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Sevilla. Jueves, 8 de junio de 2006, 18:30 horas


La Taberna Coloniales se hallaba al final de la plaza Cristo de Burgos. Y desde luego había algo colonial en sus ventanas de color verde, la larga barra de madera y el suelo de piedra. Era un local conocido por la excelencia de sus tapas, y muy popular por su interior tradicional y porque tenía mesas fuera, en la plaza.

Era el local de Ángel y Manuela. Falcón no quería que el hocico de periodista de Ángel se acercara a la labor que estaba haciendo la policía cerca del edificio destruido, y tampoco quería tener que comentar asuntos delicados dentro del cilindro de cristal de las oficinas del ABC en la Isla de la Cartuja. Y lo más importante, necesitaba que se vieran cerca de la casa de Ángel, para que a él no le resultara incómodo darle a Falcón lo que quería. Por eso ahora estaba sentado en la terraza de la Taberna Coloniales, bajo una sombrilla, bebiendo una cerveza y mordiendo la pulpa fría de una gruesa aceituna verde, esperando a que apareciera Ángel.

Contestó una llamada de Pablo.

– Los estadounidenses me han enviado las muestras de escritura de Jack Hansen que pidió: en árabe y en inglés.

– Yo lo veo más como a Tateb Hassani que como a Jack Hansen -dijo Falcón.

– ¿Qué quiere que haga con las muestras?

– Pida a sus expertos en caligrafía que comparen la letra de Tateb Hassani y la de las notas que acompañaban a los planos encontrados en la caja ignífuga de la mezquita. Y compare la letra en inglés con las notas manuscritas de los ejemplares del Corán encontrados en la Peugeot Partner y en el piso de Miguel Botín.

– ¿Cree que era uno de ellos? -preguntó Pablo-. No lo pillo.

– Primero comparemos y luego deduzcamos -dijo Falcón-. Y por cierto, la lista de llamadas del móvil del imán: necesitamos echarle un vistazo. Uno de los números a los que llamó el domingo por la mañana es el del electricista.

– He hablado de eso con Juan -dijo Pablo-. Gregorio ha comprobado todos los números a los que llamó el imán el domingo por la mañana. La única que no pudo explicar se hizo a un teléfono que está a nombre de una mujer de setenta y cuatro años que vive en Sevilla Este, y que desde luego nunca ha sido electricista.

– Me gustaría poder ver ese registro de llamadas -dijo Falcón.

– Es otra cosa de la que podría hablar con su viejo amigo Flowers -dijo Pablo, y colgó.

Falcón dio un trago a su cerveza y se dijo que debía mantener la calma, y que esa estrategia era la adecuada. Había apartado a Serrano y Baena de su tarea de recorrer las obras cercanas en busca de los electricistas, y los había mandado a ayudar a Ferrera a localizar los setos cuyos recortes habían tirado a la basura con el cadáver. Ramírez y Pérez tenían fotografías de Tateb Hassani y recorrían las calles de los alrededores de la plaza de la Alfalfa intentando encontrar a alguien que lo reconociera. Lo que significaba que ningún miembro de la brigada de homicidios trabajaba en nada directamente relacionado con el atentado de Sevilla. Por el momento Elvira no le preocupaba. El comisario estaba muy ocupado con sus problemas de relaciones públicas como para preocuparse del riesgo que estaba corriendo Falcón.

– Para un hombre que dirige la investigación criminal más importante de la historia de Sevilla -dijo Ángel, sentándose y pidiendo una cerveza-, se te ve bastante relajado, Javier.

– Tenemos que mostrar una fachada de serenidad ante una población nerviosa que necesita creer que todo está controlado -dijo Falcón.

– ¿Significa eso que no todo está controlado? -preguntó Ángel.

– El comisario Elvira está haciendo un buen trabajo.

– Es posible, desde el punto de vista de un policía -dijo Ángel-. Pero no sabe conseguir que la opinión pública confíe en su capacidad.

Como relaciones públicas es un desastre, Javier. En qué estaba pensando cuando le pidió a ese pobre desgraciado… el juez…

– Sergio del Rey.

– Sí, ese -dijo Ángel-. Lo lleva a la televisión nacional cuando el pobre tipo apenas ha tenido tiempo de leer los expedientes, por no hablar de entender el aspecto emocional del caso. El comisario ya debería saber en este momento que a la televisión no le interesa la verdad. ¿O es de esos que ve los reality shows y piensa que eso es la realidad?

– No seas tan duro con él, Ángel. Tiene muchas buenas cualidades que da la casualidad que no encajan en esta era televisiva.

– Bueno, por desgracia, es la época en la que estamos ahora -dijo Ángel-. Calderón, ese sí encajaba. Le daba a la televisión lo que esta exige: drama, humor, emoción y una superficie brillante. Ha supuesto una gran pérdida para vosotros.

– Tú lo has dicho: «una superficie brillante». Por debajo era bastante más opaca.

– ¿Y en qué situación crees que os ha dejado eso ahora? -dijo Ángel-. ¿Recuerdas los atentados de Londres? ¿Cuál fue la historia que se repitió una y otra vez en los días posteriores a los atentados? ¿La historia que mantuvo el tono emocional y concentró los sentimientos? No fueron las víctimas. Ni los terroristas. Tampoco las bombas ni sus consecuencias. Eso fue una parte, pero la gran historia fue que unos policías de paisano mataran por error a un brasileño, Jean Charles de Menezes.

– ¿Y cuál es nuestra gran historia?

– Ese es vuestro problema. Es la detención, bajo sospecha de haber asesinado a su mujer, del juez de instrucción de toda la investigación. ¿Has visto lo que dicen por la tele de Calderón? Escucha…

Las mesas que los rodeaban estaban llenas, y delante de las puertas abiertas del bar se había reunido mucha gente. Todos hablaban de Esteban Calderón. ¿Lo había hecho? ¿No lo había hecho?

– No se habla de vuestra investigación -dijo Ángel-. Ni de las células terroristas que podrían estar activas en este momento. Ni de la niña que sobrevivió al hundimiento del edificio. Sólo se habla de Esteban Calderón. Dile eso al comisario Elvira.

– Tengo que decirte, Ángel, que para ser un hombre que ama Sevilla más que casi ninguna otra persona que conozca, se te ve… eufórico.

– Es terrible, ¿verdad? Lo estoy. No me había sentido tan lleno de energía en años. Manuela está furiosa. Creo que le gustaba más cuando me moría de aburrimiento.

– ¿Cómo está?

– Deprimida -dijo Ángel-. Cree que tendrá que vender la casa del Puerto de Santa María. De hecho ya la está vendiendo. Se ha acobardado. Está obsesionada con la idea de la «liberación» islámica de Andalucía. Ahora vende la mina de oro para salvar las minas de cobre y de estaño.

– No hay manera de razonar con ella cuando se pone así -dijo Falcón-. ¿Por qué estás tan eufórico, Ángel?

– Si últimamente no has estado viendo las noticias probablemente no sepas que mi pequeño hobby me va bastante bien.

– ¿Te refieres a Fuerza Andalucía? -dijo Falcón-. Hace unas horas vi por la tele a Jesús Alarcón con Fernando Alanis.

– ¿Lo viste entero? Fue sensacional. Después de ese programa las encuestas le dan a Fuerza Andalucía un catorce por ciento. Totalmente inexacto, lo sé. Todo es una reacción emocional, pero es un diez por ciento más de lo que siempre nos daban, y la izquierda se mantiene a trancas y barrancas.

– ¿Cuándo conociste a Jesús Alarcón? -preguntó Falcón con auténtica curiosidad.

– Hace años -dijo Ángel-, y no le presté mucha atención. Era uno de esos banqueros aburridos, y me quedé de una pieza cuando me dijo que quería meterse en política. Pensé que nadie le votaría. No era más que un tipo estirado con traje. Y como sabes, hoy en día lo que cuenta no son tus ideas políticas ni lo mucho que entiendes la política regional, sino la impresión que causas. Pero he llegado a conocerle mejor desde que vino a vivir aquí, y te digo una cosa, esta relación que ha trabado con Fernando Alanis… es oro puro. Como relaciones públicas, es algo con lo que siempre sueñas.

– ¿Cuándo le conociste? ¿Cuando trabajabas de relaciones públicas?

– Cuando dejé la política trabajé de relaciones públicas para el Banco Omni.

– Ese debió de ser un buen trabajo -dijo Falcón.

– Los católicos siempre hacemos piña -dijo Ángel, guiñándole un ojo-. De hecho, el director ejecutivo y yo somos viejos amigos. Fuimos a la escuela, a la universidad y a la mili juntos. Cuando acabé con esos soplapollas del Partido Popular, él sabía que yo no sería capaz de «jubilarme» tan pronto, de modo que me contrató para un trabajo y una cosa llevó a la otra. Eran los banqueros de un grupo que estaba en Barcelona y, como relaciones públicas, preparé la celebración de su cuarenta aniversario; luego había un grupo de seguros en Madrid, una empresa inmobiliaria en la Costa del Sol. Me hubieran dado trabajo si hubiera querido. Pero ya sabes, Javier, hacer de relaciones públicas de una empresa es algo tan… pequeño. Haciendo esa mierda no vas a cambiar el mundo.

– Tampoco lo cambias con la política.

– Si quieres que te diga la verdad, el PP no era diferente. Era como trabajar para una gran empresa: evita riesgos, sigue la línea del partido, que nada se desvíe del guión, no hay manera de abrirse a nuevos horizontes ni de cambiar la manera de pensar y vivir de la gente.

– ¿Y quién quiere cambiar? -dijo Falcón-. Casi todo el mundo odia tanto los cambios que tiene que haber guerras o revoluciones para que ocurran.

– Pero míranos ahora, Javier, hablando así en un bar -dijo Ángel-. ¿Por qué? Porque estamos en crisis. Nuestro modo de vida está amenazado.

– Tú mismo lo has dicho, Ángel. Casi nadie es capaz de afrontarlo, así pues, ¿de qué hablan?

– Tienes razón. Es Esteban Calderón el que está en boca de todos -dijo Ángel-. Pero al menos no se trata de un asunto trivial. Es una tragedia. Es el orgullo desmedido derribando al gran hombre.

– Entonces, ¿qué le dirías al comisario Elvira que haga ahora? -preguntó Falcón.

– ¡Aja! ¿Así que por eso querías verme? -dijo Ángel, con una sonrisa de complicidad-. Me has traído hasta aquí para que aconseje gratis a tu jefe.

– Quiero la visión del relaciones públicas.

– Tenéis que concentraros, y tenéis que concentraros en las certezas. Debido a la naturaleza del atentado, os ha sido difícil, pero ahora que habéis entrado en la mezquita ha llegado la hora de que contéis algo más y seáis concretos. Las evacuaciones de las escuelas y la facultad, ¿a qué han venido? La gente necesita algo a lo que hincarle el diente; la incertidumbre crea rumores, y eso no sirve para sofocar el pánico. El error del juez Del Rey fue que no le había tomado el pulso a la ciudad, de modo que cuando comenzó a propagar más incertidumbres…

– Fue la pregunta del entrevistador lo que propagó la incertidumbre -dijo Falcón.

– No fue eso lo que vieron los espectadores.

– Sólo después Del Rey se enteró de que alguien había filtrado el contenido del texto en árabe.

– Del Rey nunca debería haber presentado la verdad de la situación: que sigue sin estar nada claro lo que ocurrió en la mezquita. Debería haber sacado provecho de las certezas. Si resulta que al final la verdad es otra, entonces simplemente cambiáis la historia. La investigación perdió mucha credibilidad cuando detuvieron a vuestro portavoz por asesinato. La única posibilidad de recuperar la credibilidad consiste en confirmar las sospechas de la opinión pública. El entrevistador sabía que la opinión pública no estaría de humor para oír que en esta trama terrorista podía haber elementos autóctonos.

– A Elvira le cuesta decidir qué verdad utilizar en cada momento para que la investigación se centre en averiguar qué pasó realmente -dijo Falcón.

– La política es un gran entrenamiento para eso -dijo Ángel.

– ¿Así que crees que Jesús Alarcón tiene lo que se necesita?

– Ha empezado bien, pero es muy pronto para decirlo -dijo Ángel-. Lo importante es lo que pase en los próximos seis o siete meses. En este momento está sobre la gran ola de la emoción popular, pero incluso las olas más grandes acaban rompiendo en la orilla.

– Si no le va bien siempre puede volver al Banco Omni.

– No le querrían -dijo Ángel-. Nadie deja el Banco Omni así como así. Una vez te dan trabajo, te otorgan su confianza. Si te marchas dejas de ser uno de ellos, y ya nunca más vuelves a serlo.

– Así que Jesús ha jugado fuerte.

– Tampoco es eso. Cuenta con un buen respaldo de mi amigo, que lo tiene en muy alta consideración. Si todo esto acabara en nada ya le encontraría otra cosa.

– ¿Conozco a ese misterioso amigo tuyo?

– ¿Lucrecio Arenas? No lo sé. Manuela lo conoce. Ahora que está jubilado ya no es tan misterioso.

– ¿Quieres decir que antes lo era?

– El Banco Omni es un banco privado. Se encarga de una parte sustanciosa de las finanzas de la Iglesia Católica. Es una organización muy discreta. Nunca verás ninguna foto de los ejecutivos del Banco Omni. Yo les hice un trabajo concreto de relaciones públicas, pero sólo porque conocía a Lucrecio. No averigüé nada de la organización, aparte de lo que necesitaba saber para llevar a cabo mi tarea. ¿Por qué estamos hablando del Banco Omni?

– Porque Jesús Alarcón es el hombre del momento -dijo Falcón-. Después de Esteban Calderón.

– Ah sí. Todavía no me has dicho por qué querías verme -dijo Ángel.

– Te estoy sondeando -dijo Falcón, encogiéndose de hombros-. Le hablé a Elvira de nuestra conversación de esta mañana, cuando te ofreciste a ayudarnos, pero se mostró cauto. Quiero volver a hablar con él y hacer que se sienta más tranquilo al utilizar tu talento. Necesita un empujoncito, eso es todo.

– Estoy dispuesto a ayudar en un momento de crisis -dijo Ángel-. Pero no busco un empleo permanente.

– El problema de Elvira es que te considera un periodista, y por tanto un enemigo -dijo Falcón-. Si puedo hablarle de tu actividad como relaciones públicas y de la clase de gente a la que has representado, eso le dará una perspectiva distinta.

– Te aconsejaré, pero no quiero trabajar para vosotros -dijo Ángel-. Alguien podría considerar que existe un conflicto de intereses.

– Sólo dime nombres de otras empresas para las que has trabajado -dijo Falcón-. ¿A quién representabas en su cuarenta aniversario?

– A Horizonte. La empresa inmobiliaria se llamaba Mejorvista, y el grupo de seguros Vigilancia -dijo Ángel-. No me promociones demasiado, Javier. Tengo suficiente con guiar a Fuerza Andalucía por el laberinto de los medios de comunicación.

– Lo que pasa es que el concepto de relaciones públicas es difícil de vender. Los recortes de prensa de otros no significan nada. Si pudiera mostrarle a Elvira con quién has trabajado, eso podría servir de ayuda. ¿Tienes fotos de la gente de Horizonte, o del Banco Omni, o algo de las celebraciones del cuarenta aniversario de Horizonte? Ya sabes, fotos de Ángel Zarrías con altos ejecutivos. A Elvira le gustan las cosas tangibles.

– Claro, Javier, lo que quieras. Pero tampoco me pongas demasiado por las nubes.

– Estamos en crisis -dijo Falcón-. Nuestros dos jueces de instrucción han quedado desacreditados. Tenemos que reconstruir nuestra imagen antes de que sea demasiado tarde. Elvira es un buen policía, y no quiero ver cómo fracasa tan sólo porque no sabe cómo manejarse con los medios de comunicación.

Subieron al apartamento. Manuela no estaba. Era un piso enorme, de cuatro habitaciones, de las que utilizaban dos como despacho. Ángel se acercó a una pared de su estudio y le enseñó una foto que había colgada.

– Esta es la que buscas -dijo, dando unos golpecitos a una foto enmarcada que estaba en medio de la pared-. Es una de las pocas fotos que hay de todos los ejecutivos de Horizonte y Banco Omni juntos. La hicieron en la celebración del cuarenta aniversario. Tengo otra copia en alguna parte.

Ángel se sentó a su escritorio, abrió un cajón y sacó un montón de fotos. Falcón buscó en la foto a alguien que se pareciera al retrato robot de la policía del anciano que habían visto en compañía de Ricardo Gamero.

– ¿Cuál de estos es Lucrecio Arenas? -preguntó Falcón-. No reconozco a nadie. Si le hubiera conocido, ¿dónde habría sido?

– Tiene una casa en Sevilla, aunque sólo vive aquí seis meses al año -dijo Ángel-. Su mujer no soporta el calor, de modo que se van a una villa palaciega que les construyó Mejorvista, cerca de Marbella. ¿Recuerdas aquella gran cena que di en el Restaurante La Judería en octubre pasado? Él asistió.

– Yo estaba dando clases en un curso de la academia de policía.

Ángel le entregó la foto y señaló a Lucrecio Arenas, que estaba en el centro, mientras que Ángel quedaba muy en la periferia de las dos hileras de ejecutivos. Arenas era de la misma edad que el hombre del retrato robot de la policía, pero no se podía decir de manera concluyente que fueran el mismo.

– Gracias por la foto -dijo Falcón.

– No la pierdas -dijo Ángel, que la metió en un sobre.

– Y esa foto que tienes con el Rey -dijo Falcón-. ¿Tienes alguna copia?

Los dos se echaron a reír.

– El Rey no necesita que le haga de relaciones públicas -dijo Ángel-. Tiene un talento innato.


– ¿Estás llegando a algo, José Luis? -preguntó Falcón.

– No me lo puedo creer, pero no hemos encontrado nada -dijo Ramírez-. Si Tateb Hassani se alojaba en casa de alguien que vivía en esta zona, no salía a tomar un café, ni a tomar una tapa, ni una cerveza, ni a comprar el pan, ni al supermercado ni a comprar un periódico: nada. Nadie lo ha visto, y tiene una cara que no se olvida.

– ¿Alguna noticia de Cristina y Emilio?

– Han estado en casi todas las casas grandes de la zona y no hay setos de boj. Todos tienen patios interiores en lugar de jardines. Está el Convento de San Leandro y la Casa Pilatos, pero eso no nos es de mucha ayuda.

– Quiero que vayáis a echarle un vistazo a otra casa -dijo Falcón-. No tengo la dirección, pero pertenece a un tal Lucrecio Arenas. Y he hablado con el CNI sobre las llamadas del imán. Ya han comprobado el número del electricista y no han averiguado nada.

– ¿Podemos echar un vistazo a esos números?

– Han pasado a ser documentos confidenciales -dijo Falcón, y colgó.

Falcón iba de camino a casa del guardia de seguridad del Museo Arqueológico, que había acabado su turno en el museo y se había ido a casa. Había un largo camino hasta su piso, en el noreste de la ciudad. Recibió una llamada de Pablo.

– Esto le va a gustar -dijo el hombre del CNI-. Nuestro experto en caligrafía dice que la letra en árabe es la misma que la de las notas que acompañaban a los planos arquitectónicos de las escuelas y la facultad. La letra en inglés de Tateb Hassani también coincide con las de los ejemplares anotados del Corán. ¿Qué significa eso, Javier?

– No estoy del todo seguro de que tenga una gran importancia -dijo Falcón-, pero puede decirles a sus hombres que dejen de buscarla clave para descifrar las notas de los ejemplares del Corán, porque no hay ninguna. Creo que los colocaron en la Peugeot Partner y en el piso de Miguel Botín sólo para confundirnos.

– ¿Y eso es todo lo que me puede decir de momento?

– Le veré luego en mi casa -dijo Falcón-. Espero que por entonces todo esté más claro.

El ascensor de la finca del guardia de seguridad no funcionaba, y vivía en un sexto piso. Falcón sudaba cuando apretó el timbre. El guardia mandó a su mujer y a sus hijos a los dormitorios y Falcón colocó las fotos encima de la mesa del comedor. El corazón le latía muy deprisa, con la esperanza de que el guardia identificara a Lucrecio Arenas.

– ¿Ve al anciano de esa foto?

Había dos hileras de hombres, unos treinta en total. El guardia de seguridad ya había hecho eso antes. Cogió dos trozos de papel y aisló cada cara del resto de la foto. Las miró durante un buen rato. Comenzó por la izquierda y fue una por una. Las estudió concienzudamente. Falcón no podía soportar la tensión y se acercó a la ventana. El guardia tardó unos minutos. Sabía que si el inspector jefe se había tomado la molestia de hacer un camino tan largo para ir hasta su casa debía de ser importante.

– Es él -dijo el guardia-. Estoy absolutamente seguro.

El corazón de Falcón parecía una locomotora cuando bajó la mirada. Pero el guardia no señalaba a Lucrecio Arenas en el centro de la foto. Su dedo daba golpecitos a la cara que estaba en el extremo derecho de la segunda hilera, y esa cara era la de Ángel Zarrías.


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