. Lo encendió. El helicóptero se alejó, dejando tras sí un inmenso silencio.

Fernando parpadeó, su mente se agitaba como banderas rotas, intentando recordar su PIN. Cuando le vino a la cabeza marcó el número de Gloria. Estaba arrodillado y se incorporó. Echó a andar hacia los escombros. Levantó una mano como pidiéndole silencio al mundo. A su izquierda le llegó el leve rumor metálico de una música cubana de piano.

– Es ella -bramó, avanzando hacia la izquierda-. Estaba en este lado del edificio cuando… cuando la vi por última vez.

Falcón se puso en pie e hizo un fútil intento de quitarse el polvo justo en el momento en que apareció su brigada de homicidios. Les hizo seña de que se pararan y avanzó hacia aquel sonido de piano, y de pronto identificó la melodía: «Lágrimas negras».

– ¡Está aquí! -vociferó Fernando-. ¡Está aquí!

Baena, un joven detective de la brigada de Falcón, regresó corriendo y trajo un equipo de rescate con un perro. El equipo localizó el lugar de donde procedía el tono de llamada y consiguió que Fernando les dijera que su esposa y su hija vivían en la quinta planta. Lo miraron fijamente cuando les dio esa información. Ante la expresión esperanzada de Fernando, ninguno de ellos tuvo el valor de confesarle que después de aquella caída, después de que tres pisos se derrumbaran encima de ellos, lo único que se podía hacer ahora era rezar.

– Está allí -les dijo a las caras petrificadas y sin expresión del equipo-. Siempre llevaba el móvil con ella. Era representante. «Lágrimas negras» era su canción preferida.

Falcón asintió a Cristina Ferrera y guiaron a Fernando de vuelta a la guardería. Trajeron a una enfermera que le lavó las heridas y se las vendó. Falcón reunió a la brigada de homicidios en el lavabo de la escuela. Se lavó las manos y la cara y los miró a través del espejo.

– Va a ser la investigación más compleja en la que ninguno de nosotros se ha visto envuelto, y eso me incluye a mí -dijo Falcón-. Cuando hay un ataque terrorista nada es sencillo. Lo sabemos por lo que pasó en Madrid el 11 de marzo. Se va a meter mucha gente: agentes del CNI, la brigada antiterrorista del CGI, los artificieros y nosotros… y eso sólo por lo que se refiere a la investigación. Lo que tenemos que tener bien claro es cuál es nuestro objetivo como brigada de homicidios. Ya he pedido un cordón policial para que tengamos despejada la escena del crimen.

– Ya están todos en su sitio -dijo Ramírez-. Procuran mantener alejados a los periodistas.

Falcón se volvió hacia ellos, secándose las manos.

– Ahora ya estáis todos al corriente de que había una mezquita en el sótano de ese edificio. Nuestro trabajo no es especular acerca de lo que ha pasado ni por qué. Nuestro trabajo es averiguar quién entró en esa mezquita y quién salió, y qué pasó dentro de ella en las últimas veinticuatro horas, luego en las últimas cuarenta y ocho, etcétera. Para ello hablaremos con todos los testigos que podamos encontrar. Otra de nuestras tareas fundamentales será investigar todos los vehículos de los alrededores. La bomba era grande. Tienen que haberla transportado hasta aquí. Si el vehículo sigue aquí, hay que encontrarlo.

»Por el momento, la primera tarea va a ser difícil, pues todos los ocupantes de los edificios han sido evacuados. Así que nuestra prioridad es identificar los vehículos y sus propietarios. José Luis os dividirá en equipos y registraréis todos los sectores, empezando por los coches más cercanos al edificio desplomado. Cristina, por el momento, se quedará conmigo.

»Y recordad que aquí todo el mundo sufre de una manera u otra, ya sea porque ha perdido a alguien o ha visto a su familia herida, porque su casa ha sido destruida o porque le han roto las ventanas. Vais a tener mucho trabajo y vais a estar sometidos a mucha presión, tengáis encima o no a los medios de comunicación. Obtendréis más información si obráis con sensatez y os mostráis comprensivos que si lo afrontáis como un procedimiento habitual. Sois buenas personas, y por eso estáis en la brigada de homicidios. Ahora id a averiguar qué ha pasado.

Salieron en fila. Ferrera se quedó. Falcón metió la cabeza debajo del grifo, se lavó el pelo con agua y luego se secó la cara y las manos.

– Se llama Fernando -le dijo a Cristina-. Su mujer y su hija estaban en el edificio desplomado, y su hijo es uno de los niños que han muerto a causa de la explosión. Averigua si tenía más familia, o amigos íntimos. Eso no puede hacerlo cualquiera. Se fue de casa después de desayunar y media hora más tarde descubrió que lo había perdido todo. Cuando sea consciente de ello se volverá loco.

– ¿Y quiere que me quede con él?

– No me lo puedo permitir. Quiero que te asegures de que queda en manos de un equipo de traumas, que debería llegar en cualquier momento. Ese hombre necesita que le expliquen cuál es su situación, es incapaz de hablar. Querrá quedarse hasta que encuentren los cadáveres. Pero no le pierdas la pista. Quiero saber dónde lo llevan.

Salieron de los lavabos. Una brigada de artificieros se abría paso entre el aula hecha pedazos, como mineros en busca de rocas valiosas. Llenaron los sacos de polipropileno con lo que encontraron. Fuera había dos equipos más, que trabajaban enérgicamente para que la maquinaria pudiera iniciar las tareas de demolición y la búsqueda de supervivientes.

Cristina Ferrera entró en el aula en la que la enfermera acababa de vendar los cortes de Fernando. Sabía por qué Falcón la había elegido para ese trabajo. La enfermera hacía lo que podía con Fernando, pero él no reaccionaba, pues otros asuntos más tristes e importantes ocupaban su mente. La enfermera acabó y recogió sus cosas. Cristina le pidió que mandara a alguien de un equipo de traumas lo antes posible. Se sentó en una silla junto a la pizarra, a cierta distancia de Fernando. No quería agobiarlo, aunque era evidente que dentro de su cabeza vivía una intensidad que excluía la totalidad del mundo exterior. El dolor había ensombrecido su cara tan rápidamente como la había iluminado la esperanza, como nubes que pasan sobre los campos.

– ¿Quién es usted? -preguntó Fernando al cabo de unos minutos, como si acabara de verla.

– Soy policía. Me llamo Cristina Ferrera.

– Antes había un hombre. ¿Quién era?

– Era mi jefe, Javier Falcón. Es el inspector jefe de la brigada de homicidios.

– Pues no le va a faltar trabajo.

– Es un buen hombre -dijo Ferrera-. No es como los demás. Llegará al fondo del asunto.

– Todos sabemos quién ha sido, ¿no?

– Todavía no.

– Los marroquíes.

– Es demasiado pronto para decirlo.

– Pregunte por ahí. Todos lo hemos pensado. Desde el 11 de marzo los hemos visto entrar y lo hemos estado esperando.

– ¿Se refiere a entrar en la mezquita? ¿La mezquita del sótano?

– Eso es.

– No todos los que van a las mezquitas son marroquíes, ya lo sabe. Muchos españoles se han convertido al Islam.

– Trabajo en la construcción -dijo el hombre, sin interés por el enfoque equilibrado de Ferrera-. Construyo edificios como este. Edificios mucho mejores que este. Trabajo con acero.

– ¿En Sevilla?

– Sí, construyo apartamentos para profesionales jóvenes y ricos… o al menos eso es lo que me dicen.

La cabeza de Fernando estaba revuelta e intentaba enderezar los muebles. Sólo que, de vez en cuando, se daba cuenta de la vacuidad del mobiliario, y eso devolvía su mente al abismo de la pérdida y el dolor. Intentó hablar de su trabajo en la obra pero se le fue el hilo cuando de repente se puso a imaginarse a su mujer y a su hija cayendo entre el cemento y el acero. Quería salir de su cuerpo, de su mente, para ir… ¿adónde? ¿Dónde encontraría alivio su mente? El sonido de un helicóptero desvió el rumbo de sus pensamientos.

– ¿Usted tiene hijos? -le preguntó a Ferrera.

– Un chico y una chica -dijo ella.

– ¿Qué edad tienen?

– El chico, dieciséis. La chica catorce.

– Buenos chicos -dijo; era más una esperanza que una pregunta.

– Los dos pasan ahora por un momento difícil -dijo Ferrera-. Su padre murió hace tres años. No es fácil para ellos.

– Lo siento -dijo Fernando, deseando que la tragedia de ella ocultara un rato la suya-. ¿Cómo murió?

– Murió de un cáncer muy poco frecuente.

– Eso es duro para los niños. A esa edad necesitan un padre -comentó-. Les gusta poner a prueba a la madre para obtener seguridad con la que rebelarse contra el mundo. Eso es lo que Gloria me decía. Necesitan al padre para que les demuestre que no es tan fácil como creen.

– Puede que tenga razón.

– Gloria dice que soy un buen padre.

– Su esposa…

– Sí, mi esposa -dijo Fernando.

– ¿Puede hablarme de sus hijos?

No fue capaz. No tenía palabras. Le indicó lo que medían levantando palmos del suelo, señaló la ventana del edificio arrasado, y al final sacó el dibujo del bolsillo. Lo contaba todo: palitos y triángulos, un alto rectángulo con ventanas, un árbol verde y redondo y detrás un enorme sol naranja en un cielo azul.


Llegó una grúa colosal, precedida de un bulldozer, que despejó el trecho que quedaba entre el bloque destruido y la guardería. Dos camiones volquete maniobraron detrás de la grúa, y una excavadora comenzó a sacar escombros y a arrojarlos en el volquete. En la tierra despejada la grúa afianzó sus patas y un equipo de hombres con cascos amarillos comenzó a preparar la plataforma.

En la esquina de la fachada delantera del edificio, en la calle Los Romeros, le entregaron a Falcón una muda de ropa que le habían traído de Jefatura. El resto de la brigada de homicidios estaba ocupada con la policía local, identificando vehículos y a sus propietarios. El comisario Elvira había llegado vestido de uniforme completo, y el jefe de bomberos le estaba enseñando la escena. Mientras avanzaban, su ayudante convocó a los jefes de equipo que participaban en la operación a una reunión en una de las aulas de la guardería. Mientras el séquito se encaminaba hacia la guardería, una mujer se acercó a Elvira y le dio una lista de doce nombres.

– ¿Quién es esta gente? -preguntó Elvira.

– Son los nombres de todos los que estaban en la mezquita a la horade la explosión, excluyendo al imán, Abdelkrim Benaboura -dijo la mujer-. Me llamo Esperanza. Soy española. Mi pareja, que también es española, estaba en la mezquita. Represento a las mujeres, madres y novias de esos hombres. Estamos escondidas. Las mujeres, sobre todo las marroquíes, tenemos miedo de que la gente pueda pensar que sus maridos e hijos son de algún modo, responsables de lo que ha pasado. Al final de la lista hay un número de móvil. Le rogaríamos que nos llamara si tiene alguna noticia de su… de lo que sea.

Se marchó, y la presión del tiempo y la falta de personal impidieron que Elvira enviara a alguien con ella. Calderón se abrió paso entre la multitud hasta llegar junto a Falcón.

– No te había reconocido, Javier -dijo, dándole la mano y una buena sacudida-. ¿Cómo has acabado así?

– Tuve que impedir que un hombre se abalanzara a las ruinas para rescatar a su mujer y a su hija.

– Así que por fin tenemos un bombazo -dijo Calderón, sin tener en cuenta lo que Falcón había dicho-. Al final nos ha tocado.

Siguieron andando hasta la escuela, donde había representantes de policías, jueces, brigada de artificieros, servicios de rescate, unidades de traumas, servicios médicos y equipos de demolición. Elvira dejó bien claro que a nadie se le permitía decir una palabra hasta que él comunicara el plan de acción. Para centrar su atención le pidió al jefe de la brigada de artificieros que les proporcionara un breve informe del análisis inicial de los fragmentos de la explosión. Estos informaron de que el bloque de apartamentos había sido arrasado por una bomba de extraordinaria potencia, casi con toda seguridad situada en el sótano de esa parte del edificio, y cuyo explosivo era de calidad militar, más que comercial. Esa opinión experta silenció por completo a los allí reunidos y Elvira pudo elaborar un plan de acción coordinada en cuarenta minutos.

Al final de la reunión, Ramírez se acercó a Falcón mientras este se dirigía a los lavabos para cambiarse de ropa.

– Tenemos algo -dijo.

– Cuéntamelo mientras me cambio.

En cuanto se hubo vestido, Falcón se reunió con el comisario Elvira y con el juez Calderón, y le pidió a Ramírez que les repitiera lo que le acababa de contar.

– Muy cerca del edificio, excluyendo a los vehículos sepultados en los escombros, hemos encontrado tres coches robados además de esta furgoneta -dijo Ramírez-. Está aparcada justo delante de la guardería. Es una Peugeot Partner matriculada en Madrid. Hay un ejemplar del Corán en el asiento delantero. No hemos podido ver la parte de atrás porque es una furgoneta cerrada y las ventanillas traseras se han resquebrajado, pero el propietario del vehículo es un hombre llamado Mohammed Soumaya.


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