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Sevilla. Viernes, 9 de junio, 01:45 horas


– Grandes noticias -comentó Elvira, sentado tras su escritorio de Jefatura.

– Casi grandes noticias -dijo Falcón-. No hemos conseguido que Rivero nos revelara toda la conspiración. Sólo nos ha dado dos nombres. Es muy posible que podamos presentar cargos contra los tres, pero sólo por el asesinato de Tateb Hassani, no por colocar la bomba en la mezquita.

– Pero ahora podemos pedir una orden de registro para la casa de Eduardo Rivero y las oficinas de Fuerza Andalucía -dijo Elvira-. Tenemos que sacar algo de ahí.

– Pero nada por escrito -dijo Falcón-. No va a encontrar nada de todo esto en las actas de las reuniones de Fuerza Andalucía. El vínculo que une a Ángel Zarrías y Ricardo Gamero es muy tenue, y no sabemos de qué hablaron en el Museo Arqueológico. No tenemos ni idea de cuál era la relación de esos hombres con los que colocaron físicamente la bomba. Tanto José Luis como yo creemos que en esta conspiración nos falta un elemento.

– Un elemento criminal -añadió Ramírez.

– Estamos seguros de que Lucrecio Arenas y César Benito están implicados de alguna manera -dijo Falcón-, pero no pudimos convencer a Rivero de que nos diera sus nombres. Podría tratarse de la «otra mitad» de la conspiración. Arenas propuso a Jesús Alarcón como candidato a líder del partido, de modo que suponemos que está implicado. Pero ¿Arenas y Benito contactaron con el elemento criminal que colocó la bomba? No estamos seguros de que lleguemos a averiguar cuál es el elemento que nos falta.

– Si les apretaran mucho las tuercas a Rivero, Zarrías y Cárdenas…

– Saben, con la lucidez que da el instinto de conservación, que todo lo que tienen que hacer es mantener la boca cerrada -dijo Falcón-, y sólo podremos acusar a uno de ellos de asesinato, y a los tres de conspiración para asesinar, pero nada más. En cuanto a Lucrecio Arenas, Jesús Alarcón y César Benito, no tenemos la menor oportunidad. Ferrera ha trabajado duro para encontrar a alguien que hubiera visto a Tateb Hassani. En cuanto se fueron los sirvientes, la casa quedó vacía, lo que significa que nos costará demostrar que Arenas, Benito y Alarcón estaban allí… es decir, suponiendo que aparecieran a la hora de cometer el asesinato.

– Y si yo fuera ellos, me habrían mantenido lo más lejos posible -dijo Ramírez.

– El vínculo con los conspiradores que pusieron la bomba es Tateb Hassani -dijo Elvira-. Trabajad con los sospechosos hasta que confiesen por qué tenían que matar a Hassani. Una vez hayan admitido…

– Si fuera mi vida la que dependiera de ello -dijo Ramírez-, simplemente me callaría.

– No sé Rivero y Cárdenas -dijo Falcón-, pero Ángel Zarrías es muy religioso. Su fe es muy profunda… por desencaminada que esté. Estoy seguro de que en su fuero interno será capaz de absolverse de todos sus pecados. Ángel es una persona educada. Sabe lo que es tolerable en la sociedad española moderna por lo que se refiere a expresar las opiniones religiosas. Pero no creo que nos enfrentemos a una mentalidad menos fanática que las de los yihadistas islámicos.

– Rivero, Zarrías y Cárdenas pasarán la noche en el calabozo -dijo Elvira-. Y veremos qué sucede mañana. Los dos tienen que irse a dormir. Por la mañana tendremos órdenes de registro para todas las propiedades de los detenidos.

– Voy a tener que concederle a mi hermana al menos media hora de mi tiempo -dijo Falcón-. Han sacado a su pareja de la cama y la han detenido en plena noche. Probablemente ya me ha dejado cien mensajes en el móvil.

Cristina Ferrera recuperó a la conciencia con la absoluta certeza de que algo había ocurrido y se quedó sentada en la cama, balanceándose suavemente, como si unos tipos con cuerdas la tuvieran amarrada en medio del viento. Sólo se despertaba de ese modo si su instinto maternal recibía una llamada de alarma de alto voltaje neural. A pesar de la profundidad del sueño que acababa de abandonar, su lucidez fue instantánea; sabía que sus hijos no estaban en el apartamento ni en peligro, pero que algo muy malo ocurría.

La luz procedente de la calle reveló que en su habitación no había nadie. Se levantó e inspeccionó la sala. Su bolso ya no estaba en el centro de la mesa. Se había desplazado a un rincón. Con la punta del pie abrió la puerta del dormitorio que le había preparado a Fernando. La cama estaba vacía. En el almohadón estaba la marca de su cabeza, pero no había apartado las sábanas. Miró su reloj. Iban a ser la 4:30. ¿Por qué había ido a su casa a dormir sólo unas horas?

Encendió la luz del techo sobre la mesa del comedor y abrió el bolso. Su libreta estaba sobre la cartera. La colocó sobre la mesa. No faltaba nada, ni siquiera los quince euros que llevaba. Se sentó al tiempo que evocaba la conversación con Fernando: había intentado sonsacarle noticias de la investigación. Sus ojos pasaron del bolso a la libreta. Sus notas eran personales, y siempre las dividía en dos columnas: una para los datos, y la otra para sus reflexiones y observaciones. Estas últimas no siempre se ceñían a los datos, y a veces bordeaban lo creativo. Abrió la libreta. Una de las observaciones de la primera página le llamó enseguida la atención. Estaba al lado de los nombres de las personas que Mario Gómez había visto subir en compañía de Tateb Hassani a su «última cena». En la columna de observaciones había garabateado la única conclusión a la que apuntaban todas las indagaciones que había hecho: Fuerza Andalucía había colocado las bombas. Ningún signo de interrogación. Una audaz afirmación basada en los datos que había reunido.

De repente notó muy fría la habitación, como si hubieran subido el aire acondicionado. Tragó saliva. Le subía la adrenalina. Fue a su dormitorio: la parte posterior de los muslos le temblaba bajo la enorme camiseta que llevaba. Encendió la luz y abrió el cajón del tocador en el que guardaba una maraña de bragas y sujetadores. Su mano rebuscó en el cajón, volvió a rebuscar. Lo sacó y le dio la vuelta. Sacó el otro cajón e hizo lo mismo. Pensó que se iba a desmayar de tantas sustancias químicas que su cuerpo estaba inyectando en su organismo. Su pistola había desaparecido.

No podía afrontar sola aquella situación. Tendría que llamar al inspector jefe. Apretó el botón con el número de Falcón, escuchó la interminable señal de llamada y procuró respirar. Falcón contestó a la octava señal. Había dormido una hora y media. Ferrera se lo contó todo en tres segundos. Fue al grano como un extensísimo fichero sometido a un software de compresión.

– Vas a tener que repetírmelo, Cristina -dijo Falcón-, y un poco más despacio. Respira. Cierra los ojos. Habla.

Le salió todo en treinta segundos.

– Sólo hay una persona de Fuerza Andalucía que Fernando conozca y actualmente no esté bajo arresto, y es Jesús Alarcón -dijo Falcón-. Te recogeré en diez minutos.

– Pero va a matarlo, inspector jefe -dijo Ferrera-. Va a matarlo con mi pistola. ¿No deberíamos…?

– Si mandamos un coche patrulla se asustará y entonces seguro que lo mata -dijo Falcón-. Yo creo que antes Fernando querrá decirle algo. Querrá castigarlo antes de matarlo.

– Con una pistola no tendrá que esforzarse mucho.

– La idea es fácil, la realidad no tanto -dijo Falcón-. Esperemos que te despertaras cuando salió de tu apartamento. Si va a pie no puede llevarnos mucha delantera.


Fernando estaba en cuclillas junto a unos contenedores al borde del Parque María Luisa. A la luz del alumbrado sólo se le veían las manos. Desde la oscuridad contempló el metal azulado del pequeño revólver del 38. Le dio la vuelta, sorprendido por su peso. Hasta entonces sólo había sopesado pistolas de juguete, hechas de aluminio. Los de verdad pesaban como una herramienta mucho más grande, condensada en pura eficiencia y fácil transporte.

Sacó las balas del tambor del revólver y se las metió en el bolsillo. Volvió a colocar el tambor en su sitio. Era hábil con las manos. Jugueteó con el arma, acostumbrándose a su peso y a sus mecanismos sencillos y letales. Cuando se sintió seguro, volvió a meter las balas en el tambor. Estaba preparado. Se puso en pie e hizo lo que hace la gente en las películas. Se lo metió en la cintura, tras la zona lumbar, y por encima colocó el polo de Fuerza Andalucía que le había regalado Jesús Alarcón.

La ancha avenida que separaba el parque de la zona residencial de El Porvenir estaba vacía. Sabía dónde vivía Jesús Alarcón porque le había ofrecido alojarlo todo el tiempo que quisiera. No había aceptado porque la diferencia de clase lo incomodaba.

Se quedó parado delante de la enorme verja corredera de metal de la casa. Un Mercedes plateado estaba aparcado delante del garaje. Si Fernando hubiera sabido que valía el doble que su piso destruido su furia se hubiera avivado aun más. De hecho, la ira que crecía en su interior era ya difícil de contener. Su caja torácica crujía a causa de la infinita indignación que sentía ante lo que Jesús Alarcón había hecho. No sólo el atentado, sino el propósito que le había guiado a la hora de hacerse amigo de Fernando, cuya familia había sido destruida bajo su responsabilidad directa. Aquello era traición y mala fe a una escala a la que sólo un político podía ser inmune. Jesús Alarcón, con su preocupación auténtica y su genuina simpatía, había estado jugando con él como si fuera una marioneta.

No había tráfico. La calle de El Porvenir estaba vacía. En esas casas nadie se despertaba antes del alba. Fernando llamó a Alarcón por el móvil. El teléfono sonó un rato y saltó el buzón de voz. Llamó al fijo y miró en dirección a la ventana que supuso correspondería al dormitorio principal. Jesús y Mónica en una cama descomunal, debajo de una ropa de cama de primera calidad, enfundados en pijamas de seda. Un tenue resplandor apareció tras las cortinas. Alarcón respondió adormilado.

– Jesús, soy yo, Fernando. Siento llamarte tan temprano. Estoy aquí. Fuera. Llevo levantado toda la noche. Me fui del hospital. Necesito hablar contigo. ¿Puedes bajar? Estoy… estoy desesperado.

Era cierto. Estaba desesperado. Desesperado por vengarse. Era un sentimiento terrible de cuya monstruosidad sólo había oído hablar. No estaba preparado para la manera en que se alojaba en cada resquicio del cuerpo. Sus órganos chillaban pidiendo venganza. Sus huesos aullaban al sentirla. Le chirriaban las articulaciones. La sangre le hervía. Era tan intolerable que tenía que quitársela de encima. Quería zancos que le permitieran escalar la tapia, irrumpir rompiendo el cristal, llegar a la cama de Alarcón y sacar de ella a su bella esposa y tirarla al suelo, romperle los huesos, destrozarle los sesos, clavarle los zancos en el corazón a ver qué le parecía eso a Jesús Alarcón. Sí, quería ser desmesurado, meter el brazo en la casa de Jesús Alarcón como si fuera una casa de muñecas. Vio su mano hurgando en los dormitorios, cogiendo a los hijos de Alarcón, que huirían chillando de su manaza. Quería que Alarcón los viera aplastados y cubiertos por una sabanita delante de su casa.

– Ya bajo -dijo Alarcón-. No pasa nada, Fernando.

De haber estado al corriente del ansia que se ocultaba tras aquellos ojos que miraban con fijeza tras los barrotes de la verja, Jesús Alarcón se habría quedado en la cama, llamado a la policía y suplicado que le mandaran fuerzas especiales.

Se encendió una luz sobre la puerta de la entrada de la casa. Se abrió la puerta. Alarcón salió con un batín de seda y apuntó con el mando a distancia a la verja. Fernando entrecerró los ojos, como si le hubieran disparado. La puerta se desplazó sobre sus raíles. Fernando se coló por el hueco y se encaminó a paso vivo hacia la casa. Alarcón ya se había vuelto hacia la puerta y tenía un brazo extendido, como si esperara que fuera de la medida de los hombros de Fernando, para darle la bienvenida.

Las polillas revoloteaban en torno a la luz del porche, enloquecidas por la perspectiva de una mayor oscuridad, que nunca se materializó. Alarcón aún estaba demasiado adormilado para darse cuenta de qué intención guiaba a su visitante. Le asombró notar que lo agarraban del cuello del batín, por detrás, y que la puerta de la casa se alejaba de él mientras Fernando, con toda la fuerza de un obrero de la construcción, le hacía dar media vuelta. Alarcón perdió pie y quedó de rodillas. Fernando tiró de él y le atrapó la cabeza entre los muslos. Se sacó el revólver de la espalda. Alarcón extendió los brazos, intentando agarrar los pantalones y el polo de Fernando. Fernando le enseñó la pistola, le metió el cañón en un ojo hasta que Alarcón jadeó de dolor.

– ¿Ves esto? -dijo Fernando-. ¿Ves esto, cabrón?

Alarcón estaba paralizado de miedo. De tenso que tenía el cuello sólo pudo emitir un gruñido. Fernando metió el revólver entre los labios de Alarcón, sintió cómo el cañón le golpeaba los dientes y le aplastaba la lengua.

– Siéntelo. Pruébalo. Ahora ya sabes lo que es.

Le sacó el revólver de la boca, acompañado de un trozo de diente. Lo hundió en la nuca de Alarcón.

– ¿Estás preparado? Di tus oraciones, Jesús, porque vas a encontrarte con el otro Jesús.

Fernando apretó el gatillo, el revólver incrustado en la temblorosa nuca de Alarcón. Hubo un chasquido seco. Alarcón soltó un grito ahogado y de su pijama comenzó a subir un fuerte hedor cuando vació los intestinos.

– Eso ha sido por Gloria -dijo Fernando-. Ahora ya conoces su miedo.

Fernando llevó el revólver a la sien de Alarcón, se lo atornilló en lo alto de la patilla hasta que Alarcón puso una mueca de dolor. Otro chasquido seco y un sollozo de parte de Alarcón.

– Eso ha sido por mi pequeño Pedro -dijo Fernando, tosiendo de la emoción que se le agolpaba en la garganta-. Él no conocía el miedo. Era demasiado pequeño. Demasiado inocente. Y ahora mira el revólver, Jesús. Ves el tambor. Dos recámaras vacías y cuatro llenas. Ahora subiremos arriba y verás cómo les disparo a tu mujer y a tus dos hijos, sólo para que sepas lo que se siente.

– ¿Qué estás haciendo, Fernando? -dijo Alarcón, encontrando la voz, la presencia de ánimo, ahora que la primera oleada de pavor había pasado-. ¿Qué cono estás haciendo?

– Tú y tus amigos. Sois todos iguales. Eres igual que los demás políticos. Sois todos unos mentirosos, unos embaucadores y unos ególatras. No sé cómo piqué con tu estúpido rollo. Jesús Alarcón, el hombre que quiere hablar contigo sin cámaras, sin hacerse fotos para la prensa, sin estar pendiente de su perfil bueno.

– ¿De qué hablas, Fernando? ¿Qué te he hecho? ¿Cuándo te he mentido o engañado? -dijo Alarcón, suplicante.

– Mataste a mi mujer y a mi hijo -dijo Fernando-. Y luego, como me necesitabas, te hiciste amigo mío.

– ¿Cómo los he matado?

– He leído las notas de la policía. Todos estáis metidos. Rivero, Zarrías, Cárdenas. Tú colocaste la bomba en la mezquita. Mataste a mi mujer y a mi hijo. Mataste a toda esa gente. ¿Y para qué?

– ¿Fernando?

Levantó la mirada. Del otro lado de la verja llegaba una voz distinta. De mujer. No estaba en su cabeza. La sangre le hervía en el cerebro, borboteando y estallando con tal furia arterial que se sintió confuso.

– ¿Gloria? -dijo.

– Soy yo, Cristina. Estoy aquí con el inspector jefe Falcón. Queremos que baje el revólver, Fernando. Esta no es manera de resolver las cosas. Ha malinterpretado…

– No, no. No es verdad. Por fin lo he comprendido perfectamente. Escuchad. Escuchad a mi «amigo», Jesús Alarcón.

Fernando se arrodilló al lado de Alarcón y le susurró al oído con voz ronca.

– No te mataré, ni tampoco a tu familia, con una condición -comentó-. Y es que debes contarles la verdad. Son policías. Ya conocen la verdad. Les contarás la verdad por primera vez con tu pico de oro de político. Cuéntales cómo colocaste la bomba y vivirás. Si no, te mataré, y cuando estés muerto entraré y también mataré a Mónica. Venga, habla.

Fernando se incorporó y clavó el arma en la nuca de Alarcón, quien se aclaró la garganta.

– La verdad -dijo Fernando-, o te mando a las tinieblas. Habla.

Alarcón se santiguó.

– Me ha pedido que cuente la verdad de lo de la bomba -dijo Alarcón, la cabeza apoyada contra el pecho, los brazos inertes a los lados-. Dice que si no cuento la verdad me matará y luego a mi esposa. Sólo puedo contar lo que sé, que quizá no sea toda la verdad, pero sí una parte.

Fernando se echó hacia atrás, el brazo extendido. Ahora apoyaba el cañón del revólver en la coronilla de Alarcón.

– Yo no tuve nada que ver con la colocación de ninguna bomba en la mezquita, que Dios me asista -dijo Alarcón.


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