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Sevilla. Jueves, 8 de junio de 2006, 13:10 horas


– ¿Ha conseguido hablar con su antiguo mentor de Informaticalidad, Marco Barreda? -preguntó Falcón.

– Hice algo mejor -dijo David Curado-. Fui a verle.

– ¿Cómo se le ocurrió?

– Bueno, lo llamé y comencé a decirle que usted y yo habíamos hablado, y me interrumpió, y me dijo que era una lástima que no nos hubiéramos visto desde que dejé la empresa, y que por qué no quedábamos para tomar una cerveza y una tapa.

– ¿Habían quedado alguna vez?

– Qué va, sólo hablábamos por teléfono -dijo Curado-. Me quedé sorprendido; se supone que ni siquiera debes hablar con los antiguos empleados, por no hablar de ir a tomar una cerveza con ellos.

– ¿Estuvieron los dos solos?

– Sí, y fue raro -dijo Curado-. Por teléfono se había mostrado muy entusiasta, pero cuando nos vimos fue como si hubiera cambiado de opinión. Parecía ausente, pero me di cuenta de que estaba actuando.

– ¿Cómo?

– Le hablé de nuestra conversación y apenas me prestó atención -dijo Curado-. Pero cuando le pregunté por Ricardo Gamero se quedó estupefacto. Le pregunté quién era y me dijo que era un feligrés de su misma iglesia que se había suicidado esa tarde. Como sabe, yo también solía ir a San Marcos, y nunca me topé con Ricardo Gamero, de modo que le pregunté si se mató porque la poli le buscaba y Marco me dijo que el tipo era un poli.

– ¿Cómo cree que se había tomado la noticia del suicidio de Ricardo Gamero?

– Muy mal, eso lo noté. Estaba muy afectado.

– ¿Eran amigos?

– Supongo, pero no me lo dijo.

Falcón sabía que tenía que hablar directamente con Marco Barreda. Curado le dio su número. Colgaron. Falcón se reclinó en el asiento de su coche, dando golpecitos en el volante con el móvil. El suicidio de Gamero, ¿había hecho vulnerable a Marco Barreda? ¿Y si eso fuera una debilidad y Falcón pudiera apretarle por ahí, revelaría algo importante? ¿Revelaría algo?

No tenía ni idea de en qué se estaba metiendo. Le había hablado al juez Del Rey de esas dos fuerzas -el terrorismo islámico y otra, aún desconocida- que habían actuado de manera implacable, pero no sabía nada de su estructura, ni de sus objetivos, aparte de que estaban dispuestas a matar. ¿Acaso un movimiento había aprendido del otro: a no declarar ningún programa coherente, a operar como una estructura de comando individual, a crear células autónomas sin relación entre sí, las cuales, al ser activadas desde otro país, llevaban a cabo su misión destructiva?

Poder reflexionar acerca de todo eso en soledad le produjo un momento de claridad. Esa era una de las diferencias culturales entre el Islam y Occidente: siempre que había un atentado islamista, Occidente buscaba el «cerebro» de la operación. Tenía que haber un genio del mal en el fondo del asunto, porque ese era el orden que Occidente exigía: una jerarquía, un plan con una meta alcanzable. ¿Cuál era la cadena?

Lo repasó todo comenzando por el electricista que colocó la bomba. Una llamada del imán lo hizo acudir a la mezquita, y Miguel Botín fue quien le dio el número del electricista. La tarjeta donde estaba el número era la conexión entre la misión y la jerarquía que la había ordenado. Ni los electricistas ni los inspectores del ayuntamiento estaban en el edificio en el momento de la explosión, y ambos formaban parte del plan tanto como la tarjeta. Así no es como actuaría una célula terrorista islámica. Eso significaría, por lógica, que la única persona que podía haber activado a Miguel Botín era Ricardo Gamero. ¿Por qué se había suicidado Gamero? Porque, al activar a Miguel Botín con la tarjeta del electricista, Gamero no comprendió que lo estaba convirtiendo en el agente de la destrucción del edificio y de la gente que había dentro.

Esa razón sería suficiente para quitarse la vida.

El día del atentado, la brigada antiterrorista del CGI no pudo moverse debido a la posibilidad de que hubiera un topo en sus filas. Sólo el día después pudo salir Ricardo Gamero y exigir ver a un superior en la jerarquía -el anciano del Museo Arqueológico-, al que le pidió explicaciones. Pero no bastaron para impedir que se suicidara. Falcón llamó a Ramírez.

– ¿Ha llegado ya el artista de la policía con un esbozo del hombre con quien se reunió Gamero en el museo?

– Acabamos de escanearlo y de mandarlo al CGI y al CNI.

– Manda una copia al ordenador de la guardería -dijo Falcón.

– José Duran llegará de un momento a otro -dijo Ramírez-. Le enseñaremos las fotos de todos los que tienen licencia para manipular explosivos, pero no albergo muchas esperanzas. La bomba podría haberla fabricado otro y dejarla en la mezquita, o a lo mejor fue el ayudante de uno de los que tienen licencia, que aprendió todo lo que necesitaba.

– Sigue con eso, José Luis -dijo Falcón-. Si quieres una tarea realmente imposible, intenta localizar a los falsos inspectores del ayuntamiento.

– Lo añadiré a la lista de dos millones y medio de operaciones de hernia que aún tengo que repasar -dijo Ramírez.

– Tengo otra idea -dijo Falcón-. Contacta con todas las hermandades relacionadas con las tres iglesias: San Marcos, Santa María la Blanca y La Magdalena.

– ¿Y eso de qué va a servir?

– Sea lo que sea lo que está pasando, tienen una motivación religiosa. Informaticalidad recluta vendedores en las congregaciones eclesiásticas. Ricardo Gamero era un católico devoto que iba a misa a San Marcos. El texto de Abdulá Azzam fue enviado al ABC, el principal periódico católico, e incluía una amenaza directa a la fe católica en Andalucía.

– ¿Y crees que las hermandades de estas iglesias a donde enviaron el texto de Abdulá Azzam tienen algo que ver?

– Puede que no. En cuanto que hermandad conocida, llamarías mucho la atención, pero nunca se sabe, a lo mejor conocen alguna secreta, o han visto algo raro en las iglesias que nos permita apretar un poco a los sacerdotes.

– Esto podría ponerse feo -dijo Ramírez.

– ¿Aún más?

– Otra vez tenemos encima a todos los medios de comunicación -dijo Ramírez-. Acabo de enterarme de que el comisario Lobo y el magistrado juez decano de Sevilla van a dar otra conferencia de prensa para explicar cómo están las cosas tras la sustitución del juez Calderón. He oído que la de esta mañana en el Parlamento ha sido un desastre. Y ahora en la radio y en la televisión no hacen más que salir gilipollas que dicen que, como Calderón ha sido detenido como sospechoso de asesinar y maltratar a su mujer, nuestra investigación ha perdido toda credibilidad.

– ¿Cómo se han enterado?

– Los periodistas han invadido el Palacio de Justicia. Han hablado con los amigos y colegas de Inés. Ahora ya no sólo se habla de violencia física evidente, sino de una prolongada campaña de tortura mental y humillación pública.

– Eso era lo que temía Elvira.

– Hay una larga hilera de gente que ha esperado mucho tiempo a que Esteban Calderón cayera de su pedestal, y ahora que está en el suelo lo van a patear hasta matarlo, aun cuando eso suponga destruir nuestra investigación.

– ¿Y qué esperan conseguir Lobo y Espínola con esa conferencia de prensa? -preguntó Falcón-. No pueden hablar de una investigación por asesinato que aún está en curso.

– Control de daños -dijo Ramírez-. Y van a presentar a Del Rey a bombo y platillo. Vendrá luego, con el comisario Elvira, para hacer una recapitulación del caso hasta este momento.

– No me extraña que se lo tuviera todo tan bien estudiado cuando habló con nosotros -dijo Falcón-. A lo mejor no sería buena idea que hablara de en qué estamos trabajando ahora.

– Tienes razón -dijo Ramírez-. Será mejor que lo llames.

Del Rey tenía el móvil desconectado. Quizá ya estaba en el estudio. Falcón llamó a Elvira y le pidió que le transmitiera a Del Rey un mensaje bastante críptico. No había tiempo de entrar en detalles. Falcón sacó el retrato robot de la terminal de ordenador de la guardería. Al menos parecía una persona real. Un hombre de unos sesenta años, quizá incluso setenta, de traje y corbata, poco pelo y con la raya a un lado, sin barba ni bigote. El artista había incluido la altura y el peso del hombre según el guardia de seguridad; era pequeño: 1,65 metros y 75 kilos. Pero ¿se parecía al hombre que querían encontrar?

De nuevo en el coche, echó una mirada a las listas que le había dado Diego Torres, el director de Recursos Humanos de Informaticalidad. Marco Barreda no estaba entre los que habían participado en las sesiones creativas del piso de la calle Los Romeros. A lo mejor era demasiado veterano para eso. Llamó al móvil que le había dado David Curado y se presentó con su nombre y rango.

– Creo que deberíamos hablar en persona -dijo Falcón.

– Estoy ocupado.

– Sólo le robaré quince minutos.

– Sigo estando ocupado.

– Estoy investigando un acto terrorista, un asesinato múltiple y un suicidio -dijo Falcón-. Será mejor que busque tiempo.

– No estoy seguro de que pueda ayudarle. No soy un terrorista, ni un asesino, y no conozco a nadie que lo sea.

– Pero conocía al suicida, Ricardo Gamero -dijo Falcón-. ¿Dónde está ahora?

– En mi oficina. Pero ya me iba.

– Dígame un lugar.

Barreda inspiró profundamente. Sabía que no podría esquivar a Falcón eternamente. Le dijo el nombre de un bar en Triana.

Falcón volvió a llamar a Ramírez.

– ¿Tienes el listado de todas las llamadas de los móviles de Ricardo Gamero?

Se oyó a Ramírez recorriendo el despacho y al cabo de un minuto regresó. Falcón le dio el número de Barreda.

– Interesante -dijo Ramírez-. Fue el último número al que llamó desde su móvil privado.

– Mientras le doy vueltas a eso -dijo Falcón-, quiero que me co11-Sigas la lista de llamadas que hizo el imán desde su móvil. Sobre todo la que hizo delante de José Duran el domingo por la mañana, porque ese es el número de móvil de los electricistas.


El bar estaba medio lleno. Todo el mundo miraba la televisión, haciendo caso omiso a sus bebidas. Las noticias acababan de terminar y era el turno de Lobo y Espínola. Pero Ramírez se había equivocado, no era una conferencia de prensa; los iban a entrevistar. Falcón recorrió el bar buscando a alguien que fuera joven y estuviera solo. Nadie le hizo seña alguna. Se sentó a una mesa de dos.

La entrevistadora estaba atacando a Espínola. No podía creer que no estuviera al corriente de la campaña de terror que había emprendido Calderón contra su mujer. Al magistrado juez decano de Sevilla, un paquidermo de la vieja escuela con ojos de saurio y sonrisa fácil aunque bastante inquietante, no se le veía incómodo en aquella violenta situación.

Falcón desconectó de aquella discusión absurda. La entrevistadora no conseguiría provocar a Espínola, y, además, se había enredado en el aspecto emocional del caso. Si quería atacar a Espínola debería haber puesto en entredicho la capacidad de Calderón para desempeñar su cargo y su integridad como juez en la investigación. En lugar de eso intentaba arrancar alguna fascinante revelación personal, y desde luego se había equivocado de persona.

La mirada de un joven trajeado se cruzó con la de Falcón. Se presentaron y se sentaron. Falcón pidió un par de cafés y agua.

– La policía lo está pasando mal -dijo Barreda, señalando la tele con la cabeza.

– Estamos acostumbrados -dijo Falcón.

– ¿Cuántas veces ha pasado que un juez de instrucción sea descubierto intentando deshacerse del cadáver de su esposa en medio de la investigación de un caso de terrorismo internacional?

– Las mismas que un valioso miembro de la brigada antiterrorista se suicida durante la investigación de un caso de terrorismo internacional -dijo Falcón-. ¿Cuánto hacía que conocía a Ricardo Gamero?

– Un par de años -dijo Barreda, fulminado por la respuesta de Falcón.

– ¿Era amigo suyo?

– Sí.

– ¿Así que no sólo le veía los domingos en misa?

– A veces quedábamos entre semana. A los dos nos gustaba la música clásica. Íbamos juntos a los conciertos. Informaticalidad tenía abonos de temporada.

– ¿Cuándo lo vio por última vez?

– El domingo.

– Tengo entendido que Informaticalidad utiliza la iglesia de San Marcos y otras para reclutar empleados. ¿Alguien más de la empresa conocía a Ricardo Gamero?

– Por supuesto. Después de la misa íbamos a tomar un café y yo le presentaba a todo el mundo. Es normal, ¿no? Que sea un policía no significa que no pueda hablar con los demás.

– Así que sabía que era de la brigada antiterrorista del CGI.

Barreda se puso tenso al comprender que lo habían pillado.

– Hacía dos años que lo conocía. Con el tiempo me lo acabó diciendo.

– ¿Recuerda cuándo fue?

– Hará unos seis meses. Intentaba reclutarlo para Informaticalidad, le hacía ofertas cada vez mejores, y al final me lo dijo. Me dijo que era una especie de vocación, y que no iba a cambiar de trabajo.

– ¿Una vocación?

– Fue la palabra que utilizó -dijo Barreda-. Se tomaba su trabajo muy en serio.

– ¿Y su religión? ¿Pensaba que trabajo y religión iban unidos?

Barreda se quedó mirando a Falcón, intentando adivinar lo que pensaba.

– Después de todo, usted era un amigo con el que se veía en misa -dijo Falcón-. Es muy posible que hablaran de la amenaza islámica. Y entonces salió a la luz… lo de su trabajo, quiero decir. Bueno, parece natural que el siguiente paso fuera comentar la relación entre ambas cosas.

Barreda se echó hacia atrás, respiró profundamente y miró a su alrededor, como en busca de inspiración.

– ¿Conoce a Paco Molero? -preguntó Falcón.

Dos pestañeos. Lo conocía.

– Bien -dijo Falcón-, Paco dijo que Ricardo, según confesión propia, había sido un fanático, y que hacía poco había conseguido pasar de ser un extremista a alguien simplemente devoto. Y que lo había logrado mediante una fructífera relación con un sacerdote que había muerto de cáncer hacía poco. ¿Dónde se colocaría usted en esa escala que va, digamos, de no practicante a fanático?

– Siempre he sido muy devoto -dijo Barreda-. En mi familia ha habido un sacerdote en cada generación.

– ¿Incluyendo la suya?

– Menos en la mía.

– ¿Es algo que le hace sentirse… decepcionado?

– Sí, la verdad.

– ¿Fue una de las cosas que le atrajo de la cultura de Informaticalidad? -dijo Falcón-. Parece una especie de seminario, aunque con un objetivo capitalista.

– Siempre se han portado muy bien conmigo.

– ¿Existe el peligro de que personas de mentalidad parecida y con una fe tan intensa puedan sentirse atraídas, en ausencia de una influencia exterior que haga de contrapeso, hacia posiciones extremistas?

– He oído que eso ha ocurrido en sectas -dijo Barreda.

– ¿Cómo definiría una secta?

– Una organización con un líder carismático que utiliza técnicas psicológicas discutibles para controlar a sus seguidores.

Falcón dejó que esas palabras quedaran flotando, dio un sorbo a su café y quitó el tapón de su agua. Miró el televisor y vio que Lobo y Espínola habían sido reemplazados por Elvira y Del Rey.

– El piso que Informaticalidad compró en la calle Los Romeros, cerca de la mezquita… ¿fue alguna vez allí?

– Antes de comprarlo me pidieron que le echara un vistazo para ver si era adecuado.

– Adecuado, ¿para qué? -preguntó Falcón-. Diego Torres me dijo que…

– Tiene razón. No había gran cosa que ver. Era totalmente adecuado.

– ¿Le afectó mucho la muerte de Ricardo? -preguntó Falcón-. Es terrible que un católico devoto se suicide. Ni recibe los últimos sacramentos, ni la absolución final. ¿Sabe por qué la gente "se suicida?

La frente de Marco comenzó a fruncirse en un ceño tembloroso. Se quedó mirando el café, mordiéndose el interior de la mejilla, intentando controlar la emoción.

– Hay gente que se mata porque se siente responsable de una catástrofe -siguió Falcón-. Otros de repente pierden el ánimo para seguir adelante. Todos tenemos algo que nos ata a la vida: un amor, amigos, familia, trabajo, una casa, pero hay personas extraordinarias a las que sólo atan a la vida unos ideales muy superiores. Ricardo era una de esas personas: un hombre extraordinario con una gran fe religiosa y una vocación. ¿Fue eso lo que perdió de repente cuando esa bomba estalló el seis de junio?

Barreda sorbió su café, con la lengua se limpió la amarga espuma de los labios y cuando volvió a dejar la taza en el platillo le tembló un poco.

– Su muerte me afectó mucho -dijo Barreda, tan sólo para frenar el aluvión de palabras de Falcón-. No tengo ni idea de por qué se suicidó.

– ¿Pero se da cuenta de lo que significa para un hombre de su fe hacer eso?

Barreda asintió.

– ¿Sabe quién era el otro gran amigo de Ricardo? -preguntó Falcón-. Miguel Botín. ¿Lo conocía?

Barreda no reaccionó. Lo conocía. Falcón le apretó las tuercas.

– Miguel era el confidente que Ricardo tenía en la mezquita. Un español converso al Islam. Eran íntimos. Los dos respetaban enormemente la fe del otro. Tengo la sensación de que Miguel Botín influyó en Ricardo tanto como su sacerdote para apartarle del fanatismo y llevarle a un terreno más razonable. ¿Qué cree usted?

Barreda tenía los codos en la mesa, los dos índices apretados en la frente y los pulgares hundidos en los pómulos, lo bastante como para que la piel se le pusiera blanca.

Falcón había llevado a Barreda justo hasta el precipicio, pero no conseguía que diera el último paso. Su mente parecía encerrada en un estado de gran duda e incertidumbre. Falcón aún tenía un as en la manga, pero ¿y el dibujo? Si se lo enseñaba y no reconocía al hombre Falcón perdería su ventaja, pero sólo con que le sonara, aunque fuera un poco, todo se destaparía. Decidió jugar su as.

– La última vez que vio a Ricardo fue el domingo -dijo Falcón-. Pero no fue la última vez que habló con él, ¿verdad? ¿Sabe que fue usted la última persona que habló con Ricardo antes de que se pusiera una soga al cuello y saltara por la ventana de su dormitorio? ¿Que es el último número que aparece en la lista de llamadas de su móvil?

Silencio, aparte del parloteo de la televisión al fondo.

– ¿Qué le dijo, Marco? -preguntó Falcón-. ¿Fue usted capaz de absolverlo de sus pecados?

De repente todo el bar fue un alboroto. Los hombres se pusieron de pie y comenzaron a insultar a la televisión, a la que arrojaron un par de botellas de plástico vacías, que rebotaron. En la pantalla aparecía la cara de Del Rey.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Falcón al hombre que estaba más cerca. Pero este se puso a gritar: «¡Cabrón! ¡Cabrón!» a coro con los demás hombres del bar.

– Pretende decirnos que quizá no han sido los terroristas islámicos -dijo el hombre, mientras su tremenda barriga temblaba de rabia-. Pretende decirnos que a lo mejor hemos sido nosotros quienes lo hemos hecho. Que nosotros queremos volar un bloque de pisos, y escuelas, y matar a hombres, mujeres y niños inocentes. Vuelve a Madrid, puto cabrón.

Falcón se volvió hacia Marco Barreda, que parecía estupefacto ante aquellas reacciones.

– Vuelve a Madrid, cabrón.

El dueño del bar cambió de canal antes de que alguien arrojara una botella de cristal a la pantalla. Los hombres volvieron a sentarse. El gordo le dio un codazo a Falcón.

– El otro juez le arreaba a su mujer, pero al menos sabía de qué hablaba.

En la televisión apareció otro programa de actualidad. El entrevistador presentó a los dos invitados. El primero era Fernando Alanis, cuya presentación no se oyó a causa de los aplausos de la concurrencia. Lo conocían. Era el que había perdido a su mujer y a su hijo, y cuya hija había sobrevivido de milagro y en ese momento luchaba por su vida en el hospital. Falcón se dio cuenta de que ese era el hombre al que iban a creer. Tanto daba lo que dijera, su tragedia le confería una legitimidad de la que carecía por completo el juez Del Rey, a pesar de su dilatada experiencia y su total conocimiento de los hechos. En la otra silla estaba Jesús Alarcón, el nuevo líder de Fuerza Andalucía. El bar se quedó en silencio: todos escuchaban atentamente. Esos eran los que iban a contarles la verdad.

Barreda se excusó: tenía que ir al lavabo. Falcón se reclinó en la silla, atónito. Había tenido acorralado a Barreda y se le había escapado. ¿Por qué no le había dado Elvira a Del Rey el recado de que no mencionara la otra línea de investigación? Ahora que ya se había cometido el error quedaba claro que ni como línea de investigación ni como posible verdad resultaría aceptable a la población.

El tema del debate televisivo era la inmigración. La primera pregunta del entrevistador fue irrelevante, pero Fernando había ido bien preparado a la entrevista. En cuanto comenzó a hablar no se oyó una mosca.

– Yo no soy político. Siento decirlo delante del señor Alarcón, un hombre al que he llegado a respetar desde el día en que tuvo lugar la explosión, pero no me gustan los políticos y no me creo una palabra de lo que dicen, y sé que no soy el único. Hoy he venido a contarles lo que he visto. Yo no soy un creador de opinión. Trabajo en una obra y antes tenía una familia -dijo Fernando, que tuvo que interrumpirse cuando la nuez le subió a la garganta-. Vivía en el bloque de pisos de El Cerezo que fue volado el martes. Sé, por la gente que trabaja en los medios de comunicación que he conocido en los últimos días, que les gustaría creer, y les gustaría que el mundo creyera, que en España vivimos en una sociedad armoniosa y tolerante. Al hablar con ellos he comprendido por qué. Son gente inteligente, mucho más inteligente que un simple trabajador, pero la verdad es que ellos llevan una vida muy distinta de la mía. Tienen dinero, unas casas estupendas, situadas en barrios buenos, hacen vacaciones con regularidad, sus hijos van a buenas escuelas. Y eso les lleva a ver su país desde un punto de vista concreto. Y no quieren verlo de otra manera.

»Yo vivo… quiero decir que vivía, en un piso horrible en un edificio muy feo, rodeado de otros edificios muy feos. Pocos de los que vivimos allí tenemos coches. Pocos vamos de vacaciones. Muchos no llegamos a fin de mes. Y somos nosotros los que vivimos con los marroquíes y otros norteafricanos. Soy una persona tolerante. He de serlo. Trabajo en obras donde hay mucha mano de obra barata, inmigrante. Respeto el derecho de la gente a creer en el dios que les dé la gana, y a ir a la iglesia o mezquita que les dé la gana. Pero desde el 11 de marzo de 2004 me he vuelto suspicaz. Desde ese día, en el que 191 personas murieron en esos trenes, me he preguntado dónde sería el próximo atentado. No soy racista y sé que los terroristas son un ínfimo porcentaje de una gran población, pero el problema es que… no sé quiénes son. Viven conmigo, viven en mi sociedad, disfrutan de su prosperidad, pero un día decidieron poner una bomba en mi edificio y matar a mi mujer y a mi hijo. Y somos muchos los que desde el once de marzo hasta este último seis de junio hemos vivido en un estado de sospecha y temor. Y ahora somos nosotros los que estamos enfadados.

Barreda regresó del lavabo. Tenía que irse. Falcón le siguió hasta el calor y la desabrida luz de la calle. Toda su ventaja e iniciativa había desaparecido. Se quedaron bajo el toldo del bar y se estrecharon la mano. Barreda había vuelto a la normalidad. En el lavabo se había serenado y quizás incluso escuchar el discurso de Fernando Alanis mientras volvía del servicio lo había fortalecido.

– No me ha dicho qué le dijo Ricardo en aquella última llamada telefónica -dijo Falcón.

– Me da vergüenza mencionarlo después… de lo que hemos dicho de él.

– ¿Vergüenza?

– No había comprendido lo que sentía por mí -dijo Barreda-. Pero… yo no soy gay.


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