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Sevilla. Jueves, 8 de junio de 2006, 17:30 horas


– Me ha llevado horas conseguir hablar con él -dijo Ferrera-, pero creo que ha valido la pena. Tengo un testigo… fiable que vio cómo echaban al contenedor el cadáver que luego encontramos en el vertedero.

– Y también tenemos un nombre para ese cadáver -comentó Falcón-. Tateb Hassani. Has hecho una pausa antes de la palabra «fiable».

– Es alguien que bebe, cosa que a un tribunal nunca le gusta oír, y tampoco estoy segura de que consigamos hacerle testificar delante de un tribunal.

– Dime qué vio ese sujeto, y si eso nos lleva a alguna parte ya nos preocuparemos luego por sus credenciales.

– Vive en un apartamento situado al final del callejón sin salida que da a la calle Boteros. Su hija es propietaria de la tercera y cuarta plantas del inmueble. La hija vive en el tercero y él en el cuarto. Desde los dos pisos se ven perfectamente los contenedores de la esquina de la calle Boteros.

– Estoy seguro de que por eso los compró la hija -dijo Falcón-. ¿Y qué hacía ese individuo despierto a las tres de la mañana mirando por la ventana?

– Sufre de insomnio, o mejor dicho, no puede dormir por la noche, sólo de día -dijo Ferrera-. Duerme de las ocho a las cuatro. La hija no lo molesta hasta que no le ha dado de comer. Sabe que si le rompe la rutina se lo hará pasar mal una semana.

– ¿Pasa directamente a la comida? -preguntó Falcón-. ¿No desayuna?

– Le gusta beber vino, así que la hija le pone algo con sustancia para acompañarlo.

– ¿Qué problema tiene exactamente?

– Algo muy raro para un sevillano: padece agorafobia. No puede salir a la calle y no soporta estar en una habitación con más de dos personas.

– Ya veo por qué sería un problema llevarlo delante de un tribunal -dijo Falcón-. Sea como sea, estaba despierto a las tres de la mañana, pero no tan borracho como para no ver qué pasaba junto a los contenedores.

– Estaba borracho, pero dice que eso no le afecta la visión -comentó Ferrera-. Poco después de las tres de la mañana del domingo vio un coche familiar grande y de color oscuro que entraba en el callejón sin salida, marcha atrás, hacia los contenedores. El conductor y el copiloto salieron del coche, los dos eran hombres, y había otro en la parte de atrás. El conductor se quedó parado en mitad de la calle Boteros, mirando a derecha e izquierda. Los otros dos abrieron el maletero. Comprobaron los contenedores, que estaban vacíos a esa hora de la madrugada, y volcaron uno de ellos, apoyándolo contra la parte de atrás del coche. Metieron la mano en el maletero y sacaron algo que arrastraron al contenedor. Levantaron el contenedor, que ahora parecía pesar, y regresaron a la parte de atrás del coche. Sacaron dos bolsas de basura negras, que el testigo ha descrito como abultadas pero ligeras, y las arrojaron al contenedor, encima de lo que acababan de colocar. Taparon el contenedor. El conductor cerró el maletero. Se metieron en el coche, dieron marcha atrás en la calle Botero y se fueron en dirección a la calle Alfalfa.

– ¿Te describió a los tres hombres?

– Por la manera en que se movían le pareció que los que echaron el bulto al contenedor eran jóvenes… de unos treinta años, fue lo que quiso dar a entender. El conductor era mayor, con más barriga. Todos iban vestidos de oscuro, pero daban la impresión de llevar guantes blancos. Supongo que se refería a guantes de látex. El conductor y uno de los jóvenes tenían el pelo negro, y el tercero o era calvo o llevaba la cabeza afeitada.

– No está mal para un borracho que vive en el ático -comentó Falcón.

– En esa esquina hay alumbrado -dijo Ferrera-. Pero aun así… no está mal para alguien cuya hija dice que bebe hasta caerse.

– Por favor, no incluyas eso en la declaración del testigo -dijo Falcón-. ¿Qué me dices de esas dos bolsas «abultadas pero ligeras» que arrojaron encima del cadáver?

– Probablemente contenían desechos de jardinería: restos de seto podado, cosas así.

– ¿Por qué?

– Dice el hombre que ya había visto arrojar cosas así antes, pero a última hora de la tarde, no a las tres de la mañana.

– ¿Has encontrado en esa zona alguna casa grande que pueda producir esa cantidad de desechos de jardinería? -preguntó Falcón-. En la calle Alfalfa son casi todo pisos.

– Quizá recogieron un par de bolsas de basura en cualquier parte -dijo Ferrera.

– De haber sido así, primero habrían sacado las bolsas, mientras que según tu amigo, primero sacaron «algo pesado».

– Veré qué puedo averiguar.

– Ahora que lo pienso -dijo Falcón-, Felipe y Jorge dijeron que había una bolsa con desechos de jardinería que recogieron cerca del cadáver, en el vertedero. Veré si han tenido tiempo de echarle un vistazo.

Ramírez llamó a Falcón mientras este se encaminaba a la tienda de la policía científica.

– La lista de llamadas del imán -dijo Ramírez-. El CNI la tiene pero no me la quiere dar. O mejor dicho, Pablo ha dicho que la estudiaría, pero no coge mis llamadas ni me las devuelve.

– Veré qué puedo hacer.

En la tienda de la policía científica había más de veinte personas con mono y mascarilla imposibles de identificar. Falcón llamó a Felipe y le dijo que saliera. Felipe recordaba los desechos de jardinería, a los que había podido echar un vistazo.

– Todos procedían del mismo tipo de seto -dijo-. Esos que hay en los jardines ornamentales. Setos de boj. Hojas pequeñas, brillantes y verdes.

– ¿Eran frescos?

– Se habían podado ese fin de semana. El viernes por la tarde o el sábado.

– ¿Alguna idea de si podía ser un seto grande?

– Quizá no eran más que parte de lo que habían podado -dijo Felipe-. Y yo vivo en un piso. Los setos no son mi especialidad.


Calderón estaba echado en la cama abatible de su celda. Apoyaba la cabeza en las manos, mientras que sus ojos contemplaban los cuatro cuadrados blancos de sol que había en lo alto de la pared, encima de la puerta. Cuando cerró los ojos, los cuatro cuadrados le quemaron dentro de los párpados. Si dirigía la vista hacia la oscuridad de la celda se convertían en una brasa verde. Estaba bastante sereno. Estaba sereno desde el momento en que lo habían cogido intentando librarse de Inés. ¿Librarse de Inés? ¿Cómo había llegado a entrar esa frase en su vocabulario?

Lo habían llevado a Jefatura con la primera luz del día. No llevaba camisa porque la policía científica había retenido como prueba aquella prenda manchada de sangre. La policía tenía puesto el aire acondicionado ya a esa hora, y Calderón tenía los pezones duros y temblaba. Mientras cruzaban el río, dos botes de ocho remeros, que habían salido a entrenar temprano, pasaban bajo el puente, y tuvo la sensación de que se quitaba un enorme peso de encima. La relajación de los músculos del cuello y entre los omóplatos fue casi erótica. Era una poderosa droga de efecto posterior al miedo que la química de su cuerpo había elaborado, y el curioso efecto era que se sentía excitado.

Había afrontado el proceso de encarcelamiento sin decir palabra, como un animal a la espera del sacrificio, pasando del coche a la celda de prisión preventiva sin la menor idea de las consecuencias. Habían lomado una muestra de ADN del interior de su mejilla, lo habían fotografiado y le habían entregado una camisa naranja de manga corta. Sintió un alivio inmenso cuando lo dejaron solo, sin posesiones, sin cinturón, tan sólo con un paquete de cigarrillos. Estaba tan exhausto que se echó en la cama. Se quitó los mocasines, se desplomó sobre el duro camastro y se durmió sin soñar, hasta que a las tres de la tarde lo despertaron para comer. Comió y aplicó su tremendo intelecto a lo que iba a decir en el interrogatorio con el detective antes de quedarse embobado contemplando los cuadrados de luz de la pared. Era inesperadamente agradable liberarse de la opresión del tiempo. A las cinco el guardia fue a la celda a decirle que el inspector jefe Luis Zorrita estaba preparado para interrogarle.

– Por supuesto, puede estar presente su abogado -dijo Zorrita tras entrar en la sala de interrogatorios.

– Yo soy abogado -dijo Calderón, aún con su arrogancia anterior al asesinato-. Empecemos.

Zorrita dijo las palabras de presentación al magnetófono y le pidió a Calderón que confirmara que se le había dado la oportunidad de que estuviera presente un abogado y la había rechazado.

– No he querido hablar con usted hasta tener un informe completo del forense -dijo Zorrita-. Ahora ya lo tengo y he podido hacer algunas averiguaciones preliminares…

– ¿Qué clase de averiguaciones preliminares? -preguntó Calderón para demostrar que no pensaba quedarse callado.

– Ya ha quedado más o menos establecido lo que usted y su mujer hicieron en las veinticuatro horas previas al asesinato.

– ¿Más o menos?

– Quedan aún algunos detalles por aclarar de lo que hizo su esposa ayer por la tarde -dijo Zorrita-. Eso es todo. Así que lo que me gustaría que hiciera, señor Calderón, es contarme, con sus propias palabras, qué ocurrió ayer por la noche.

– ¿A partir de qué hora?

– Bien -dijo Zorrita-, empecemos por el momento en que salió de los estudios de Canal Sur y llegó al apartamento de su amante. De lo que pasó antes tenemos total constancia.

– ¿Mi amante?

– Es la palabra que Marisa Moreno ha utilizado para describir su relación -dijo Zorrita, mirando sus notas-. Se mostró tajante en que no quería que la llamaran su querida.

Esa admisión por parte de Marisa casi le hizo ponerse sentimental. Qué ridículo que una investigación policial le hubiera hecho decir eso. No había pensado en ella desde su detención, y de repente la echaba de menos.

– ¿Es esa una descripción exacta? -preguntó Zorrita-. ¿Desde su punto de vista?

– Sí, yo diría que éramos amantes. Hacía unos nueve meses que nos conocíamos.

– Eso explicaría por qué ella ha hecho todo lo posible para protegerle.

– ¿Protegerme?

– Intentó hacernos creer que salió del apartamento más tarde de lo que lo hizo, de modo que no habría tenido tiempo de asesinar a su mujer…

– Yo no maté a mi mujer -dijo Calderón, con toda la severidad de su voz de juez.

– …pero se le «olvidó» que llamó a un taxi por teléfono, y tuvimos acceso al registro de llamadas, así como al libro de servicios, y también hablamos con el taxista, claro. De modo que los intentos de Marisa Moreno por ayudarle han sido, me temo, fútiles.

El interrogatorio no seguía el modelo que Calderón había esbozado en su mentalidad de abogado mientras estaba echado en el camastro. En su época de juez había presenciado muy pocos interrogatorios policiales, de modo que no tenía mucha idea de cómo funcionaban. Por esa razón, tan sólo minutos después de que Zorrita comenzara a interrogarlo, ya no sabía por dónde tirar. Le animaba la idea de que Marisa le hubiera llamado su amante, pero le desanimaba pensar que ella considerara que él necesitaba su ayuda, lo cual tenía feas implicaciones. El efecto de esos dos estados de ánimo opuestos iba a socavar su equilibrio. Sus pensamientos no se alineaban con su orden habitual, sino que parecían dar vueltas como un tropel de niños corriendo por el patio de una escuela.

– Así pues, señor Calderón, dígame, por favor, a qué hora llegó al apartamento de su amante.

– Debían de ser las 12:45.

– ¿Y qué hicieron?

– Salimos al balcón e hicimos el amor.

– ¿Hicieron el amor? -dijo Zorrita, con cara de palo-. ¿Por casualidad practicaron el sexo anal?

– Seguro que no.

– Parece muy seguro -dijo Zorrita-. Sólo le hago una pregunta tan personal porque la autopsia ha revelado que su mujer parecía acostumbrada a ser penetrada de ese modo.

A Calderón el pánico le constriñó el pecho. Tras un breve intercambio de frases había perdido el control de la entrevista. Su arrogancia le había costado cara. Su suposición de que podría ganarle por goleada a Zorrita en cualquier enfrentamiento mental o de palabra había resultado infundada. Zorrita estaba acostumbrado a las artimañas de los delincuentes, y había acudido al interrogatorio con una estrategia clara, en la que la mente analítica de Calderón parecía no servir de nada.

– Hicimos el amor -dijo Calderón, incapaz de añadir nada más sin hacer que pareciera una especie de transacción biológica.

– ¿Diría usted que las dos relaciones que mantenía funcionaban por lo general de la siguiente manera? -preguntó Zorrita-. ¿Que trataba a su amante con respeto y admiración, mientras que maltrataba a su mujer como si fuera una puta barata?

El primer sentimiento que asomó en la garganta de Calderón fue de indignación, pero estaba aprendiendo. Comprendió que Zorrita utilizaba dos armas: la puñalada emocional, seguida de la porra de la lógica.

– Yo no trataba a mi mujer como si fuera una puta barata.

– Muy bien, de acuerdo, pero ni siquiera las putas baratas permiten que las aporreen y las sodomicen gratis.

Silencio. Calderón se agarró con tanta fuerza al borde de la mesa que las uñas se le pusieron blancas de la presión. Zorrita se mostraba indiferente.

– Al menos no ha cometido la temeridad de negar que trataba a su mujer de manera tan vergonzosa -dijo Zorrita-. Imagino que su amante no conocía los dos lados de su personalidad.

– ¿Quién cono se cree que es para suponer que tiene la menor idea de cuál era mi relación con mi mujer, o con mi amante? -dijo Calderón. La rabia le había dejado los labios sin sangre-. Un inspector jefe de los cojones, venido de Madrid…

– Ahora entiendo por qué tenía aterrorizada a su mujer, señor Calderón -dijo Zorrita-. Bajo esa brillante mente de abogado, hay un carácter muy colérico.

– Y una mierda colérico -dijo Calderón, dando un puñetazo tan fuerte en la mesa que se le despeinó un mechón de pelo-. Me está acosando.

– Si le acoso, lo hago sin gritarle ni insultarle. Sólo le hago preguntas basadas en hechos probados. La autopsia ha revelado que usted sodomizaba a su mujer y que la golpeaba con tal fuerza que algunos de sus órganos internos estaban dañados. También hay un historial de humillación, en el que se incluye mantener una aventura con una mujer el mismo día que anunció su compromiso.

– ¿Con quién ha hablado? -preguntó Calderón, incapaz de controlar su furia.

– Como sabe, sólo he tenido el día de hoy para trabajar en este caso, pero he podido charlar con su amante, en lo que ha sido una conversación muy interesante, y con algunos colegas suyos y otros colegas de su mujer. También he hablado con algunos de los secretarios del Edificio del los Juzgados y del Palacio de Justicia, y con los guardias de seguridad, claro, que lo ven todo. De las más de veinte personas con las que he hablado, ninguna se ha mostrado dispuesta a defender su comportamiento. La descripción más fría que me han hecho de sus actividades ha sido que era «un mujeriego incorregible».

– ¿Qué ha sido tan interesante de su conversación con Marisa? -preguntó Calderón, incapaz de resistirse al cebo de ese comentario.

– Me ha comentado una conversación que mantuvieron sobre el matrimonio -preguntó Zorrita-. ¿La recuerda?

Calderón parpadeó mientras se le agolpaban los recuerdos. Habían pasado demasiadas cosas en muy poco tiempo.

– La razón por la que se casó con Inés… Maddy Krugman. ¿Hasta qué punto Inés representó la estabilidad tras esa… catastrófica aventura?

– ¿Qué pretende, inspector jefe?

– Refrescarle la memoria, señor Calderón. Usted estaba allí, yo no. Yo sólo he hablado con Marisa. Usted mencionó «la institución burguesa del matrimonio», y que a ella, a Marisa, no le interesaba. Usted estaba de acuerdo con ella, ¿verdad?

– ¿A qué se refiere?

– A que no era feliz en su matrimonio, pero no quería divorciarse. ¿Por qué? -preguntó Zorrita.

Calderón no se lo podía creer. Había vuelto a caer en la trampa para elefantes. Esta vez logró mantener la calma.

– Creo que cuando se contrae un compromiso ante Dios, en la iglesia, hay que mantenerlo -dijo.

– Pero no fue eso lo que le dijo a su amante, ¿verdad?

– ¿Qué le dije?

– Le dijo: «No es tan fácil». ¿Qué quería decir con eso, señor Calderón? Imagino que no tenía miedo de que lo excomulgaran. Lo que le preocupaba no era romper sus votos. ¿Qué era, entonces?

Ni siquiera el poderoso cerebro de Calderón fue capaz de computar en menos de un minuto las numerosas respuestas posibles a esa pregunta. Zorrita se reclinó en su silla y contempló cómo el juez le daba vueltas a todo menos al meollo del asunto.

– No es una pregunta tan difícil -dijo Zorrita, tras un largo minuto de silencio-. Todo el mundo sabe cuáles son las repercusiones de un divorcio. Si uno quiere desvincularse de un compromiso legal, tiene que perder algo. ¿Qué le daba miedo perder, señor Calderón?

Así expresado, no parecía tan malo. Sí, todos los hombres que se enfrentaban al divorcio compartían ese miedo. Y él no era diferente.

– Lo de siempre -dijo por fin-. Me preocupaba mi situación económica y mi piso. Nunca fue una posibilidad que me tomara en serio. Inés era la única mujer a la que…

– ¿Le preocupaba también cómo podría afectar a su posición social y a su trabajo? -preguntó Zorrita-. Tengo entendido que su mujer le apoyó mucho tras la debacle de Maddy Krugman. Sus colegas me han dicho que lo ayudó a volver a encarrilar su carrera.

¿Sus colegas habían dicho eso?

– Nunca supuso una seria amenaza a mi carrera -dijo Calderón-. No había duda de que me nombrarían juez de instrucción para algo tan importante como el atentado de Sevilla, por ejemplo.

– De todos modos, su amante le presentó una solución al problema, ¿verdad? -dijo Zorrita.

– ¿Qué problema? -dijo Calderón, confuso-. Lo único que he dicho que es que no tenía ningún problema con mi carrera, y que Marisa…

– El peliagudo problema de su divorcio.

Silencio. La memoria de Calderón revoloteaba por su cabeza, como una polilla buscando la luz.

– «La solución burguesa a un problema burgués» -dijo Zorrita.

– Oh, se refiere a que podía matarla -dijo Calderón, soltando un bufido de desdén-. No fue más que una broma estúpida.

– Sí, por parte de ella -dijo Zorrita-. Pero ¿cómo le afectó a usted? Esa es la cuestión.

– Eso es ridículo. Un absurdo. Los dos nos reímos.

– Eso es lo que dijo Marisa. Pero ¿cómo le afectó a usted?

Silencio.

– Nunca, ni por un momento, se me pasó por la cabeza matar a mi mujer -dijo Calderón-. Y no la maté.

– ¿Cuándo le pegó por primera vez a su mujer, señor Calderón?

El interrogatorio era como una carrera de obstáculos en el que las vallas eran cada vez más altas. Zorrita contemplaba la lucha interna que tantas veces había visto: la inaceptable verdad, seguida del imprescindible engaño, y el intento de construir una mentira a partir de esas dos fuentes poco fiables.

– ¿Le había pegado antes de comienzos de esta semana? -preguntó Zorrita.

– No -dijo él con firmeza, pero al instante comprendió que eso implicaba cierta admisión de culpa.

– Ya hemos aclarado algo -dijo Zorrita, tomando notas-. Al forense le resultó difícil determinar cuándo tuvo lugar la primera paliza, pues, en fin, según tengo entendido, calcular la antigüedad de un viejo hematoma no es tan fácil como, por ejemplo… tomar la temperatura corporal. Es complicado fechar un antiguo hematoma… y lo mismo ocurre con la ruptura de un órgano o una hemorragia interna.

– Oiga -dijo Calderón, impresionado en su fuero interno por esas terribles revelaciones-, sé lo que pretende.

– Me gustaría determinar con exactitud cuándo fue la primera vez que le pegó a Inés. ¿Fue el domingo por la noche o el lunes por la mañana?

– No le pegué, fueron accidentes -dijo Calderón, aterrado al oírse utilizar el plural-. Y fuera como fuese, eso no significa que yo asesinara a mi mujer… no lo hice.

– Pero ¿la primera paliza fue el domingo o el lunes? -preguntó Zorrita-. ¿O fue el martes? Por supuesto, ha utilizado el plural, así que probablemente fue el domingo, el lunes, el martes y, por fin, de manera trágica, el miércoles, y nunca sabremos a qué día concreto pertenece cada hematoma. ¿A qué hora volvió a casa el martes por la noche, tras pasar la noche con Marisa?

– Hacia las seis y media de la mañana.

– Bueno, eso coincide con lo que dijo Marisa. ¿Inés estaba dormida?

– Me pareció que sí.

– Pero no lo estaba -dijo Zorrita-. Se despertó, ¿verdad? ¿Y qué hizo?

– Muy bien, encontró mi cámara digital y comenzó a descargar las fotos. Había dos de Marisa.

– Debió de enfadarse usted mucho al ver lo que hacía, cuando la pilló con las manos en la masa -dijo Zorrita, casi incapaz de reprimir lo mucho que estaba disfrutando-. Su mujer era muy frágil, ¿verdad? El forense ha estimado que antes de la catastrófica pérdida de sangre pesaba unos cuarenta y siete kilos.

– Oiga, estábamos en la cocina, yo simplemente la aparté -dijo Calderón-. No calculé bien mi fuerza. Cayó mal contra la encimera de la cocina. Es de granito.

– Pero eso no explica la primera señal en el abdomen, ni la marca de una patada en el riñón izquierdo, ni la cantidad de cabello de ella que hemos encontrado esparcido por el apartamento.

Calderón se echó hacia atrás. Sus manos soltaron el borde de la mesa y cayeron. No era un delincuente habitual y resistirse se le estaba haciendo muy cuesta arriba. La última vez que recordaba haber tenido que inventar tantas mentiras se remontaba a cuando era pequeño.

– Puede que al apartarla le diera un golpe en el diafragma. Se dio contra el mármol y cayó encima de mi pie.

– La autopsia ha revelado rotura del bazo y hemorragia en el riñón -dijo Zorrita-. Creo que no fue tanto un golpecito como un puñetazo, ¿verdad, señor Calderón? Por la forma del hematoma que tenía alrededor del costado y la huella de un rojo más oscuro de la uña de un dedo del pie, el forense cree que fue más una patada con el pie descalzo que una «caída» encima de un pie, que, naturalmente, estaría plano en el suelo.

Silencio.

– ¿Y todo eso tuvo lugar el martes por la mañana?

– Sí -dijo Calderón.

– ¿Cuánto tiempo después de la bromita de su amante acerca de cómo solventar el problema del divorcio?

– Su broma no tuvo nada que ver con eso.

– Muy bien, ¿cuándo volvió a pegarle a su mujer? -preguntó Zorrita-. ¿Fue después de que su mujer y su amante se encontraran de manera accidental en los Jardines de Murillo?

– ¿Cómo cono sabe eso? -preguntó Calderón.

– Le pregunté a Marisa si conocía a su esposa -dijo Zorrita-, y comenzó mintiéndome. ¿Por qué cree que lo hizo?

– No lo sé.

– Dijo que no la conocía, pero ¿sabe? llevo más de la mitad de mi vida laboral interrogando mentirosos, y al poco tiempo es como tratar con un niño; adquieres tanta experiencia leyendo sus señales que sus intentos son risibles. Así que ¿por qué cree que mintió en su nombre?

– ¿En mi nombre? -preguntó Calderón-. No ha hecho nada en mi nombre.

– ¿Por qué no quería que supiéramos que había mantenido un… enfrentamiento verbal con su difunta esposa?

– No tengo ni idea.

– Porque seguía enfadada, señor Calderón, por eso -dijo Zorrita-. Y si ella estaba furiosa porque su mujer la había insultado, la había llamado puta en público… Me pregunto cómo se sintió usted… Bueno, la verdad es que me lo dijo.

– ¿Se lo dijo?

– Oh, de nuevo intentó protegerle, señor Calderón. Intentó quitarle hierro. No dejaba de repetir: «Esteban no es un hombre violento», dijo que sólo estaba «enfadado», pero creo que también se dio cuenta de que usted estaba muy, pero que muy furioso. ¿Qué hizo la noche en que Marisa le dijo que Inés la había llamado puta?

Más silencio por parte de Calderón. Nunca le había costado tanto hablar. Estaba tan embargado por las emociones que no encontraba la respuesta adecuada.

– ¿Fue esa la noche que volvió a casa y golpeó los pechos de su mujer y la azotó con el cinturón hasta que la hebilla se le clavó en las nalgas y los muslos?

Había acudido al interrogatorio con la idea de que su capacidad de resistencia era tan gruesa y poderosa como un dique de cemento armado, y a la media hora de interrogatorio sólo quedaban unas cañas quebradas. Y entonces se hundió. Se vio delante de un fiscal del estado, haciendo frente a esas mismas preguntas, y comprendió que su situación era desesperada.

– Sí -dijo de manera automática, incapaz incluso de tener la creatividad de un chaval para inventar una mentira ridícula con la que disfrazar su brutalidad. No había ambigüedad ninguna en el verdugón que causa un cinturón ni en las marcas de una hebilla.

– ¿Por qué no me cuenta todo lo que ocurrió durante la última noche de la vida de su esposa? -dijo Zorrita-. Habíamos llegado al momento en que hacía el amor con Marisa en el balcón.

Los ojos de Calderón encontraron un punto medio situado entre él y Zorrita, que examinó con la turbadora intensidad de un hombre que viaja a las regiones más oscuras de sí mismo. Nunca le habían revelado todo eso bajo unas circunstancias tan emotivas. Estaba atónito ante su propia brutalidad, y no comprendía de dónde venía en él, que era una persona tan refinada. Incluso intentó imaginarse pegándole a Inés de ese modo, pero fue incapaz. No se veía comportándose de ese modo. No veía los puños de Esteban Calderón aterrizando sobre los finos huesos de su esposa. Había sido él, de eso no había duda. Se veía antes y después de hacerlo. Recordaba la cólera creciendo hasta el momento de la paliza y remitiendo después. Le sorprendió que esa ciega brutalidad se hubiera apoderado de él, una violencia tan intensa que no tenía cabida en su temperamento civilizado. Una aterradora duda comenzó a crecer en su pecho y a afectar el reflejo motor de su respiración, de modo que tuvo que concentrarse: inspirar, espirar, inspirar, espirar. Y fue allí, en el círculo inferior y más oscuro de sus pensamientos vertiginosos, en la zona sin atisbo de luz de su alma, donde comprendió que cabía la posibilidad de que hubiera matado a su mujer. La idea le aterró y le sumió en un estado de profunda concentración. Nunca había analizado su mente con tan microscópico detalle. Comenzó a hablar, pero como si describiera una película, una escena tras otra y todas espantosas.

– Él estaba exhausto. Las experiencias del día lo habían dejado sin fuerzas. Entró en el dormitorio a trompicones, se derrumbó en la cama y se durmió enseguida. Sólo fue consciente del dolor. Sacudió el pie con fuerza. Se despertó sin tener ni idea de dónde estaba. Ella le dijo que tenía que levantarse. Eran más de las tres. Tenía que irse a casa. No podía salir por la tele con la misma ropa del día anterior. Ella llamó a un taxi y le acompañó al ascensor. Quería dormirse en la calle sobre el hombro de ella. Llegó el taxi y ella habló con el taxista. Él se desplomó en el asiento de atrás. Apenas se daba cuenta del movimiento y de la luz que centelleaba tras sus párpados. Se abrió la portezuela. Unas manos lo agarraron. Le dio al taxista las llaves de su casa. El taxista abrió la puerta de la finca. Encendió la luz de la escalera. Subieron las escaleras juntos. El taxista abrió la puerta del piso. Giró dos veces la llave. El taxista bajó las escaleras. La luz de la escalera se apagó. Entró en el piso y vio que había luz en la cocina. Estaba enfadado. No quería verla. No quería tener que volver a dar… explicaciones. Avanzó hacia la luz…

Calderón se interrumpió, porque de repente no estaba seguro de lo que iba a ver.

– Su pie cruzó el borde de la sombra y se adentró en la luz. Se volvió hacia la imagen iluminada.

Calderón parpadeaba con lágrimas en los ojos. Cuánto lo aliviaba verla junto al fregadero, en camisón. Ella se volvió al oír sus pasos. Calderón iba a rodear la mesa y atraerla hacia él y abrazarla, pero no pudo moverse, porque cuando ella lo vio no le abrió los brazos, no sonrió, sus ojos no brillaron de alegría… se abrieron como platos de espanto.

– ¿Y qué ocurrió? -preguntó Zorrita.

– ¿Qué? -preguntó Calderón, como si volviera en sí.

– Se volvió al llegar a la puerta de la cocina, ¿y qué hizo? -preguntó Zorrita.

– No lo sé -dijo Calderón, sorprendido al encontrarse las mejillas húmedas. Se las secó con la palma de la mano y se limpió en los pantalones.

– No es infrecuente que la gente sufra lagunas de memoria cuando han hecho algo terrible -dijo Zorrita-. Dígame lo que vio al volverse junto a la puerta de la cocina.

– Ella estaba de pie junto al fregadero -dijo Calderón-. Me puse tan contento al verla.

– ¿Contento? -dijo Zorrita-. Pensaba que estaba enfadado.

– No -dijo, agarrándose la cabeza con las manos-. No, fue que… Yo estaba tendido en el suelo.

– ¿Usted estaba tendido en el suelo?

– Sí, me desperté en el suelo del pasillo y regresé a la cocina iluminada y vi a Inés en el suelo -dijo Calderón-. Había muchísima sangre y era muy, muy roja.

– Pero ¿cómo acabó Inés en el suelo? -preguntó Zorrita-. Primero estaba de pie, y al cabo de un momento estaba en el suelo en medio de un charco de sangre. ¿Qué le hizo?

– No recuerdo que estuviera de pie -dijo Calderón, escrutando su mente para ver si esa imagen existía de verdad.

– Deje que le explique algunos hechos del asesinato de su esposa, señor Calderón. Como ha dicho, el taxista le abrió la puerta del piso, que estaba cerrada con dos vueltas. Lo que significa que la habían cerrado por dentro. Su esposa era la única persona que había en el piso.

– S-s-s-í -dijo Calderón, concentrándose en cada sílaba de Zorrita con la esperanza de que le proporcionaran la clave vital que destapara su memoria.

– Cuando el médico le tomó la temperatura a su mujer, junto al río, era de 36,1o. Aun estaba caliente. Ayer por la noche la temperatura ambiente era de 29o. Eso significa que su mujer acababa de ser asesinada. La autopsia reveló que habían aplastado el cráneo de su mujer por detrás, que había sufrido una hemorragia cerebral masiva y le habían destrozado dos vértebras del cuello. El examen de la escena del crimen ha revelado que había sangre y cabellos en la superficie de granito negro, y más sangre en el suelo, junto a la cabeza de su esposa, que también contenía fragmentos de huesos y de materia cerebral. Las muestras de ADN tomadas en su apartamento pertenecen tan sólo a usted y a su mujer. La camisa que le quitamos junto al río está empapada de sangre de su mujer. El cuerpo de su mujer mostraba restos de su ADN en la cara, el cuello y las extremidades inferiores. La escena con que nos encontramos en su apartamento nos indica que alguien cogió a Inés por los hombros o por el cuello y la empujó contra la encimera de granito. ¿Es eso lo que hizo, señor Calderón?

– Sólo quería abrazarla -dijo Calderón, cuya cara había adquirido la fealdad de su torbellino interior-. Sólo quería estrecharla contra mí.


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