35

Sevilla. Jueves, 8 de junio de 2006, 23:55 horas


Eso era lo que Flowers había dicho: «No tienes ni idea de la presión a la que está sometida esa gente». Ahora que estaba solo, Falcón se agarró a los brazos de la silla en la que estaba sentado, delante de la pantalla apagada del ordenador. Sólo lo había atisbado, pero ya comprendía lo que había querido decir Flowers.

Falcón estaba sentado en su cómoda casa, en el corazón de una de las ciudades menos violentas de Europa, y sí, tenía un trabajo exigente, aunque en él no debía fingir cada día, ni enfrentarse a un «rito de iniciación» que podía conllevar «una traición». No tenía que cohabitar con la mentalidad de unos fanáticos iluminados que veían el designio de Dios en el asesinato de inocentes; de hecho, no los veían como inocentes, sino como «culpables de democracia», o el producto de la «decadencia y el ateísmo», por lo que eran un blanco legítimo. Quizá Falcón tendría que enfrentarse a alguna elección moral, pero no a una situación de vida o muerte en la que Yacoub, su mujer o sus hijos podrían sufrir algún daño.

Yacoub sabía «cómo funcionaba la mente de esos individuos», que le exigirían cometer una traición, porque eso implicaría una ruptura de la relación. No les interesaba la información de baja calidad de un detective sevillano. Querían que Yacoub cortara una relación que le conectara con el mundo exterior. Yacoub llevaba veinticuatro horas con el grupo y ya pretendían encarcelar su mente.

El móvil vibró en su escritorio y le sobresaltó.

– Sólo quería que supieras -dijo Ramírez- que Arenas, Benito y Cárdenas acaban de marcharse. Rivero, Zarrías y Alarcón siguen dentro. ¿Todavía sabemos lo que estamos haciendo?

– Tengo que llamar a Elvira antes de actuar -dijo Falcón-. Lo que quiero que hagamos tú y yo es entrar en cuanto Rivero se quede solo y hacerle confesar para que delate a todos los implicados en la conspiración, no sólo a los secundarios.

– ¿Conoces a Eduardo Rivero? -preguntó Ramírez.

– Lo conocí en una fiesta -comentó Falcón-. Es increíblemente vanidoso. Ángel Zarrías lleva años intentando que abandone el liderazgo de Fuerza Andalucía, pero a Rivero le encantaba la posición que le confería.

– ¿Cómo ha conseguido Zarrías que dimita?

– Ni idea -dijo Falcón-. Pero Rivero no es un hombre que renuncie a su ego a la ligera.

– Ocurrió el día del atentado, ¿verdad?

– Fue ese día cuando lo anunciaron.

– Pero ya lo debían de tener preparado -dijo Ramírez-. ¿Zarrías nunca te lo mencionó?

– ¿Sabes algo del asunto, José Luis?

– Unos periodistas que conozco me dijeron que corrían rumores de que Rivero estaba metido en un escándalo sexual -dijo Ramírez-. Con menores. Desde lo de la bomba ya no están tan interesados por ese asunto, pero que entregara el liderazgo del partido a Jesús Alarcón les puso la mosca detrás de la oreja.

– Así pues, ¿qué estrategia propones, José Luis? -dijo Falcón-. Hablas como si quisieras volver a convertirte en alguien antipático.

– Creo que no te equivocas -dijo Ramírez-. He estudiado un poco el caso de Eduardo Rivero, y creo que podría ser una manera de hacer que se sienta incómodo. Dejar que se confíe y se sienta aliviado cuando terminemos con las insinuaciones de escándalo, y entonces le echamos a la cara lo de Tateb Hassani.

– Ese es tu estilo, José Luis.

– Es de los que a mí me miran por encima del hombro -dijo Ramírez-. Pero como a ti te conoce, y sabe que tu hermana es la pareja de Zarrías, esperará que nuestro encuentro con él transcurra dentro de los límites de la dignidad. Se dirigirá a ti pidiendo ayuda. Creo que se derrumbará cuando le enseñes la foto de Tateb Hassani.

– Esperemos.

– Los vanidosos son débiles.

Falcón llamó al comisario Elvira y le informó de todo. Casi podía oler el sudor de su superior filtrándose por el teléfono.

– ¿Lo tiene claro, Javier? -preguntó Elvira, como implorándole a Falcón que le ayudara a tomar la decisión.

– Es el más débil de los tres, el más vulnerable -dijo Falcón-. Si no podemos hacerle confesar a él, nos esforzaremos en hacer confesar a los otros. Podemos hacer que las pruebas que hay contra él parezcan concluyentes.

– El comisario Lobo cree que es lo mejor.

Falcón se metió en el bolsillo el móvil y una foto de Tateb Hassani. Utilizó las puertas acristaladas que daban al patio para anudarse la corbata. Se puso la americana. Oía el ruido de sus zapatos sobre las losas de mármol del patio mientras se encaminaba hacia su coche. Condujo en medio de la noche: las calles silenciosas e iluminadas estaban casi vacías. Ramírez le llamó para decirle que Alarcón se había ido. Falcón le dijo que enviara a todo el mundo a casa a excepción de Serrano y Baena, que seguirían a Zarrías en cuanto se marchara.

No tardó demasiado en llegar a casa de Rivero y encontró aparcamiento en la plaza. Se acercó a Ramírez, que estaba en la esquina. Serrano y Baena estaban en un coche camuflado delante de la casa de Rivero.

Llegó un taxi y dobló hacia las puertas de roble de Rivero. El taxista salió y tocó el timbre. Al cabo de un momento salió Ángel Zarrías y se metió en el taxi, que se alejó. Serrano y Baena esperaron hasta que prácticamente hubo desaparecido antes de seguirlo.


Cristina Ferrera había vuelto a su casa en taxi. Estaba tan agotada que olvidó pedirle el recibo al taxista. Sacó las llaves y se dirigió a la puerta de su edificio. Un hombre sentado en las escaleras que llevaba hacia su puerta la puso a la defensiva. El hombre levantó las manos para dar a entender que no quería hacerle daño.

– Soy yo, Fernando -dijo el hombre-. Perdí su número, pero me acordaba de su dirección. He venido para aceptar su oferta de un lugar donde dormir. Mi hija, Lourdes, ha salido esta noche de la unidad de cuidados intensivos y ahora está en una habitación con mis suegros. Necesitaba salir un rato.

– ¿Hace mucho que espera?

– Desde el atentado no he vuelto a mirar el reloj -dijo-. Así que no lo sé.

Subieron al piso de Ferrera, en la cuarta planta.

– Está cansada -dijo Fernando-. Lo siento, no debería haber venido, pero no tengo otro sitio donde ir. Me refiero a un sitio donde me sienta cómodo.

– No pasa nada -dijo Ferrera-. No es más que un día agotador después de una serie de días agotadores. Estoy acostumbrada.

– ¿Ya los han cogido?

– Estamos a punto -dijo ella.

Ferrera dejó el bolso en la mesa del comedor, se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de la silla. En el cinturón llevaba enganchada una funda con una pistola.

– ¿Sus hijos duermen? -preguntó Fernando en un susurro.

– Cuando trabajo hasta tarde duermen con mi vecina.

– Sólo quería verlos dormir, sabe… -dijo Fernando, y agitó la mano, como si eso explicara su deseo de normalidad.

– No son lo bastante mayores como para dejarlos solos toda la noche -dijo Ferrera. Se fue a su dormitorio, desenganchó la pistolera del cinturón y la metió en el cajón de arriba de la cómoda. Se sacó la blusa de la cintura.

– ¿Ha comido? -preguntó.

– No se preocupe por mí.

– Voy a meter una pizza en el microondas.

Ferrera abrió un par de cervezas y puso la mesa. Puso sábanas limpias en una de las camas de los críos.

– ¿Son cotillas sus vecinos?

– Bueno, ahora es usted famoso, así que es probable que comenten que ha estado aquí -dijo Ferrera-. Saben que yo era monja, así que mi virtud no les preocupa demasiado.

– ¿Era monja?

– Acabo de decírselo -dijo Ferrera-. Bueno, ¿qué se siente?

– ¿A qué se refiere?

– A ser famoso.

– No lo entiendo -dijo Fernando-. Antes no era más que alguien que trabajaba en una obra, y de repente soy la voz del pueblo, y no por mí, sino tan sólo porque Lourdes ha sobrevivido. ¿Usted le ve la lógica?

– Usted se ha convertido en el centro de atención de lo que ha pasado -comentó Ferrera, sacando la pizza del microondas-. La gente no quiere escuchar a los políticos, quieren escuchar a alguien que haya sufrido. La tragedia le da credibilidad.

– Pues no le veo la lógica -dijo Fernando-. Digo lo mismo que decía siempre en el bar al que iba a tomar café por la mañana, y nadie me escuchaba. Ahora tengo a toda España pendiente de lo que digo.

– Bueno, puede que eso cambie mañana -dijo Ferrera.

– ¿Qué es lo que puede que cambie?

– Nada, lo siento. No puedo hablar de ello. No debería haberlo mencionado. Olvídelo. Estoy demasiado cansada para hablar.

Fernando entrecerró los ojos mirando el trozo de pizza que se estaba llevando a la boca.

– Están cerca -dijo Fernando-. Eso es lo que ha dicho. ¿Significa eso que saben quiénes son, o que ya los han cogido?

– Significa que estamos cerca -dijo Ferrera, encogiéndose de hombros-. No debería haberlo dicho. Son cosas de la policía. Se me ha escapado porque estaba cansada. No podía pensar con claridad.

– Dígame tan sólo el nombre del grupo -dijo Fernando-. Todos tienen esas absurdas iniciales como MIEDO: Mártires Islámicos Enfrentados a la Dominación de Occidente.

Ferrera no contestó.

– No me ha escuchado -dijo Fernando.

Frunció el ceño y repitió lo que había dicho.

– ¿Quiere decir que no eran terroristas?

– Eran terroristas, pero no islámicos.

Fernando negó con la cabeza, incrédulo.

– No entiendo cómo puede decir eso.

Ferrera se encogió de hombros.

– He leído todos los informes -dijo Fernando-. Encontraron explosivos en la parte de atrás de la furgoneta, con el Corán y el fajín y el pasamontañas. Metieron los explosivos en la mezquita. La mezquita estalló y…

– Todo eso es cierto.

– Entonces no sé de qué está hablando.

– Por eso tiene que olvidarlo todo hasta que salga en las noticias de mañana.

– Entonces, ¿por qué no me lo dice ahora? -preguntó Fernando-. No voy a ir a ninguna parte.

– Porque aún hay que interrogar a los sospechosos.

– ¿Qué sospechosos?

– Los sospechosos de haber planeado el atentado a la mezquita.

– Intenta confundirme.

– Se lo contaré si me promete no preguntarme más -dijo Ferrera-. Sé que es importante para usted, pero se trata de una investigación policial, y es totalmente confidencial.

– Cuéntemelo.

– Primero prométamelo.

– Se lo prometo -dijo Fernando, moviendo la mano como para quitarle importancia.

– Eso ha parecido una promesa de político.

– Es lo que pasa cuando estás mucho tiempo con ellos. Aprendes demasiado deprisa -dijo Fernando-. Se lo prometo, Cristina.

– Habían colocado otra bomba en la mezquita, y cuando explotó hizo detonar la enorme cantidad de hexógeno que los terroristas islámicos almacenaban allí. Eso fue lo que destruyó el bloque donde vivía.

– ¿Y sabe quién colocó la bomba?

– Me ha prometido que no haría más preguntas.

– Lo sé, pero necesito saberlo… Tengo que saberlo.

– Esta noche estamos trabajando en ello.

– Tiene que decirme quiénes han sido.

– No puedo. Y se acabó la discusión. No es posible. Si saliera a la luz perdería mi trabajo.

– Mataron a mi mujer y a mi hijo.

– Y si son responsables, serán juzgados.

Fernando abrió un paquete de cigarrillos.

– Tendrá que salir al balcón si quiere fumar.

– ¿Viene a sentarse conmigo?

– ¿No habrá más preguntas?

– Se lo prometo. Y tiene razón. No puedo hacerle eso.

Falcón y Ramírez llamaron al timbre en el momento en que el taxi de Zarrías salía de la calle Castelar. Eduardo Rivero abrió la puerta, pensando que era Ángel que volvía a recoger el cuaderno que se había olvidado. Se quedó sorprendido al ver en la puerta a dos policías de cara pétrea que le mostraban sus placas. Por un momento se quedó por completo sin expresión, como si los músculos se hubieran quedado sin impulso neuronal. Su simpatía natural los revivió.

– ¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros? -preguntó; su bigote blanco doblaba en tamaño la amplitud y calidez de su sonrisa.

– Nos gustaría hablar con usted -dijo Falcón.

– Es muy tarde -dijo Rivero, mirando su reloj.

– No puede esperar -dijo Ramírez.

Rivero apartó la vista de él con cierta repugnancia.

– ¿Nos conocemos? -le dijo a Falcón-. Su cara me es familiar.

– Hace unos años vine a una fiesta -dijo Falcón-. Mi hermana es la pareja de Ángel Zarrías.

– Ah sí, sí, sí… Javier Falcón. Claro -dijo Rivero-. ¿Puedo preguntarle de qué quiere hablar a esta hora de la noche?

– Somos detectives de homicidios -dijo Ramírez-. A esta hora de la noche sólo hablamos de asesinatos.

– ¿Y usted es…? -preguntó Rivero, mostrando su desagrado aun de forma más evidente.

– El inspector Ramírez. Y no nos conocemos de nada, señor Rivero. Me acordaría.

– No se me ocurre en qué puedo ayudarles.

– Sólo queremos hacerle unas preguntas -dijo Falcón-. No nos llevará mucho rato.

Eso rebajó la tensión. Rivero ya se veía en la cama en menos de una hora. Acabó de abrir la puerta y los dos policías entraron.

– Iremos a mi despacho -dijo Rivero para que Ramírez le siguiera, pues este había cruzado directamente la arcada hacia el patio interior y pasaba los dedos por el áspero borde del seto.

– ¿Cómo se llama esto? -preguntó Ramírez.

– Boj -dijo Rivero-. De la familia de las buxáceas. En Inglaterra se utiliza para hacer laberintos. ¿Subimos?

– Parece que lo hayan podado -dijo Ramírez-. ¿Sabe cuándo lo hicieron?

– Probablemente el fin de semana, inspector Ramírez -dijo Rivero, extendiendo el brazo hacia él para atraerlo al redil-. Subamos, si no le importa.

Ramírez partió una ramilla y la hizo girar entre el pulgar y el índice. Subieron al despacho de Rivero, donde los invitó a sentarse antes de hundirse en su butaca, al otro lado del escritorio. Le irritó comprobar que Ramírez examinaba las fotos de la pared, en las que aparecía Rivero alternando con políticos y con los mandamases del Partido Popular, varios miembros de la aristocracia, algunos criadores de toros y algunos toreros sevillanos.

– ¿Busca algo, inspector? -dijo Rivero.

– Usted era el líder de Fuerza Andalucía hasta hace pocos días -dijo Ramírez-. De hecho, ¿no renunció al liderazgo del partido la misma mañana de la explosión?

– Bueno, no fue una decisión repentina. Llevaba ya mucho tiempo pensándolo, pero cuando ocurre algo así, se abre un nuevo capítulo en la política sevillana, y me pareció que un nuevo capítulo precisaba nuevas fuerzas. Jesús Alarcón es el hombre adecuado para impulsar el partido. Creo que mi decisión ha resultado ser muy acertada. Las encuestas nos dan un porcentaje mayor que nunca.

– Tenía entendido que estaba aferrado a su cargo -dijo Ramírez-, y que se habían hecho algunos movimientos para convencerle de que renunciara, pero que se había negado. ¿Qué le llevó a reconsiderarlo?

– Creía habérselo explicado.

– A principios de año dos dirigentes de su partido abandonaron.

– Tenían sus razones.

– En la prensa se dijo que era porque ya estaban hartos de usted.

Silencio. Siempre había asombrado a Falcón lo mucho que le gustaba a Ramírez ganarse la antipatía de la gente «importante».

– Incluso creo recordar que uno de ellos dijo que haría falta una bomba para hacerle renunciar al liderazgo del partido, y cito: «Eso tendría el satisfactorio efecto secundario de apartar también a don Eduardo de la política». De estas palabras nadie deduciría que estaba usted pensando en dimitir, señor Rivero.

– La persona que dijo eso esperaba sucederme en la presidencia del partido. No me parecía un candidato adecuado, sólo era siete años más joven que yo. Lamenté que por esa causa se acabara nuestra amistad.

– No es eso lo que dijeron los periódicos -dijo Ramírez-. Lo que yo leí no es que esos dos dirigentes se propusieran a sí mismos, sino que, de hecho, defendían que el sucesor fuera Jesús Alarcón. Lo que yo me pregunto es qué ha sucedido entre entonces y ahora que le ha llevado a cambiar tan repentinamente de opinión.

– Me halaga que sepa tanto de mi partido -dijo Rivero, que había recuperado cierta seguridad en sí mismo al recordar que esos hombres eran detectives de homicidios, y no de la brigada de delitos sexuales-. Pero ¿no me han dicho que habían venido a hablar de otra cosa? Es tarde; quizá deberíamos ir al grano.

– Sí, claro -dijo Ramírez-. De todos modos, probablemente no fue más que un rumor malicioso.

Ramírez se sentó, muy satisfecho de sí mismo. Rivero lo miró con fijeza por encima de las gafas de montura dorada que acababa de ponerse. Era difícil saber lo que bullía en su interior. ¿Quería saber cuáles eran los rumores o prefería que Ramírez cerrara la puta bocaza?

– Buscamos una persona desaparecida, don Eduardo -comentó Falcón.

La mirada de Rivero se apartó bruscamente de Ramírez y se centró en Falcón.

– ¿Una persona desaparecida? -dijo, y en la comisura de la boca se esbozó una expresión de alivio-. No creo que nadie que yo conozca haya desaparecido, inspector jefe.

– Estamos aquí porque ese hombre fue visto por última vez en su casa. Una de sus doncellas lo ha declarado -dijo Falcón, que había pronunciado todas las sílabas de manera clara y lenta para ver cómo esa información se iba acumulando en Eduardo Rivero con el mismo desagrado que si le introdujeran una sonda médica.

Rivero era un político experto, pero ni siquiera él pudo relajarse y animarse mientras Falcón desgranaba esa frase. Quizá porque había temido escucharla y la había exiliado a la región más inhóspita de su mente.

– No sé muy bien a quién puede referirse -dijo Rivero, agarrándose a la soga de la esperanza sólo para encontrarla deshilachada.

– Se llama Tateb Hassani -dijo Falcón-, aunque en Estados Unidos su nombre era Jack Hansen. Era profesor de Estudios Arábigos en la Universidad de Columbia en Nueva York. -Falcón sacó una foto del bolsillo interior de la americana y la colocó delante de Rivero-. Estoy seguro de que reconocerá a uno de sus invitados, don Eduardo.

Rivero se inclinó hacia delante y clavó los codos en el escritorio. Bajó la vista, se acarició la barbilla y se masajeó las mandíbulas con el pulgar una y otra vez, mientras revolvía el mobiliario de su cerebro en busca de la inspiración que le sacara de ese apuro.

– Tiene razón -dijo Rivero-. Tateb Hassani estuvo de invitado en esta casa hasta el sábado pasado. Se marchó y no he vuelto a verle ni a saber nada de él.

– ¿A qué hora se fue de esta casa y cómo la abandonó? -preguntó Falcón.

– No estoy seguro de cuándo…

– ¿Era de día?

– Yo no estaba en casa cuando se fue -dijo Rivero.

– Cuándo fue la última vez que lo vio?

– Fue después de comer, probablemente a las cuatro y media. Le dije que me iba a echar la siesta. Él dijo que no tardaría en marcharse.

– ¿A qué hora se despertó de la siesta?

– Hacia las seis y media.

– ¿Y Tateb Hassani ya se había ido?

– Correcto.

– Estoy seguro que el servicio lo confirmará.

Silencio.

– ¿Cuándo ha visto por última vez a Agustín Cárdenas, el cirujano plástico?

– Estuvo aquí esta noche. Vino a cenar.

– ¿Y antes?

Silencio, mientras ideas monstruosas bullían en la mente asqueada de Rivero: asomaban y remitían, asomaban y remitían.

– El sábado por la noche estuvo aquí. Vino a cenar.

– ¿Cómo vino?

– En su coche.

– ¿Puede describir el coche?

– Es un Mercedes Estate E500 negro. Lo compró el año pasado.

– ¿Dónde lo aparcó?

– Dentro de la casa, bajo la arcada.

– ¿Agustín Cárdenas se quedó a pasar la noche?

– Sí.

– ¿A qué hora se fue el domingo?

– Hacia las once de la mañana.

– ¿Vio que el coche saliera de su casa en algún momento entre la llegada de Agustín Cárdenas y su marcha el domingo por la mañana?

– No -dijo Rivero. El sudor le resbalaba por la espalda.

– ¿Quién más asistió a esa cena del sábado por la noche?

Rivero se aclaró la garganta. Se iba hundiendo más y más en el agua, y ya le llegaba a la barbilla.

– No estoy seguro de qué puede tener que ver todo esto con la desaparición de Tateb Hassani.

– Esa noche Tateb Hassani fue envenenado con cianuro, le cortaron las manos mediante una operación quirúrgica, le quemaron la cara con ácido y le arrancaron el cuero cabelludo -dijo Falcón.

Rivero tuvo que apretar las nalgas para impedir que se le vaciaran los intestinos.

– Pero ya le he dicho que Tateb Hassani se marchó antes de cenar -dijo Rivero-. Puede que cuatro horas antes.

– Y estoy seguro de que el servicio que hacía su turno el sábado a esa hora podrá corroborarlo -dijo Falcón.

– No le estamos acusando de mentir, don Eduardo -dijo Ramírez-. Pero debemos hacernos una idea clara de lo que ocurrió en esta casa con la esperanza de que eso explique lo que ocurrió luego.

– ¿Qué ocurrió luego?

– Vayamos por partes -dijo Falcón-. ¿Quién asistió a la cena, aparte de usted y de Agustín Cárdenas?

– Eso no arrojará luz sobre la desaparición de Tateb Hassani porque ¡ya se había ido de esta casa! -tronó Rivero, recalcando las siete últimas palabras a puñetazos en la mesa.

– No hace falta que se altere, don Eduardo -dijo Ramírez, inclinándose hacia delante, con aire de falsa preocupación-. Seguramente podrá entender que, dado que un hombre fue asesinado y brutalmente mutilado, el inspector jefe le haga unas preguntas que a lo mejor le desconciertan, pero que, podemos asegurarle, tienen relación con el caso.

– Retrocedamos un momento -dijo Falcón, para no parecer tan implacable-. Dígame quién preparó la cena del sábado y quién la sirvió.

– La preparó el cocinero, pero no la sirvieron. La llevaron a la habitación de al lado y la dejaron como buffet.

– ¿Puede darnos los nombres de esos empleados? -dijo Falcón.

– Inmediatamente después se fueron a casa.

– De todos modos, nos gustaría que nos diera sus nombres y número de teléfono -dijo Falcón, y Ramírez le entregó su libreta, pero Rivero la rechazó.

– Están violando mis derechos…

– Díganos qué sucedió después de la cena -dijo Falcón-. ¿A qué hora terminó, quién se quedó y quién se fue, y qué hicieron el resto de la noche los que se quedaron?

– No, esto es demasiado. Ya les he dicho todo lo que guarda alguna relación con la desaparición de Tateb Hassani. He colaborado. Todas estas otras preguntas son una escandalosa intromisión en mi vida privada, y no veo por qué debo responderlas.

– ¿Por qué tuvo a Tateb Hassani cinco días de invitado?

– Le acabo de decir que no voy a responder a más preguntas.

– En ese caso, debo informarle de que Tateb Hassani es sospechoso de un delito de terrorismo, directamente vinculado a los atentados de Sevilla. Su letra figuraba en los documentos encontrados en la mezquita destruida. Así pues, estaba usted alojando a un terrorista, don Eduardo. Creo que ya sabe lo que eso significa en lo que se refiere a nuestra investigación. Así que nos gustaría que nos acompañara a Jefatura, donde proseguiremos el interrogatorio bajo las condiciones de la ley antiterrorista de…

– Vamos, inspector jefe, no nos precipitemos -dijo Rivero, pálido como un muerto-. Usted ha venido a preguntarme por la desaparición de Tateb Hassani. Yo le he dicho todo lo que sé. Ahora cambia la naturaleza de su interrogatorio sin darme la oportunidad de ver el asunto bajo esa nueva luz.

– No queríamos forzarle, don Eduardo -dijo Falcón-. Regresemos a por qué tuvo de invitado a Tateb Hassani durante cinco días…

Rivero tragó saliva y se agarró al escritorio para la siguiente vuelta de su carrera.

– Nos ayudaba con nuestra política de inmigración. Él, como nosotros, no creía que África y Europa fueran incompatibles, ni que el cristianismo y el Islam no pudieran cohabitar en armonía. Su comprensión de la mentalidad árabe nos fue de muchísima ayuda. Y, naturalmente, su nombre y su prestigio le daban más peso a nuestra causa.

– ¿A pesar de que casi nunca visitaba su patria, había pasado toda su vida de adulto en Estados Unidos y había tenido que dejar la Universidad de Columbia por un caso de acoso sexual, lo que le costó su apartamento y todos sus ahorros? -dijo Falcón.

– A pesar de eso -dijo Rivero-. Sus conocimientos eran inapreciables.

Rivero se quedó mirando el escritorio, aterrado ante esa creciente demanda de más y más improvisación. ¿Cómo iba a conseguir recordar todo lo que estaba diciendo? Cada vez le costaba más controlar sus intestinos. Reunió todas las fuerzas que le quedaban para sobreponerse. Tenía que aguantar, como un hombre fatalmente herido que ha de seguir hablando, superar sus deseos de abandonar. Se estaba desmoronando. Su caparazón había comenzado a debilitarse desde el momento en que el DVD llegó anónimamente a sus manos y tuvo que presenciar sus espantosas indiscreciones. Las grietas se agrandaron cuando Ángel fue a verle. Rivero, su blanca mata de pelo despeinada y la cara abotagada por el exceso de alcohol, había escuchado cómo Ángel le contaba cómo lo había salvado. El rumor se había extendido, como un fuego que consume el sotobosque seco como yesca, reuniendo fuerzas para convertirse en un incendio indomable. Ángel lo había salvado, pero a un precio. Había llegado el momento de dimitir o ser destruido.

Aquella conversación con Ángel lo había debilitado más de lo que imaginaba. A lo largo de los días posteriores había comenzado su desmoronamiento, pues todas las partes de su ser estaban surcadas de grietas. Cada paso que daba era un paso en la oscuridad. Se había cometido un asesinato en su casa, y se había profanado la santidad del cuerpo. Después de que aquello tuviera lugar, no comprendía cómo algo así le había sucedido en cuestión de semanas. Antes era un hombre brillante y sano, y de repente se convertía en alguien corrupto, agrietado, lleno de fracturas irreparables. Tenía que controlarse. No podía venirse abajo.

– Seguramente recuerda cuánto le pagó por una asesoría tan inapreciable -dijo Falcón, que había estado presenciando la tremenda lucha que se libraba al otro lado del escritorio.

– Cinco mil euros -dijo Rivero.

– ¿Le pagó con un cheque?

– No, en efectivo.

– ¿Con dinero negro?

– Incluso los policías saben cómo funciona este país -dijo Rivero con acidez.

– Debo decirle, don Eduardo, que admiro su aplomo en estas difíciles circunstancias -dijo Falcón-, Si yo estuviera en su lugar y me enterara de que el hombre al que he pagado cinco mil euros para que me asesorara sobre inmigración había estado implicado en un complot terrorista para secuestrar dos escuelas y una facultad, no sabría cómo reaccionar. Si yo fuera usted, que ese hombre hubiera sido responsable de escribir esas espantosas instrucciones de cómo matar niños y adolescentes, uno por uno, hasta que se cumplieran sus exigencias, me dejaría destrozado.

– Pero claro, usted es un político -dijo Ramírez, sonriendo.

Rivero sentía que el sudor le inundaba los costados, las tripas le protestaban sonoramente, la presión arterial le chillaba en los oídos, el corazón le latía tan deprisa y estaba tan tenso que jadeaba en pos de oxígeno. Y no obstante, seguía allí sentado, dándose golpecitos en la aleta de la nariz, aguantando agarrado al escritorio.

– Tengo que decirle -dijo Rivero- que no entiendo qué significa esto.

– Así que el sábado por la noche tuvieron esa cena -dijo Falcón-. No la sirvieron, sino que fue un buffet. ¿Cuánta gente asistió a la cena? Hasta ahora, le tenemos a usted y a Agustín Cárdenas, pero no se tomaría la molestia de preparar un buffet sólo para dos, ¿verdad?

– También estaba Ángel Zarrías -dijo Rivero, sin titubear, pensando, sí, que cojan a Ángel, que se hunda con ellos, el cabronazo-. A menudo hago preparar un buffet los sábados por la noche, para que los sirvientes puedan volver a casa y cenar con sus familias.

– ¿A qué hora llegó Ángel?

– Creo que cerca de las nueve y media.

– ¿Y Agustín Cárdenas?

– Hacia las diez.

– ¿Vino con alguien más?

– No.

– ¿Estaba solo en el coche?

– Sí.

– ¿Está diciendo que sólo fueron tres a cenar?

A Rivero ya le daba igual seguir mintiendo. Todo era mentira. Se quedó mirando el escritorio y dejó que las mentiras resbalaran por su lengua, como monedas gastadas tersas y resbaladizas de tan usadas.

– Sí. A menudo hago servir un buffet y quien quiera venir… que venga.

Falcón miró a Ramírez, quien se encogió de hombros y le hizo seña de que entrara a matar.

– ¿Conoce a un sirviente suyo llamado Mario Gómez?

– Por supuesto.

– Dice que fue él quien preparó el buffet en la habitación de al lado el sábado por la noche.

– Sería su trabajo -dijo Rivero.

– Nos dijo que le había servido a Tateb Hassani al menos una comida al día desde que llegó a su casa, en estas habitaciones.

– Es posible.

– Sabía quién era Tateb Hassani, y vio cómo subía las escaleras con usted y con Ángel Zarrías a las 9:45 del sábado por la noche en dirección al buffet. Horas después a Tateb Hassani lo envenenaron con cianuro, lo desfiguraron de forma horrible y lo condujeron desde aquí en el coche de Agustín Cárdenas, hasta la calle Boteros, donde lo arrojaron a un contenedor.

Rivero entrelazó las manos, las colocó entre sus delgados muslos y se echó a sollozar con la cabeza pegada al pecho. Liberado, por fin.


Загрузка...