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Sevilla. Miércoles, 7 de junio de 2006, 16:30 horas


Marisa salió de su apartamento. Hacía calor, más de 40o, y era la hora perfecta para trabajar en el estudio. Su prieta piel de mulata anhelaba sudar a sus anchas. En la calle caminó por la acera del sol y respiró el aire desierto de gente. Trastabilló en los adoquines de la calle Bustos Tavera hasta que sus ojos se acostumbraron a la repentina sombra. Enfiló el callejón hasta el patio. Al otro extremo, la luz era cegadora. El sol engullía incluso los bordes de los edificios que estaban más allá del arco. La sensación que siempre la invadía al pasar ese túnel la hizo temblar ligeramente.

Al final, allí donde los enormes adoquines peltreaban en el umbral, se detuvo. El patio debería estar vacío a esa hora, pero su instinto le decía que no estaba sola. Vio a Inés, a medio camino de las escaleras que subían a su estudio.

La rabia la sacudió y se acumuló tras su pecho plano. Esa fatua zorra de clase media ahora quería infectar el santuario de su lugar de trabajo con los topicazos de su educación burguesa, con la tediosa perorata de sus necesidades de consumidora, con su petulancia farisaica de «estar delgada». Marisa reculó hacia la absoluta oscuridad del túnel.

Al volverse para subir las escaleras del estudio, Inés reveló los verdugones que tenía en la parte inferior de los muslos. Esos dos se merecen el uno al otro, se dijo Marisa. Van por la vida con una fe absoluta en que controlan la realidad que los rodea, sin darse cuenta jamás de la iridiscencia de la burbuja ilusoria en la que flotan. Es como si estuvieran muertos.

Marisa reprimió la tentación de subir corriendo las escaleras, golpear a aquella desgraciada hasta dejarla sin sentido, tirarla escaleras abajo, abrirle el cráneo y descubrir lo poco que había dentro. Dios mío, cómo odiaba a esa gente, nacida en los círculos tradicionales, que hacían ostentación de su nombre: Inés Conde de Tejada de los Cojones: apellido y título todo en uno.

Inés llegó a lo alto de las escaleras, dejó el bolso en el suelo, lo abrió y sacó el cuello de mango negro. Vaya, eso se ponía interesante. ¿Aquella zorra había ido a matarla? A lo mejor aquella flacucha tenía cojones después de todo. Inés grabó algo en la puerta de su estudio, dio un paso atrás y contempló con orgullo su obra. Volvió a meter el cuchillo en el bolso y bajó. Marisa volvió sobre sus pasos, refunfuñando, y regresó a su apartamento, donde se quedó una hora. Cuando regresó a su estudio el patio estaba vacío y el calor era más intenso. Subió corriendo las escaleras para ver el mensaje de Inés. Grabada en la puerta estaba la previsible palabra: puta.

Aquello tenía que acabar ya, se dijo. No iba a permitir que esa zorra volviera a su taller.


La noticia del suicidio de Gamero desconcertó tanto a Falcón que se fue de casa de Curado casi sin decir nada más. En ese momento, mientras cruzaba la ciudad en su coche, se le ocurrieron algunas ideas y telefoneó a Curado.

– ¿Ha oído hablar de un tal Ricardo Gamero?

– ¿Debería sonarme su nombre? -preguntó Curado-. ¿Trabajaba en Informaticalidad?

Quizás había sido una idea demasiado brillante.

– Quiero que me haga un favor, David -dijo Falcón-. Quiero que llame a su viejo amigo de Informaticalidad. ¿Marco…?

– Marco Barreda.

– Quiero que le cuente a Marco Barreda que ha ido a verle el inspector jefe del Grupo de Homicidios, Javier Falcón. El mismo policía que está investigando el atentado de Sevilla. Quiero que le diga que hablamos de «algo que te gustaría saber», algo así. Nada sensacional, sólo lo que hablamos. Y dígale cuál fue la última pregunta que le hice.

– ¿Sobre Ricardo Gamero?

– Exacto.

El forense ya se había subido a la escalera, y estaba llevando a cabo el examen preliminar del cadáver de Ricardo Gamero, cuando Falcón llegó a la escena del crimen. No había duda de que estaba muerto. El agente del CGI que lo había encontrado, Paco Molero, le había tomado el pulso. Aunque Gamero hubiera sobrevivido tras saltar del alféizar de su ventana con una soga al cuello, no habría vivido mucho. En el suelo había doce tabletas vacías de paracetamol. Aun cuando lo hubieran llevado al hospital y le hubieran hecho un lavado de estómago, probablemente se habría quedado en coma y hubiera muerto de fallo hepático en menos de cuarenta y ocho horas. No lo había hecho para llamar la atención. Se trataba de un policía con experiencia que sabía lo que hacía. Había cerrado la puerta con llave y cadena. La puerta de su dormitorio también estaba cerrada con llave, con una silla apoyada en el picaporte.

Falcón estrechó la mano del inspector jefe Barros.

– Lo siento, Ramón. Lo siento mucho -dijo Falcón, que nunca había perdido a nadie de su brigada, pero que sabía que era algo terrible.

Dos paramédicos colocaron el cuerpo sobre la escalera de mano y lo introdujeron por la ventana. Lo colocaron en el suelo de la sala mientras la policía científica examinaba la escena. Falcón le pidió permiso al juez instructor para registrar el cadáver.

Gamero llevaba pantalones de traje y camisa. En el bolsillo llevaba una cartera, y suelto en otra. Cuando Falcón hizo rodar el cuerpo para comprobar los bolsillos de atrás, la cabeza se ladeó con escalofriante flexibilidad. En el bolsillo derecho había una entrada para el Museo Arqueológico. Falcón se la enseñó al inspector jefe Barros, que no podía borrar la expresión de la consternación de la cara. La entrada tenía fecha de ese día.

– Vive en Sevilla -dijo Falcón-. Puede entrar gratis en el museo.

– Quizá no quería enseñar el carné de identidad -dijo Barros-. Prefería permanecer en el anonimato.

– ¿Era allí donde se reunía con sus confidentes?

– Se les enseñaba a no seguir ninguna rutina.

– Me gustaría hablar con el agente que lo encontró… ¿Paco Molero?

– Por supuesto -dijo Barros, asintiendo-. Eran buenos amigos.

Paco estaba sentado a la mesa de la cocina con la cara entre las manos. Falcón le tocó el hombro y se presentó. Paco tenía los ojos enrojecidos.

– ¿Estaba preocupado por Ricardo?

– No había tenido tiempo de eso -dijo Paco-. Era obvio que estaba afectado, había perdido a uno de los mejores confidentes de la mezquita.

– ¿Usted conocía al confidente?

– Lo había visto, pero no lo conocía -dijo Molero-. Ricardo me había pedido unas cuantas veces que lo acompañara, para cubrirle la espalda. Una precaución de rutina para asegurarse de que no lo vigilaban ni lo seguían.

– ¿Salió hoy de la oficina, aparte de para ir a comer?

– No. Se fue a la una y media. Debía volver dos horas después. Cuando dieron las cuatro y media y aún no había aparecido, y al ver que tenía el móvil apagado, el inspector jefe Barros me mandó a ver qué le había pasado.

– ¿A qué hora lo encontró?

– Llegué a las cinco menos diez, o sea que quizá acababan de dar las cinco.

– Cuénteme qué pasó ayer, después del atentado.

– Cuando explotó la bomba todos estábamos de servicio. Llamamos a nuestros confidentes para vernos con ellos. Ricardo no pudo encontrar a Botín. Luego nos dijeron que no saliéramos de los despachos, de modo que redactamos informes actualizados de lo que nos habían dicho los confidentes la última vez que los habíamos visto. Comimos en la comisaría. No salimos hasta después de las diez de la noche.

– ¿Se fijó en si Ricardo estaba sometido a algún tipo de presión, aparte del estrés habitual?

– Aparte del estrés inhabitual, querrá decir.

– ¿Por qué inhabitual?

– Nos estaban investigando, inspector jefe -dijo Molero-. Seríamos un grupo antiterrorista de pacotilla si no supiéramos cuándo están investigando nuestro departamento.

– ¿Cuánto hace que lo saben?

– Calculamos que la cosa empezó probablemente a final de enero.

– ¿Qué pasó?

– Nada… sólo un cambio de actitud, o de ambiente…

– ¿Sospechaban el uno del otro?

– No, teníamos una confianza total en los demás y creíamos en lo que estábamos haciendo -dijo Molero-. Y yo diría que, de los cuatro que nos encargábamos de las amenazas terroristas islámicas, Ricardo era el más comprometido.

– ¿Porque era religioso?

– Veo que ha tenido tiempo de hacer los deberes -dijo Molero.

– Acabo de verme con la pareja de su confidente, que ha resultado ser una antigua amiga del colegio de Ricardo.

– Esperanza -dijo Molero, asintiendo-. Fueron juntos a la escuela y a la universidad. Antes de conocer a Ricardo iba a meterse a monja.

– ¿Alguna vez salieron juntos?

– No. A Ricardo ella no le interesaba.

– ¿Tenía novia?

– No que yo sepa.

– Esperanza me dijo que la relación que Ricardo mantenía con su confidente se basaba en el respeto mutuo por la religión del otro.

– Algo tenía que ver la religión -dijo Molero-. Pero los dos estaban en contra del fanatismo. Ricardo comprendía de una manera especial a los fanáticos.

– ¿Por qué?

– Porque él lo había sido -dijo Molero, y Falcón asintió para que siguiera-. Creía que el fanatismo se originaba en un profundo deseo de ser bueno, que interactuaba con una profunda preocupación por el mal. De allí venía el odio.

– ¿El odio?

– El fanático, en su profundo deseo de bondad, teme constantemente el mal. Empieza a ver el mal a su alrededor. En lo que a nosotros nos parece inofensiva decadencia, el fanático ve una insidiosa invasión del mal. Comienza a preocuparle que no todo el mundo persiga el bien con el mismo celo que él. Al cabo de un tiempo se cansa de la patética debilidad de los demás y su percepción cambia. Ya no los ve como unos necios desorientados, sino como ministros del mal, y entonces comienza a odiarlos. A partir de ese momento se convierte en una persona peligrosa, porque se vuelve receptivo a ideas radicales.

«Ricardo mantenía largas conversaciones con Botín, que le dijo que entre el Catolicismo y el Islam había una diferencia fundamental, que era El Libro. El Corán es una transcripción directa de la Palabra de Dios por el profeta Mahoma. La palabra Corán significa «recitado». No es como nuestra Biblia, una serie de relatos redactados por hombres extraordinarios. El Corán es la auténtica Palabra de Dios anotada por el profeta. Ricardo solía decirnos que nos imagináramos lo que eso supone para un fanático. El Libro no es la escritura inspirada de unos seres humanos con talento, sino la Palabra de Dios. En su desesperado anhelo del bien, en su temor al mal, el fanático penetra más y más en la Palabra. Busca interpretaciones más exigentes, «mejores», de la palabra. Así, poco a poco, se va alejando hacia los extremos. Esa era la ventaja de Ricardo. Él había sido un fanático, de modo que podía ayudarnos a comprender la mentalidad a la que nos enfrentábamos.

– ¿Y ya no era fanático? -dijo Falcón.

– Dijo que una vez llegó a ese punto en el que comienzas a mirar a los demás por encima del hombro, y no sólo le parecía que no daban la talla, sino que incluso los encontraba infrahumanos. Era una forma de profunda arrogancia religiosa. Se dio cuenta de que cuando llegas al punto en que ya no consideras a todos los seres humanos como iguales, entonces matarlos ya no es tan problemático.

– ¿Y llegó a ese punto?

– Un sacerdote lo rescató.

– ¿Sabe quién era ese sacerdote?

– Murió de cáncer el septiembre pasado.

– Eso debió de ser un duro golpe.

– Supongo que sí -dijo Molero-. No me lo comentó. Creo que era algo demasiado personal para hablarlo en la oficina. Ricardo trabajaba mucho. Era un hombre con una misión.

– ¿Y cuál era esa misión?

– Impedir el ataque terrorista antes de que sucediera en lugar de ayudar a coger a los autores después de que mucha gente muriera -dijo Molero-. De hecho, el pasado julio fue una mala época para Ricardo. Los atentados de Londres le afectaron muchísimo, y a final de mes a su amigo el sacerdote le diagnosticaron el cáncer. A las seis semanas murió.

– ¿Por qué le afectaron tanto los atentados de Londres?

– Le inquietó mucho el perfil de los terroristas: ciudadanos ingleses jóvenes, de clase media, algunos con niños pequeños, todos con lazos familiares. No eran tipos solitarios. Fue entonces cuando se centró en la naturaleza del fanatismo. Desarrolló sus propias teorías, sacando ideas de un amigo, el sacerdote moribundo, y del otro, el converso al Islam.

– Así que a lo mejor se tomó este atentado como algo personal.

– Sí, y también está el hecho de que se cobrara la vida de Miguel Botín, con el que había acabado manteniendo una estrecha amistad.

– Y acababa de solicitar por segunda vez que se instalaran micrófonos.

– La primera negativa nos pareció extraña. Desde los atentados de Londres, nos han dicho que estemos atentos al mínimo cambio de… inflexión en la comunidad. En esa mezquita estaban ocurriendo muchas cosas que justificaban que se colocara un micrófono… según el confidente de Ricardo, claro.

– ¿Cree que tuvo algo que ver con el hecho de que su departamento estuviera sometido a investigación?

– Ricardo sí lo creía. No le veíamos la lógica. Pensamos que tan sólo estaba enfadado porque le habían denegado la autorización. Ya sabe lo que pasa: la mente te juega malas pasadas y ves conspiraciones por todas partes.

– Ricardo tenía en el bolsillo una entrada para el Museo Arqueológico -dijo Falcón-, que debió de visitar hoy en el descanso para comer. ¿Puede decirme algo de eso?

– Aparte de que no tenía por qué comprar entrada, no.

– ¿Eso podría ser importante? -preguntó Falcón-. ¿Era de esa clase de personas que dejan algo así como señal?

– Creo que le está sacando demasiada punta.

– Se vio con alguien para almorzar y luego se mató -dijo Falcón-. Antes del encuentro no pensaba matarse; ¿por qué te molestas en ir a un sitio si piensas suicidarte? De modo que algo sucedió durante ese encuentro que le dio el empujoncito, que le hizo creer, quizá porque su mente ya era un torbellino emocional, que de algún modo él era el responsable.

– No se me ocurre quién podría ser esa persona, ni qué pudo decirle -replicó Molero.

– ¿Qué iglesia era la de su amigo el sacerdote?

– Una cerca de aquí. Por eso alquiló este piso -dijo Molero-. San Marcos.

– ¿Seguía yendo a esa iglesia incluso después de la muerte del sacerdote?

– No lo sé -dijo Molero-. Fuera de la oficina no nos veíamos mucho. Sé lo de San Marcos porque me ofrecí a acompañarlo al funeral de su amigo el sacerdote.


Para entender por qué se había suicidado Gamero necesitaban hablar con la persona a la que había visto en el Museo Arqueológico. Falcón le pidió a Barros que preguntara al resto de la brigada antiterrorista si habían visto a Gamero con alguien a quien no conocieran. También pidió todos los nombres y números de teléfono de la línea telefónica de la oficina de Gamero, y mientras tanto comprobaron su móvil y la línea fija de su piso. Barros le dio a Falcón el número de móvil de los otros dos agentes de la brigada antiterrorista y se fue con Paco Molero. El juez de instrucción firmó el levantamiento del cadáver y se llevaron el cuerpo de Gamero. Falcón y los dos miembros de la policía científica, Felipe y Jorge, iniciaron un registro minucioso del piso.

– Sabemos que se suicidó -dijo Felipe-. Todas las puertas estaban cerradas por dentro, y las huellas que hay en el vaso de agua que está junto a las tabletas de paracetamol pertenecen al muerto. Así pues, ¿qué estamos buscando?

– Cualquier cosa que nos dé una pista de con quién se vio a la hora de comer -dijo Falcón-. Una tarjeta, un número o una dirección garabateados, una nota en la que diga que ha de verse con alguien…

Falcón se sentó a la mesa de la cocina con la cartera de Gamero y el billete del museo. Los tendones de las manos se le tensaban bajo la membrana opaca de los guantes de látex. Estaba seguro de que había alguna relación que se le estaba pasando por alto. Ninguna de las pistas que seguían parecía relevante en el argumento general de lo que estaba pasando. Había movimientos, como las pequeñas sacudidas sísmicas que llegan después de la principal, que causaban víctimas como Ricardo Gamero, un hombre entregado a su trabajo y admirado por sus colegas, que había visto… ¿el qué? ¿Había sido responsabilidad suya, o sólo el reconocimiento de su fracaso?

Sacó todo lo que había en la cartera de Gamero: dinero, tarjetas de crédito, carné de identidad, recibos, tarjetas de restaurantes, extractos de su cuenta bancaria… lo habitual. Falcón llamó a Serrano y le pidió que consiguiera el número del sacerdote de la iglesia de San Marcos. Se concentró de nuevo en la cartera, mirando las tarjetas y los recibos del derecho y del revés, pensando que Gamero era un hombre acostumbrado a mantener su vida dentro de la más estricta confidencialidad. Los números de teléfono importantes no debían de estar anotados ni almacenados en su móvil, sino memorizados o cifrados de alguna manera. El día de la explosión debió de resultarle imposible contactar con la persona con la que se vio en el museo. Su departamento estaba vigilado y todos se quedaron en la oficina. Pudo haber llamado por la noche, después de salir del trabajo. Probablemente utilizó un teléfono público. La única esperanza era que no hubiera recordado un número de móvil poco utilizado. Observó el último extracto de su cuenta. Nada. Pegó una palmada en la mesa.

– ¿Tenéis algo? -preguntó Falcón.

– Nada -dijo Jorge-. El tipo estaba en el CGI, no iba a dejar nada por ahí a no ser que quisiera que lo encontráramos.

Llamó Cristina Ferrera. Le dio el nombre y el número de otro converso español, que normalmente habría estado en la mezquita a esa hora de la mañana, pero que se había ido a Granada el lunes por la noche. Ya había vuelto a Sevilla. Se llamaba José Duran.

Pocos minutos después llamó Serrano para darle el nombre y el número del sacerdote de la iglesia de San Marcos. Falcón le dijo que dejara lo que estaba haciendo y se dirigiera a la calle Butrón, recogiera el carné de identidad de Gamero y lo llevara al Museo Arqueológico, donde debía preguntar a los que vendían entradas en el museo y a los guardias de seguridad si recordaban haber visto a Gamero y a la persona que lo acompañaba.

El sacerdote le dijo que no podría verle hasta después de la misa vespertina, hacia las nueve de la noche. Ya eran las 6:30. Falcón no se podía creer la hora que era; ya casi había acabado el día y no habían hecho ningún avance importante. Llamó a José Duran, que vivía en el centro. Quedaron en el Café Alicantina Vilar, una pastelería grande y concurrida del centro.

Serrano aún no había aparecido. Falcón le dejó el carné de Gameroa Felipe y decidió que sería más rápido ir andando a la pastelería que meterse en el tráfico de la tarde. De camino llamó a Ramírez y le informó rápidamente de lo ocurrido con Gamero, y le dijo que le robaba a Serrano por unas horas.

– No estamos llegando a ninguna parte con los putos electricistas -dijo Ramírez-. Tanta gente para encontrar algo que no existe.

– Existen, José Luis -dijo Falcón-. Sólo que no existen tal como esperamos encontrarlos.

– Todo el mundo sabe que los buscamos y no se han presentado. Para mí significa que son unos tipos siniestros.

– No todo el mundo es un ciudadano perfecto -dijo Falcón-. A lo mejor están asustados. Probablemente no quieren verse implicados. A lo mejor les importa un pito. Quién sabe si están implicados. Así que somos nosotros quienes hemos de encontrarlos, porque son el vínculo de la mezquita con el mundo exterior. Tenemos que averiguar cómo encajan en todo esto. Eran tres, por amor de Dios. Alguien, en alguna parte, sabe algo.

– Necesitamos descubrir algo importante -dijo Ramírez-. Todos hacen descubrimientos importantes menos nosotros.

– Fuiste tú quien descubrió lo más importante, José Luis: la Peugeot Partner y lo que contenía -dijo Falcón-. Tenemos que mantener la presión y todo comenzará a salir a la luz. Y por cierto, ¿qué descubrimientos son esos?

– Elvira ha convocado una reunión para mañana a las ocho de la mañana. Hasta entonces no puede decir nada, pero es algo internacional. A cada hora la red se ensancha.

– Así son las cosas hoy día -dijo Falcón-. ¿Te acuerdas de Londres? A la semana detenían sospechosos en Pakistán. Pero, José Luis, en este asunto hay algo que es de cosecha propia. Los servicios de inteligencia están equipados para enfrentarse a toda esa red de terrorismo internacional. Lo que nosotros hacemos es averiguar qué ha pasado en nuestro territorio. ¿Has leído el dossier del cadáver sin identificar encontrado en el vertedero el lunes por la mañana?

– Coño, no.

– Pérez escribió un informe y también hay una autopsia. Léelo esta noche. Mañana lo comentaremos.

El camarero le trajo un café y una especie de pasta pegajosa rellena con algo de color pus. Necesitaba azúcar. Tuvo que esperar a José Duran media hora, y en ese intervalo le llamaron Pablo del CNI, Mark Flowers del Consulado de Estados Unidos, Manuela, el comisario Elvira y Cristina Ferrera. Apagó el móvil. Aquella noche quería verle demasiada gente, y ya no tenía más horas.

José Duran estaba pálido y demacrado. Llevaba el pelo aplastado, gafas redondas y una barba poblada. Aquel cuerpo no conocía el desodorante, y fuera estaban a 40o. Falcón le pidió una infusión de manzanilla. Duran escuchó la introducción de Falcón y se retorció la barba cerca de la barbilla. Echó vaho sobre las gafas y se las limpió con el faldón de la camisa. Bebió manzanilla y le contó a Falcón lo que sabía. La semana anterior había ido todos los días a la mezquita. Había visto a Hammad y a Saoudi hablando con el imán en su despacho el martes 30 de mayo. No había oído la conversación. El viernes z de junio había visto a los inspectores del ayuntamiento.

– Debían de ser de Sanidad -dijo Duran-, porque lo miraron todo: agua, desagües, electricidad. Incluso se fijaron en la calidad de las puertas… algo relacionado con los incendios. Le dijeron al imán que tendría que instalar una caja de fusibles nueva, pero que no tenía que hacer nada hasta que no entregaran su informe, y que entonces tendría quince días para ponerlo todo en orden.

– ¿Y la caja de fusibles se fundió el sábado por la noche? -dijo Falcón.

– Eso es lo que nos dijo el imán el domingo por la mañana.

– ¿Sabe cuándo llamaron a los electricistas?

– El domingo por la mañana, después de la oración.

– ¿Cómo lo sabe?

– Yo estaba en el despacho.

– ¿De dónde sacó el número?

– Miguel Botín se lo dio.

– ¿Miguel Botín le dio al imán el número de los electricistas?

– No. Le recordó al imán que le había dado una tarjeta. El imán se puso a rebuscar entre los papeles de su escritorio, y Miguel le entregó otra tarjeta y le dijo que había un número de móvil al que podía llamar a cualquier hora.

– ¿Y fue entonces cuando el imán llamó a los electricistas?

– ¿Estos detalles no son un poco absurdos a la luz de lo que…?

– No tiene ni idea de lo importantes que son estos detalles, José. Cuéntemelo todo.

– El imán los llamó por el móvil. Le dijeron que pasarían el lunes por la mañana, echarían un vistazo y le dirían cuánto iba a costarle. Bueno, al menos es lo que deduje de las preguntas que les hacía el imán.

– ¿Y usted estaba en la mezquita el lunes por la mañana?

– El tipo apareció a las ocho y media, le echó un vistazo a la caja de fusibles…

– ¿Era español?

– Sí.

– Descríbalo.

– Hay muy poco que describir -dijo Duran, mirando entre las mesas y las sillas vacías-. Era un tipo normal, de un metro setenta y cinco de estatura. Ni robusto ni delgado. Pelo negro con la raya a un lado. Sin barba ni bigote. No había nada de especial en él. Lo siento.

– No tiene por qué contármelo todo ahora, pero dele vueltas. Llámeme si se acuerda de algo más -dijo Falcón, entregándole su tarjeta-. ¿El electricista saludó a Miguel Botín?

Duran parpadeó. Se quedó pensando.

– No estoy seguro de que Miguel Botín estuviera allí en ese momento.

– Y luego, ¿cuándo regresó con los otros electricistas?

– Es cierto, necesitaba ayuda. El imán quería una toma de corriente en la despensa y el electricista tuvo que hacer una regata desde la caja de empalme, que estaba en el despacho del imán. Miguel estaba con el imán. Supongo que se saludaron.

– ¿Y los otros, los que lo acompañaban? ¿Era españoles?

– No. Hablaban español, pero no eran españoles. Eran de alguno de esos países del Este. Ya sabe, Rumania o Moldavia, algo así.

– ¿Cómo eran?

– No me haga esta pregunta -dijo Duran, pasándose las manos por la cara, frustrado.

– Piense en ello, José -dijo Falcón-. Llámeme. Es importante. ¿Tiene el número del móvil del imán?


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