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Sevilla. Miércoles, 7 de junio de 2006, 20:30 horas


Falcón llamó al inspector jefe Barros para preguntar si alguien había registrado el piso de Miguel Botín. Los del CGI no habían ido. Llamó a Ramírez, le dio la dirección de Botín y le dijo que se pasara y buscara la tarjeta del electricista.

Llamó a Baena, le dio el número del móvil del imán y le dijo que consiguiera el registro de llamadas. Llamó a Esperanza, la pareja de Miguel, quien le dijo que jamás le había oído mencionar que tuviera un amigo electricista. Cuando acabó de hacer esas llamadas ya estaba a las puertas de la iglesia de San Marcos. Aún no eran las nueve. Miró los mensajes por si había llamado Serrano, y encontró un mensaje en el que le decía que en el museo se acordaban de Ricardo Gamero.

Dos guardias de seguridad le habían visto cruzar las salas a toda velocidad sin prestar atención a las exposiciones. Un tercer guardia de seguridad había visto a Gamero hablando con un hombre de entre sesenta y setenta años durante veinte minutos. El guardia estaba en Jefatura con un dibujante de la policía para hacer un retrato robot de ese hombre.

El padre Román tenía cuarenta y pocos años. Vestía de paisano, un traje oscuro corriente, y llevaba la chaqueta doblada en el brazo. Estaba en la nave, en el interior de ladrillo visto de la iglesia, hablando con dos mujeres vestidas de negro. Al ver a Falcón se excusó con las señoras, se acercó a él, se dieron la mano y lo llevó a su despacho.

– Se le ve agotado, inspector jefe -dijo el padre Román, sentado tras su escritorio.

– Los primeros días después de algo así son los peores -dijo Falcón.

– Mi congregación se ha doblado desde el martes por la mañana -dijo el padre Román-. Una cantidad de jóvenes sorprendente. Están confusos. No saben cuándo acabará esto, ni cómo.

– Y no sólo los jóvenes -dijo Falcón-. Lo siento, padre, pero no puedo entretenerme.

– Le comprendo perfectamente -dijo el padre Román.

– Puede que sepa que un miembro de su congregación se ha suicidado hoy. Ricardo Gamero. ¿Le conocía?

El padre Román parpadeó ante aquella noticia repentina y desastrosa. Se quedó sin habla.

– Siento no habérselo podido decir con más tacto -dijo Falcón-. Se quitó la vida esta tarde. Es evidente que usted lo conocía. Tengo entendido que era muy…

– Lo conocí cuando mi predecesor enfermó -dijo el padre Román-. Eran muy amigos. Mi predecesor le había ayudado a resolver algunos problemas relacionados con la fe.

– Y usted, ¿conocía bien a Ricardo?

– No me dio la impresión de que quisiera mantener conmigo la misma relación que tenía con mi predecesor.

– ¿Sabe cuáles eran esos problemas relacionados con la fe?

– Eso quedaba entre ellos. Ricardo no me había contado nada.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Ricardo?

– Vino a misa el domingo, como siempre.

– ¿Y no le ha visto desde entonces?

El padre Román se quedó callado, como si intentara contener la náusea.

– Lo siento -dijo, logrando reaccionar-. Intentaba recordar la última vez que hablamos… y sí noté algún indicio de que sintiera el mismo desasosiego que había experimentado en la época de mi predecesor.

– ¿Hoy le vio, padre?

– No, hoy no -dijo, como ausente.

– ¿Ha oído hablar de una empresa llamada Informaticalidad? -preguntó Falcón.

– ¿Debería? -contestó el padre Román, ceñudo.

– Recluían a sus empleados entre su congregación -dijo Falcón-. ¿Es algo que ocurre sin su conocimiento?

– Perdone, inspector jefe, pero me desconcierta un poco el sesgo que está tomando esta conversación. Me da la impresión de que sospecha algo, pero no entiendo el qué.

– Prefiero que conteste a las preguntas a que intente comprender adonde quiero llegar. La situación se ha complicado mucho. ¿Ha oído hablar de un hombre llamado Diego Torres?

– Es un nombre bastante corriente.

– Resulta que es el director de Recursos Humanos de Informaticalidad.

– No siempre conozco la profesión de mis feligreses.

– Hay alguien con ese nombre que venga a misa a esta iglesia?

– Sí -dijo el padre Román, con la boca muy pequeña.

Falcón repasó la lista de la junta directiva de Informaticalidad. Cuatro de sus diez miembros formaban parte de la congregación del padre Román.

– ¿Le importaría decirme exactamente qué pasa aquí? -preguntó Falcón.

– Aquí no pasa nada -dijo el padre Román-. Si, como usted dice, esa empresa utiliza mi iglesia como agencia de colocación, ¿qué puedo hacer yo? Es natural que la gente se reúna en la iglesia y establezca relaciones sociales. Es muy posible que unos inviten a otros, y no es impensable que unos ofrezcan trabajo a otros. Sólo porque dé la impresión de que la Iglesia no influye en la sociedad, eso no significa que algunas iglesias no ejerzan la función que ejercían antes.

Falcón asintió. Se había excedido en su afán por encontrar una conexión.

– ¿Sabe a qué se dedicaba Ricardo Gamero?

– Sé por mi predecesor que era policía, pero no tengo ni idea de a qué se dedica, o mejor dicho, se dedicaba. ¿Era miembro de su brigada?

– Era agente del CGI: el grupo antiterrorista -dijo Falcón-. Estaba especializado en el terrorismo islámico.

– Dudo que eso se lo dijera a mucha gente -dijo el padre Román.

– ¿Se fijó por casualidad si se relacionaba con alguna de las personas de Informaticalidad que le he mencionado?

– Casi seguro que sí. Cuando la gente sale de la iglesia suele ir a los cafés de la esquina. Alternan un poco.

– ¿Se fijó en si se reunían de manera regular?

El padre Román negó con la cabeza.

Falcón se echó para atrás. Necesitaba más munición para aquella charla. Pero también estaba cansado. El vuelo de ida y vuelta a Casablanca parecía haber ocurrido hacía un mes. La saturación de cada minuto, no sólo con sus hallazgos, sino con las ramificaciones de las investigaciones paralelas que llevaban a cabo una gran cantidad de agentes por toda España, Europa, y el mundo, hacían que cada hora pareciera un día entero.

– ¿Sabía que Informaticalidad utilizaba no sólo su iglesia, sino otras dos del casco antiguo para el mismo propósito? -preguntó Falcón.

– Mire, inspector jefe, es posible que esta empresa tenga una política tácita de empleo consistente en contratar sólo a católicos practicantes. No lo sé. Creo que hoy en día no se puede ir a una agencia de empleo y pedirle que discrimine como a uno le interesa. ¿Qué haría usted?

– Es seguro que tienen una política tácita de empleo -dijo Falcón-. Y tampoco contratan mujeres. Supongo que en eso no son muy distintos de la Iglesia Católica.


De regreso a su coche, Falcón llamó a Ramírez, que todavía seguía registrando el piso de Miguel Botín.

– No encontramos nada -dijo Ramírez-. No sabría decirte por qué, pero creo que alguien ha estado aquí antes que nosotros. Está todo muy ordenado. Hemos puesto todo patas arriba y ahora vamos a registrar la biblioteca.

– Tengo un testigo que vio cómo le entregaba una tarjeta al imán.

– Quizás aún las lleva con él y están todas bajo los escombros.

– ¿Cómo iban los trabajos en la zona de la explosión la última vez que estuviste?

– Lo más gordo ya está hecho. Ya se han llevado la grúa. Ahora trabajan a mano, y no hay más que un par de volquetes. Han levantado un andamio y están quitando los escombros que quedan. Hay seis equipos de la policía científica preparados para entrar. Calculan que llegarán a la mezquita mañana a media mañana.

– Cuando acabéis en el piso de Botín, que todo el mundo se vaya a casa a dormir -dijo Falcón-. Mañana nos espera otro día de aúpa. ¿Has visto al juez Calderón?

– Sólo por la tele -dijo Ramírez-. Ha dado una conferencia de prensa con el comisario Lobo y el comisario Elvira.

– ¿Algo que debamos saber?

– Seguro que al juez Calderón le llueven ofertas para hacer programas de entrevistas si se cansa de ser juez.

– O sea, que no les dice nada pero da la impresión de que sí.

– Exacto -dijo Ramírez-. Y dado que hoy no hemos averiguado una mierda, nos hace quedar como héroes.


El viaje de vuelta a casa fue extrañamente tranquilo. Hacia las diez de la noche las calles y los bares deberían haber estado llenos de gente, y sin embargo había muchos locales cerrados. Circulaba tan poco tráfico que Falcón cruzó por el centro de la ciudad. Apenas unos cuantos jóvenes se habían reunido en la plaza del Museo, bajo los árboles. El ambiente era sombrío, y había tensión en las calles estrechas.

Tras investigar en su nevera, Falcón descubrió unas gambas hervidas y un filete de pez espada fresco. Se comió las gambas con mayonesa y bebió una cerveza directamente de la botella. Frió el pescado, le echó un poco de limón por encima, se sirvió un vaso de rioja blanco y comió repasando mentalmente lo ocurrido durante el día. Reconstruyó la entrevista con el padre Román. ¿Había intentado aquel sacerdote no caer en el pecado de la mentira por omisión, evasión y elusión de k pregunta? Eso parecía. Se sirvió otro vaso de vino blanco, apartó el plato, cruzó los brazos y acababa de comenzar a darle vueltas al gran acontecimiento del día, el suicidio de Ricardo Gamero, cuando llegó su primera visita.

Pablo llegó con ganas de ir al grano. Rechazó una cerveza y entraron en el estudio de Falcón.

– Esta mañana, antes de quedarse dormido en el avión, mencionó que Yacoub había puesto algunas condiciones -dijo Pablo.

– La primera condición es que sólo hablará o tratará conmigo -dijo Falcón-. No se verá con otros agentes, no responderá a llamadas telefónicas que no sean mías.

– Eso es bastante normal, aunque claro, en este caso estarán en países diferentes -dijo Pablo-. Luego le explicaré el procedimiento de comunicación, aunque no será exactamente contacto directo. Eso le pone a usted bajo mucha presión.

– También ha dicho que no se compromete de por vida -comentó Falcón.

– Eso es comprensible -dijo Pablo-. Aunque espiar produce un efecto adictivo en algunas personalidades.

– Como Juan -dijo Falcón-. Parece un hombre que guarda algunos secretos. Como si llevara una doble vida con dos familias que no se conocen.

– Y es así. Tiene mujer y dos hijos y el CNI, y no saben nada la una de la otra. Siga con las condiciones.

– Yacoub no nos pasará ninguna información que ponga en peligro la vida de ningún miembro de su familia -dijo Falcón.

– Eso era de esperar -dijo Pablo-. ¿Acaso sospecha de algún miembro de su familia?

– Dice que no. Pero son todos musulmanes devotos y llevan una vida muy distinta de la suya -dijo Falcón-. Podría acabar averiguando que están involucrados en mayor o menor grado, pero si lo están no quiere ser él quien los denuncie. Esas personas le han aceptado como uno de los suyos, y no las delatará.

– ¿Algo más? -preguntó Pablo.

– Un problema para mí: Yacoub no está entrenado para este trabajo.

– Casi ningún espía lo está. Simplemente se hallan en una situación que les permite recibir información.

– Hace que parezca fácil.

– Sólo es peligroso si eres despistado.

Falcón tuvo que aguzar su capacidad de concentración para asimilar las instrucciones de Pablo de cómo comunicarse con Yacoub. Le dijo que se limitara a lo básico: se comunicarían vía e-mail, utilizando una página web segura del CNI. Tanto Falcón como Diouri tendrían que cargar en su ordenador un software cifrado distinto. Los e-mails irían a la página web del CNI, donde se descifrarían y serían enviados a su destinatario. Evidentemente, el CNI leería todos los e-mails y recomendaría cómo actuar. Todo lo que tenía que hacer Falcón aquella noche era llamar a Yacoub y decirle que fuera a una tienda de Rabat y comprara un par de libros. Yacoub encontraría en esos libros toda la información que necesitaba. Falcón hizo la llamada pero fue breve, alegando que estaba cansado.

– Hemos de ponerle a trabajar lo antes posible -dijo Pablo-. Todo este asunto se mueve deprisa.

– ¿Qué asunto?

– El juego, el plan, la operación -dijo Pablo-. No estamos seguros de qué es. Todo lo que sabemos es que desde que explotó la bomba, la cantidad de mensajes cifrados en la red se ha quintuplicado.

– ¿Y cuántos de esos e-mails cifrados han podido leer?

– No muchos.

– ¿De modo que aún no han descifrado el código del Corán encontrado en la Peugeot Partner?

– Todavía no. Aunque tenemos a los mejores matemáticos del mundo trabajando en él.

– ¿Qué piensa el CNI del suicidio de Ricardo Gamero? -preguntó Falcón.

– Es inevitable que pensemos que era el topo -comentó Pablo-. Pero no es más que una teoría. Estamos intentando ver la lógica del asunto.

– Si era el topo, los datos que tenemos de él no me llevan a creer que pasara información a un movimiento terrorista islámico.

– Sí, pero ¿qué me dice de Miguel Botín? ¿Qué sabe de él?

– Que su hermano quedó mutilado en los atentados de Madrid -dijo Falcón-, lo cual sería una buena razón para que actuara contra el terrorismo islámico. Que su novia era una amiga del colegio de Gamero que sigue siendo católica devota, y que hasta este momento se ha mostrado reacia a convertirse al Islam. Y que fue Botín quien siguió al imán y sacó fotos de Hammad y Saoudi y otros dos hombres misteriosos, y que se las entregó al CGI. También le insistió a Gamero para que pusieran micrófonos en el despacho del imán.

– No parece el candidato número uno a terrorista, ¿verdad?

– ¿Han registrado el apartamento de Botín? -preguntó Falcón.

Pablo se agarró la rodilla con las dos manos y asintió.

– ¿Qué han encontrado?

– No puedo decirlo.

– ¿Pero han encontrado algo que les haga pensar que Botín trabajaba para los terroristas y al mismo tiempo para Gamero?

– Eso parece, Javier -dijo Pablo, encogiéndose de hombros-. La Sala de los Espejos. Debemos replantearnos sin cesar lo que estamos viendo.

– Ha encontrado otro ejemplar profusamente anotado, ¿verdad? -dijo Falcón, echándose para atrás, perplejo-. ¿Qué demonios significa eso?

– Significa que no puede repetirle a nadie una palabra de esta conversación -dijo Pablo-. Significa que hemos de poner en marcha nuestros servicios de contrainteligencia lo antes posible.

– Pero también significa que los terroristas, quienes quiera que sean, permitían que Miguel Botín entregara al CGI información que comprometía al imán, a Hammad y a Saoudi, y cualquier operación que se estuviera planeando en la mezquita.

– Todavía estamos investigando -dijo Pablo.

– ¿Los estaban sacrificando? -preguntó Falcón, asqueado por su incapacidad de pasar por alto ese nuevo descubrimiento.

– En primer lugar, vivimos en una época de atentados suicidas: eso ya es un sacrificio -dijo Pablo-. Y en segundo lugar, los servicios de inteligencia de todo el mundo siempre han tenido que sacrificar agentes por el bien de la misión. No es nada nuevo.

– ¿Así que el electricista, cuya tarjeta Miguel Botín le entregó al imán, fue el agente de su destrucción? ¿Los jefes de los terroristas islámicos de Botín enviaron al electricista para que hiciera volar el edificio? Eso es increíble.

– No lo sabemos -dijo Pablo-. Pero como sabe, no todos los terroristas suicidas saben que lo son. A algunos simplemente se les dice que entreguen un coche o dejen una mochila en un tren. A Botín le habían dicho que le entregara la tarjeta del electricista al imán. Lo que hemos de averiguar es quién le dijo que lo hiciera.

– ¿No estamos perdiendo el tiempo con esto? -preguntó Falcón-. ¿Y si toda esta investigación no es más que una comedia, y el grupo terrorista, quienquiera que sea, decidió abortar la misión y destruir cualquier pista que pudiera conducir a su organización?

– Seguimos interesados en averiguar qué hay en la mezquita -dijo Pablo-. Y estamos impacientes por que Yacoub empiece a actuar.

– ¿Y cómo sabe que Yacoub contactará con el grupo correcto? -preguntó Falcón, agotado y casi furioso de tanta frustración.

– Tenemos confianza en eso porque procede de un detenido de fiar y ha sido confirmado por agentes británicos en Rabat -dijo Pablo.

– ¿De qué grupo estamos hablando?

– Del GICM, Groupe Islamique de Combattants Marocains, es decir, el Grupo Islámico de Combatientes Marroquíes. Están relacionados con los atentados de Casablanca, Madrid y Londres. Lo que estamos haciendo no es poner en práctica una idea que se nos acaba de ocurrir, Javier. Supone meses de trabajo de los servicios de inteligencia.

Pablo se fue poco después. Aquella conversación casi había deprimido a Falcón. Todas las horas que su brigada había invertido comenzaban a parecerle un derroche de energía, y no obstante había lagunas desconcertantes en lo que Pablo le había contado. Era como si cada grupo implicado en la investigación se fiara más de la información que ellos descubrían que de lo que encontraban los demás. Así que el CNI consideraba que el Corán anotado era un libro de claves, por el Libro de la prueba descubierto por la inteligencia británica, y toda su investigación giraba alrededor de eso. El hecho de que el testigo de la mezquita, José Duran, le hubiera dicho que el electricista y sus ayudantes eran un español y dos europeos del este respectivamente, y no tuvieran pinta de pertenecer a ninguna célula islámica terrorista, tenía poca relevancia para Pablo. Pero claro, quienes habían vendido explosivos a los terroristas de Madrid habían sido delincuentes españoles de poca monta, ¿y qué se necesita para dejar una bomba? Poner un mínimo de atención y tener una mente psicótica.


Después de la conferencia de prensa en TVE en compañía del comisario Lobo y Elvira, el juez Calderón cogió un taxi en dirección a Canal Sur, donde lo llevaron hasta una mesa redonda sobre terrorismo islámico. Era el hombre del día, y a los pocos minutos la presentadora del programa ya lo había involucrado en la discusión. Calderón controló el resto del programa con una mezcla de comentarios incisivos y fundados, humor y un ingenio devastador que reservaba para los así llamados expertos en terrorismo y especialistas en seguridad.

Posteriormente algunos ejecutivos del departamento de actualidad de Canal Sur y la presentadora del programa lo llevaron a cenar. Le dieron de comer y le hicieron la pelota durante una hora y media, hasta que se quedó a solas con la presentadora, que le hizo saber que aquella conversación podría proseguir en un ambiente más cómodo. Por una vez Calderón no se mostró muy entusiasta. Estaba cansado. Al día siguiente le esperaba otra jornada muy larga y -la principal razón- estaba seguro de que Marisa era un plan mejor.

Calderón estaba en la parte de atrás de la limusina de Canal Sur. Se sentía como un héroe. Su mente era una pista de endorfinas tras sus apariciones en televisión. Tenía la sensación de que el mundo estaba a sus pies. Mientras cruzaba Sevilla de noche comenzó a pensar que se le estaba quedando pequeña. Se imaginó lo que sería convertirse en un triunfador en una ciudad como Nueva York, donde sabían cómo hacer que un hombre se sintiera importante de verdad.

La limusina lo dejó delante de la iglesia de San Marcos a las 12:45 de la noche, y por una vez, en lugar de tomar el desvío habitual por la parte de atrás, pasó por delante de los bares del otro lado, con la esperanza de que los amigos de Inés estuvieran tomando una copa y lo pararan para felicitarlo. Había estado brillante de verdad. Sin embargo, los bares estaban cerrados. Calderón, eufórico como estaba, ni se dio cuenta del silencio que reinaba en la ciudad.

Mientras subía en el ascensor comprendió que la única manera de poder dormir sería tras un polvo salvaje y agotador con Marisa, en el balcón, en la sala, bajando en el ascensor, en la calle. Se sentía tan en la cima del mundo que quería que todo el mundo lo viera.

Marisa había estado viendo la televisión en un estado de apático aburrimiento. Se había dado cuenta de que la conferencia de prensa giraba en torno a Esteban, y de que todas las preguntas de los periodistas se dirigían a él. También comprendió que él era quien controlaba la mesa redonda, e incluso que la moderadora se moría por llevarlo al huerto, pero las estupideces que se decían habían dejado a Marisa en un estado vegetativo. ¿Por qué los occidentales se preocupaban tanto por las cosas y hablaban y hablaban de ellas como si eso fuera a servir de algo? Entonces lo comprendió. Eso era lo que la irritaba de los occidentales. Siempre se lo tomaban todo de manera literal, porque así lo podían controlar y medir. Ponían sus mentiras en una bandeja y las iban enseñando y luego se felicitaban por su «dominio de la situación».

Por eso los blancos la aburrían. Una vez rebasada la superficie no tenían mayor interés. «¿Qué haces, todo el día ahí sentada, Marisa?», era la pregunta más habitual que le formulaban en Estados Unidos. Pero en África nunca le habían hecho esa pregunta… ni ninguna otra, si a eso vamos. Cuestionarte la existencia no te ayudaba a vivir.

Cuando llegó Calderón se asomó por el balcón. Vio su aire desenvuelto, sus escasos preliminares. Cuando él pronunció su habitual: «Soy yo» en el interfono, ella contestó: «Mi héroe».

Calderón irrumpió en su apartamento como un showman, los brazos levantados, a la espera del aplauso. La atrajo hacia sí y la besó, introduciendo la lengua entre la barrera de los dientes de Marisa, cosa que a ella no le gustó. Hasta entonces sus besos no habían pasado de los labios.

No era difícil adivinar que Calderón estaba en la cresta de la ola mediática. Lo dejó que la llevara al balcón, donde follaron. Él levantó la vista hacia las estrellas, agarrándola por la ancas e imaginando una gloria aún mayor. Ella participó agarrándose a los barrotes y jadeando a un volumen apropiado.

En cuanto Calderón hubo acabado, se quedó física y mentalmente seco, como alguien a quien se le pasa un subidón de cocaína. Marisa consiguió meterlo en la cama y quitarle los zapatos antes de que se quedara profundamente dormido, a la 1:15. Se quedó de pie a su lado, fumando un cigarrillo, preguntándose si sería capaz de despertarlo al cabo de un par de horas.

Se lavó en el bidet, cerrando el ojo derecho al humo que le subía del cigarrillo. Se echó en el sofá y dejó que el tiempo hiciera lo que mejor sabía hacer. A las tres de la mañana comenzó a zarandearlo, pero Calderón estaba completamente inerte. Le acercó el mechero al pie. Calderón se retorció y soltó una patada. Le llevó un tiempo volver en sí. No tenía ni idea de dónde estaba. Marisa le explicó que tenía que irse a casa, que tenía que levantarse temprano y cambiarse de ropa.

A las 3:2.5 Marisa llamó a un taxi. Le puso los zapatos, lo mantuvo en pie, le metió los brazos en la americana y llamó al ascensor. Se quedó esperando en la calle con él, que aún cabeceaba. El taxi llegó justo después de las 3:30. Marisa lo colocó en la parte de atrás y le dio órdenes al taxista de que lo llevara a la calle San Vicente. Le dijo que estaba agotado y que era el juez principal que investigaba el atentado de Sevilla, con lo que el taxista se tomó en serio su misión. El taxista le devolvió a Marisa su billete de diez euros. A ese hombre lo llevaría gratis. El taxi se puso en marcha. Calderón tenía la cabeza completamente echada para atrás. Bajo la luz amarillenta de la calle parecía que estuviera muerto. Bajo los párpados apenas se le distinguía el blanco de los ojos.

A esa hora de la mañana, Sevilla estaba tan silenciosa como una ciudad fantasma. No había tráfico, y el taxi llegó a la calle San Vicente al cabo de diez minutos. Tras intentar despertarlo sin éxito, el taxista tuvo que meterse en la parte de atrás y levantar a peso a Calderón para sacarlo. Lo acompañó hasta la entrada del edificio y le pidió las llaves. El taxista abrió la puerta y comprendió que también tendría que subir. Se metieron en el vestíbulo.

– ¿Dónde está la luz? -preguntó el taxista.

Calderón dio un manotazo a la pared. La luz inundó la entrada y se oyó el tic tac del temporizador. Calderón subió las escaleras apoyado en el taxista.

– Ahí -dijo Calderón cuando llegaron a la primera planta.

El taxista abrió la puerta, que estaba cerrada con dos vueltas, y le devolvió las llaves a Calderón.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó, mirando los ojos adormilados del juez.

– Sí, estoy bien. Ya puede irse, gracias -dijo Calderón.

– Lo está haciendo muy bien -dijo el taxista-. Le vi en la tele antes de empezar el turno.

Calderón le dio unas palmaditas en la espalda. El taxista bajó las escaleras y la luz de la entrada se apagó con un sonoro chasquido. El taxista arrancó y se fue. Calderón entró en el apartamento apoyándose en la jamba de la puerta. En la cocina la luz estaba encendida. Cerró la puerta, apoyó la espalda en ella. Aun en su estado de agotamiento, con los párpados pesándole como el plomo, apretó los dientes con irritación.


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