Sevilla. Miércoles, 7 de junio de 2006, 04:05 horas
Manuela estaba sola en la cama, procurando no hacer caso del tecleo de Ángel en su portátil, que le llegaba desde otra habitación. Parpadeó en la oscuridad, procurando no contemplar un hecho espantoso: la venta de su chalet en el Puerto de Santa María, a una hora en coche de Sevilla, en la costa del sur. El chalet se lo había dejado su padre, y todas las habitaciones estaban abarrotadas de nostalgia adolescente. El hecho de que a Francisco Falcón no le gustara mucho el lugar y detestara a todos sus vecinos, la así llamada alta sociedad sevillana, se había borrado de la mente de Manuela. Se imaginaba a su padre retorciéndose en la tumba ante la perspectiva de esa venta. No obstante, era la única manera de enderezar su situación financiera. Los bancos ya la habían llamado antes de la hora de cierre para preguntarle dónde estaban los fondos prometidos. Era la única solución que se le había ocurrido a las cuatro de la mañana, la hora de la muerte y de las deudas. El agente inmobiliario le había explicado lo obvio: el mercado inmobiliario sevillano se estancaría hasta nuevo aviso. Tenía cuatro compradores posibles para el chalet, que constantemente le recordaban sus ganas de comprarlo. Pero, ¿sería capaz de desprenderse de él?
Ángel la había estado llamando todo el día, procurado contener el entusiasmo de su voz. En su conversación surgía siempre la retirada de Rivero y la nueva esperanza de Fuerza Andalucía, Jesús Alarcón, al que había guiado todo el día de aquí para allá después de que lo entrevistara para el perfil de ABC. La manipulación de los medios de comunicación por parte de Ángel había sido brillante. Había mantenido a Jesús alejado de las cámaras cuando visitó el hospital, y le había llevado a hablar en privado con las víctimas y sus familias. Pero su gran jugada había sido llevarlo hasta Fernando Alanis en la unidad de cuidados intensivos. Jesús y Fernando habían hablado. Sin cámaras. Ni periodistas. Y se habían caído bien. No podía haber ido mejor. Luego, cuando el alcalde y un equipo de televisión llegaron a la zona de cuidados intensivos, Fernando había mencionado a Jesús Alarcón, delante de la cámara, como el único político que no había pretendido aprovecharse del dolor de las víctimas delante de los medios de comunicación. Había sido pura chiripa, pero un golpe maestro para la campaña de Ángel. El alcalde apenas había logrado mantener la sonrisa nerviosa que quería mostrar públicamente.
Consuelo no podía reprimirse. ¿Por qué iba a hacerlo? No podía dormir. ¿Qué mejor manera de recordar lo que era un sueño libre de preocupaciones que contemplar a unos expertos: las caras serenas de los inocentes, los párpados temblando, su suave respiración, aquel sueño profundo? Ricardo era el primero, el chaval de catorce años que había llegado ya a la edad del pavo, cuando la cara se les estira en extrañas direcciones, intentando encontrar su molde adulto. No era una edad especialmente pacífica: el cuerpo bullía de hormonas y en su mente el deseo sexual se enfrentaba a la afición al fútbol. Matías tenía doce años y parecía crecer más deprisa que su hermano mayor; es más fácil seguir los pasos de otro que abrirte camino solo, como había tenido que hacer Ricardo al no tener un padre que lo guiara.
De todos modos, Consuelo sabía adónde llevaba todo eso. Ricardo y Matías se sabían cuidar solos. Era Darío, el más pequeño, de ocho años, el que más atraía su atención. Adoraba su carita, su pelo rubio, sus ojos color ámbar, su boquita perfecta. Era en su habitación donde se sentaba en el suelo, a medio metro de la cama, mirando sus rasgos serenos, y se dejaba arrastrar al estado de zozobra que anhelaba. Comenzaba en la boca, con los labios que habían besado su cabecita. Lo hacía bajar por la garganta y sentía la punzada en los pechos. Se alojaba en el estómago, por encima del diafragma, un dolor que se transmitía desde las vísceras hasta la cosquilleante superficie de la piel. Se burló de las preguntas de Alicia Aguado. ¿Qué había de malo en un amor como ese?
Fernando Alanis estaba sentado en la unidad de cuidados intensivos del Hospital de la Macarena. Contemplaba los signos vitales de su hija en los monitores. Los números grises y las líneas verdes le decían cosas buenas, que era capaz de iluminar una máquina, si no la cara de su padre. Su mente se había hecho pedazos y derrumbado como un borracho en un callejón lleno de contenedores. En un momento estaba boquiabierto ante la catastrófica destrucción del bloque de pisos, y al siguiente se desmoronaba al contemplar los cuatro cadáveres de la guardería. Aún no se podía creer todo lo que había perdido. ¿Se trataba de un mecanismo de la mente que dejaba en suspenso las cosas demasiado insoportables de comprender, hasta convertirlas casi en una pesadilla apenas recordada? Algunas personas que habían sobrevivido a terribles caídas desde un andamio le habían dicho que la velocidad a que te precipitabas hacia el suelo no era tan aterradora.
El horror ocurría al despertarte. Y con ese horror se acercaba aterrado a la cara magullada y golpeada de su hija, su boca ovalada y flácida contra aquellos tubos de plástico claro que formaban una especie de concertina. En su interior lo notaba todo demasiado grande. La colosal inflamación del odio y la desesperación le aplastaba los órganos, sin otro propósito que sentirse lo más molestos posibles. Recordó la época en que su familia y el edificio estaban intactos, pero pensar en el tercer hijo que le habría gustado tener hizo que algo se rompiera en su interior. No soportaba evocar una situación que ya nunca volvería a existir, no soportaba la idea de no volver a ver a Gloria y a Pedro, no podía afrontar lo definitivo de la palabra «nunca».
Se concentró en el latido del corazón de su hija. La línea que daba saltitos. Bi-dum, bi-dum. Los sutiles brincos de la luz verde sobre la negrura terminal del monitor le hicieron volver a incorporarse. Todo era demasiado frágil. Cualquier cosa podía ocurrir en la vida… y había ocurrido. Quizá la respuesta era retirarse hacia la nada. No sentir nada. Pero eso tenía también un terror propio. La monstruosa negatividad del agujero negro en el espacio, absorbiendo toda luz. Inhaló. El aire le expandió el pecho. Espiró. La pared de su estómago se relajó. Por el momento, eso era todo lo que podía hacer.
Inés yacía donde había caído. No se había movido desde que él se fuera. Su cuerpo era un miasma de dolor por la paliza. La náusea se le agolpaba en el estómago. Esteban le había pegado sorteando las manos de ella, que no paraban de agitarse; un dedo se le había doblado hacia atrás. En plena escalada de su furia, Esteban se había quitado el cinturón y la había azotado, y la hebilla se le había clavado en las nalgas y los muslos. A cada golpe, él le repetía entre los dientes apretados: «Nunca… vuelvas… a… hablarle… así… a… mi… amiga. ¿Me has oído? Nunca… más». Inés rodó a un rincón del cuarto para escapar de él. Él se acercó a ella, respirando con pesadez, de manera muy parecida a cuando estaba sexualmente excitado. Sus ojos se encontraron. Él la señaló con el dedo como si fuera a dispararle. Ella no entendió lo que dijo. Se había empapado del odio que destilaban sus ojos en blanco de basilisco, los labios incoloros y el cuello rojo e hinchado.
En cuanto él salió del apartamento ella comenzó a reconstruir su ilusión. Su cólera era comprensible. La puta le había susurrado barbaridades y le había puesto en su contra. Así eran esas cosas. Él sólo quería a la puta para follar, pero ella deseaba algo más. Quería estar en la piel de su mujer, en el lado que ocupaba su mujer en la cama, pero ella era sólo la puta, y tenía que hacer sus jueguecitos. Inés odiaba a la puta. Recordó unas palabras de una antigua conversación con Javier: «Cuando asesinan a una persona, el autor suele ser alguien que conoce, pues sólo alguien que conoces es capaz de despertar las emociones apasionadas que conducen a una violencia incontrolable». Inés conocía a Esteban. Dios mío, cómo conocía a Esteban. Había visto cómo le colocaban la corona de laurel y cómo se encogía de miedo como el bellaco del pueblo. Por eso ella despertaba en él tantas emociones. Sólo ella. El viejo tópico es cierto. Sólo se puede odiar a quien se amó. Él volvería a amarla en cuanto la zorra negra dejara de llenarle la cabeza.
Inés se puso a cuatro patas. El dolor le hizo soltar un grito ahogado. La sangre le caía de la boca. Debía de haberse mordido la lengua. Trepó a la cama para levantarse. Se bajó la cremallera del vestido y lo dejó caer. Desabrocharse el sujetador fue una tortura, y agacharse para quitarse las bragas casi hizo que se desmayara. Se quedó de pie delante del espejo. Tenía un enorme moratón en el torso, donde le había dado la patada por la mañana. Le dolía el pecho hasta la columna vertebral. Un zigzag de verdugones le recorría las nalgas y los muslos, y tenía pinchazos allí donde había impactado la correa. Se llevó un dedo a una de esas señales y apretó. El dolor fue exquisito. Esteban, en ese momento apasionado, le había dedicado realmente toda su atención.
Javier estaba echado en la oscuridad, con las imágenes de las últimas noticias aún en su mente: el edificio demolido bajo el resplandor quirúrgico de los focos; los escaparates rotos de algunas tiendas de productos marroquíes; los bomberos apagando un piso en llamas al que unos jóvenes había arrojado un cóctel Molotov; un muchacho marroquí con la cara hinchada, llena de cortes y moratones, al que unos neonazis habían apaleado con palos y cadenas, un carnicero que vendía carne halal en cuya puerta metálica habían estrellado un coche. Falcón apartó aquellas imágenes de su mente hasta que sólo quedó un último residuo de terror: la profunda incertidumbre.
Procuró pensar en el periodo anterior al atentado, buscando una pista entre las extraordinarias emociones que pudiera hacerle comprender lo que estaba pasando. Su mente le engañaba. La incertidumbre había surtido su efecto. Los seres humanos siempre creen que todo acontecimiento ha sido anunciado de alguna manera. Es algo imprescindible para encontrarle un sentido. El ser humano no puede soportar demasiado caos.
Tuvo la impresión de que la impenetrable oscuridad se apartaba de él, como el universo que se expande infinitamente. Apareció una nueva certeza, la que lanzaba todas las antiguas ficciones con las que hemos estructurado nuestras vidas por el agujero negro de la comprensión humana. Hemos de ser más fuertes ahora que la ciencia nos ha dicho que el tiempo no es fiable, y que incluso la luz se comporta de otra manera si le das la espalda. Era una terrible ironía que, justo en el momento en que la ciencia ensanchaba los límites de nuestra comprensión, la religión, la ficción humana más grandiosa y antigua, se atrincherara para la lucha. ¿Era porque la religión temía acabar en el basurero de la vida europea moderna que se defendía con uñas y dientes? Falcón cerró los ojos y se concentró en relajar cada parte de su cuerpo hasta que, por fin, se fue alejando de las preguntas sin repuesta y se sumió en un sueño profundo. Era un hombre que había tomado una decisión, y un coche llegaría a primera hora para llevarlo al aeropuerto.
El coche, un Mercedes negro de ventanas opacas, apareció a las seis. Pablo iba sentado en la parte de atrás con un traje oscuro y una camisa abierta.
– ¿Cómo fue su charla con Yacoub de ayer por la noche? -preguntó Pablo mientras el coche se alejaba.
– Dado que ayer estalló una bomba en Sevilla, sabe que no se trata de una visita de cortesía.
– ¿Qué dijo?
– Estaba contento de que nos viéramos, pero sabe que hay algo más.
– Va a tener talento para esto.
– No sé si se lo tomaría como un cumplido.
– Debido a su investigación -dijo Pablo-, el factor tiempo es muy importante, así que lo hemos arreglado para que un jet privado nos lleve a Casablanca. El vuelo durará menos de una hora y media, siempre y cuando no haya problemas en el espacio aéreo. Viaja usted en condición de diplomático, de modo que pasará las formalidades rápidamente, y dos horas después de despegar estará en la carretera de Rabat. Imagino que irá a ver a Yacoub a su casa.
– Soy su amigo, no uno de sus socios -dijo Falcón-. Aunque puede que deje de serlo después de este encuentro.
– Estoy seguro de que Mark Flowers le ha dado buenos consejos.
– ¿Cuánto hace que sabe lo de Mark? -preguntó Falcón, sonriendo.
– Desde la primera vez que lo burló, en julio de 2002, y él lo convirtió en una de sus fuentes -dijo Pablo-. Mark no nos preocupa. Es un amigo. Después del 11-S los estadounidenses dijeron que iban a poner a alguien en Andalucía y pedimos a Mark. Juan le conoce desde que estuvieron en Túnez juntos, vigilando a Gaddafi. ¿Le dio Mark alguna idea acerca de cómo acercarse a Yacoub Diouri?
– Estoy seguro de que intentó reclutarlo y fue rechazado -dijo Falcón-. Dijo que a Yacoub no le gustaban los norteamericanos.
– Eso debería facilitar su tarea, ya está acostumbrado a que se le acerquen.
– No creo que Yacoub Diouri sea alguien a quien te «acercas». Es la clase de persona que te ve venir de lejos. Hablaremos, como hacemos siempre, un poco de todo. La cosa saldrá por sí sola. No voy a utilizar ninguna estrategia. Al igual que muchos árabes, tienen una gran fe en el honor, que aprendió del hombre que se convirtió en su padre. Es alguien a quien has de mostrar respeto, y no sólo como gesto. A lo mejor debería decirme qué quiere que haga, cómo quiere que opere y qué contactos espera que establezca. ¿Espera obtener de él información sobre el MILA?
– ¿El MILA? ¿Mark le ha hablado del MILA?
– Los de inteligencia son todos iguales -dijo Falcón-. Sólo saben responder a una pregunta con otra. ¿Alguna vez intercambian información?
– El MILA no tiene nada que ver con lo que queremos de Yacoub.
– Los informativos de televisión dijeron que eran los responsables de la bomba -dijo Falcón-. Enviaron una carta al ABC de Madrid desde Sevilla, en la que se habla de devolver a Andalucía al redil musulmán.
– Al MILA sólo le interesa el dinero -dijo Pablo-. Han disfrazado sus intenciones con la retórica yihadista, pero la razón por la que quieren liberar Ceuta y Melilla es porque les interesan esos enclaves.
– Dígame qué estamos buscando -dijo Falcón.
– Por lo que se refiere a esta misión, lo que es crucial no es averiguar quién destruyó el bloque de pisos ni por qué, sino qué nos ha revelado la explosión. Olvide al MILA, no son importantes. Esto no tiene nada que ver con su investigación del atentado de ayer. No tiene que ver con el pasado, sino con el futuro.
– Muy bien. Cuénteme -dijo Falcón, pensando que a lo mejor Flowers había acertado al decirle que el CNI había filtrado la historia del MILA.
– El año pasado hubo elecciones al parlamento británico. No les hacía falta el ejemplo de los atentados de Madrid para saber que en esas elecciones los terroristas harían todo lo posible por cambiar la manera de pensar de la población.
– Y no pasó nada -dijo Falcón-. Tony Blair, el «pequeño Satán», ganó con una mayoría reducida.
– Exactamente, y nadie supo que hubo tres células con planes activos, a las que el MI5 impidió llevar a cabo sus atentados. Eran células durmientes hasta que recibieron instrucciones en enero de 2005. Todos los miembros de las células eran inmigrantes de segunda o tercera generación, cuyos padres habían nacido en Pakistán, Afganistán o Marruecos, pero ellos eran ingleses. Hablaban un inglés perfecto con acento de la región. Ninguno tenía antecedentes. En otras palabras, eran imposibles de encontrar en un país con millones de personas de la misma etnia. Pero los encontraron y se impidieron los atentados porque el MI 5 tuvo un libro de claves que los ayudó.
«Mientras registraban las viviendas de algunos sospechosos, tras una serie de arrestos practicados en 2003 y a principios de 2004, se encontraron con ejemplares idénticos de un texto llamado el Libro de la prueba, de un escritor árabe del siglo IX llamado Al-Jahiz. Las dos ediciones tenían notas, todas en inglés, porque los acusados no hablaban una palabra de árabe entre ellos. Algunas de las notas de los dos ejemplares eran extraordinariamente parecidas. El MI5 fotocopió los libros, reemplazó los originales, liberó a los acusados y se pusieron a descifrar la clave.
– ¿Y cuándo compartieron esa información con el CNI?
– En octubre de 2004.
– ¿Y qué pasó con los atentados de Londres del 7 y el 21 de julio de 2005?
– Los ingleses creen que dejaron de utilizar el Libro de la prueba tras las elecciones de mayo de 2005.
– Y ahora creen haber descubierto un nuevo libro de claves -dijo Falcón-. ¿Y qué me dice del ejemplar nuevo del Corán encontrado en el asiento delantero de la Peugeot Partner?
– Creemos que preparaban otro libro de claves para dárselo a alguien.
– ¿Al imán Abdelkrim Benaboura?
– Todavía no hemos acabado de registrar su apartamento -dijo Pablo, encogiéndose de hombros.
– Pues les está llevando mucho tiempo.
– El imán vivía en un piso de dos dormitorios en El Cerezo, y las habitaciones están casi completamente llenas de libros, del suelo al techo.
– Sigo sin saber por qué quiere reclutar a Yacoub Diouri.
– Los yihadistas necesitan dar otro golpe importante. Algo a la escala del 11-S.
– Pero no tan a «pequeña escala» como los cientos de muertos de los trenes de Madrid y el metro de Londres -dijo Falcón, sin ser del todo capaz de tolerar ese nivel de objetividad.
– No estoy quitando importancia a esas atrocidades -dijo Pablo-. Sólo digo que fueron a escala distinta. Irá aprendiendo lo que es el trabajo de inteligencia a medida que lo haga, Javier; usted no está en primera línea viendo cómo matan a sus amigos. Eso influye en su manera de ver las cosas. Lo de Madrid tenía una meta específica y se hizo en un momento concreto. No fue algo grande y osado. Era sólo para decir: Esto es lo que podemos hacer. No es comparable a la operación que derribó las Torres Gemelas. No tuvieron que entrenarse para volar ni secuestrar. Sólo tuvieron que subirse a unos trenes y dejar unas mochilas. El aspecto más difícil de la operación fue comprar y entregar los explosivos, y sabemos que les ayudaron delincuentes de medio pelo del país.
– ¿Cuál es el gran golpe, entonces? -preguntó Falcón, incómodo por hablar de muerte y destrucción con esa frivolidad-. ¿El Mundial de Alemania?
– No. Por la misma razón que tampoco se acercaron a los Juegos Olímpicos de Grecia. Es demasiado difícil. Los terroristas compiten con especialistas que llevan años planeando la seguridad de esos acontecimientos. Incluso los edificios se construyen pensando en la seguridad. Hay muchísimas posibilidades de que los descubran. ¿Por qué desperdiciar recursos?
Silencio. Las ruedas del Mercedes rodaban sobre el asfalto rumbo al aeropuerto, que quedaba difuminado por la bruma matinal.
– No sabe lo que es, ¿verdad? -dijo Falcón-. Sólo sabe que es inminente, o «cree» que es inminente.
– No tenemos ni idea -dijo Pablo, asintiendo-. Pero no sólo «percibimos» la desesperación de los terroristas, tenemos la certeza. La idea del atentado contra las Torres Gemelas fue generar una oleada de fervor en los musulmanes de todo el mundo, para hacer que se levantaran contra el Occidente decadente, que consideran que les ha humillado tanto a lo largo de los años, y se volvieran contra sus propios líderes dictatoriales y gobiernos corruptos. Eso no ha ocurrido. El disgusto aumenta en el mundo musulmán ante lo que los fanáticos están dispuestos a hacer: el secuestro y decapitación de personas como la cooperante Margaret Hassan, el asesinato diario de iraquíes que sólo quieren llevar una vida normal. Esas cosas no están sentando bien. Pero la demografía del mundo musulmán se inclina fuertemente del lado de los jóvenes, y a una juventud sin derechos políticos nada le gusta más que una demostración de su capacidad de rebeldía. Y eso es lo que los radicales necesitan ahora: otro símbolo de su poder, pues prefieren extinguirse en medio de una explosión que de un gemido.
– Así pues, ¿qué les ha indicado el atentado de Sevilla?
– El hecho de que se encontrara hexógeno es motivo de preocupación -dijo Pablo-, y a juzgar por el nivel de destrucción, la cantidad no era pequeña. Tan sólo el uso de este material, que los yihadistas jamás habían utilizado, nos hace pensar que la idea no era asustar a la población de Sevilla, sino algo más gordo. Los ingleses también han revelado que algunas fuentes del país han oído hablar de que algo «gordo» estaba a punto de suceder, aunque su red de inteligencia no ha detectado cambios en ninguna de sus comunidades. Hemos de recordar que desde los atentados en el metro del 7 de julio, esas comunidades están también más atentas. Lo que lleva a pensar al MI5 y al MI6 que será un ataque procedente del exterior, y España ha resultado ser un país muy popular entre los terroristas para reunirse y planear sus campañas.
– ¿Y cómo esperan que les ayude Yacoub Diouri? -preguntó Falcón-. No hace muchos negocios en Inglaterra. Va a Londres de compras y a las dos semanas de la moda. Tiene amigos, pero son todos de la industria de la moda. Por cierto, supongo que quieren que Yacoub trabaje para el CNI porque no está envuelto en el terrorismo internacional, pero podría tener contactos con gente que está implicada en estas actividades sin que él lo sepa.
– No vamos a pedirle que haga nada extraordinario ni que no sea normal en él. Va a la mezquita que nos interesa y ya conoce a la gente con quien queremos que contacte. Sólo tiene que dar otro paso.
– No sabía que asistía a una mezquita radical.
– Una mezquita con elementos radicales, en la que es posible «meterse» llamándose Diouri. Como sabe, el «padre» de Yacoub, Abdulá, participó activamente en el movimiento por la independencia, Istiqlal, de los años cincuenta; fue uno de los primeros que se opusieron a la decadencia europea en Tánger. Su nombre tiene mucho peso entre los islamistas tradicionales. A los radicales les encantaría tener a Diouri de su lado.
– ¿Así que sabe quiénes son estos elementos radicales?
– Voy a misa. Soy un católico moderado -dijo Pablo-. No tengo mucho tiempo para meterme en asuntos relacionados con la iglesia ni para hacer vida social con otros miembros de la congregación. Pero incluso yo conozco a todos los que mantienen opiniones extremas, porque son incapaces de callárselas y no pueden ocultar su biografía.
– Pero se pueden tener fuertes convicciones y sentir entusiasmo por las ideas radicales sin ser terrorista.
– Exacto, y por eso la única manera de averiguarlo es involucrarse y pasar al siguiente nivel -dijo Pablo-. Lo que queremos descubrir es la cadena de mando. ¿De dónde vienen las órdenes que activan las células durmientes? ¿Dónde se originan las ideas para los atentados? ¿Existe una división de planificación? ¿Existen equipos logísticos y de reconocimiento independientes e itinerantes que ofrecen ayuda experta a las células activadas? La imagen que tenemos de estas redes terroristas es tan incompleta que ni siquiera estamos seguros de que exista una red.
– ¿Qué pintan los ingleses en todo esto? -preguntó Falcón-. Esperan un importante atentado procedente de fuera. Deben conocer la existencia de Yacoub por sus viajes a Londres. ¿Por qué no han intentado reclutarlo ellos?
– Ya lo han intentado. No funcionó -dijo Pablo-. Los ingleses son muy sensibles a todo lo que ocurre en el sur de España y el norte de África porque su base naval de Gibraltar está en medio. Saben que son un blanco para los terroristas: recuerde el bote neumático explosivo lanzado contra el barco estadounidense Colé en Yemen. Tienen fuentes de información en las organizaciones criminales de expatriados que operan entre la Costa del Sol y la franja costera marroquí delimitada por Ceuta y Melilla. El negocio del tráfico de drogas mueve mucho dinero en efectivo y exige acceso a operaciones de lavado de dinero eficaces. Inevitablemente participan otras organizaciones criminales. La información llega desde todos los ángulos. Cuando les dijimos a los ingleses que en el atentado de ayer se había utilizado hexógeno, se acordaron de algo que ya sabían, o mejor dicho, algo que habían oído comentar.
– ¿Le dijeron qué era?
– Hay que corroborarlo -dijo Pablo-. Lo más importante en esta fase es averiguar si Yacoub está dispuesto a actuar para nosotros. Si ya les ha dado calabazas a los ingleses y a los estadounidenses, puede que no le interese ese tipo de vida, porque, créame, no es fácil. Así que veamos si quiere jugar y empecemos por ahí.
El coche había llegado a una entrada privada del aeropuerto, más allá de los edificios de las terminales. El chófer habló con el policía que había en la verja y le enseñó un pase. Pablo bajó la ventanilla y el policía miró dentro del coche con su carpeta de pinza en la mano. Asintió. Se abrió la verja. El coche entró en una zona de rayos X y salió. Rebasaron el área de carga hasta alcanzar un hangar donde había seis aviones pequeños. El coche aparcó junto a un jet Lear. Pablo cogió del suelo del Mercedes una bolsa de plástico grande con los periódicos de la mañana. Se subieron al jet y se sentaron. Pablo hojeó los periódicos, que dedicaban muchísimas páginas a los atentados.
– ¿Qué le parece este titular? -dijo Pablo, y le entregó a Falcón un periódico sensacionalista inglés.
¿EL SEGUNDO ADVENIMIENTO? HE AQUÍ EL
NÚMERO DE LA BESTIA: 6666
DE JUNIO DE 2006