Sevilla. Martes, 6 de junio de 2006, 06:30 horas
Falcón despertó en la profunda oscuridad de su dormitorio, las contraventanas cerradas. Se quedó allí echado, en su universo privado, contemplando lo ocurrido la noche anterior. Después de la decepción en el restaurante de Consuelo, la copa con Laura había ido mejor de lo esperado. Acordaron seguir viéndose como amigos. Ella se sintió un poco ofendida porque él acabara aquella relación, como Falcón le explicó, sin tener nada más en perspectiva.
Se duchó, se puso un traje oscuro y una camisa blanca y dobló una corbata que se metió en el bolsillo. Después de su visita al forense tenía toda la mañana ocupada con reuniones. Era una mañana resplandeciente, casi cegadora, sin nubes en el cielo. La lluvia había limpiado la atmósfera de toda esa desconcertante electricidad.
Un termómetro situado en la calle le indicó que estaban a 16o, mientras la radio advertía que se esperaba que una tremenda oleada de calor descendiera sobre Sevilla, y que a la tarde se esperaban temperaturas que superarían los 36o.
El Instituto Forense estaba junto al Hospital de la Macarena, detrás del Parlamento Andaluz, que quedaba al otro lado de la calle que llevaba a la Basílica de la Macarena, junto a las antiguas murallas. Eran las 8:15 y Falcón llegaba pronto, pero el médico forense se le había adelantado.
El doctor Pintado tenía el expediente abierto en el escritorio y estaba haciendo memoria de los detalles de la autopsia. Se estrecharon la mano, se sentaron y el doctor siguió leyendo.
– En este caso he procurado concentrarme -dijo, ojeando aún las páginas- en darle toda la información posible que le ayude a identificar el cuerpo, aparte de en la causa de la muerte, que fue inmediata, pues lo envenenaron con cianuro potásico.
– ¿Cianuro potásico? -dijo Falcón-. Eso no me casa mucho con la brutalidad de las operaciones post mórtem. ¿Se lo inyectaron?
– No, lo ingirió -dijo Pintado, con otras cosas en la cabeza-. La cara… a lo mejor le puedo ayudar con eso, o mejor dicho, tengo un amigo que está interesado en ayudarle. ¿Se acuerda que le hablé de un caso del que me encargué en Bilbao, cuando me hicieron una reproducción facial a partir de un cráneo que encontré en una tumba poco profunda?
– Costó una fortuna.
– Es cierto, y no va a conseguir fondos para ningún asesinato corriente y moliente.
– ¿Y cuánto me costará su amigo?
– Gratis.
– ¿Y quién es?
– Una especie de escultor, pero no le interesa el cuerpo, sólo las caras.
– ¿He oído hablar de él?
– No. Rechaza el profesionalismo. Se llama Miguel Covo. Tiene setenta y cuatro años y está jubilado -dijo Pintado-. Pero lleva casi sesenta años trabajando con caras. Las hace de arcilla, saca moldes de cera y las talla en piedra, aunque esto último es bastante reciente.
– ¿Qué es lo que propone y por qué es gratis?
– Bueno, nunca ha hecho algo así, pero quiere intentarlo -dijo Pintado-. Ayer por la noche le dejé sacar un molde de yeso de la cabeza.
– O sea, que ya está decidido -dijo Falcón.
– Hará media docena de modelos, algunos esbozos y luego comenzará a trabajar en la cara. También la pintará, y le pondrá pelo… pelo de verdad. A veces su estudio pone los pelos de punta, sobre todo si le caes bien y te presenta a su madre.
– Siempre me he llevado bien con las madres.
– La tiene en un armario -dijo Pintado-. No es más que un modelo de la mujer.
– Sería cruel guardar a una mujer de más de noventa años en un armario.
– Murió cuando él era pequeño, y entonces fue cuando empezó su fascinación por las caras. Quería algo más real que las fotos de ella. Así que la recreó. Fue la única vez que modeló todo el cuerpo. La mujer está en ese armario con pelo de verdad, maquillaje, su propia ropa y sus zapatos.
– Así que también es un tipo rarito.
– Ya lo creo -dijo Pintado-, pero un rarito simpático. Aunque a lo mejor no le apetece invitarlo a cenar con el comisario y su mujer.
– ¿Por qué no? -preguntó Falcón-. En la vida no todo es ir a la ópera.
– De todos modos, él le llamará cuando tenga algo, aunque… no será mañana.
– ¿Qué más tiene?
– Cosas que pueden ser de ayuda, aunque no tanto como una imagen física -dijo Pintado-. Trabajé con un tipo que había hecho de forense en las fosas comunes de Bosnia, y algo aprendí de él. Lo primero son los dientes. Le he practicado una serie completa de radiografías y he tomado notas de cada diente. Le habían hecho un exhaustivo trabajo de ortodoncia para alinearle los dientes y que le quedaran perfectos.
– ¿Qué edad tiene el tipo?
– Cuarenta y algo.
– Y normalmente eso es algo que se hace cuando eres adolescente.
– Exacto.
– Y a mediados de los setenta en España no se hacían muchas ortodoncias.
– Lo más probable es que se la hiciera en Estados Unidos -dijo Pintado-. Aparte de eso, desde el punto de vista de los dientes no hay mucho más. No le han hecho nada importante, y sólo le falta un molar de la mandíbula inferior derecha.
– ¿Ha encontrado alguna marca distintiva en el cuerpo: lunares, marcas de nacimiento?
– No, pero he encontrado algo interesante en las manos.
– Perdone, doctor, pero…
– Lo sé. Se las cortaron. Pero comprobé los nódulos linfáticos para ver qué había depositado -dijo Pintado-. Estoy seguro de que su amigo tenía un pequeño tatuaje en cada mano.
– ¿Supongo que en el nódulo linfático no habrá una instantánea del tatuaje? -preguntó Falcón.
– Los nódulos linfáticos son muy listos para matar bacterias o neutralizar toxinas, pero su talento para recrear imágenes hechas con tinta de tatuaje, introducida en la corriente sanguínea a través de la mano, es extremadamente limitado. Había un residuo de tinta, eso es todo.
– ¿Alguna operación?
– Respecto a eso hay buenas y malas noticias -dijo Pintado-. Le han operado, pero fue una operación de hernia, que es prácticamente la más corriente del mundo. La suya fue además el tipo más corriente de hernia inguinal, por lo que tiene una cicatriz en el lado derecho del pubis. Supongo que se la practicaron hará unos tres años, pero haré venir a uno de los cirujanos vasculares para que lo confirme. Luego le echaremos un vistazo a la malla que utilizaron para curar la hernia y espero que pueda decirme quién la suministró, y así podrá encontrar los hospitales que la utilizan… y, ya lo sé, va a llevar mucho tiempo y mucho trabajo.
– A lo mejor también lo operaron en Estados Unidos -comentó Falcón.
– Como ya le he dicho: buenas y malas noticias.
– ¿Qué me dice del pelo? -preguntó Falcón-. Se lo arrancaron.
– Llevaba el pelo largo hasta los hombros.
– ¿Cómo lo sabe?
– Este año había ido a la playa -dijo Pintado, enseñándole algunas fotos a Falcón-. Puede ver las líneas del bronceado en los brazos y en las piernas, pero si lo mira por detrás no verá ninguna línea de bronceado en la nuca. De hecho, si se fija verá que está bastante blanco en comparación con el resto de la espalda, lo que para mí significa que no le daba mucho el sol.
– ¿Lo describiría como de «raza blanca»? -preguntó Falcón-. Su color de piel no me parece del norte de Europa.
– No. Tenía la piel olivácea.
– ¿Cree que era español?
– Sin haber realizado ninguna prueba genética, yo diría que era mediterráneo.
– ¿Alguna cicatriz?
– Nada importante -dijo Pintado-. Tuvo una fractura en el cráneo, pero fue hace años.
– ¿Algo interesante respecto a la estructura del cuerpo que nos dé una idea de a qué se dedicaba?
– Bueno, no era culturista -dijo Pintado-. Espina dorsal, hombros y codos indican una vida sedentaria. Yo diría que sus pies no pasaban mucho tiempo dentro de los zapatos. Los talones están más dilatados de lo normal, con muchas durezas.
– Como ha dicho, le gustaba el sol -dijo Falcón.
– También fumaba cannabis, y yo diría que era un consumidor habitual, lo que se podría considerar inusual en un hombre de cuarenta y pico años -dijo Pintado-. Los chavales fuman porros, pero si sigues haciéndolo de cuarentón es porque es algo habitual en tu círculo… si eres artista, o músico, o te codeas con gente así.
– Así que alguien que trabajaba en un escritorio, llevaba el pelo largo, no se ponía zapatos y fumaba porros.
– Un hippy muy trabajador.
– Podría haber sido así en los setenta, pero no es el perfil de un traficante de drogas actual -dijo Falcón-. Y el cianuro potásico sería un método de ejecución bastante raro para gente que lleva pistolas de9 mm en la cintura.
Los dos hombres se reclinaron en su silla. Falcón repasó las fotografías del expediente con la esperanza de ver algo más. Ya estaba pensando en la universidad y en las Bellas Artes, pero no quería limitarse en una fase tan temprana.
En ese momentáneo silencio los dos hombres se miraron, como si estuviera a punto de ocurrírseles la misma idea. Del otro lado de los grises muros de la Facultad de Medicina llegó el inconfundible estruendo de una fuerte explosión, ocurrida no muy lejos.
Gloria Alanis estaba lista para ir a trabajar. A esa hora normalmente ya estaba en camino para reunirse con su primer cliente, pensando en lo mucho que detestaba el insulso bloque de apartamentos en el que vivía en el barrio de El Cerezo mientras lo veía menguar en el espejo retrovisor. Era vendedora de una empresa de artículos de escritorio, pero su zona de operaciones era Huelva. El primer martes de cada mes los equipos de ventas se reunían en la oficina central de Sevilla, luego venía una actividad de formación de equipo, un almuerzo y una miniconferencia para mostrarles y comentar nuevos productos y promociones.
Eso significaba que una vez al mes podía servirles el desayuno a su marido y a sus hijos. También podía llevar a la escuela a su hija Lourdes, de ocho años, mientras su marido dejaba a Pedro, de tres, en la guardería, que era visible desde la ventana de la parte trasera de su apartamento, en el quinto piso.
Aquella mañana, en lugar de detestar su apartamento, miraba las cabezas de sus hijos y su marido y experimentaba una inusual sensación de calidez y afecto en ese día de principios de semana. Su marido lo intuyó, tiró de ella y la sentó en el regazo.
– Fernando -dijo Gloria, lanzándole una advertencia en caso de que pretendiera algo demasiado obsceno delante de los niños.
– Estaba pensando -le susurró en el oído, y los labios le cosquillearon el lóbulo.
– Cada vez que te pones a pensar tiemblo -dijo ella, sonriéndoles a los niños, que ahora les prestaban atención.
– Estaba pensando que deberíamos ser más -le susurró-. Gloria, Fernando, Lourdes, Pedro, y…
– Estás loco -dijo ella; adoraba que le pusiera los labios en el oído y le dijera eso.
– Siempre dijimos que tendríamos cuatro niños, ¿no?
– Pero eso fue antes de saber lo que cuestan dos -dijo Gloria-. Ahora trabajamos todo el día y no tenemos dinero suficiente para largarnos de este piso ni irnos de vacaciones.
– Tengo un secreto -dijo él.
Ella sabía que no era verdad.
– Si es un billete de lotería, no quiero ni verlo.
– No es un billete de lotería.
Ella sabía lo que era: esperanzas infundadas.
– Dios mío -dijo Fernando, mirando de repente el reloj-. Eh, Pedro, tenemos que irnos.
– Dinos el secreto -exclamaron los críos.
Levantó a Gloria y la puso de pie.
– Si os lo cuento, dejará de ser un secreto -dijo Fernando-. Tendréis que esperar a que el secreto se revele.
– ¡Cuéntanoslo ahora!
– Esta noche -dijo su padre, besando a Gloria en la cabeza y cogiendo la diminuta mano de Pedro.
Gloria los acompañó hasta la puerta. Besó a Pedro, que se estaba mirando los pies y parecía desinteresado. Besó a su marido en la boca y le susurró a los labios:
– Te odio.
– Esta noche volverás a quererme.
Gloria regresó a la mesa del desayuno y se sentó delante de Lourdes. Aún faltaban quince minutos para que tuvieran que ponerse en marcha. Pasaron unos pocos minutos mirando los dibujos de Lourdes antes de acercarse a la ventana. Fernando y Pedro aparecieron en el aparcamiento que había delante de la guardería. Saludaron con la mano. Fernando levantó a Pedro por encima de su cabeza y el niño saludó.
Tras dejar al crío, Fernando siguió caminando entre los bloques de apartamentos hasta la calle principal para coger el autobús. Gloria se dio media vuelta y vio que Lourdes, sentada a la mesa de la cocina, trabajaba en otro dibujo. Gloria dio un sorbo de café y jugueteó con el pelo sedoso de su hija. Fernando y sus secretos. Practicaba esos juegos para divertirlos y para mantener la esperanza de que algún día podrían comprarse su propio piso, pero los precios de la vivienda estaban por las nubes y sabían que vivirían de alquiler el resto de su vida. Gloria seguiría siendo representante toda la vida y, aunque Fernando siempre decía que iba a hacer un curso de fontanería, necesitaba ganar dinero trabajando en la construcción. Habían tenido suerte al encontrar un piso con el alquiler tan bajo. Tenían suerte de tener dos hijos sanos. Como decía Fernando: «Puede que no seamos ricos, pero tenemos suerte, y la suerte nos será más útil que todo el dinero del mundo».
No asoció inmediatamente el temblor que estremeció el suelo con una explosión procedente del mundo exterior. Fue un ruido tan fuerte que pareció que la caja torácica se pegaba a la columna vertebral y expulsaba el aire de los pulmones. La taza de café le saltó de la mano y se rompió al chocar contra el suelo.
– ¡Mamá! -chilló Lourdes, pero Gloria no podía oírla, sólo vio los ojos como platos de horror de su hija y la agarró.
Cosas terribles sucedieron al mismo tiempo. Las ventanas se hicieron trizas. En las paredes se abrieron grietas y gigantescas fisuras. El sol apareció por donde no debía. Los planos horizontales se inclinaron. Los marcos de las puertas se doblaron. El sólido cemento se combó. El techo ocupó el suelo. Las paredes se partieron por la mitad. Surgió agua de la nada. La electricidad crepitó y chisporroteó bajo los azulejos rotos. Un armario desapareció ante sus ojos, la gravedad les mostró lo implacable que era. Madre e hija estaban cayendo. Sus cuerpos pequeños y frágiles caían en picado hacia un miasma de ladrillos, acero, cemento, cables, tuberías, muebles y polvo. No hubo tiempo para decir nada. No se oía nada, porque el estruendo era ya tan fuerte que acallaba todo lo demás. Ni siquiera sintió miedo, porque todo había sido tremendamente incomprensible. Sólo quedó la escalofriante caída en picado, el asombroso impacto y luego una inmensa negrura, como la de un gran universo que se aleja.
– ¿Qué cojones ha sido eso? -dijo Pintado.
Falcón sabía exactamente lo que era. Había oído explotar un coche bomba de ETA mientras trabajaba en Barcelona. La de ahora había sido gorda. Echó la silla hacia atrás de una patada y salió corriendo del Instituto Forense sin contestar a la pregunta de Pintado. Al salir marcó el número de Jefatura en el móvil. Lo primero que pensó fue que había sido en la estación de Santa Justa, en el AVE procedente de Madrid. La estación estaba a menos de un kilómetro al sureste del hospital.
– Diga -contestó Ramírez.
– Ha estallado una bomba, José Luis…
– La he oído incluso desde aquí -dijo Ramírez.
– Estoy en el Instituto Forense. Ha sonado cerca. Dame noticias.
– No cuelgues.
Falcón pasó corriendo junto a la recepcionista, con el móvil apretado en la oreja, mientras oía los pies de Ramírez corriendo por el pasillo, subiendo las escaleras, la gente gritando en Jefatura. El tráfico se había detenido en todas partes. Conductores y pasajeros salían de sus coches y se quedaban mirando la columna de humo negro que se levantaba al noreste.
– Las primeras informaciones que nos llegan -dijo Ramírez, jadeando- hablan de una explosión en un bloque de apartamentos en la esquina de las calles Blanca Paloma y Los Romeros, en el barrio de El Cerezo.
– ¿Dónde está eso? No lo conozco. Debe de ser cerca, porque veo el humo.
Ramírez buscó un plano en la pared y le dio unas rápidas instrucciones.
– ¿Se habla de alguna fuga de gas? -preguntó Falcón, sabiendo que eso era excesivamente optimista, al igual que la supuesta subida de tensión el día del atentado en el metro de Londres.
– Estoy hablando con la compañía del gas.
Falcón cruzó corriendo el hospital. La gente iba de un lado a otro a toda prisa, pero sin pánico, ni gritos. Estaban preparados para ese momento. Todos los que llevaban bata blanca se dirigían a urgencias. Los camilleros esprintaban con camillas vacías. Las enfermeras corrían con bolsas de suero salino. El plasma estaba en camino. Falcón cruzó interminables puertas batientes hasta que llegó a la calle principal y al muro de sonido: una cacofonía de sirenas a medida que las ambulancias salían a la calle.
La calle principal estaba milagrosamente despejada de tráfico. Mientras cruzaba los carriles vacíos vio que algunos coches se subían a la acera. No había policía. Todo eso era obra de los ciudadanos corrientes, que sabían que ese trecho de calle tenía que permanecer despejado para transportar a los heridos. Las ambulancias bajaban a toda velocidad de dos en fondo, en medio de un delirante estruendo, con luces intermitentes y mareantes, entre el aire lleno de un polvo rosa-gris y de humo procedente de detrás de los bloques de apartamentos.
En los cruces, gente ensangrentada daba tumbos, sola o ayudada de alguien para caminar; se dirigían al hospital con pañuelos de tela o de papel o rollos de cocina apretados contra la frente, los oídos o las mejillas. Esas eran las víctimas que habían recibido heridas superficiales, cortes producidos por fragmentos de cristal o metal, los más alejados del epicentro, las que nunca aparecerían en el tramo superior de las estadísticas de desastres, pero que quizá perderían la visión en un ojo, o el oído al tener el tímpano perforado, lucirían una cicatriz en la cara el resto de su vida, perderían el uso de un dedo o una mano, o cojearían para siempre. A estos los ayudaban los más afortunados, aquellos que ni siquiera habían recibido un arañazo mientras los trozos de cristal volaban silbando en el aire, pero que en su mente tenían la imagen grabada a fuego de alguien al que conocían o amaban, que había estado entero segundos antes y ahora se encontraba rebanado, desgarrado, golpeado o partido.
En los bloques de pisos que llegaban hasta la calle Los Romeros, la policía local estaba evacuando los edificios. Un niño, que ahora se sentía importante, acompañaba a un anciano que tenía el pijama ensangrentado. Un joven que sujetaba una toalla con destellos carmesíes a un lado de la cara miró a Falcón sin verlo: tenía la cara horriblemente surcada de riachuelos de sangre que se coagulaban con el polvo. Rodeaba con el brazo a su novia, al parecer ilesa, y hablaba a toda velocidad por el móvil de ella.
El aire, a cada momento más lleno de polvo, aun se veía astillado por el sonido de cristales que se rompían al caer de las ventanas de arriba, hechas pedazos. Falcón volvió a llamar a Ramírez y le dijo que organizara tres o cuatro autobuses que hicieran de ambulancias improvisadas para sacar a los heridos leves de los bloques de apartamentos y llevarlos al hospital.
– La compañía del gas ha confirmado que suministran a esa zona -dijo Ramírez-, pero no se ha informado de ningún escape, y el mes pasado hicieron una inspección de rutina.
– No sé por qué, pero no parece una explosión de gas -comentó Falcón.
– Han informado de que una guardería que estaba detrás del edificio destruido ha sufrido serios daños a causa de los escombros que han caído y. que hay víctimas.
Falcón aceleró el paso. Los edificios no parecían demasiado dañados, pero la gente que asomaba como flotando, llamando y buscando a sus familiares en los espacios que quedaban al pie de los bloques que se iban vaciando, eran fantasmas cubiertos de polvo. La luz se había vuelto extraña: el sol estaba cubierto de humo y de una neblina rojiza. Había un olor en el aire que no era de inmediato reconocible a no ser que hubieras estado en alguna guerra. Se coagulaba en las fosas nasales junto con ladrillos y cemento pulverizados, hedor de cloaca, sumidero y un desagradable olor a carne. La atmósfera era vibrante, pero no con ningún ruido perceptible, aunque la gente hacía ruidos -hablaba, tosía, vomitaba y gruñía-: era más un zumbido que transportaba el aire, provocado por una alarma humana colectiva ante la proximidad de la muerte.
Hileras de coches de bomberos, con sus luces intermitentes, estaban aparcados a lo largo de la avenida San Lázaro. Al otro lado de la calle Los Romeros no había ningún edificio que tuviera los cristales intactos. Un contenedor de vidrio sobresalía a un lado de uno de los bloques como si fuera un enorme tapón verde. Había caído una tapia que discurría paralela a la calle, al otro lado de donde estaba el edificio volado, y algunos coches se amontonaban en un jardín, como si fuera un cementerio de automóviles. Los tocones de cuatro árboles partidos flanqueaban la calle. Otros vehículos aparcados en la calle Los Romeros estaban cubiertos de escombros: los techos abollados, los parabrisas opacos, los neumáticos reventados, los tapacubos arrancados. Había ropa por todas partes, como si la hubieran arrojado desde el cielo. Una tela metálica colgaba de un balcón del cuarto piso.
Los bomberos habían trepado a la cascada de escombros más cercana y habían enfocado las mangueras a las dos secciones que quedaban de lo que había sido un edificio en L. Ahora faltaba un segmento de veinticinco metros de su parte central. La colosal explosión había derribado los ocho pisos del bloque para formar una pila de obleas de cemento armado de unos seis metros de altura. Enmarcado por las líneas quebradas de los restos de los ocho pisos de apartamentos, y apenas visible a través de la neblina de polvo flotante, se veía el tejado de la guardería parcialmente destrozada y los edificios que había más allá, cuyas fachadas estaban salpicadas de ventanas negras o sin cristal. Un bombero apareció en el borde de una habitación reventada de la octava planta, y, en medio de aquel aire más propio de un país en guerra, hizo seña de que el edificio estaba despejado de gente. Una cama cayó del sexto piso, y su estructura se aplastó sobre el montón de escombros, mientras el colchón rebotaba enloquecido en dirección a la guardería.
Al otro lado de los escombros, calle abajo, estaba el coche del jefe de bomberos, pero no se veía ningún bombero. Falcón siguió la tapia derrumbada y rodeó el bloque para ver lo que había pasado en la guardería. El extremo del edificio más cercano a la explosión había perdido dos de las paredes, parte del techo se había derrumbado y el resto colgaba, a punto de desplomarse. Los bomberos y los civiles apuntalaban el edificio, mientras que unas mujeres miraban fijamente en silencio, sin parpadear, las manos en la cara, como para impedir que se les quedara la boca abierta de incredulidad.
En el otro lado, a la entrada de la escuela, la cosa era peor. Cuatro cuerpecillos yacían uno junto al otro, las caras tapadas con batas escolares. Un nutrido grupo de hombres y mujeres intentaba controlar a las madres de dos de los niños muertos. Cubiertos de polvo, eran como fantasmas luchando por el derecho a volver con los vivos. Las mujeres chillaban histéricas y arañaban furiosas las manos que intentaban impedir que se acercaran a los cuerpos inertes. Otra mujer se había desmayado y estaba en el suelo, rodeada de gente arrodillada junto a ella para protegerla de la multitud que aumentaba y se movía sin rumbo. Falcón miró a su alrededor en busca de alguna maestra, y vio a una joven sentada sobre una alfombra de cristales rotos, la sangre cayéndole por la cara, llorando de manera incontrolable, mientras una amiga intentaba consolarla. Llegó un paramédico para ponerle un vendaje provisional en las heridas.
– ¿Es usted maestra? -preguntó Falcón a la amiga de la mujer-. ¿Sabe dónde está la madre del cuarto niño?
La mujer, aturdida, miró hacia el bloque de apartamentos derrumbado.
– Está ahí, en alguna parte -dijo, negando con la cabeza.
Dentro de la guardería sólo se movían los bomberos, sus botas aplastaban escombros y cristal. Llegó más gente para apuntalar el techo destrozado. El jefe de bomberos estaba en un aula que no había sufrido daños, al final de la guardería, informando por el móvil a la oficina del alcalde.
– Se han cortado el gas y la electricidad en la zona, y el edificio dañado se ha evacuado. Los dos incendios están controlados -dijo-. Hemos sacado a cuatro niños muertos de la guardería. Su aula estaba justo en la onda expansiva de la explosión, y la recibieron de pleno. Hasta ahora nos han informado de otros tres cadáveres: dos hombres y una mujer que caminaban por la calle Los Romeros cuando tuvo lugar la explosión. Mis hombres también han encontrado a una mujer que al parecer ha muerto de un ataque al corazón en uno de los apartamentos que hay enfrente del edificio destruido. En este momento es difícil cuantificar el número de heridos.
Escuchó durante unos segundos y apagó el teléfono. Falcón le enseñó su identificación.
– Llega muy pronto, inspector jefe -dijo el jefe de bomberos.
– Estaba en el Instituto Forense. Desde allí sonó como una bomba. ¿Cree que ha sido eso?
– Para provocar estos daños, no me cabe duda de que se trata de una bomba, y muy potente.
– ¿Tiene alguna idea de cuánta gente había en ese edificio?
– Uno de mis hombres está trabajando en eso. Al menos había siete personas -dijo-. De lo único de lo que no podemos estar seguros es de cuántos había en la mezquita del sótano.
– ¿La mezquita?
– Es la otra razón por la que estoy seguro de que ha sido una bomba -dijo el jefe de policía-. Había una mezquita en el sótano, con acceso por la calle Los Romeros. Creemos que la oración de la mañana había finalizado, pero no estamos seguros de si había salido alguien. Respecto a ese punto nos llegan informaciones contradictorias.