16

Sevilla. Martes, 6 de junio de 2006, 20:45 horas


Una brisa cálida recorrió el patio y agitó una planta grande, muerta y seca que estaba en la otra punta.

– Creo que es mejor que abordemos este asunto de manera cronológica -dijo Pablo-. ¿Por qué no nos cuenta cómo encontró a Arturo Jiménez?

El susurro y el golpeteo de las hojas muertas atrajo la mirada de Falcón hacia ese rincón reseco. Tenía que deshacerse de esa planta.

– Como mi búsqueda de Arturo estaba motivada por la esperanza de reconciliación con Consuelo, lo imaginé como una especie de aventura caballeresca. Fue bastante más sencillo. Tuve suerte de contar con ayuda -dijo Falcón-. Fui a Fez con un miembro de mi familia marroquí. Él me buscó un guía, que nos llevó a casa de Abdulá Diouri, en la medina. Aparte de un portalón magníficamente tallado, desde el exterior la casa no parecía gran cosa. Pero la puerta se abría a un paraíso de patios, estanques y jardines en miniatura, cuyos días de esplendor ya quedaban lejos. Faltaban azulejos y había losas agrietadas, y las celosías de la galería estaban rotas en algunos lugares. El criado que nos dejó entrar nos dijo que Abdulá Diouri había muerto veinte años atrás, pero que su recuerdo pervivía, pues había sido un hombre bueno y extraordinario.

«Pedimos hablar con alguno de sus hijos, pero se nos dijo que en aquella casa sólo vivían mujeres. Los hijos estaban desperdigados por Marruecos y Oriente Próximo. De modo que le preguntamos si una de las mujeres estaría dispuesta a hablar con nosotros de ese delicado asunto ocurrido cuarenta años atrás. Nos preguntó nuestros nombres y se fue. Regresó al cabo de un cuarto de hora y le dijo a mi pariente marroquí que se quedara junto a la puerta, y a mí me guió en un intrincado recorrido por la casa. Acabamos en la primera planta, en un lugar que daba a un jardín a través de una celosía reparada. Me di cuenta de que había alguien más en la habitación. Una mujer vestida de negro, con la cara cubierta por un velo, me señaló un asiento y le conté mi relato.

»Por suerte había hablado con mi familia marroquí de lo que pretendía hacer, y ellos me habían aconsejado que fuera muy cuidadoso con cómo contaba la historia. Tenía que hacerlo desde la perspectiva marroquí.

– ¿Qué significaba eso? -preguntó Juan.

– Que Raúl Jiménez tenía que ser el malo de la película y Abdulá Diouri el salvador del honor de la familia. Si de alguna manera mancillaba el nombre del patriarca, si le hacía aparecer como un delincuente, un secuestrador de niños, no llegaría a nada. Fue un buen consejo. La mujer me escuchó en silencio, quieta como una estatua bajo una envoltura negra. Al final de mi relato, una mano enguantada en negro salió de debajo de aquella túnica y depositó una tarjeta en una mesita baja que había entre los dos. A continuación se puso en pie y se marchó. En la tarjeta había una dirección de Rabat con un número de teléfono y el nombre de Yacoub Diouri. Pocos minutos después regresó el criado y me acompañó a la puerta.

– Bueno, no es exactamente el Santo Grial -dijo Juan-, pero no está mal.

– A los marroquíes les encantan los misterios -dijo Falcón-. Abdulá Diouri era un musulmán muy devoto, y después Yacoub me dijo que la casa de Fez se mantenía en ese estado en honor al gran hombre. Ninguno de los hijos soportaba el lugar, y por eso estaba tan abandonado. Se lo habían entregado en exclusiva a las mujeres de la familia.

– Así pues, tenía una dirección en Rabat… -dijo Pablo.

– Aquella noche la pasé en Meknes y llamé a Yacoub desde allí. Él ya sabía quién era yo y lo que quería, y acordamos encontrarnos en su casa de Rabat al día siguiente. Como probablemente saben, vive en una casa grande y moderna, construida al estilo árabe, en la zona de embajadas que hay en la linde de la ciudad. Deben de ser dos hectáreas de naranjales, jardines, pistas de tenis, piscinas: un palacete. Tiene criados con librea, pétalos de rosa en las fuentes… esas cosas. Me llevaron a una inmensa habitación que daba a una de las piscinas, llena de sofás de cuero color crema. Me dieron té con menta y me dejaron esperando media hora hasta que llegó Yacoub.

– ¿Se parecía a Raúl?

– Había visto fotos de Raúl cuando era joven y vivía en Tánger y estaba menos baqueteado por la vida. Había un aire, pero Yacoub es un animal por completo distinto. La riqueza de Raúl jamás consiguió librarle de su aspecto de campesino andaluz, mientras que Yacoub es una persona muy sofisticada, y ha leído mucho en español, francés e inglés. También habla alemán. Sus negocios se lo exigen. Fabrica telas para todas las empresas importantes de ropa de Europa. Entre sus clientes están Dior y Adolfo Domínguez. Si Raúl era un león viejo y nudoso, Yacoub era un guepardo.

– ¿Cómo fue el primer encuentro? -preguntó Pablo.

– Nos caímos bien de inmediato, cosa que no me sucede a menudo -dijo Falcón-. Parece que últimamente no me resulta fácil relacionarme con la gente de mi misma clase y ambiente social, y sin embargo tengo un gancho especial con los inadaptados.

– ¿Por qué? -preguntó Juan.

– Supongo que tener que vivir con mis propios horrores -dijo Falcón- me ha dado la capacidad de comprender las complejidades de los demás, o al menos, de desconfiar de las apariencias. Sea como sea, Yacoub y yo nos hicimos amigos en ese primer encuentro, y aunque no nos vemos mucho, mantenemos esa amistad. De hecho, ayer por la noche me llamó para decirme que quería que nos viéramos en Madrid el fin de semana.

– ¿Yacoub conocía su historia?

– La había leído en la prensa en la época del escándalo de Francisco Falcón. Fue una noticia bomba que los famosos desnudos de Falcón los hubiera pintado un artista marroquí, Tariq Chefchaouni.

– Me sorprende que ningún periodista intentara localizarlo antes -dijo Pablo.

– Lo habían intentado -dijo Falcón-. Pero nunca consiguieron entrar en la casa de Abdulá Diouri en Fez.

– Ha dicho que Yacoub era un inadaptado -dijo Gregorio-. No me lo parece. Un hombre de negocios de éxito, casado, dos hijos, musulmán devoto. Parece una persona perfectamente integrada.

– Bueno, eso es lo que parece desde fuera -dijo Falcón-, pero en cuanto le conocí me di cuenta de que algo lo desasosegaba. Era feliz con su vida, pero también sabía que ese no era su lugar. Lo habían arrancado del seno de su familia, aunque Abdulá Diouri lo había tratado como si perteneciera a la suya y le había dado su apellido. Su verdadero padre nunca había ido a buscarlo, y sin embargo Diouri lo había tratado como si fuera su propio hijo. Una vez me dijo que no sólo respetaba a su secuestrador, sino que lo amaba como a un padre. Pero a pesar de que su nueva familia lo había aceptado, no podía desprenderse de la terrible sensación de que su propio padre lo había abandonado. Por eso lo llamo un inadaptado.

– Dice que está casado -dijo Pablo-. ¿Cuántas esposas tiene?

– Sólo una.

– ¿No le parece algo raro en un hombre como Yacoub Diouri? -preguntó Juan.

– ¿Por qué no me lo pregunta directamente en lugar de andarse con tanto circunloquio…?

– Porque queremos saber cuál es el grado de su relación con Yacoub. Si le ha contado detalles íntimos puede ser importante para nosotros -dijo Juan.

– Yacoub Diouri es homosexual -dijo Falcón, con cautela-. Se casó porque era lo que la sociedad esperaba de él. Uno de los deberes de un buen musulmán es tener una esposa e hijos, pero sexualmente sólo le interesan los hombres. Y antes de que se desboque su malsana fantasía, repetiré que le interesan los hombres, no los niños.

– ¿Por qué cree que este detalle tendría que ser importante para nosotros? -preguntó Juan.

– Son espías, y quería que supieran que su homosexualidad no le hace vulnerable.

– ¿Por qué le preguntamos por Yacoub Diouri? -preguntó Juan.

– Primero me gustaría saber cómo llegó a contarle Yacoub que era homosexual -dijo Pablo.

– Lamento decepcionarle, Pablo -dijo Falcón-, pero no se me insinuó. ¿Cómo se enteraron ustedes?

– Hoy en día hay mucha cooperación entre los servicios de inteligencia -dijo Juan-. Los musulmanes destacados, devotos y adinerados son… observados.

– Yacoub y yo hablamos una vez del matrimonio -dijo Falcón-, y le conté que el mío no había durado mucho, que mi esposa me había abandonado por un destacado juez. Le hablé de Consuelo. Me dijo que su matrimonio era tan sólo de cara a la galería, que era gay y que la industria de la moda le encantaba.

– ¿Por qué?

– Porque estaba llena de hombres atractivos que no buscaban una relación permanente que él no podía ofrecer.

Con un silencio, Juan dio a entender que era momento de pasar a otra cosa.

– ¿Qué pasó después de que se hiciera amigo de Yacoub? -preguntó Pablo.

– Lo vi bastante al principio, varias veces a lo largo de tres o cuatro meses. Comencé a aprender árabe e iba a ver a mi familia tangerina siempre que podía. Yacoub me invitaba a su casa. Charlábamos, me ayudaba con el árabe.

Los hombres del CNI bebieron cerveza al unísono.

– ¿Y qué pasó con Consuelo? -preguntó Juan, echando el humo del cigarrillo al aire de la noche.

– Como ya le he explicado, le había hablado a Yacoub de Consuelo y de mi interés por ella. Le hacía feliz venir a Sevilla e intentar ayudarme. Le gustaba la idea de hacer de Celestino.

– ¿Cuánto hacía que había roto con Consuelo?

– Casi un año.

– Se lo tomó con calma.

– Con estas cosas no se puede correr.

– ¿Cómo se comunicaban -dijo Pablo- si ella no le hablaba?

– Le escribí una carta preguntándole si quería conocer a Yacoub. Me escribió y me dijo que le encantaría conocerlo, pero que sería a solas.

– ¿Ni siquiera llegó a ver a Consuelo? -dijo Juan, asombrado.

– Yacoub hizo todo lo que pudo por mí. Él y Consuelo se cayeron bien. La invitó a cenar en mi nombre. Ella se negó. Él se ofreció a ir de carabina. Ella se negó. No hubo explicaciones y eso fue todo. ¿Por qué no nos tomamos otra cerveza y me cuentan el propósito de todo este interrogatorio personal e impertinente?

En la cocina, Falcón vio su reflejo transparente en la ventana oscurecida. No había hablado tanto de sí mismo desde que estuviera en manos de Alicia Aguado, más de cuatro años atrás. De hecho, desde entonces no había tenido otro amigo íntimo aparte de Yacoub. No suponía exactamente un alivio hablar de eso con unos desconocidos, pero había provocado un poderoso resurgir de sus sentimientos por Consuelo. Incluso se vio, en el reflejo de la ventana, acariciando de manera inconsciente el brazo que le había rozado el día anterior. Negó con la cabeza y abrió otra botella de litro de cerveza.

– Está sonriendo, Javier -dijo Juan cuando Falcón regresó-. Después del desastre de hoy, estoy impresionado.

– Estoy solo, pero no deprimido -dijo Falcón.

– Lo cual tampoco está mal para un detective de homicidios de mediana edad -dijo Pablo.

– Para mí ser un detective de homicidios no supone ningún problema -dijo Falcón-. No hay muchos asesinatos en Sevilla, y los resuelvo casi todos, de modo que mi trabajo en la brigada de homicidios me proporciona la ilusión de que los problemas tienen solución. Y ya sabe que un estado de ilusión ayuda a tener una sensación de bienestar. Si intentara resolver algo como el calentamiento global o la disminución de peces en los océanos, probablemente mi estado mental sería mucho peor.

¿Y qué me dice del terrorismo global? -preguntó Pablo-. ¿Cree que puede hacer frente a eso?

– Ese no es mi trabajo -dijo Falcón-. Yo investigo el asesinato de gente por terroristas. Entiendo que puede ser complicado. Pero al menos tenemos la oportunidad de resolverlo, y las tragedias hacen aflorar lo mejor de casi todo el mundo. No me gustaría hacer su trabajo, que es prever y prevenir atentados terroristas. Si tienen éxito, son héroes anónimos. Si fracasan, han de vivir con la muerte de inocentes, el azote de los medios de comunicación y la admonición de políticos acomodados. Así que si pretenden ofrecerme trabajo… no, gracias.

– No se trata de un trabajo exactamente -dijo Juan-. Queremos saber si estaría dispuesto a proporcionar una o dos piezas al rompecabezas de inteligencia.

– Ya le he dicho que la época en que hubiera podido ser un buen espía ha pasado.

– En primer lugar, le pediríamos que reclutara a alguien.

– ¿Quieren que reclute a Yacoub Diouri como fuente de información? -preguntó Falcón.

Los hombres del CNI asintieron, bebieron cerveza y encendieron un cigarrillo.

– En primer lugar -dijo Falcón-, no me imagino qué diría Yacoub, y en segundo, ¿por qué yo? Seguramente tienen reclutadores expertos que hacen este trabajo.

– No se trata de lo que él pueda contarnos ahora -dijo Pablo-, sino de lo que pueda contarnos si realiza cierto movimiento. Y tiene razón, tenemos gente experta, pero ninguno de ellos tienen con él una relación tan especial como la suya.

– Pero mi «relación especial» se basa en la amistad, en la intimidad y en la confianza, ¿y qué pasará si un día le digo: «Yacoub, ¿quieres espiar para los españoles?»-No sería sólo para los españoles -dijo Gregorio-. Sería para la humanidad en general.

– Oh, ¿de verdad, Gregorio? -dijo Falcón-. Me acordaré de decírselo cuando le pida que traicione a su familia y a sus amigos y le dé información de su complicada vida a alguien a quien sólo conoce desde hace cuatro años.

– No pretendemos que sea fácil -dijo Juan-. Y tampoco vamos a negar el valor de un contacto como ese, ni las implicaciones morales de lo que le pedimos.

– Gracias, eso me tranquiliza mucho, Juan -dijo Falcón-. Antes ha dicho «en primer lugar»… ¿significa eso que hay algo más? Si es así, será mejor que me lo cuente. Quizá pueda intentar digerirlo con el primer hueso que acaba de arrojarme.

Los del CNI se miraron entre sí y se encogieron de hombros.

– Nos acaban de poner al corriente -dijo Juan- de que van a permitir que la unidad antiterrorista del CGI de Sevilla participe en la investigación. Creemos que tienen un topo que filtra información y queremos saber quién es y a quién se la pasa. Usted trabajará codo con codo con ellos. Sus informes podrían ser muy valiosos.

– No sé qué le hace pensar que yo puedo hacer este trabajo.

– Ha sacado muy buena puntuación en esta entrevista -comentó Pablo.

– ¿Cuál ha sido mi puntuación en convicción moral?

Los hombres del CNI se rieron al unísono. No porque lo encontraran divertido, era sólo el alivio de haber acabado con la parte desagradable del asunto.

– ¿Y qué voy a sacar yo de todo esto? -preguntó Falcón.

– Más dinero, si eso es lo que quiere -dijo Juan, perplejo.

– No estaba pensando tanto en euros como en el grado de confianza -dijo Falcón.

– ¿A qué se refiere?

– A que me cuente cosas -dijo Falcón-. No estoy diciendo ni sí ni no, entiéndame, pero a lo mejor podría contarme por qué es tan importante ese ejemplar anotado del Corán que encontramos en la Peugeot Partner…

– En estos momentos eso no es posible -dijo Pablo.

– Estamos empezando a creer que lo que hemos encontrado en Sevilla -dijo Juan, haciendo caso omiso de su subordinado- es la punta del iceberg de un plan terrorista más amplio.

– ¿Más que la liberación de Andalucía? -preguntó Falcón.

– Pensamos que es una señal de que algo ha ido mal en un plan del que sabemos muy poco -dijo Juan-. Creemos que ese ejemplar del Corán es un libro de claves de la red terrorista.


Загрузка...