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Sevilla. Martes, 6 de junio de 2oo6, 11:35 horas


El aparcamiento estaba justo detrás del edificio destruido, junto a la guardería. Había algunos árboles que daban un poco de sombra a unos bancos situados entre la calle Blanca Paloma y un edificio de apartamentos de cinco plantas. El aparcamiento sólo tenía un acceso. Mientras Calderón, Elvira, Falcón y Ramírez se dirigían hacia la Peugeot Partner, el ayudante de Elvira se conectó con la lista de sospechosos de terrorismo de la policía e introdujo el nombre de Mohammed Soumaya. Estaba en la categoría de riesgo mínimo, lo que significaba que no tenía relaciones conocidas con ningún organismo, organización o personas del entorno islámico radical o terrorista. La única razón por la que aparecía en la lista era porque encajaba con el perfil de terrorista más básico: menor de cuarenta años y musulmán devoto y soltero. El ayudante de Elvira introdujo los nombres de todos los que estaban en la mezquita, que le había dado Esperanza, la mujer española. Entre ellos no había ningún Mohammed Soumaya. Mandó la lista de nombres al CNI.

En el aparcamiento había dos grúas que se llevaban los coches cuyos propietarios habían sido identificados y calificados de no sospechosos. Casi todos los coches tenían las ventanillas rotas y la carrocería dañada a causa de los escombros que la explosión había lanzado. Las dos ventanillas traseras del Peugeot Partner eran opacas y tenían los cristales rotos, y las puertas traseras estaban abolladas. Las ventanillas laterales eran transparentes, y el parabrisas, que había quedado a resguardo de la explosión, permanecía intacto. El ejemplar del Corán, una nueva edición española, era visible sobre el asiento del copiloto. Dos miembros de la policía científica, vestidos de mono blanco con capucha y guantes de látex, estaban al lado. Hubo una discusión acerca de si podía haber una bomba trampa y llamaron a un equipo de artificieros, junto con un perro entrenado.

El perro no encontró nada interesante en el coche. Inspeccionaron la parte inferior y el compartimento del motor sin encontrar nada. Los artificieros quitaron el cristal de una de las ventanillas rotas de la parte de atrás e inspeccionaron el interior. Abrieron las puertas traseras y tomaron fotos del interior vacío y del suelo cubierto de esterillas. Por el suelo había un polvo blanco fino y cristalino que cubría una zona de 30 por 20 centímetros. El perro rastreador, excitado, saltó dentro y de inmediato se sentó junto al polvo. Uno de los miembros de la policía científica sacó un aspirador de bolsillo que llevaba adosado un frasco de plástico transparente y aspiró el polvo. Quitó el frasco del aspirador, lo tapó y lo numeró.

La policía científica se desplazó a la parte delantera del vehículo y metieron en una bolsa el ejemplar nuevo del Corán, que tenía el lomo intacto. En la guantera encontraron otro ejemplar del Corán. Era una traducción española muy manoseada, con copiosas notas en los márgenes; era exactamente la misma edición que la encontrada en el asiento delantero. Lo metieron en otra bolsa, al igual que la documentación del coche. Falcón anotó el ISBN y los códigos de barras de los dos libros. Debajo del asiento del copiloto había una botella de agua mineral y una bolsa negra de algodón, que contenía un fajín verde y blanco, doblado, cubierto en toda su longitud de escritura árabe. También había un pasamontañas negro.

– No nos pongamos nerviosos hasta que no tengamos los análisis de este polvo -dijo Calderón-. Su dueño consta como «propietario de una tienda», así que podría ser sólo azúcar.

– No si mi perro se ha sentado al lado -dijo el artificiero-. Nunca se equivoca.

– Será mejor que nos pongamos en contacto con Madrid y que alguien visite la casa y la tienda de Mohammed Soumaya -dijo Falcón, y Ramírez se apartó del grupo para hacer la llamada-. Y también queremos conocer sus movimientos en las últimas cuarenta y ocho horas.

– Vais a tener mucho trabajo sólo con encontrar a todas las personas cuyas casas daban al aparcamiento y a la parte delantera y trasera del edificio destruido -dijo Calderón-. Como ha dicho el artificiero, era una bomba grande, lo que significa que debieron de traer una gran cantidad de explosivo, posiblemente en cantidades pequeñas y quizá de diferentes proveedores y a horas distintas.

– Necesitaremos saber si la mezquita -dijo Falcón-, o alguien de la mezquita, era sometido a vigilancia por parte del CGI o del CNI, y, si era así, nos gustaría tener esa información. Y por cierto, ¿dónde están? No veo a nadie del CGI en esta reunión.

– Los del CNI están de camino -dijo Elvira.

– ¿Y el CGI? -preguntó Calderón.

– Están a la espera -dijo Elvira, sin inmutarse.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Calderón.

– Nos lo explicará el CNI cuando llegue -dijo Elvira.

– ¿Cuánto tardarán los bomberos y los artificieros en declarar seguros los bloques de apartamentos que hay alrededor del edificio destruido? -preguntó Falcón-. Al menos, si la gente puede volver a su casa, podremos reunir rápidamente la información.

– Ya lo saben -dijo Elvira-, y me han dicho que dejarán volver a la gente dentro de unas cuantas horas, siempre y cuando no encuentren nada. Mientras tanto, se ha dado un teléfono de contacto a la prensa, la televisión y la radio por si alguien tiene alguna información.

– Sólo que aún no saben de la importancia de la Peugeot Partner -dijo Falcón-. No llegaremos a ninguna parte hasta que la gente no pueda volver a sus casas.

El alcalde, que se había quedado atascado en el tráfico, pues la ciudad estaba paralizada, llegó por fin al, aparcamiento. Le acompañaban algunos diputados del parlamento andaluz, que acababan de llegar del hospital, donde los habían filmado hablando con las víctimas. A un grupo de periodistas se les había permitido cruzar el cordón policial, y se habían reunido en torno a las autoridades, mientras los equipos de filmación instalaban su equipo, con aquella destrucción como terrible telón de fondo. Elvira se acercó al alcalde para informarle de la situación y fue interceptado por su propio ayudante. Hablaron. Elvira le hizo una seña a Falcón.

– Sólo tres de los doce nombres que nos han dado aparecen en la base de datos de sospechosos de terrorismo -dijo el ayudante-, y todos en la categoría de bajo riesgo. De los doce, cinco tenían más de sesenta y cinco años. La oración de la mañana no es popular entre los jóvenes, pues muchos tienen que ir a trabajar.

– No es exactamente el perfil de una célula terrorista -dijo Falcón-. Pero tampoco sabemos quién más estaba ahí dentro.

– ¿Cuántos había de menos de treinta y cinco años? -preguntó Calderón.

– Cuatro -dijo el ayudante-, y de ellos, dos son hermanos, uno iba en silla de ruedas y otro era un español converso llamado Miguel Botín.

– ¿Y los otros tres?

– Cuatro, si incluimos al imán, que no figura en la lista que nos dio la mujer. Tiene cincuenta y cinco años, y los otros tres más de cuarenta. Dos de ellos cobran subsidio de incapacidad laboral tras haber sufrido accidentes industriales, y el tercero es otro español converso.

– Desde luego no parecen una unidad de las fuerzas especiales, ¿no les parece? -dijo Calderón.

– Hay algo interesante. El imán está en la base de datos de sospechosos de terrorismo. Está en España desde septiembre de 2004, y vino de Túnez.

– ¿Y antes de eso?

– Eso es lo interesante. No tengo autorización para acceder a esos datos. Quizá la tenga el comisario -dijo, y fue a reunirse con la melé de periodistas que rodeaba al alcalde.

– ¿Cómo puede estar alguien en la categoría de bajo riesgo y que se necesite autorización para poder acceder a su historial? -preguntó Ramírez.

– Analicemos lo que sabemos, o lo que casi sabemos -dijo el juez Calderón-. Tenemos una explosión de bomba, cuyo epicentro parece ser la mezquita del sótano del edificio. Tenemos una furgoneta que pertenece a Mohammed Soumaya, que está en la categoría de sospechosos de bajo riesgo, del que no estamos seguros de que se hallara en el edificio a la hora de la explosión. Su furgoneta presenta rastros de explosivos, según el perro de los artificieros. Tenemos una lista de doce personas que estaban en la mezquita a la hora de la explosión, además del imán. Sólo tres de ellos, además del imán, figuran en la lista de sospechosos de terrorismo de bajo riesgo. Estamos investigando la muerte de cuatro niños de la guardería y de tres personas que estaban delante del edificio en el momento de la explosión. ¿Algo más?

– El pasamontañas, el fajín y los dos ejemplares del Corán -dijo Ramírez.

– Deberíamos hacer que un experto echara un vistazo a esas notas en los márgenes del ejemplar usado del Corán -dijo Calderón-. Veamos, ¿a qué preguntas queremos responder?

– ¿Condujo Mohammed Soumaya su furgoneta hasta aquí? -dijo Falcón-. Y si no, ¿quién lo hizo? Si se confirma que ese polvo es un explosivo, ¿qué era, por qué lo trajeron aquí y por qué lo detonaron? Mientras esperamos a que nos envíen de Madrid datos de Soumaya reconstruiremos lo ocurrido dentro y alrededor de la mezquita durante la última semana. Empezaremos preguntando a la gente si recuerdan la llegada de esta furgoneta, cuánta gente había dentro, si vieron cómo la descargaban, etcétera. ¿Podemos conseguir una foto de Soumaya?

Ramírez, que volvía a estar en el teléfono, intentaba dar con alguien que le echara un vistazo al ejemplar del Corán, asintió e hizo girar el índice para dar a entender que estaba en ello. Una mujer policía llegó del edificio en ruinas e informó a Calderón de que habían encontrado el primer cadáver: una anciana en el octavo piso. Acordaron volver a reunirse al cabo de un par de horas. Ramírez apagó el teléfono cuando Cristina Ferrera llegó de la guardería. Acordaron que Ramírez seguiría trabajando en la identificación de los vehículos junto con los subinspectores Pérez, Serrano y Baena. Falcón y Cristina Ferrera se pondrían a buscar a los ocupantes del edificio de cinco plantas que tenía mejores vistas al aparcamiento donde habían abandonado la Peugeot Partner. Bajaron la calle hacia el cordón policial, donde se había reunido un grupo de gente que quería regresar a su casa.

– ¿Cómo estaba Fernando cuando le dejaste? -preguntó Falcón-. No entendí su apellido.

– Fernando Alanis -dijo Ferrera-. Estaba más o menos bajo control, teniendo en cuenta lo que le ha pasado. Hemos intercambiado nuestros números de teléfono.

– ¿Tiene adonde ir?

– En Sevilla, no. Sus padres viven en el norte y están demasiado viejos y enfermos. Su hermana vive en Argentina. La familia de su esposa no aprobó el matrimonio.

– ¿Amigos?

– Su familia era su vida -dijo Ferrera.

– ¿Sabe lo que va a hacer?

– Le he dicho que puede quedarse en mi casa.

– No tienes por qué hacer eso, Cristina. No es tu responsabilidad.

– Sabía que le ofrecería mi casa, ¿verdad, inspector? -dijo Ferrera-. Si la situación lo exigía.

– Iba a instalarlo en mi casa -dijo Falcón-. Tú tienes que ir a trabajar, los niños… no tienes sitio.

– Necesita hacerse una idea de lo que ha perdido -dijo Ferrera-. Y en su casa, ¿quién cuidaría de él?

– Mi asistenta -dijo Falcón-. No te lo creerás, pero no era mi intención que lo invitaras a tu casa.

– Todos tenemos que colaborar, si desfallecemos ellos habrán ganado -dijo Ferrera-. Y siempre me elige para este tipo de trabajo. La que fue monja siempre será monja.

– No recuerdo haber dicho eso.

– Pero recuerda haberlo pensado, y también dijo que no éramos más que soldados de infantería en la lucha contra el crimen, pero que también estábamos para ayudar. Somos los detectives cruzados de Andalucía.

– José Luis se te reiría en la cara si te oyera decir eso -dijo Falcón-. Y deberías ir con cuidado al utilizar la palabra «cruzados» en esta investigación.

– Fernando ya acusaba a «los marroquíes» -dijo Ferrera-. Desde el 11 de marzo los han visto entrar en esa mezquita y han tenido la mosca tras la oreja.

– Así es como funciona la mentalidad de la gente hoy en día -dijo Falcón-, y les gusta ver confirmadas sus sospechas. No podemos permitir que sus prejuicios contaminen esta investigación. Tenemos que examinar los hechos y mantenerlos apartados de toda suposición. Si no lo hacemos cometeremos los mismos errores que cometieron en Madrid desde el principio cuando culparon a ETA. Para empezar, las pruebas que hemos encontrado en la Peugeot Partner no son nada claras.

– Explosivos, ejemplares del Corán, un fajín verde y un pasamontañas a mí me parecen pruebas claras -dijo Ferrera.

– ¿Por qué dos ejemplares del Corán? Una edición española nueva y barata y la otra muy usada y anotada, pero exactamente la misma edición.

– ¿El ejemplar nuevo era un regalo?

– ¿Y por qué dejarlo a la vista en el asiento delantero? -dijo Falcón-. Esto es Sevilla, aquí la gente no deja nada a la vista. Necesitamos más información acerca de esos libros. Quiero que averigües dónde los compraron y si fue con tarjeta de crédito o cheque.

Arrancó de su cuaderno la página en la que había anotado el ISBN y los códigos de barras, los volvió a copiar y le entregó a Ferrera la copia arrancada.

– ¿Qué intentamos averiguar de los ocupantes de este bloque?

– No os compliquéis la vida. Todo el mundo está muy afectado. Si encontramos algún testigo lo traeremos al aparcamiento, le preguntaremos si vio llegar la Peugeot Partner, si vio salir a alguien de ella, cuántos eran, qué edad tenían y si sacaron algo de la parte de atrás.

En el cordón policial, Falcón pronunció en voz alta la dirección del bloque de apartamentos. Un hombre de unos setenta años dio unos pasos adelante, y también una mujer de unos cuarenta años, cara magullada y un brazo enyesado y en cabestrillo. Falcón se encargó del hombre, Ferrera de la mujer. Cuando llegaron a la entrada del edificio un artificiero y un bombero les aseguraron que el lugar era seguro. Falcón le enseñó al anciano la Peugeot Partner y lo acompañó a su piso de la tercera planta, donde la sala y la cocina estaban cubiertos de cristales, las persianas hechas trizas, las sillas volcadas, las fotos en el suelo y los sillones y el sofá desgarrados, con la espuma marrón asomando.

En el momento de la explosión, el anciano estaba en la cama, en la parte de atrás del piso. Su hijo y su nuera se habían ido a trabajar, con los niños, demasiado mayores para ir a la guardería, de modo que nadie había resultado herido. Permanecía en mitad de la habitación destrozada con la mano izquierda temblando y sus ojos viejos y legañosos escrutándolo todo.

– Así que se pasa el día aquí solo -dijo Falcón.

– Mi esposa murió en noviembre -dijo.

– ¿Qué hace todo el día?

– Lo que hacen los viejos: leer el periódico, tomar un café, mirar cómo los niños juegan en la guardería. Paseo, hablo con la gente y elijo el mejor momento para fumarme los tres cigarrillos que me permito cada día.

Falcón se acercó a la ventana y apartó las persianas rotas.

– ¿Recuerda haber visto esa furgoneta?

– Hoy en día el mundo está lleno de pequeñas furgonetas blancas -dijo el anciano-. Así que no puedo estar seguro de haber visto la misma furgoneta dos veces, o dos furgonetas distintas en dos momentos distintos. Iba a la farmacia la primera vez que vi la furgoneta, que bajaba por la calle Los Romeros. Iban dos personas dentro. Aparcó en la acera, junto a la mezquita, y eso fue todo.

– ¿A qué hora?

– A eso de las diez y media de ayer por la mañana.

– ¿Y la otra vez?

– Unos quince minutos después, volviendo de la farmacia, vi una furgoneta blanca entrando en el aparcamiento, pero no donde está ahora. Estaba al otro lado, con el morro en dirección contraria, y sólo salió un hombre.

– ¿Lo vio con claridad?

– Era un hombre de piel oscura. Yo diría que era marroquí. Por aquí hay muchos. Tenía la cabeza redonda, el pelo muy corto, orejas prominentes.

– ¿Edad?

– Unos treinta. Parecía fuerte. Llevaba una camiseta negra y ajustada y se le veía musculoso. Creo que llevaba téjanos y zapatillas deportivas. Cerró el coche y se fue entre los árboles hacia la calle Blanca Paloma.

– ¿Vio llegar la furgoneta cuando la dejaron en el lugar en que está ahora?

– No. Lo único que puedo decirle es que estaba allí a las seis y media de la tarde. Mi nuera aparcó al lado. También recuerdo que cuando salí a tomar un café después de comer la furgoneta se había trasladado al otro lado. No hay muchos coches durante el día, sólo los de los maestros, alineados delante de la guardería, así que no sé cómo, pero me fijé. I.os viejos nos fijamos en cosas que a los demás se les pasan por alto.

– ¿Y había dos hombres cuando la vio pasar por la calle Los Romeros?

– Por eso no estoy seguro de que fuera la misma furgoneta.

– ¿A qué lado de la furgoneta aparcó el coche su nuera?

– A la izquierda si la miramos de frente -dijo el anciano-. El viento abrió la puerta del coche de mi nuera y dio contra la furgoneta.

– ¿Volvió a moverse la furgoneta?

– Ni idea. Cuando tengo gente al lado no me fijo en nada.

Falcón anotó el número de su nuera y la llamó mientras subía las escaleras. La puso al corriente de la conversación que había tenido con su suegro y le preguntó si le había echado un vistazo a la furgoneta al golpearla con la portezuela.

– Comprobé que no la había abollado.

– ¿Miró por la ventanilla?

– Probablemente.

– ¿Vio algo en el asiento del copiloto?

– No, nada.

– ¿No vio un libro?

– No estoy segura. El asiento era de color oscuro.

Ferrera salía del piso de la cuarta planta cuando colgó. Bajaron en silencio.

– ¿Tu testigo resultó herida en el accidente?

– Dice que se cayó por las escaleras ayer por la noche, pero no tiene magulladuras en los brazos ni en las piernas, sólo las de la cara -dijo Ferrera, furiosa-. Y estaba asustada.

– Pero no de ti.

– Sí, de mí. Porque hago preguntas, y una pregunta lleva a la otra, y si alguna de ellas la hace hablar de su marido, tendrá otra razón para pegarle.

– Sólo se puede ayudar a los que quieren que les ayudes -dijo Falcón.

– Parece que últimamente vamos a peor -dijo Ferrera, exasperada-. De todos modos, vio cómo llegaba la furgoneta y la aparcaban donde está ahora. En la fábrica en la que trabaja hay una mujer en su mismo turno que vive en uno de los bloques que hay más abajo. Se encontraron para charlar bajo los árboles de la calle Blanca Paloma. Pasaron junto a la furgoneta a las seis. Acababan de aparcar y salieron dos hombres. Hablaban en árabe. No sacaron nada de la parte de atrás. Subieron la calle Los Romeros y giraron a la derecha.

– ¿Descripciones?

– Los dos rondaban la treintena. Uno llevaba la cabeza rapada, una camiseta negra. El otro tenía la cabeza más cuadrada, el pelo negro, corto en los lados y peinado hacia atrás por arriba. Dijo que era un hombre guapo, pero con mala dentadura. Llevaba una cazadora vaquera descolorida y camiseta blanca, y recuerda que calzaba unas zapatillas deportivas muy llamativas.

– ¿Vio si la furgoneta cambiaba de posición?

– No le quita el ojo al aparcamiento, por si llega su marido. Dijo que no la habían movido cuando él llegó, a las 9:15.

La policía permitía que algunas personas cruzaran el cordón y volvieran a sus casas para empezar a reparar los daños. Una gran multitud se había congregado delante de la farmacia, en el cruce de Blanca Paloma y Los Romeros. La gente estaba furiosa porque la policía no los dejaba regresar al bloque que estaba pegado al edificio destruido, pues seguía siendo peligroso. Falcón intentó hablar con la gente reunida, pero a todos les importaba un pito la Peugeot Partner.

Al otro lado del bloque se oyeron unos martillos neumáticos. Falcón y Ferrera cruzaron la calle Los Romeros rumbo a otro edificio de apartamentos cuyos cristales estaban más o menos intactos. Los apartamentos de las dos primeras plantas seguían vacíos. En la tercera un niño llevó a Falcón al interior de la sala, donde una mujer barría cristales alrededor de cajas de cartón amontonadas. Se había mudado el fin de semana, pero hasta el día anterior la empresa de mudanzas no le había traído las cosas. Falcón le preguntó por la camioneta blanca y los dos hombres.

– ¿Cree que me quedo en el balcón mirando el tráfico, con todo esto por desempaquetar? -dijo la mujer-. He tenido que perder dos días de trabajo porque esta gente no me ha hecho la mudanza a tiempo.

– ¿Sabe quién vivía aquí antes?

– Estaba vacío -dijo la mujer-. Llevaba tres meses vacío. La inmobiliaria de la avenida San Lorenzo dijo que éramos los primeros que veían este piso.

– ¿Encontraron algo al llegar? -preguntó Falcón, mirando por el balcón de la sala a la calle Los Romeros y los escombros del edificio arrasado.

– No había muebles, si se refiere a eso. Había una bolsa de porquería en la cocina.

– ¿Qué tipo de porquería?

– Han matado a gente. Han matado a niños -dijo la mujer, horrorizada, tirando de su hijo hacia sí-. ¿Y usted me pregunta qué clase de basura me encontré al mudarme aquí?

– El trabajo de la policía a veces parece algo inescrutable -dijo Falcón-. Cualquier cosa que recuerde haber visto puede ser de ayuda.

– De hecho, tuve que atar la bolsa y tirarla, así que recuerdo que había un cartón de pizza, un par de latas de cerveza, algunas colillas, ceniza, paquetes vacíos y un periódico, el ABC, creo. ¿Algo más?

– Eso es de mucha ayuda. Ahora sabemos que, aunque este piso estuvo vacío tres meses, alguien estuvo aquí, pasó un tiempo en él, y eso podría sernos de interés.

Cruzó el descansillo hasta el apartamento de enfrente, donde vivía una mujer sesentona.

– Su nueva vecina acaba de decirme que su apartamento llevaba vacío tres meses -dijo Falcón.

– No del todo -dijo la mujer-. Cuando la familia anterior se marchó, hará unos cuatro meses, aparecieron algunos hombres de negocios muy elegantes, puede que tres o cuatro veces. Luego, hará unos tres meses, llegó una pequeña furgoneta y descargó una cama, dos sillas y una mesa. Nada más. Después de eso, vinieron parejas de hombres jóvenes, y durante el día se pasaban ahí tres o cuatro horas seguidas, haciendo Dios sabe qué. Nunca se quedaban a pasar la noche, pero desde el alba hasta que anochecía había alguien en el apartamento.

– ¿Repetía alguno o eran siempre personas distintas?

– Creo que debieron de pasar por aquí unos veinte.

– ¿Traían algo con ellos?

– Maletines, periódicos, comida.

– ¿Alguna vez habló con ellos?

– Claro. Les pregunté qué hacían, y me dijeron que celebraban reuniones. No me preocupé. No parecían drogadictos. No ponían la música alta ni montaban fiestas; todo lo contrario, de hecho.

– ¿Cambiaron la rutina durante esos meses?

– Durante la Semana Santa y la Feria no vino nadie.

– ¿Alguna vez llegó a ver el piso por dentro cuando ellos estaban?

– Al principio les ofrecí algo de comer, pero siempre lo rechazaron muy amablemente. Nunca me dejaron entrar.

– ¿Y nunca revelaron de qué trataban esas reuniones?

– Eran unos jóvenes tan conservadores y tan serios que pensé que a lo mejor se trataba de un grupo religioso.

– ¿Qué pasó cuando se fueron?

– Un día llegó una furgoneta y se llevó los muebles y eso fue todo.

– ¿Cuándo fue eso?

– El viernes pasado… el dos de junio.

Falcón llamó a Ferrera y le dijo que siguiera interrogando a los vecinos mientras él se dirigía a la inmobiliaria de la avenida San Lázaro.

La mujer que había en la agencia se había encargado de la venta del piso, tres meses atrás, y de alquilarla al final de la semana anterior. No lo había comprado un particular, sino una empresa de ordenadores llamada Informaticalidad. Todas las negociaciones las había llevado con el director financiero, Pedro Plata.

Falcón anotó la dirección. Ramírez lo llamó mientras regresaba al edificio destruido, por la calle Los Romeros.

– El comisario Elvira me acaba de decir que la policía de Madrid ha detenido a Mohammed Soumaya en su tienda -dijo Ramírez-. Le prestó la furgoneta a su sobrino. Se sorprendió al enterarse de que estaba en Sevilla. Su sobrino le había dicho que era sólo para hacer unas entregas por el barrio. Ahora están intentando localizar al sobrino. Se llama Trabelsi Amar.

– ¿Nos van a mandar alguna foto?

– Las hemos pedido -dijo Ramírez-. Por cierto, han llevado a Jefatura a alguien que habla árabe, pues se han recibido más de una docena de llamadas de nuestros amigos del otro lado del charco. Todas dicen lo mismo y la traducción es: «No descansaremos hasta que Andalucía no regrese al seno del Islam».

– ¿Has oído hablar de una empresa llamada Informaticalidad? -preguntó Falcón.

– Nunca -dijo Ramírez, sin el menor interés-. Tengo una última noticia para ti. Han identificado el explosivo encontrado en la parte de atrás de la Peugeot Partner. Se llama ciclotrimetilenetrinitramina.

– ¿Y qué es?

– También se lo conoce como RDX, Research and Development Explosive -dijo Ramírez, con un vacilante acento inglés-. Sus otros nombres son ciclonita y hexógeno. Es explosivo militar de alta calidad, del que se utiliza en los proyectiles de artillería.

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