Sevilla. Martes, 6 de junio de 2006, 13:45 horas
La noticia de que se había encontrado otro cadáver entre los escombros interrumpió la reunión. Calderón se fue de inmediato. Los tres hombres del CNI hablaron entre ellos con vehemencia, mientras Falcón y Elvira planificaban la investigación. El inspector jefe Barros del CGI tenía la mirada fija en el suelo, y los músculos de su mandíbula barruntaban alguna nueva humillación. Al cabo de diez minutos los del CNI hablaron con Elvira. A Falcón y Barros les pidieron que salieran. Barros comenzó a medir el pasillo a pasos, evitando a Falcón. Unos momentos después Elvira hizo entrar a Falcón, y los del CNI se dirigieron hacia la puerta, afirmando que llevarían a cabo un registro detallado del piso del imán Abdelkrim Benaboura.
– ¿Compartirán la información que obtengan? -preguntó Falcón.
– Naturalmente -dijo Juan-, a no ser que comprometa la seguridad nacional.
– Me gustaría que uno de mis agentes estuviera presente.
– A la luz de lo que acaba de decirse, tenemos que hacerlo ahora y ustedes están muy ocupados.
Se fueron. Falcón se volvió hacia Elvira, las manos abiertas, cuestionando la situación.
– Están decididos a no cometer ningún error esta vez -dijo Elvira-, y también quieren todo el mérito. Muchos se juegan el futuro.
– ¿Y hasta qué punto tiene usted control sobre lo que hacen?
– El problema son las palabras «seguridad nacional» -dijo Elvira-. Por ejemplo, quieren hablar con usted de un asunto de «seguridad nacional», lo que significa que a mí sólo me han dicho que ha de ser una conversación larga y privada.
– Pues hoy no va a ser fácil.
– Será cuando le vaya bien a usted… por la noche, cuando sea.
– ¿Y lo de «seguridad nacional» es la única pista que le han dado?
– Les interesan sus conexiones marroquíes -dijo Elvira-, y han pedido una entrevista con usted.
– ¿Una entrevista? -dijo Falcón-. Parece que vaya a pedirles trabajo, y ya tengo uno que me tiene bastante ocupado.
– ¿Dónde va ahora?
– Estoy tentado de presentarme en el registro del apartamento del imán -dijo Falcón-. Pero creo que voy a seguir la pista de Informaticalidad. Es una forma muy rara de estarse ocupar un piso tres meses.
– Así que va a mantener la mente abierta, no como hicieron nuestros amigos del CNI -dijo Elvira, señalando la puerta con la cabeza.
– Me ha parecido que Juan ha sido muy elocuente.
– Eso es lo que quieren que piensen los demás -dijo Elvira-, para que no quede ningún cabo suelto, pero no tengo la menor duda de que creen que han dado con el inicio de una importante campaña de terrorismo islámico.
– ¿Para devolver Andalucía al redil islámico?
– ¿Por qué si no iban a querer hablar con usted de sus «conexiones marroquíes»?
– No sabemos lo que saben ellos.
– Sé que están buscando reparar sus errores del 11-M y cubrirse de gloria -dijo Elvira-, y eso me preocupa.
– ¿Y qué pasa con el inspector jefe Barros? -preguntó Falcón-. No ha dicho una palabra, como si le hubieran dicho que asistiera pero manteniendo la boca cerrada.
– Hay un problema que le explicarán enseguida. Todo lo que me ha dicho el jefe del CGI de Madrid es que, por el momento, la unidad antiterrorista de Sevilla no puede participar en la investigación.
Consuelo estaba sentada en su despacho del restaurante de La Macarena. Se había quitado los zapatos y estaba en posición fetal en una de sus nuevas y caras butacas de cuero, que la mecía suavemente. Tenía un pañuelo de papel, hecho un ovillo, metido en la boca, y lo sujetaba con las manos. Lo mordía cuando el dolor era demasiado fuerte. Su garganta intentaba expresar la emoción, pero no tenía puntos de referencia. Sentía el cuerpo como cuando la tierra revienta y expulsa trozos de magma.
El televisor estaba encendido. No había sido capaz de soportar el silencio del restaurante. Los chefs no tenían que comenzar a preparar el servicio de mediodía hasta las once, y había intentado aliviar su extrema agitación caminando, pero su gira por la cocina inmaculada, con sus relucientes superficies de acero inoxidable, sus cuchillos y trinchantes guiñándole el ojo para animarla, la habían aterrado más que calmarla. Se había paseado por los comedores y el patio, pero ni los olores, ni las texturas, ni el orden obsesivo de las mesas puestas había podido llenar el doloroso vacío que le oprimía las costillas.
Había regresado a su despacho y se había encerrado. El volumen del televisor estaba tan bajo que apenas entendía lo que decían, pero le consolaba el murmullo humano. Por el rabillo del ojo divisó las imágenes de la destrucción en la pantalla. En el despacho había un fuerte olor a vómito, pues había devuelto al ver los cuerpecillos de los niños bajo sus batas delante de la guardería. El rímel corría por las mejillas por las lágrimas. El pañuelo de papel estaba pegajoso de saliva en la parte de la boca. Algo se había abierto; fuera lo que fuera lo que tenía dentro, se había destapado, y ella, que siempre se había enorgullecido de su valor para afrontarlo todo, no soportaba mirarlo. Cerró los ojos ante un nuevo acceso de dolor. El sillón se contagió del estremecimiento de su cuerpo. Su garganta emitía un chillido, como si tuviera algo agudo alojado dentro.
El bloque de pisos destruido parpadeaba en la pantalla, y lo veía por el rabillo del ojo. Se le hacía insoportable apagar la tele y ser la única ocupante de aquel silencio, aun cuando el derrumbe del edificio era una aterradora reproducción de su estado mental. Apenas horas antes estaba más o menos entera. Siempre había imaginado que entre la cordura y la locura había un enorme abismo, pero ahora descubría que era como el borde de un desierto: no sabías si lo habías cruzado o no.
Las imágenes que aparecían en televisión se transformaban en montones de escombros o en bolsas de cadáveres que subían a una camilla, en los heridos que caminaban tambaleándose por la acera, en los bordes quebrados de las ventanas rotas, en los árboles desnudos de hojas, en los coches boca abajo en los jardines, en una señal de carretera clavada al revés en la tierra. Esos directores de informativos de televisión debían de ser profesionales del horror, pues cada imagen era como una bofetada que arrojaba esa nueva realidad a la cara del público satisfecho de sí mismo.
Regresó la calma. Apareció un presentador delante de la iglesia de San Hermenegildo. Tenía una cara amistosa. Consuelo subió el volumen con la esperanza de que fueran buenas noticias. La cámara hizo un zoom hacia la placa y regresó al presentador, que ahora caminaba y relataba una breve historia de la iglesia. La cámara no se apartaba de la cara del presentador. Había una tensión inexplicable en la escena. Algo iba a ocurrir. El suspense paralizaba a Consuelo. La voz del presentador le dijo que ese era el enclave de una antigua mezquita, y la cámara pasó al ápice de un arco árabe clásico. El foco se abrió para revelar el nuevo horror. Escritas en rojo sobre las puertas se leían las palabras: AHORA ES NUESTRA.
La pantalla volvió a llenarse de otro montaje de horror. Mujeres chillando sin razón aparente. Sangre en las aceras, en las cunetas, espesando el polvo. Un cadáver, con esa curva inerte de la muerte, cuando lo sacaban de las ruinas.
No pudo soportarlo más. Esos cámaras debían de ser robots para poder hacer frente a ese horror. Apagó el televisor y se quedó en el silencio de su despacho.
Las imágenes la habían afectado. La oscuridad que brotaba en el interior de su pecho pareció volver a cubrirse. Le temblaban las manos, pero ya no necesitaba morder la bola de papel. Experimentó de nuevo la vergüenza de su primera visita a Alicia Aguado. Consuelo se apretó los pómulos con las manos al recordar las palabras: «ciega de los cojones». ¿Cómo podía haber dicho eso? Cogió el teléfono.
Alicia Aguado se sintió aliviada al oír la voz de Consuelo. Su interés emocionó a Consuelo y se le hizo un nudo en la garganta. Nadie se interesaba ya por ella. Tartamudeó una disculpa.
– Me han llamado cosas peores -dijo Aguado-. Puesto que somos los que tenemos más inventiva al insultar, a los psicólogos nos dedican lo mejor del repertorio.
– Fue imperdonable.
– Todo quedará perdonado si vuelve otro día, señora Jiménez.
– Llámame Consuelo. Después de los que hemos pasado, las formalidades están fuera de lugar. ¿Cuándo puedo volver?
– Me gustaría verte esta noche, pero no podré antes de las nueve.
– ¿Esta noche?
– Estoy muy preocupada por ti. Normalmente no lo pediría, pero…
– Pero ¿qué?
– Creo que has llegado a un extremo muy peligroso.
– ¿Peligroso? Peligroso ¿para quién?
– Tienes que prometerme una cosa, Consuelo -dijo Aguado-. Debes venir a verme en cuanto termines de trabajar, y cuando acabemos nuestra sesión debes irte inmediatamente a casa y tener a alguien, un pariente o un amigo, que te haga compañía.
Consuelo no dijo nada.
– Supongo que podría pedírselo a mi hermana -dijo.
– Es muy importante -dijo Aguado-. Creo que te has dado cuenta de la extrema vulnerabilidad de tu estado, de modo que te recomiendo que te limites a irte a casa, al trabajo y a mi consulta.
– ¿No puedes explicarme por qué?
– Por teléfono no -dijo. Te lo explicaré en persona esta noche. Recuerda, ven enseguida. No dejes que nada te distraiga, por muy fuerte que sea la tentación.
Manuela Falcón estaba sentada en la butaca grande y cómoda de Ángel delante de la televisión. Era incapaz de moverse, ni siquiera tenía fuerzas para coger el mando a distancia y oscurecer la pantalla, que transmitía las imágenes del horror directamente a su cerebro. La policía estaba evacuando El Corte Inglés de la plaza del Duque después de que se hubieran encontrado cuatro paquetes sospechosos en distintas plantas de los grandes almacenes. Dos perros rastreadores y sus entrenadores habían llegado para patrullar el edificio. A continuación apareció la imagen de cruces de calles desiertos en el centro de la ciudad, con zapatos desperdigados sobre los adoquines y gente corriendo hacia la plaza Nueva. Manuela se quedó pálida, con apenas la mínima cantidad de sangre llegándole a la cara y el cerebro para mantener la oxigenación y las funciones cerebrales. Se le estaban helando las extremidades, a pesar de tener la puerta de la terraza abierta y de que la temperatura exterior aumentaba.
El teléfono había sonado una vez desde que Ángel saliera hacia las oficinas del ABC, donde esperaba poder tomar el apagado pulso de una ciudad convulsa. Había tenido fuerzas para contestar. Su abogado le había preguntado si había visto la televisión, y luego le había dicho que la compradora sevillana le había salido con una excusa de que no tenía preparado el dinero negro y que tendría que posponer la operación.
– Eso no impedirá que pierda el depósito -dijo Manuela, todavía agresiva.
– ¿Has escuchado lo que ha dicho Canal Sur? -preguntó el abogado-. Han encontrado una furgoneta con restos de explosivo militar en la parte de atrás. El director del ABC en Madrid ha recibido una carta de Al-Qaeda en la que dicen que no descansarán hasta que Andalucía no regrese al redil musulmán. Algunos expertos en seguridad afirman que se trata del comienzo de una importante campaña terrorista y que en días futuros habrá más atentados.
– Qué puta mierda -exclamó Manuela, metiéndose un cigarrillo en la boca y encendiéndolo.
– Así que el depósito de zo.ooo que tu compradora podría perder acabará resultándole una salida barata.
– ¿Y qué me dices del abogado alemán? ¿Aún no ha llamado?
– No, pero llamará.
Manuela había apagado el teléfono y lo había dejado caer sobre el regazo. Fumaba sin pensar y sin parar, y el subidón de nicotina le dio fuerzas para llamar a Ángel, que tenía el móvil apagado. En las oficinas del ABC no lo encontraban, y se oía el mismo griterío que en el parquet de la bolsa en los primeros minutos de un día negro para los mercados.
El abogado volvió a llamarla.
– El alemán se ha retirado. He llamado al notario y todas las compraventas que había para hoy se han cancelado. Por televisión y por radio han emitido un comunicado del jefe superior de Policía y el jefe de los servicios de emergencia en el que se indica que sólo se utilicen los móviles si es absolutamente necesario.
El taller estaba en un patio, al final de un callejón pavimentado de enormes adoquines grises, cerca de la calle Bustos Tavera. Marisa Moreno lo había alquilado tan sólo por el callejón. En días soleados como ese, la luz que inundaba el patio era tan intensa que no se podía ver nada dentro de la oscuridad de los veinticinco metros de callejón. Los adoquines eran como lingotes de peltre y la atraían. Lo que la atraía de ese callejón era que coincidía con su imagen de la muerte. Su interior en arco no era bonito: paredes repugnantes y una colección de cajas de fusibles y cables eléctricos que discurrían sobre el encalado que se caía a pedazos. Pero ese era el meollo. Era una transferencia del confuso mundo material a la purificadora luz que había más allá. No obstante, el patio decepcionaba, pues el paraíso imaginado no era más que una serie de talleres y almacenes viejos y destartalados, con desconchados en las paredes, rejas de hierro forjado y ejes oxidados.
Había sólo cinco minutos andando desde su apartamento de la calle Hiniesta al taller, que era otra de las razones por las que lo había alquilado, aunque fuera demasiado grande. Ella ocupaba la primera planta, a la que se llegaba por una escalera de hierro situada en un lateral. Había una enorme ventana que daba el patio, que le proporcionaba luz y mucho calor en verano. A Marisa le gustaba sudar; era la sangre cubana que corría en su interior. A menudo trabajaba con la parte inferior del bikini, y le gustaba que, al tallar la madera, las astillas se le quedaran pegadas a la piel.
Aquella mañana salió de su apartamento y tomó un café en uno de los bares de la calle Vergara. El bar estaba más atestado que de costumbre, y todos miraban la televisión. Pidió un café con leche, se lo bebió y se fue, rechazando los intentos de los parroquianos de implicarla en alguna discusión. No le interesaba la política, no creía en la Iglesia Católica ni en ninguna otra religión organizada, y lo único que le preocupaba del terrorismo era no encontrarse en el lugar inoportuno en el momento inoportuno.
En el estudio trabajó en teñir dos tallas y pulir otras dos, que tenía que entregar. A mediodía las había metido en un envoltorio de burbujas y estaba en el patio esperando un taxi.
Un joven marchante mejicano, que tenía una galería en el centro, en la calle Zaragoza, le había comprado dos piezas. El joven era en parte azteca, y Marisa había tenido una aventura con él meses antes de conocer a Calderón. Él seguía comprándole todas las tallas que hacía y le pagaba en metálico cuando se las entregaba. Al ver cómo se saludaban cualquiera habría pensado que su relación continuaba, pero era más un entendimiento de sangre que otra cosa, la sangre azteca de él y la africana de ella.
Esteban Calderón no sabía nada de eso. Nunca había visto el taller de Marisa. Ella no tenía obras suyas en el apartamento. Calderón sabía que hacía tallas en madera, pero ella lo mencionaba como si fuera algo perteneciente al pasado. Marisa lo prefería así. Odiaba escuchar a los occidentales hablar de arte. No parecían comprender que apreciar una obra de arte era todo lo contrario: dejar que la pieza te hable.
Marisa dejó sus dos piezas acabadas y cogió el dinero. Fue a un estanco y se compró un habano: de entre los Romeo y Julieta eligió un Churchill. Pasó junto al Archivo de Indias y el Alcázar. No había tantos turistas como era habitual, pero sí algunos, al parecer ajenos a la bomba que había estallado en la otra punta de la ciudad, lo que demostraba que el terrorismo sólo tenía importancia si te afectaba.
Atravesó el barrio de Santa Cruz y entró en los Jardines de Murillo para entregarse a su ritual posterior a todas las compras. Se sentaba en un banco del parque, desenroscaba el tapón de aluminio del cilindro y dejaba caer el puro en la palma de la mano. Se lo fumaba bajo las palmeras, imaginándose que estaba en La Habana.
Inés consiguió recobrar el dominio de sí misma después de quince minutos de llorar. Su vientre ya no lo soportaba más. La tensión de los abdominales le dolía muchísimo. Había llegado arrastrándose a la ducha, se había quitado el camisón y se había derrumbado dentro del plato, manteniendo fuera de las finas agujas de agua el cuero cabelludo, que aún le ardía.
Al cabo de un cuarto de hora consiguió ponerse en pie, aunque no mantenerse erguida, a causa del dolor en el costado. Se puso un traje oscuro con una blusa color crema de cuello alto y se aplicó mucho maquillaje. No es que hubiera que disimular ningún moratón, pero para enfrentarse a aquella mañana necesitaba una gruesa máscara. Encontró una aspirina, que le alivió un poco el dolor, con lo que al menos pudo caminar sin ir doblada. Habitualmente iba andando al trabajo, pero aquella mañana era imposible y tomó un taxi. En el coche se enteró de lo de la bomba. En la radio no se hablaba de otra cosa. El taxista no paraba de pontificar. Ella iba sentada en la parte de atrás, oculta tras sus gafas negras, hasta que el taxista, irritado por su silencio, le preguntó si estaba enferma. Ella le dijo que tenía mucho en qué pensar. Eso fue suficiente. Al menos el taxista supo que lo oía. Emprendió un largo soliloquio acerca del terrorismo, y su diagnóstico fue que la única manera de curar la enfermedad era librarse de todos ellos.
– ¿De quiénes? -preguntó Inés.
– De los musulmanes, africanos, árabes… todos esos. Echarlos a todos. España para los españoles -dijo-. Lo que necesitamos ahora es a los Reyes Católicos. Comprendieron la necesidad de ser puros. Sabían lo que tenían que hacer…
– ¿También incluye a los judíos en esa expulsión en masa? -preguntó Inés.
– No, no, esos no, los judíos son cojonudos. Son esos marroquíes, argelinos y tunecinos. Son todos unos fanáticos. Incapaces de controlar su fervor religioso. ¿Qué consiguen con volar una casa de pisos? ¿Qué demuestra eso?
– Demuestra lo poderoso que puede ser el terror indiscriminado -dijo Inés, y sintió que tenía el pecho a punto de estallar-. Ya no estamos seguros ni en nuestra propia casa.
El Palacio de Justicia estaba tan abarrotado como siempre. Subió despacio a su despacho de la segunda planta, que compartía con otros dos fiscales. Estaba decidida a no delatar el dolor que le estallaba en el costado a cada paso. Tras haber querido llevar la insignia de la violencia de Esteban, ahora quería disimular su agonía.
La máscara de maquillaje le ayudó a soportar los primeros minutos de alboroto con sus colegas, que sólo hablaban de los últimos rumores y teorías, entre los que apenas se intercalaba ningún dato. Nadie asociaba a Inés con ningún malestar emocional, de modo que resbalaron sobre su superficie y regresaron a su trabajado sin darse cuenta del estado en que se hallaba.
Había casos que preparar, reuniones a las que asistir, e Inés consiguió aguantarlo todo hasta primera hora de la tarde, cuando se encontró con media hora libre. Decidió dar un paseo por los Jardines de Murillo, que estaban al otro lado de la avenida. Los jardines la calmarían y no tendría que escuchar más conjeturas acerca de la bomba. Tenía que pensar en el bombardeo que había sufrido su relación. Sabía que un respiro en el parque no iba a ayudarla a solucionarlo, pero al menos quizá encontrase algo sobre lo que comenzar a reconstruir su matrimonio en ruinas.
En los últimos cuatro años, cuando las cosas se torcían en su matrimonio, proyectaba una versión montada y corregida por ella de su vida con Esteban. Nunca comenzaba con el momento en que se conocieron y su aventura posterior, pues eso significaría que la película comenzaría con la infidelidad de Inés, y ella no se veía como alguien que rompiera los votos matrimoniales. En la película ella aparecía sin tacha. Había reescrito su propia historia y cortado todas las imágenes que no contaban con su aprobación. No se trataba de un acto consciente. Tampoco se enfrentaba a episodios desdichados ni bochornosos, estos simplemente quedaban olvidados.
Esa película le habría resultado de lo más aburrida a cualquiera que no fuera Inés. Era propaganda. No era mejor que el glorioso biopic de un dictador. Inés era la valerosa mujer que había rescatado a su futuro marido después del desagradable incidente del que nunca hablaban, le había dedicado los cuidados y atenciones que necesitaba para volver a encarrilar su carrera… etcétera, etcétera. Y funcionaba. Para ella. Cada vez que descubría una de sus infidelidades se pasaba la película y le daba fuerzas; o mejor dicho, le proporcionaba material para grabar encima de la anterior aberración de Esteban, de manera que sólo sufriera una infidelidad cada vez, y no toda la serie.
Pero aquella vez, mientras estaba sentada en el banco del parque repasando la película, algo no funcionaba. No había manera de que las imágenes permanecieran en la pantalla. Era como si la película saltara de las ruedas dentadas y permitiera que en su cine privado apareciera una imagen espuria: alguien de pelo largo y cobrizo, piel oscura y piernas abiertas. Esa interferencia estaba saboteando su consoladora película interna.
Inés reunió las fuerzas amnésicas de su poderosa inteligencia apretándose las sienes con las manos y parpadeando. Fue entonces cuando comprendió que había algo en el exterior que se adentraba por la fuerza en su mente. La realidad se entrometía. La puta de pelo cobrizo y piel oscura que había visto aquella mañana, desnuda en la cámara digital de su marido, estaba sentada delante de ella, fumando un puro y totalmente ajena al mundo.
A Marisa no le gustaba la manera en que la miraba la mujer que estaba sentada al otro lado del sendero en sombras. En sus ojos había una fijeza lunática; no del tipo delirante de manicomio, sino una versión más peligrosa: demasiado delgada, demasiado elegante, demasiado superficial. Había visto gente como esa en las inauguraciones de la galería del marchante mejicano, todos al borde de un ataque de nervios. Llenaban el aire con su cháchara estridente para impedir que el mundo real reventara el dique de contención, como si, al salmodiar sus mantras de consumidor, pudieran mantener a raya la inmensa nada de sus vidas. En la galería toleraba su presencia, pues quizá compraran su obra, pero en medio del parque no iba a tolerar que una de esas cabras ricas le estropeara su carísimo puro.
– ¿Qué miras? -preguntó Marisa-. Me estás estropeando el puro, ¿sabes?
Inés tardó un momento, durante el cual sus párpados aletearon con asombro, en comprender que se dirigía a ella. A continuación la adrenalina inundó su organismo fiscal. Aquello era una confrontación. Eso se le daba bien.
– Te miro a ti. La puta del puro -dijo Inés.
Marisa descruzó las piernas y se inclinó hacia delante, los codos sobre las rodillas, para ver más de cerca a su adversaria, muy maquillada. No se paró a pensar mucho.
– Eh tú, puta de culo flaco, siento haberme puesto en tu rincón, pero no estoy trabajando, sólo disfruto de mi puro.
El insulto abofeteó la cara de Inés dejándola lívida de rabia. La sangre empañó la visión de Inés en los bordes y causó estragos en la conexión oral-cerebral.
– ¡Soy una puta abogada! -le gritó, y la gente del parque se volvió a mirarla.
– Las abogadas son las peores putas de todas -dijo Marisa-. ¿Por eso te pintas tanto? ¿Para disimular la sífilis?
Inés se puso en pie de un salto, olvidándose de sus heridas. Incluso en medio de aquella furia le llegó la punzada del costado, el dolor de los órganos magullados, y eso le impidió atacar físicamente a Marisa. Eso y el campo de fuerza de la lánguida musculosidad de Marisa, de la impasible brutalidad con que se expresaba.
– Tú eres la puta -dijo Inés, señalando con uno de sus dedos blancos y finos en dirección a la lustrosa piel mulata de Marisa-. Tú eres la que se folla a mi marido.
La sorpresa que apareció en la cara de Marisa azuzó a Inés, que erróneamente la interpretó como consternación.
– ¿Cuánto te paga? -preguntó Inés-. No parece que sea mucho más de quince euros la noche, y eso es una vergüenza. No llega ni al salario mínimo. ¿O también añade la peluca cobriza y un buen puro para tenerte contenta cuando no está contigo?
Marisa se recuperó al instante de la revelación de que esa era la pálida, patética y fibrosa mujercilla que Esteban no soportaba. También había visto la mueca de dolor cuando Inés se puso en pie, y supuso que aquel maquillaje de payaso ocultaba algún golpe. Había visto mujeres maltratadas en la pobreza de La Habana y distinguía la vulnerabilidad a cien metros, y ella poseía el descaro de revelársela a quien la poseía y al resto del mundo.
– Sólo quiero que recuerdes, Inés -dijo-, que cuando te pega es porque ha follado conmigo de puta madre toda la noche, y no soporta ver tu carita decepcionada por la mañana.
Al oír su nombre en boca de aquella mulata, Inés contuvo el aliento con un fuerte chasquido. Entonces las palabras se le hicieron pedazos con la ferocidad de un cristal roto. La arrogancia de su propia cólera desapareció. Sintió la vergüenza de que la desnudaran en público y todos se fijaran en ella.
Marisa vio con cierta satisfacción cómo Inés se quedaba sin fuerzas para combatir y cómo se le hundían los hombros. No sentía piedad; había sufrido cosas mucho peores cuando vivía en Estados Unidos. De hecho, aquella manita pálida con que Inés se sujetaba el costado, ya incapaz de disimular el dolor, sólo hizo que Marisa pensara en otras posibilidades. El destino las había juntado, y ahora una de ellas podía determinar el destino de la otra.