Sevilla. Martes, 6 de junio de 2006, 05:30 horas
Manuela Falcón estaba en la cama, pero no dormía. Eran las 5:30 de la mañana. Tenía encendida la lámpara de la mesilla; sentada con las rodillas levantadas, hojeaba el Vogue sin leerlo, ni siquiera miraba las fotos. Tenía demasiadas cosas en qué pensar: su cartera de propiedades, el dinero que debía a los bancos, las cuotas de la hipoteca, las rentas que ya no ingresaba, las dos compraventas que debía firmar aquella mañana, que convertirían su capital en hermoso dinero contante y sonante.
– Por amor de Dios, relájate -le dijo Ángel, que acababa de despertarse a su lado, aún adormilado y con una leve resaca provocada por el coñac-. ¿Por qué estás tan preocupada?
– No me puedo creer que me hagas esa pregunta -dijo Manuela-. Esta mañana son las firmas.
Ángel Zarrías parpadeó sobre su almohadón. Lo había olvidado.
– Mira, cariño -dijo dándose la vuelta-, sabes que no pasa nada, aunque pienses en ello constantemente. Sólo pasa…
– Sí, lo sé, Ángel, sólo pasa cuando pasa. Pero incluso tú eres capaz de comprender que antes de que pase existe cierta incertidumbre.
– Pero si no duermes y le das vueltas y más vueltas sin parar el resultado acaba siendo el mismo, así que es mejor que lo olvides. Si ocurre, ya te enfrentarás al horror, pero no te tortures imaginando que podría ocurrir.
Manuela siguió pasando las páginas del Vogue aún con más rabia, pero se sintió mejor. Ángel era capaz de hacerla sentir mejor. Era mayor que ella. Tenía autoridad. Tenía experiencia.
– A ti te da igual -dijo en voz baja-, no le debes seiscientos mil euros al banco.
– Tampoco tengo propiedades que valen dos millones de euros.
– Poseo una propiedad que vale un millón ochocientos mil euros. Le debo seiscientos mil al banco. Los honorarios del abogado son… Olvídalo. No hablemos de números. Me ponen enferma. Nada vale nada hasta que se vende.
– Que es lo que estás a punto de hacer -dijo Ángel con su voz más sólida de cemento armado.
– Puede pasar cualquier cosa -dijo Manuela, pasando una página con tanta rabia que la rompió.
– Pero no suele pasar.
– El mercado está inquieto.
– Y por eso vendes. Nadie se va a echar atrás en las próximas ocho horas -dijo Ángel, incorporándose con esfuerzo en la cama-. Cualquiera mataría por estar en tu lugar.
– ¿Con dos propiedades vacías, que no dan renta y pagando cuatro mil al mes?
– Bueno, está claro que lo veo desde la perspectiva más ventajosa.
A Manuela eso le gustaba. Por mucho que lo intentaba, no conseguía que Ángel participara en su catálogo de horrores imaginados. Tenía tal autoridad que la hacía sentirse como una niña. Manuela todavía no había llegado al punto de reconocer que aquella relación satisfacía todas sus necesidades. Todo lo que sabía era que Ángel era para ella un fabuloso consuelo.
– Relájate -dijo Ángel, atrayéndola hacia sí y besándola en la cabeza.
– ¿No sería estupendo poder comprimir el tiempo y que ahora fuera ya mañana por la noche -dijo ella, arrimándose a él-, con el dinero en el banco y el verano por delante?
– Mañana por la noche lo celebraremos cenando en el restaurante de Salvador Rojo.
– Eso mismo estaba pensando -dijo ella-, pero soy demasiado supersticiosa y no me atreví a reservar mesa. Podemos decirle a Javier que venga. Que se traiga a Laura, así tendrás alguien con quien coquetear.
– Muy considerado de tu parte -dijo él, volviendo a besarla en la cabeza.
Cuando Ángel y Manuela se conocieron parecía que lo único que los mantenía unidos era su batalla legal contra el derecho de Falcón a heredar la casa en la que vivía. Se conocieron en el bufete del abogado, donde Ángel había ido por cuestiones de la herencia de su difunta esposa. En cuanto se estrecharon la mano ella sintió que se le formaba un gran hueco en la boca del estómago, y ningún hombre le había provocado jamás esa sensación. Al salir del bufete se fueron a tomar una copa, y Manuela, que jamás se había fijado en los hombres mayores, pues sólo tenía ojos para los «chicos», inmediatamente comprendió qué le pasaba. Los hombres mayores te cuidaban. No tenías que cuidarlos tú.
Cuantas más cosas sabía de Ángel más le gustaba. Era un hombre encantador, un político comprometido (a veces un pelín demasiado comprometido), de derechas, conservador, católico, amante de los toros, y de una familia de toda la vida. En política había conseguido que facciones fanáticamente contrarias llegaran a acuerdos porque ningún partido deseaba enemistarse con él. Había sido «alguien» en el Partido Popular de Andalucía, pero lo había abandonado furioso ante la imposibilidad de conseguir que nada cambiara. Hacía poco que se había unido, en calidad de relaciones públicas, a un partido de derechas más pequeño llamado Fuerza Andalucía, que dirigía un viejo amigo suyo, Eduardo Rivero. Tenía una columna política en el ABC, y también era un comentarista taurino muy respetado. Con todos esos talentos a su disposición no había tardado mucho en conseguir que Javier y Manuela se reconciliaran.
– Toda la energía que se gasta en los tribunales en casos como el tuyo es energía negativa -le había dicho Ángel-. Esa energía negativa domina tu vida, y lastra todo lo demás. La única manera de que tu vida vuelva a funcionar es aportarle de nuevo energía positiva.
– ¿Y cómo lo hago? -le había preguntado ella, contemplando con sus ojazos pardos esa enorme fuente de energía positiva que tenía delante.
– Las demandas judiciales agotan recursos, y no sólo los financieros, también los físicos y emocionales. De modo que has de ser productiva -dijo Ángel-. ¿Qué quieres de la vida en este momento?
– ¡Esa casa! -dijo ella, a pesar de que por entonces ya estaba bastante colada por Ángel.
– Es tuya, Javier te la ha ofrecido.
– Está el pequeño detalle del millón de euros…
– Pero no te ha dicho que no pueda ser tuya -dijo Ángel-. Es mucho más productivo ganar dinero para poder comprar algo que quieres que tirarlo en abogados inútiles.
– Este no es un inútil -dijo ella, y perdió fuelle.
Manuela había acumulado miles de razones en contra de la lógica asombrosamente simple de Ángel, pero casi todas ellas eran producto de su lamentable estado emocional, algo que no quería revelarle. Así que le hizo caso, y a principios de 2003 vendió su consulta veterinaria, pidió un crédito con el aval de la propiedad que había heredado en El Puerto de Santa María y lo invirtió en el floreciente mercado inmobiliario sevillano. Después de tres años de comprar, restaurar y vender ya se había olvidado de la casa de Javier, de la demanda judicial y de ese vacío que sentía en la boca del estómago. Ahora vivía con Ángel en un ático que daba a la majestuosa plaza del Cristo de Burgos, bordeada de árboles, en el centro del casco antiguo, y su vida era plena y aún tenía visos de mejorar.
– ¿Cómo te ha ido esta noche? -preguntó Manuela-. Parece que le disteis al coñac.
– ¡Agh! -dijo Ángel, contrayendo la cara por un retortijón.
– Esta mañana nada de fumar hasta después del café.
– A lo mejor mi aliento se podría convertir en algún tipo de energía renovable barata -dijo Ángel, frotándose un ojo-. De hecho, se podría hacer con el aliento de todo el mundo, porque lo único que hacemos es expulsar un aliento caliente y alcohólico.
– ¿Acaso el maestro de la energía positiva empieza a estar un poco aburrido de sus compinches?
– Aburrido no. Son mis amigos -dijo Ángel, encogiéndose de hombros-. Una de las ventajas de la edad es que podemos seguir contándonos las mismas historias una y otra vez y todavía nos reímos.
– La edad es un estado de ánimo, y tú aún eres joven -dijo Manuela-. A lo mejor deberías volver a dedicarte al aspecto comercial de tu negocio de relaciones públicas. Olvídate de la política y de todos estos memos presuntuosos.
– Vaya, por fin confiesas lo que te parecen mis amigos del alma.
– Tus amigos me caen bien, pero es… la política -dijo Manuela-. Una interminable cháchara, pero nunca pasa nada.
– A lo mejor tienes razón -dijo Ángel, asintiendo-. La última vez que ocurrió algo importante en este país fue el horror del n de marzo de 2004, y mira lo que pasó: todo el país se unió y mediante el correspondiente proceso democrático le dio la patada a un gobierno magnífico. Luego nos humillamos ante los terroristas y nos fuimos de Irak. Y después ¿qué? Nos hundimos en la comodidad de nuestras vidas.
– Y bebimos demasiado coñac.
– Exactamente -dijo Ángel, mirándola, con el pelo alborotado. ¿Sabes lo que alguien me decía ayer por la noche?
– ¿Fue esa la parte interesante? -dijo Manuela para meterse con él.
– Que necesitamos regresar a una dictadura benévola -dijo Ángel, levantando las manos al cielo en un remedo de exasperación.
– A lo mejor ahí os quedaríais solos -dijo Manuela-. A la gente no le gusta ese ajetreo de las tropas y los tanques en la calle. Quieren una cerveza fresquita, una tapa y una chorrada para ver en la tele.
– Justo lo que yo dije -respondió Ángel, dándose una palmada en la tripa-. Nadie me escuchó. Tenemos una población que muere de decadencia, tan moralmente moribunda que ya no saben lo que quieren, aparte de consumir de forma compulsiva, y mis «compinches» creen que todo el mundo los adoraría si le hicieran a la gente el favor de montar un golpe de estado.
– No quiero verte en la tele de pie en un escaño del parlamento con una pistola en la mano.
– Primero tendré que perder algo de peso.
Calderón se despertó con un sobresalto y una sensación de pánico que era el residuo de un sueño que no recordaba. Lo sorprendió ver la espalda larga y morena de Marisa en la cama, a su lado, en lugar del blanco camisón de Inés. Se había quedado dormido. Eran las seis de la mañana, y ahora tendría que ir a su apartamento y contestar a las incómodas preguntas de Inés.
Su frenético salto para salir de la cama despertó a Marisa. Se vistió, negando con la cabeza al ver los resecos rastros viscosos que el semen le formaba en el muslo.
– Dúchate -dijo Marisa.
– No tengo tiempo.
– De todos modos, ella tampoco es idiota… o eso me has dicho.
– No, no es idiota -dijo Calderón, buscando el otro zapato-, pero siempre y cuando se respeten ciertas reglas, todo se puede disimular.
– Debe de ser el protocolo burgués para afrontar las relaciones extramatrimoniales.
– Tienes razón -dijo Calderón, ahora molesto con Marisa-. No puedes pasar la noche fuera de casa porque eso es mofarte completamente de la institución.
– ¿Cuál es el límite entre un matrimonio «serio» y uno «en broma»? -preguntó Marisa-. ¿Las tres de la mañana… las tres y media? No. Eso se tolera. Creo que a las cuatro es ridículo. A las cuatro y media es una completa broma. A las cinco, las seis… es una farsa.
– A las seis es una tragedia -dijo Calderón, buscando frenético en el suelo-. ¿Dónde está el zapato de los cojones?
– Debajo de la silla -dijo Marisa-. Y no te olvides la cámara, que está en la mesita del comedor. Te he dejado un par de regalitos.
Calderón se puso la americana, se metió la cámara en el bolsillo e introdujo el pie en el zapato.
– ¿Cómo has encontrado mi cámara? -preguntó, arrodillándose junto a la cama.
– Te registré la americana cuando dormías -dijo-. Procedo de una familia burguesa; me rebelo contra ella, pero me sé todos los trucos. No te preocupes. No te he borrado esas estúpidas fotos de tu cena de abogados con que demostrarle a tu inteligente esposa que no ha estado toda la noche fuera follando con tu amiguita.
– Muchas gracias.
– Y no he sido mala.
– ¿No?
– Te he dicho que te he dejado unos regalitos en la cámara. No dejes que ella los vea.
Calderón asintió, y de repente le entró de nuevo la prisa. Se besaron. Mientras bajaba en el ascensor se arregló un poco, se metió la camisa en los pantalones y se frotó la cara para despejarse y ensayar la mentira que iba a contar. Incluso vio los dos micromovimientos de las cejas, que según le había dicho Javier Falcón, eran los primeros y más seguros signos que delataban a un mentiroso. Si él lo sabía, también lo sabría Inés.
Como era tan temprano no había taxis. Debería haber llamado uno por teléfono. Echó a andar a paso ligero. Los recuerdos rebotaban en su mente, que parecía perder y ganar la consciencia por momentos. La mentira. La verdad. La realidad. El sueño. Y le llegaba con la misma sensación de pánico que había experimentado al despertarse en el apartamento de Marisa: sus manos se cerraban en torno a la fina garganta de Inés. La estaba asfixiando, pero ella no se ponía ni púrpura ni morada, y la lengua no se le espesaba por la sangre ni le asomaba. Lo miraba fijamente con unos ojos llenos de amor. Y sí, le acariciaba los antebrazos, animándolo a que lo hiciera. La solución burguesa a los divorcios difíciles: el asesinato. Qué absurdo. Por su trabajo con la brigada de homicidios sabía que la primera persona a la que interrogaban en un caso de asesinato era al marido.
Las calles estaban mojadas por la lluvia de la noche anterior. Sudaba, y su camisa olía a Marisa. Se le ocurrió que nunca se había sentido culpable. Aparte del concepto legal, no sabía lo que era eso. Desde que estaba casado con Inés había tenido cuatro aventuras, de las cuales la de Marisa era la que había durado más. También había tenido rollos de una noche -o de una tarde- con otras dos mujeres. Y estaba esa prostituta de Barcelona, pero no le gustaba pensar en ello. Incluso había practicado el sexo con una de esas mujeres mientras tenía una aventura extramatrimonial con otra, lo que debía de convertirle en un mujeriego en serie. Sólo que aquella vida de mujeriego no le gustaba. Se suponía que si eras un tenorio te lo pasabas bien. Era romántico… según lo que se entendía por esa palabra en el siglo XVIII. Pero él no se lo pasaba bien. Intentaba llenar un agujero, que sin embargo aventura tras aventura se hacía más grande. Así pues, ¿qué era ese vacío que se iba ensanchando? Una buena pregunta, a la que le encantaría responder si alguna vez tuviera tiempo de pensar en ella.
Resbaló en un adoquín, casi se cayó, se rascó la mano en la acera. Aquello lo sacó de su ensimismamiento y lo llevó a cuestiones más prácticas. Tendría que ducharse nada más entrar. Tenía a Marisa incrustada en las fosas nasales. A lo mejor debería haberse duchado antes de salir, pero entonces se le hubiera quedado el olor del jabón de Marisa. Y ya tendríamos otra revelación. ¿Por qué se preocupaba? ¿Por qué tanto fingimiento? Inés lo sabía. Habían tenido riñas… nunca por sus aventuras, sino por cuestiones ridículas, que era una manera de encubrir lo innombrable. Inés podría haberse ido. Podría haberle abandonado hacía años, pero se había quedado. Eso era importante.
Le escocía el arañazo de la mano. Sus pensamientos lo hicieron sentirse más fuerte. No tenía miedo de Inés. A otros sí les metía miedo. La había visto en el tribunal. Pero no a él. Él tenía la sartén por el mango. Él se iba a follar por ahí y ella se quedaba.
El edificio de su piso en la calle San Vicente apareció ante él. Abrió la puerta con una floritura. No sabía si era por la conclusión a la que había llegado, por el escozor de la mano o por el hecho de tropezar en las escaleras por culpa de los decoradores, esos cabrones perezosos que habían arrumbado las fundas para el polvo a un lado, en lugar de llevárselas… pero comenzaba a sentirse un poco cruel.
El apartamento estaba en silencio. Eran las 6:30. Fue a su estudio y vació los bolsillos del traje sobre el escritorio, a oscuras. Se quitó la americana y los pantalones, los dejó en una silla y fue al cuarto de baño. Inés dormía. Se quitó los calzoncillos y los calcetines, los arrojó al cesto de la ropa sucia y se duchó.
Inés no estaba dormida. Sus ojos relucientes y oscuros parpadeaban en la oscuridad a la luz sepia de la mañana que se filtraba por la ventana de celosía. Llevaba despierta desde las cuatro y media, cuando encontró vacío el lado de la cama de su marido. Se incorporó, cruzó los brazos sobre el pecho plano y su cerebro comenzó a bullir. Llevaba dos horas corriendo la maratón de sus pensamientos, tenía las tripas fundidas de rabia por la humillación de encontrar el almohadón de él intacto. Pero de repente se sintió débil ante la idea de enfrentarse a esa última demostración de infidelidad, porque eso era, y no otra cosa: una demostración.
En aquellas horas comprendió que la única parte de su vida que funcionaba era su trabajo, que ahora la aburría. No es que el trabajo hubiese cambiado en lo más mínimo, pero sí su manera de ver las cosas. Inés quería ser esposa y madre. Quería vivir en una casa grande y antigua con patio, dentro de los muros de la ciudad. Quería salir a pasear por el parque, encontrarse con amigos para comer, llevar a los niños a ver a sus padres.
Nada de eso había ocurrido. Después de que aquella zorra estadounidense desapareciera del mapa, ella y Esteban se habían unido, pensaba que se habían acercado más. Había dejado de utilizar anticonceptivos sin decírselo, con la idea de sorprenderlo, pero la menstruación le llegaba con terca regularidad. Se había hecho un reconocimiento y la habían declarado una hembra perfectamente saludable. Una mañana, después del sexo, guardó una muestra de esperma y lo llevó a que le hicieran un test de fertilidad. El resultado fue que se trataba de un hombre de excepcional virilidad. De haberlo sabido Esteban, habría enmarcado el resultado y lo habría colgado junto a la foto de su boda.
La venta de su apartamento se había cerrado rápidamente. Había metido el dinero en el banco y se había puesto a buscar su casa soñada. Pero Esteban detestaba las casas que ella quería comprar y se negaba a ir a verlas. El precio de la propiedad inmobiliaria se disparó. El dinero que había sacado de la venta de su piso ahora parecía poca cosa. Su sueño se volvió imposible. Vivían en el apartamento masculino y agresivamente moderno de Esteban, en la calle San Vicente, y él se ponía hecho un basilisco si Inés intentaba cambiar algún detalle. Ni siquiera le había dejado poner una cadena en la puerta, pero eso era porque él no quería que ella tuviera que abrirle cuando llegaba apestando a sexo tras pasar la noche fuera.
Su vida sexual común comenzaba a fallar. Ella sabía que Esteban tenía aventuras por su esforzada y rutinaria manera de hacerle el amor y por la escasez de sus eyaculaciones. Intentó ser más atrevida. Él la hizo sentir estúpida, como si los «juegos» que ella le proponía fueran ridículos. De repente él aceptó su propuesta de «jugar», pero le hacía interpretar papeles degradantes, al parecer inspirados en el porno de internet. Ella se sometía a sus manejos, ocultando su dolor y vergüenza en la almohada.
Al menos no estaba gorda. Cada día se inspeccionaba minuciosamente en el espejo. La satisfacía ver cómo se le deshinchaba el busto, las costillas le asomaban y tenía los muslos cóncavos. A veces, en el tribunal, se mareaba. Sus amigas le decían que jamás se quedaría embarazada. Ella les sonreía, con la piel pálida tensa sobre su hermosa cara, su aura terriblemente beatífica.
Inés contemplaba la posibilidad de un enfrentamiento con todas las de la ley con Esteban cuando le oyó meter la llave en la puerta. Parecía que tuviera más vello en sus delgados antebrazos, y los sentía extrañamente débiles. Se hundió en la cama y fingió dormir.
Lo oyó vaciarse los bolsillos y dirigirse al cuarto de baño. Oyó la ducha. Corrió descalza hasta el estudio de Esteban, vio su traje y lo olió como un perro: cigarrillos, perfume, sexo. Sus ojos se fijaron en la cámara digital. La tocó con el nudillo. Aún estaba caliente. Se moría por saber lo que había en la memoria. Se abrió la puerta de la ducha. Inés volvió corriendo a la cama y se echó con el corazón latiéndole tan deprisa como el de un gato.
El peso de Esteban, al acostarse, inclinó el liviano cuerpo de ella. Inés esperó a que su respiración adquiriera esa regularidad que le indicaba que estaba dormido. El corazón de Inés se calmó. Se levantó de la cama. Él no se movió. En el estudio apretó el botón de visión rápida de la cámara y contuvo el aliento cuando apareció en la pantalla una Marisa en miniatura. Estaba desnuda en el sofá, con las piernas abiertas, las manos cubriéndose el pubis. Inés volvió a apretar. Marisa desnuda, arrodillada y mirando hacia atrás por encima del hombro. La muy puta. Volvió a apretar y ya sólo encontró la coartada de la cena de jueces de su marido. Regresó a la puta. ¿Quién era esa puta negra? Tenía que averiguarlo.
El ordenador portátil de Inés estaba en el vestíbulo. Lo llevó a la cocina y lo encendió. Mientras se cargaban los programas volvió al estudio de Esteban y rebuscó en los estantes para encontrar el dispositivo de descarga. Regresó a la cocina. Abrió la cámara, introdujo el dispositivo y lo conectó al portátil. Su concentración era total.
El icono apareció en la pantalla. El software se descargó automáticamente. Pulsó sobre «descargar» y apretó el puño al comprender que tendría que descargar cuarenta y cinco fotos para conseguir las que quería. Se quedó mirando la pantalla, deseando que aquello fuera más rápido. Sólo oía el susurro del ventilador del portátil y el chasquido del disco duro. No oyó las sábanas. No oyó los pies desnudos en el suelo de madera. Ni siquiera oyó bien la pregunta.
La voz de Esteban la hizo volverse. Fue consciente de su camisón de algodón en los vértices de sus hombros, del dobladillo rozando lo alto de sus muslos, al encararse a la desnudez frontal de su marido, de pie en el vano de la puerta de la cocina.
– ¿Qué está pasando? -preguntó.
– ¿Qué? -dijo Inés, y sus ojos eran incapaces de mirar otra cosas que aquellos genitales traidores.
Esteban repitió la pregunta.
La subida de adrenalina fue tan fuerte que Inés pensó que su corazón no podría soportarla.
Después de casi veinte años de experiencia con criminales, Calderón reconocía el terror cuando lo veía. Los ojos como platos, la boca ni abierta ni cerrada, la parálisis de los músculos faciales.
– ¿Qué está pasando? -preguntó por tercera vez, pero sin sueño en la voz, todo gravidez.
– Nada -dijo ella, dándole la espalda al portátil, pero incapaz de detener la acción refleja de sus brazos, que se abrían en abanico para impedir que él viera el ordenador.
Calderón la apartó, sin brusquedad, aunque ella era tan liviana que tuvo que procurar que no se le partieran las costillas al chocar contra la encimera de granito negro. Calderón vio su cámara, el dispositivo, las fotos de la cena de abogados apareciendo en el archivo de fotos. Y a continuación plinc, plinc. Dos fotos de Marisa: Mi regalo. Era algo embarazoso, incriminador y peor aún: era el niño pillado in fraganti.
– ¿Quién es? -preguntó Inés, las puntas de los dedos blancas sobre el granito negro.
La mirada de Calderón era asesina, y no la mitigaba el ridículo de su desnudez.
– ¿Quién es, que te permites pasar toda la noche fuera, dejando a tu esposa sola en el lecho matrimonial?
Las palabras lo indignaron; era lo que Inés pretendía. Ya no sentía miedo. Quería algo de él: que concentrara su atención en ella.
– ¿Quién es, que te permites putear con ella hasta las seis de la mañana, desafiando tus votos matrimoniales?
Otra frase calculada, utilizando la oratoria que empleaba en el tribunal.
Calderón se volvió hacia ella con la lenta intensidad de un animal que se encuentra con un rival en su territorio. Los michelines incipientes en su barriga, el pene arrugado, los finos muslos, deberían haberle convertido en un personaje risible, pero tenía la cabeza muy gacha y los ojos miraban desde debajo de las cejas. Su rabia era palpable. Pero Inés no podía evitarlo. Las pullas saltaban de sus labios.
– ¿Te la follas a ella igual que a mí? ¿La haces gritar de dolor?
Inés no acabó la frase porque de manera inexplicable se encontró en el suelo, y sus pies daban pedaladas contra los azulejos de mármol blanco, luchando porque el aire le llegara a los pulmones. Se concentró en los dedos de los pies de él, los nudillos arrugados por la fuerza. Calderón le dio una patada. Le hincó el dedo gordo en el riñón. Inés intentaba tragar aire. Estaba atónita. Era la primera vez que le pegaba. Ella le había provocado. Quería una reacción. Pero la contención de Calderón la había dejado atónita. Pensaba que él le daría una bofetada para acallar esa boca que le lanzaba pullas, que le hincharía el labio, le dejaría un moretón en la mejilla. Quería llevar la insignia de la violencia de Esteban para que el mundo viera cómo era de verdad y que él sintiera el arrepentimiento hasta que la señal desapareciera. Pero él la había golpeado bajo el arco de las costillas, le había dado una patada en el costado.
El pecho se le agrietó cuando encontró la memoria motora que le permitió volver a respirar. Sintió la mano de su marido en la nuca, acariciándola. Ya ves, la amaba. Ahora venían los remordimientos, la ternura. No había sido más que otro lío… Pero Esteban no la acariciaba, la estaba cogiendo del pelo, con fuerza. Sus uñas se hundieron en su cuero cabelludo. Le zarandeó la cabeza como si fuera un perro, agarrada por el pescuezo, y la levantó. Inés todavía no había conseguido ponerse en pie y él ya la llevaba colgando de la mano. La sacó a rastras de la cocina, le llevó en volandas por el pasillo y la lanzó encima de la cama. Ella rebotó y cayó a un lado. Tres pasos y ya lo tuvo encima. Inés se metió bajo la cama.
Aquello no había funcionado como pensaba. Calderón metió la mano bajo la cama y la agarró del camisón. Ella se apartó. Vio aparecer la cara de él, con una espantosa expresión de ira. Calderón se puso en pie. Sus pies se alejaron. Ella los contemplaba como si fueran armas cargadas. Salieron de la habitación. Calderón maldijo y se oyó un portazo. A Inés le dolía el cuero cabelludo. El miedo barría las demás emociones. Era incapaz de chillar, era incapaz de llorar.
Se estaba bien bajo la cama. Le traía recuerdos de la infancia: recuerdos en los que se sentía segura, observaba en secreto, pero no podían contener su confusión. Su cerebro buscó lo que quería que fueran certezas, pero no la ayudaron. En lugar de eso, intentó justificar el comportamiento de su marido. Ella le había probado su infidelidad. Lo había humillado. Estaba furioso porque se sentía culpable. Era algo natural. Atacabas a la persona que amabas. Era eso, ¿verdad? Él no quería putañear con esa zorra negra. Era sólo que no podía evitarlo. Era un macho alfa, viril, un follador de alto voltaje. No tenía por qué ser tan dura con él. Se llevó la mano a un costado y apretó los ojos ante la punzada de dolor que le llegó del riñón.
La puerta se abrió de un golpe, y los pies volvieron a entrar en el cuarto. Su presencia la acoquinó. Calderón sacó calcetines limpios de un cajón y se los puso. Se vistió con unos pantalones y cogió una camisa blanca, impoluta y planchada en la lavandería a la que seguía mandando la ropa. La desplegó de una sacudida y metió los brazos en las mangas, abrochó los puños. Se puso una corbata carmesí con un nudo perfecto. Era eficiente, vigoroso, preciso. Metió aquellos pies brutales en un par de zapatos, se puso una americana: su salvajismo ahora perfectamente disimulado.
– Esta noche trabajaré hasta tarde -dijo, de nuevo con su tono normal.
La puerta del piso se cerró con un chasquido. Inés salió de debajo de la cama y se dejó caer contra la pared. Se sentó con las piernas abiertas, las manos inertes a los lados. El primer sollozo la apartó de la pared de una sacudida.