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Rabat. Viernes, 9 de junio de 2006, 08:45 horas


Yacoub estaba en la biblioteca de la casa del grupo en la medina cuando fueron a buscarlo. Sin advertencia previa lo rodearon cuatro hombres. Le colocaron una capucha negra en la cabeza y le sujetaron las manos a la espalda con unas esposas de plástico. Nadie dijo una palabra. Lo sacaron a la calle, y allí lo metieron a empellones en el suelo de la parte de atrás de un coche. Tres hombres entraron después de él y le colocaron los pies encima del cuerpo. El coche arrancó.

El viaje duró horas. El suelo era incómodo, pero al menos iban sobre asfalto. Yacoub controló su miedo diciéndose que eso formaba parte del rito de iniciación. Después de varias horas abandonaron la carretera y comenzaron a subir por una pista de firme muy irregular. Hacía calor. El coche no tenía aire acondicionado y las ventanillas estaban bajadas. Debía de haber mucho polvo, porque Yacoub podía olerlo incluso dentro de la capucha. Pasaron una hora bajando de manera más o menos abrupta por la pista irregular hasta que el vehículo se detuvo. Se oyó el mecanismo de un fusil, seguido de un intenso silencio, como si cada una de las caras que iban en el coche fuera escrutada. Les indicaron que siguieran.

El coche siguió durante otros quince minutos hasta que se detuvo otra vez. Se abrieron las puertas y sacaron a Yacoub, que perdió sus babuchas. Lo llevaron por un terreno rocoso a tanta velocidad que tropezaba y perdía pie. Lo levantaron sin miramientos. Se abrió una puerta. Lo llevaron por un terreno de tierra batida y bajaron unos peldaños. Otra puerta. Lo arrojaron contra un muro. Cayó al suelo. Se cerró la puerta y los pasos se alejaron. La luz no penetraba por la densa tela de la capucha. Escuchó atentamente y oyó un ruido que no parecía proceder de la misma habitación. Era un ruido humano. Llegaba de la garganta de un hombre, y eran gritos ahogados y gruñidos, como si sufriera un gran dolor. Llamó al hombre, pero la voz calló y se oyó un leve sollozo.

El sonido de unos pasos al acercarse aceleró el corazón de Yacoub. Se le secó la boca al abrirse la puerta. La habitación parecía estar llena de gente, todos gritando y empujándole. De la habitación de al lado llegó un chillido y una voz suplicante de hombre. Levantaron a Yacoub en vilo, boca abajo, y volvieron a llevarlo escaleras arriba hasta salir fuera. Tras cruzar un trecho del terreno áspero lo soltaron y retrocedieron. Quienquiera que hubiera estado antes abajo, en las celdas, ahora estaba con él al aire libre, gritando de dolor. Se oyó el mecanismo de un fusil cerca de su oído. A Yacoub le levantaron la cabeza y le quitaron la capucha. Vio los pies de un hombre, ensangrentados y destrozados. Le tiraron del pelo por detrás y quedó encarado con el hombre que tenía delante. Un disparo, fuerte y cercano. La cabeza del hombre sufrió una sacudida y la masa cerebral salió por el otro lado. Sus pies ensangrentados sufrieron un espasmo. Volvieron a colocarle la capucha a Yacoub. Le clavaron el cañón del arma en la nuca. Oía el corazón tronándole en los oídos, y tenía los ojos muy apretados. El gatillo emitió un chasquido tras su cabeza.

Volvieron a levantarlo. Ahora parecían más amables. Lo alejaron de allí, ya sin prisas. Lo metieron en una casa y le dieron una silla donde sentarse. Le quitaron las esposas de plástico y la capucha negra. El sudor le resbalaba por el cuello y se le metía en el cuello de la chilaba. Un muchacho volvió a ponerle las babuchas. Le sirvieron un té con menta. Estaba tan desorientado que ni siquiera pudo fijarse en las caras que le rodeaban antes de que lo dejaran solo. Yacoub dejó caer la cabeza sobre la mesa, soltó un grito ahogado y lloró.

Después de tanto rato con la capucha puesta, sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad de ese cuarto. Sólo había una cama en un rincón. Una pared estaba forrada de libros. Todas las ventanas estaban cerradas con postigos. Dio un sorbo de té. El corazón se le fue tranquilizando y bajó de las cien pulsaciones. La garganta, constreñida de histeria hasta ese momento, se le aflojó. Se acercó a los libros y estudió los títulos. Casi todos eran de arquitectura e ingeniería: volúmenes con detalles de edificios y máquinas. Incluso había manuales de montaje de coches, gruesos planos de fabricación de vehículos cuatro por cuatro. Estaban todos en francés, inglés y alemán. Los únicos textos en árabe eran volúmenes de poesía. Se reclinó en la silla.

Entraron dos hombres que le dispensaron una bienvenida formal pero cálida. Uno se llamaba Mohamed, el otro Abu. Les seguía un muchacho que portaba una bandeja con té, vasos y un plato con pan. Los dos hombres tenían barba poblada, llevaban túnicas marrón oscuro y botas del ejército. Se sentaron a la mesa. El muchacho sirvió el té y salió. Abu y Mohamed estudiaron atentamente a Yacoub.

– Esto no suele formar parte de los trámites de iniciación -dijo Mohamed.

– Uno de los miembros de nuestra dirección ha considerado que eras un caso especial -dijo Abu-, ya que tienes muchos contactos en el exterior.

– Le ha parecido que no te debía quedar ninguna duda de cuál era el castigo por traición.

– Nosotros no estamos de acuerdo con él -dijo Abu-. No pensamos que nadie que lleve el nombre de Abdulá Diouri necesite esa demostración.

Yacoub les agradeció el honor que le conferían a su padre. Sirvieron más té y bebieron. Partieron un pan y lo repartieron.

– El miércoles te visitó un amigo tuyo -dijo Mohamed.

– Javier Falcón -dijo Yacoub.

– ¿De qué quería hablarte?

– Es quien investiga el atentado de Sevilla -dijo Yacoub.

– Lo sabemos todo de él -dijo Abu-. Sólo queremos saber de qué hablaste.

– La central de inteligencia española le había pedido que me sondeara en su nombre -dijo Yacoub-. Querían saber si estaría dispuesto a pasarles información.

– ¿Y qué les dijiste?

– Le di la misma respuesta que les había dado a los estadounidenses y a los ingleses cuando me propusieron lo mismo -dijo Yacoub-, que es el motivo por el que estoy aquí hoy.

– ¿Y qué motivo es ese?

– Al rechazar a esas personas, que me deshonraron ofreciéndome dinero por mis servicios, comprendí que había llegado el momento de tomar partido. Si me sentía tan seguro de que no quería estar con ellos, de ello se deducía que mi lealtad se orientaba en otra dirección. Los rechacé porque sería la máxima traición a todo lo que mi padre representaba. Y si ese era el caso, entonces yo debía tomar partido por aquello en lo que él creía, en contra de la decadencia que tanto había despreciado. Así que cuando mi amigo se fue me dirigí directamente a la mezquita de Salé y les hice saber que deseaba ayudarles como mejor pudiera.

– ¿Sigues considerando un amigo a Javier Falcón?

– Sí. No actuaba en su nombre. Sigo considerándolo un hombre honorable.

– Hemos seguido con interés el atentado de Sevilla -dijo Mohamed-. Como es probable que hayas visto, ha trastornado enormemente uno de nuestros planes, lo que ha exigido una tremenda reorganización. Tenemos entendido que ayer por la noche se practicaron algunas detenciones. Hay tres hombres detenidos. Todos son miembros del partido político Fuerza Andalucía, un partido que mantiene una postura antiislámica, que pretende trasladar a la política regional. Los hemos vigilado de cerca. Recientemente han elegido un nuevo líder, del que sabemos muy poco. Lo que sabemos es que los tres detenidos han sido acusados de asesinato. Se cree que mataron a un apóstata y traidor llamado Tateb Hassani. Esto no nos interesa, ni tampoco esos tres hombres, que no creemos que sean importantes. Lo que nos gustaría saber, y creemos que tu amigo Javier Falcón podrá ayudarnos, es quién dio la orden de poner una bomba en la mezquita.

– Si él lo supiera, seguro que habría detenido a los culpables.

– Nosotros creemos que no -dijo Abu-. Nosotros creemos que quienes dieron la orden son demasiado poderosos para que tu amigo pueda tocarlos.


Sevilla. Viernes, 9 de junio de 2006, 10:00 horas


Falcón sabía que la manera en que había pinchado a Ángel Zarrías no le ayudaría de manera directa, pero esperaba que causara algún daño estructural invisible que desembocara en una confesión posterior. Ángel Zarrías se había puesto en evidencia, claro… ¡cómo no! Mientras él se dedicaba a combatir los poderes corruptores del materialismo y la implacable energía del Islam radical, su pareja, la mujer que él amaba, tenía una rabieta de niña de dos años, consumida por sus patéticas necesidades y preocupaciones. Para él representaba todo lo que no le gustaba de esta vida moderna que había acabado despreciando, que era ahora su manera de justificar por qué había utilizado unos poderes igualmente corruptores y una energía igual de fanática para volver a encarrilar un mundo sin rumbo.

A Falcón le había preocupado mucho que la rabia desatada al revelarle la irritación de Manuela pudiera causarle una embolia o un infarto fatales. Los cuarenta y cinco años de frustración política de Ángel habían salido por fin a la luz, provocando unas farfullantes admisiones que indicaban, sin la menor duda, su implicación y la de Fuerza Andalucía en la conspiración, pero que no contribuían a que la investigación consiguiera penetrar en zonas ignotas. Como habían acordado, Falcón no tenía que interrogar a nadie entre las 10:30 y el mediodía. Pensaba asistir al funeral de Inés Conde de Tejada. Cogió el coche y se dirigió al cementerio de San Fernando, al norte de la ciudad. Mientras se acercaba contó tres furgonetas de televisión y siete equipos de filmación.

En el cementerio estaba presente todo el personal del Edificio de los Juzgados y del Palacio de Justicia. Cerca de doscientas personas se arremolinaban alrededor de la verja, casi todos fumando. Falcón los conocía a todos, y tardó en poder abrirse paso entre el gentío y llegar hasta donde estaban los padres de Inés.

Ni su padre ni su madre eran altos, pero la muerte de su hija parecía haberlos menguado. La enormidad del hecho y la multitud los empequeñecían. Falcón presentó sus respetos a ambos, y la madre de Inés le besó y lo abrazó tan fuerte como si Falcón fuera un salvavidas en medio de ese mar de humanidad. En el apretón de manos de su marido no hubo nada. Tenía la cara caída, los ojos acuosos. De la noche a la mañana había envejecido diez años. Hablaba como si no reconociera a Falcón. Cuando este estaba a punto de marcharse, la madre de Inés lo agarró del brazo y en un ronco susurro le dijo: «Debería haberse quedado contigo, Javier», a lo que no hubo respuesta.

Falcón se unió a la multitud que desfilaba por el camino flanqueado de árboles que conducía al mausoleo familiar. Los equipos de filmación rondaban cerca, pero mantenían las distancias. Mientras subían el ataúd por los escasos peldaños, se oyó sollozar a algunas mujeres. Esas ocasiones, sobre todo cuando se trataba de una muerte prematura, eran tan emocionalmente dolorosas que muchos hombres también habían sacado sus pañuelos. Cuando una anciana se puso a gritar: «¡Inés, Inés!» en el momento en que el ataúd desaparecía en la oscuridad, la multitud pareció sufrir una convulsión de rabia.

Los asistentes se dispersaron tras la breve ceremonia. Falcón regresó a su coche, la cabeza gacha y un nudo tan fuerte en la garganta que fue incapaz de responder a la gente que intentaba detenerlo. Fue un alivio poder volver solo, como si se aflojara toda la emoción contenida. Cuando llegó a Jefatura lloró durante un minuto, con la frente apoyada en el volante, antes de recobrar la serenidad para enfrentarse a la siguiente ronda de interrogatorios.


A la hora de comer descubrieron cuál era el problema fundamental. Ni siquiera Rivero, que era el más débil de los tres, les proporcionaría el vínculo necesario entre Fuerza Andalucía y los que habían preparado la bomba. Ninguno mencionaría Informaticalidad, por no hablar de delatar a Lucrecio Arenas y César Benito.

En una reunión que mantuvieron Elvira, Del Rey y Falcón, en la que intentaban ver cuáles eran los cargos más graves de los que podían acusar a los tres sospechosos, Elvira avanzó la posibilidad de que el vínculo no apareciera porque no existía.

– Tuvieron que darle el trabajo de Hassani a alguien -dijo Del Rey.

– Y yo pienso que todos creemos que la razón por la que Ricardo Gamero se suicidó fue que la tarjeta del electricista, que acabó en manos del imán a través de Botín, le hacía responsable -dijo Falcón-. Mark Flowers me dijo que el imán esperaba una vigilancia más estrecha. De hecho quería que le colocaran micrófonos en su despacho para que el CGI averiguara los planes de Hammad y Saoudi. Obviamente, ninguno de ellos sabía que además de ese micrófono pensaban colocar una bomba. La cuestión es que Gamero se dirigió a la persona que le había dado la tarjeta exigiendo una explicación. Pero ¿quién le dio la tarjeta a Zarrías?

– Es posible que Zarrías tampoco supiera lo de la bomba -dijo Elvira-. Quizá pensaba que tan sólo era un escalón más en la vigilancia que llevaba a cabo Informaticalidad.

– La persona a la que me gustaría ver aquí es a Lucrecio Arenas -dijo Falcón-. El fue quien colocó a su protegido, Jesús Alarcón, para que recibiera la presidencia del partido de Rivero. Es un amigo de toda la vida de Ángel Zarrías, y ha estado metido en el grupo Horizonte, con el que Benito y Cárdenas están asociados, y, en última instancia, es el dueño de Informaticalidad.

– Pero a no ser que esos tipos cedan, todo lo que puede hacer es hablar con ellos -dijo Del Rey-. No tiene nada con que presionarles. La única razón por la que hemos llegado tan lejos es porque alguien, por pura chiripa, vio a Tateb Hassani el sábado por la noche en casa de Rivero, y que posteriormente Rivero se aturullara y perdiera los nervios cuando usted y el inspector Ramírez hablaron con él por primera vez.


Falcón estaba en la sala de observación a la espera de los nuevos interrogatorios, que comenzaban a las cuatro. Hacia las cinco Gregorio apareció detrás de él.

– Yacoub necesita hablar -dijo.

– Pensaba que no debíamos comunicarnos hasta la noche.

– Le hemos dado la posibilidad de ponerse en contacto si surge una emergencia -dijo Gregorio-. Es algo relacionado con el rito de iniciación.

– No he traído el libro de Javier Marías.

Gregorio sacó un ejemplar de su portafolios. Se dirigieron al despacho de Falcón y Gregorio preparó el ordenador.

– Esta vez a lo mejor hay un poco de demora entre las líneas -dijo Gregorio-. Utilizamos un software de codificación diferente y es un poco más lento.

Gregorio se levantó de la silla de Falcón y se dirigió a la ventana. Falcón se sentó delante del ordenador e intercambió las presentaciones con Yacoub, que empezó diciendo que no disponía de mucho tiempo y le relató brevemente lo ocurrido aquella mañana. Le narró la ejecución que había presenciado, pero no le dijo nada del simulacro. Falcón se echó hacia atrás.

– Esto se ha descontrolado -dijo, y Gregorio leyó las palabras de Yacoub por encima del hombro de Falcón.

– Tranquilícele. Dígale que no se ponga nervioso -dijo Gregorio-. No ha sido más que una advertencia.

Falcón comenzó a teclear justo en el momento en que llegaba otro párrafo de Yacoub.

– Cosas importantes sin un orden concreto, 1) Me sacaron de la casa de la medina hacia las 6:45 de la mañana. El viaje duró unas tres horas y media y luego pasaron cuarenta minutos antes de que me reuniera con los dos hombres que se hacían llamar Mohamed y Abu. 2) Dijeron que la explosión había «trastornado enormemente uno de nuestros planes, lo que ha exigido una tremenda reorganización». 3) Me dejaron en una habitación que tenía una pared forrada de libros. Todos eran de arquitectura o ingeniería. También había unos cuantos manuales de montaje de vehículos cuatro por cuatro. 4) Estaban al corriente de la detención de tres hombres pertenecientes a un partido político llamado Fuerza Andalucía, acusados de asesinar a un «apóstata y traidor» llamado Tateb Hassani. También sabían que eso estaba relacionado de algún modo con el atentado de Sevilla, pero dijeron que esos hombres no eran «importantes». 5) La información que quieren de ti, Javier, es la siguiente: la identidad de los hombres responsables del atentado de la mezquita de Sevilla. Están al corriente de las tres detenciones, y creen que aunque sabes quiénes son los auténticos responsables, son demasiado poderosos para que puedas tocarlos.

»No espero que me contestes de inmediato. Sé que primero tendrás que hablar con tu gente. Necesito tu respuesta lo antes posible. Si puedo proporcionarles esa información, creo que mi prestigio dentro de los dirigentes del grupo aumentará de forma inconmensurable.

– Eso último ni siquiera tengo que pensarlo -dijo Falcón-. No puedo hacerlo.

– Espere un momento, Javier -dijo Gregorio, pero Falcón ya estaba tecleando su respuesta:

«Yacoub, me resulta del todo imposible darte esta información. Tenemos sospechas, pero ninguna prueba. Supongo que los líderes de ese grupo buscan venganza por el atentado de la mezquita, y eso es algo que no estoy dispuesto a tener sobre la conciencia.

Falcón tuvo que sujetar a Gregorio cuando apretó el botón de enviar. Después de unos quince segundos la pantalla parpadeó y la página de seguridad del CNI desapareció y fue reemplazada por la página inicial msn. Gregorio tecleó intentando volverse a meter en la página anterior, pero no había acceso. Hizo una llamada junto a la ventana, de pie.

– Hemos perdido la conexión -dijo.

Al cabo de unos minutos de escuchar y asentir cerró el móvil.

– Problemas con el software de codificación. Han tenido que concluir la transmisión por precaución.

– ¿Ha llegado mi último párrafo?

– Dicen que sí.

– ¿Le ha llegado a Yacoub?

– Eso aún no lo saben -dijo Gregorio-. Nos volveremos a reunir en su casa a las once. Para entonces ya habré podido discutir con Juan y Pablo la sustancia de lo que Yacoub nos ha dicho y sus implicaciones.


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