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Sevilla. Domingo, 11 de junio de 2006, 08:00 horas


El Hotel Alfonso XIII, al menos en cuanto a tamaño, era el más imponente de Sevilla. Lo habían construido para impresionar en la Exposición de 1929 y poseía un falso interior mudejar, con azulejos geométricos, en torno a un patio central. La recepción estaba en penumbra, y el intenso olor de las lilas en el enorme arreglo floral le daba una nota fúnebre.

El director llegó un poco después de las ocho. Falcón lo había sacado de la cama. Lo llevó a su despacho y le echó un vistazo a la placa de policía como si las viera cada día.

– Creía que era un infarto -dijo-. Aquí se dan muchos.

– No, nada de eso -dijo Falcón.

– Le conozco. Usted es el que investiga lo de la bomba -dijo el director-. Le vi en las noticias. ¿Qué puedo hacer por usted? Aquí no hay muchos clientes marroquíes.

La gente escuchaba las noticias, se dijo Falcón, pero sólo oían lo que les interesaba.

– No sé qué busco exactamente -dijo Falcón-. Es posible que una reserva en grupo de un mínimo de cuatro habitaciones hecha por clientes extranjeros, posiblemente franceses, quizá de París. Habrían reservado para las fechas del Rocío. Quizá más habitaciones, pero lo importante es que conducían vehículos cuatro por cuatro, y habrían venido en coche desde el norte de Europa en lugar de alquilarlos aquí.

El director estuvo un rato en el ordenador, negando con la cabeza mientras introducía variaciones en los datos de Falcón.

– En la época del Rocío tuvimos grupos grandes que vinieron en autocares -dijo-. Pero no hay ninguna reserva en grupo de entre cuatro y ocho habitaciones.

Justo delante del hotel la calle estaba levantada porque estaban construyendo el metro, y Falcón decidió que no se alojarían en un sitio así. En internet le había echado un vistazo al Porsche Cayenne, y supuso que el propietario de un coche como ese buscaría algo más exclusivo. El esplendor del Alfonso XIII estaba un poco demodé. Era un hotel para gente conservadora.

Probó en el Hotel Imperial. Estaba oculto al final de una calle tranquila, y daba a los jardines de la Casa Pilatos. Tampoco tuvo suerte. Su epifanía de la noche anterior comenzaba a parecer una de esas ideas que parecen brillantes de madrugada y que a la fría luz del día se marchitan en todo su absurdo.

La primera indicación de que sus instintos creativos no habían ido del todo desencaminados la encontró en un hotel boutique en el que el recepcionista recordaba a una mujer londinense que había llamado en marzo para reservar habitaciones antes y después del Rocío con aparcamiento para cuatro coches. El hotel no tenía aparcamiento y sólo dos habitaciones libres para las fechas que pedían. La mujer le pidió que de momento le reservara esas dos durante veinticuatro horas mientras intentaba encontrar otra cosa. La recepcionista le mostró el e-mail de la empresa británica, que había llegado después de la llamada, enviado por una mujer llamada Mouna Chedadi, que hacía la reserva en nombre de Amanda Turnen Falcón estaba seguro de que había encontrado lo que buscaba.

Comenzó a llamar a los hoteles de la ciudad preguntando por una reserva a nombre de Amanda Turner. Treinta y cinco minutos después estaba sentado en el despacho de director del Hotel Las Casas de la Judería.

– Tuvo suerte -dijo el director-. Diez minutos antes un grupo había cancelado su reserva y consiguió cuatro suites de lujo contiguas.

– ¿Y sus coches? -preguntó Falcón, dándole el nombre de Mouna Chedadi para que buscara en la base de datos de e-mails del hotel.

– Tenían cuatro coches -dijo el director-. Y por lo que veo aquí, la mujer preguntaba si podían dejarlos en el hotel mientras ellos se iban a la Romería del Rocío.

– ¿Los dejaron?

– El garaje no es lo bastante grande para guardar cuatro coches de gente que no es cliente habitual del hotel en esa época del año. Les dijimos que en Sevilla había muchos aparcamientos donde podían dejarlos.

– ¿Alguna idea de lo que hicieron con los coches?

El director llamó a la recepcionista y le pidió que le trajera las tarjetas de registro de las cuatro habitaciones. La recepcionista confirmó que las ocho personas habían llegado en taxi desde donde aparcaron los coches.

– Se alojaron aquí el 31 de mayo -dijo el director-, y al día siguiente se fueron de romería. Regresaron el 5 de junio y volvieron a marcharse el 8 de junio.

– Recuerdo que pensaban pasar una noche en Granada -dijo el recepcionista.

– Volvieron el 9 de junio y se fueron… ¿ya se han ido?

– Ayer por la noche pagaron la cuenta y esta mañana se han ido a las siete y media, cuando abrió el garaje.

– Entonces, ¿dejaron los coches aquí cuando volvieron de Granada? -dijo Falcón-. ¿Conoce los modelos?

– Sólo los números de matrícula.

– ¿A qué se dedican?

– Son administradores de fondos, los cuatro.

– ¿Dejaron algún número de móvil?

Falcón pidió fotocopias de las tarjetas de registro. Salió y telefoneó a Gregorio, le dio las matrículas de los coches y le pidió que averiguara a qué modelos pertenecían. De nuevo en el hotel pidió hablar con los camareros del bar que habían estado de servicio la noche anterior. Sabía cómo eran los ingleses.

Los camareros los recordaban. Habían dado buenas propinas, más como estadounidenses que como ingleses. Los hombres bebían cerveza y las mujeres manzanilla, y luego gin tonics. Ninguno de los camareros sabía bastante inglés para entender lo que habían hablado. Recordaron que un hombre mantuvo un breve diálogo con ellos, y que poco después se fue y que otra pareja, también de extranjeros, se les unió para tomar una copa. Luego todos se fueron a cenar.

Los extranjeros resultaron ser holandeses, y los llamaron para que bajaran a recepción. Falcón intentó que le describieran al hombre que había charlado brevemente con el grupo antes de irse. Los camareros dijeron que parecía español y hablaba con acento castellano más que andaluz. El recepcionista le recordaba, y dijo que también había pagado la cuenta la noche anterior. Sacó la tarjeta de registro. Le había dado un nombre y un número de carné españoles. Había llegado el 6 de junio y también había aparcado el coche en el garaje del hotel. Falcón pidió que escanearan el carné de identidad y la tarjeta de registro, los adjuntó en un e-mail y se los mandó a Gregorio.

El holandés apareció con pinta de resacoso. Se lo había pasado bomba con los ingleses, a los que había conocido en la Romería del Rocío. No se habían ido a la cama hasta las dos de la mañana, y los ingleses dijeron que aún era temprano.

– ¿Dijeron adónde iban?

– Sólo dijeron que volvían a Inglaterra.

– ¿Le contaron por qué ruta?

– Dijeron que se alojarían en paradores, y que luego seguirían por Biarritz y el Loira hasta el túnel del Canal. A los ocho días tenían que volver a trabajar.

Falcón se paseó por el patio, deseando que su móvil comenzara a vibrar. Gregorio llamó poco antes de las diez.

– Para empezar, ese carné de identidad fue robado el año pasado, y la cara que aparece no figura en ninguno de nuestros archivos. Su coche era un Mercedes alquilado en Jerez de la Frontera, el lunes 5 de junio por la tarde, y devuelto a las 9:15 de la mañana. Les he dicho que no toquen el coche hasta que no tengan noticias nuestras. ¿Va a decirme de qué va todo esto?

– ¿Qué me dice de los modelos correspondientes a esas matrículas?

– Están llegando en este momento -dijo Gregorio, leyendo-. Un VW Touareg, un Porsche Cayenne, un Mercedes M270 y un Range Rover.

– ¿Recuerda los manuales de montaje de coches que vio Yacoub?

– Veámonos en su despacho ahora. Allí puedo conseguir líneas seguras.

Cuarenta y cinco minutos después Falcón esperaba en su despacho, tomando notas a medida que las complicaciones de la situación se multiplicaban en su mente. Gregorio le llamó desde el despacho de Elvira y le dijo que había organizado una teleconferencia con Juan y Pablo, que estaban en Madrid.

– Lo primero que quiero oír es la línea lógica que sigue todo esto -dijo Juan-. Gregorio nos lo ha explicado, pero quiero oírselo a usted, Javier.

Falcón vaciló, pensando que tenía cosas más importantes que hacer que comentar cómo funcionaba su mente.

– Esto es urgente -dijo Juan-, pero no una situación de pánico. Esa gente se va a tomar la vuelta con calma y nos va a dar la oportunidad de averiguar a qué nos enfrentamos. He mandado a algunos artificieros a echar un vistazo al Mercedes de la empresa de alquiler de coches de Jerez. Primero obtengamos la información y luego hagamos nuestros planes. Le escucho, Javier.

Falcón le pormenorizó sus procesos mentales de la noche anterior, la comunicación con Yacoub y los manuales de montaje de coches, las notas que había revisado sobre El Rocío, el alto poder destructor del hexógeno, la idea de perjudicar a la Unión Europea atacando núcleos turísticos y centros financieros. Juan se mostraba irritable e interrumpía a menudo. Cuando Falcón mencionó que se había visto en televisión, Juan se puso sarcástico.

– Nosotros también lo vimos -dijo-. Muy majo, Javier. En el CNI no nos permitimos ponernos demasiado sentimentales.

– La gente necesita esperanza, Juan -dijo Pablo.

– Los políticos ya les hacen tragar suficiente mierda sin encima tener que escuchar la versión policial.

– Deja que hable -dijo Gregorio, mirando a Falcón y poniendo los ojos en blanco.

– Me fui a la cama y me desperté unas horas más tarde. Vi una película llamada Troya -dijo Falcón, y añadió una pequeña pulla dedicada a Juan-. Conoce la historia de Troya, ¿verdad, Juan?

Gregorio sacudió la mano, como si aquello se estuviera poniendo al rojo vivo.

– Los griegos llenaron de soldados un caballo de madera, lo dejaron a las puertas de Troya y fingieron que se retiraban. Los troyanos metieron el caballo y al hacerlo sellaron su destino -recitó Juan de carrerilla.

– Lo primero que se me ocurrió fue: ¿cómo, en estos tiempos de alta seguridad, podrían introducir los terroristas islámicos una bomba en un edificio importante del centro financiero de una gran ciudad?

– ¡Ah! -dijo Pablo-. Hace que la gente que trabaja en el centro de la ciudad la lleve por usted.

– ¿Y cómo lo consigue? -preguntó Juan.

– Llena su coche de explosivos cuando no se dan cuenta -dijo Falcón-. Los turistas que van al Rocío se alojan en Sevilla antes y después de la romería. La celebración principal acabó el 5 de junio. Hammad y Saoudi trajeron el hexógeno a Sevilla el 6 de junio con la intención de colocarlo en el «hardware» e introducir este en los coches, que volverían de vuelta al Reino Unido y estarían aparcados en el corazón de la City de Londres.

– Lo primero, y posiblemente lo más importante de esa hipótesis -dijo Juan, reafirmando su control sobre la llamada- es que los terroristas poseen información. Los cuatro propietarios de esos coches trabajan para la misma empresa: Kraus, Maitland, Powers. Gestionan uno de los fondos de cobertura más importantes de la City, y están especializados en Japón, China y Sureste Asiático. Lo importante de todo esto es que son ricos. Todos viven en grandes casas en las afueras de Londres, lo que significa que cada día van en coche a trabajar, y no tienen problemas de atascos porque su jornada laboral empieza a las tres de la mañana y acaba a la hora de comer. Saben que en hora punta sus coches permanecen en un edificio que está en el centro de la City. Su despacho está en un conocido edificio llamado The Gherkin.

– ¿De dónde ha sacado toda esa información? -preguntó Falcón.

– El MI5 y el MI6 están metidos en el asunto -dijo Juan-. Ahora buscan diversos candidatos que puedan haberles pasado la información a los terroristas.

– ¿Qué me dice de esa mujer, Mouna Chedadi, la que hizo las reservas en nombre de Amanda Turner? -preguntó Falcón.

– Están comprobando su historial -dijo Juan-. No figura entre los sospechosos de terrorismo. Vive en Braintree, Essex, cerca de Londres. Es musulmana, aunque no especialmente devota, y desde luego no radical. Empezó a trabajar en la agencia de publicidad de Amanda Turner a principios de marzo. Por supuesto, conocía todos los detalles de ese viaje.

– Pero posiblemente no sabía que el novio de Amanda Turner y sus colegas administraban un fondo de cobertura -dijo Pablo-. Lo que significa que los terroristas contaban con dos o más fuentes de información.

– Pero no sabemos quiénes son, de modo que no podemos hablar con nadie de las empresas asociadas con esas ocho personas -dijo Juan.

– También hemos consultado con los ingleses, y coinciden en que no podemos hablar con la gente que va en los coches -dijo Pablo-. Sólo un soldado perfectamente entrenado sería capaz de comportarse con normalidad sabiendo que conduce un coche lleno de explosivos.

– Lo que nos lleva al problema final -dijo Juan-. Puesto que el «hardware» se ha mantenido separado en todo momento del explosivo y parecen tener una procedencia distinta, a los ingleses les preocupa que el núcleo del hardware pudiera contener algo tóxico, como residuos nucleares. También suponen que vigilarán el coche durante el camino de vuelta, por lo que la opción de sacar a la gente de los coches no es viable.

– Tienes una llamada en la línea cuatro, Juan -comentó Pablo en Madrid.

– Paremos un momento -dijo Juan-. No digan nada hasta que vuelva. Todos debemos saber lo que se dice aquí.

Gregorio buscó un cenicero, pero en el despacho no se podía fumar. Salió al pasillo. Falcón miró la alfombra. Una de las ventajas del mundo clandestino era que para esa gente nada acababa de cobrar realidad. Si alguno de ellos llegara a ver a Amanda Turner sentada en el asiento del copiloto del Porsche Cayenne mientras surcaba el campo de España, sería otra cosa. Tal como eran las cosas, Amanda Turner se había convertido en un personaje de videojuego.

Juan regresó a la conferencia. En el pasillo, Gregorio aplastó el cigarrillo.

– Era de los artificieros de Jerez de la Frontera -dijo Juan-. Han encontrado rastros de una mezcla de hexógeno y explosivo plástico en el maletero del Mercedes alquilado. También han encontrado dos respiraderos taladrados que comunican el asiento con el maletero, y restos de comida y bebida. Parece que entró en el aparcamiento del hotel con las bombas y uno o dos técnicos en el maletero. Los dejaron allí para que durante la noche colocaran las bombas en los vehículos de los turistas ingleses.

– Creo que este punto ha quedado ya bastante confirmado -dijo Pablo.

– Pero ahora tenemos que encontrar a los turistas -dijo Juan- sin crear una alerta nacional.

– ¿Cuánto hace que han empezado el viaje de vuelta?

– Han salido de Sevilla poco después de las 7:30 -dijo Falcón-. Ahora son las 10:45. La pareja de holandeses dijo que los ingleses se dirigían hacia el norte y pensaban pernoctar en paradores.

– La ruta lenta sería por Mérida y Salamanca -dijo Gregorio-. La ruta rápida por Córdoba, Valdepeñas y Madrid.

– Deberíamos llamar a la oficina central de Paradores de España y averiguar dónde han hecho reservas -dijo Pablo-. Podemos hacer que los espere una brigada de artificieros. Pueden desarmar los dispositivos durante la noche, y los turistas proseguirán el viaje sin haberse enterado de nada.

– Con eso también conoceríamos su ruta -dijo Gregorio.

– Muy bien, empezaremos con eso -dijo Juan-. ¿Alguna noticia de Yacoub?

– Todavía no -dijo Gregorio.

– ¿Me necesitan para esto? -preguntó Falcón.

– Hay un avión militar esperándolos a los dos en el aeropuerto de Sevilla para traerlos a Madrid -dijo Juan-. Nos veremos en Barajas dentro de dos horas.

– Todavía tengo mucho que hacer aquí -dijo Falcón.

– Ya he hablado con el comisario Elvira.

– ¿Alguien sigue a Yacoub en París? -preguntó Gregorio.

– Hemos decidido que no.

– ¿Y las tres células activadas que se dirigen a París? -preguntó Falcón.

– En este momento parecen más señuelos que otra cosa -dijo Pablo-. La DGSE, la inteligencia francesa, ha sido alertada, y están siguiendo la operación.

Concluyeron la teleconferencia. Gregorio y Falcón se dirigieron directamente al aeropuerto.

– No entiendo por qué me involucran en esto -dijo Falcón.

– Es la manera de hacer de Juan -dijo Gregorio-. Al fin y al cabo la idea es suya. Tiene que seguirla hasta el final. Está enfadado porque ninguno de nosotros recogió la información que ha permitido dar con la clave del asunto, pero siempre es más eficaz cuando tiene algo que demostrar.

– Pero fue pura suerte que yo me fijara en una información sin importancia.

– De eso trata el trabajo de inteligencia -dijo Gregorio-. Pones a alguien como Yacoub en una situación de peligro. Nadie tiene ni idea de qué está buscando. Tenemos la intuición de que algo está ocurriendo, algo que él no puede ver. Él nos cuenta lo que puede. Nuestro trabajo es traducirlo en algo coherente. Usted lo ha conseguido. Juan está enfadado porque él se ha quedado mirando el señuelo, pero claro, tampoco podía permitirse ignorarlo.

– ¿Le preocupa que mandaran a Yacoub a París? -dijo Falcón-. Si formaba parte de la distracción, eso significaría que el GICM sabe, o al menos sospecha, que está espiando para nosotros.

– Por eso Juan no lo hace seguir. Ni siquiera les hablará de él a los del DGSE -dijo Gregorio-. Si el GICM lo vigila lo encontrarán completamente limpio. Ahí está la gracia de lo que ha pasado. Ellos llevaron a Yacoub donde estaba la información, aun cuando él no supiera lo que representaban esos manuales de montaje de coches. Eso significa que Yacoub no se ha delatado en lo más mínimo. Cuando su operación se venga abajo, no podrán señalarlo como culpable. Yacoub se halla en una posición perfecta para la siguiente misión.

– ¿Es una tontería preguntar por qué, si saben tanto del GICM, no lo eliminan? -preguntó Falcón.

– Porque necesitamos eliminar toda la red -dijo Gregorio.


Aterrizaron en el aeropuerto de Barajas a la 1:15 de una tarde calurosa. El aire se ondulaba sobre la pista. Un coche fue a recogerlos y los llevó a una oficina que estaba en la punta de la terminal, donde Juan y Pablo los esperaban.

– Han ocurrido algunas cosas -dijo Juan-. La oficina central de Paradores Nacionales tiene constancia de reservas para esta noche en Zamora y para mañana por la noche en Santillana del Mar. Pablo ha llamado a ambos hoteles y averiguado que los ingleses han cancelado sus reservas hace cuatro horas.

– El MI5 le está dando vueltas a por qué han cambiado de planes -dijo Pablo-. Podría ser por un asunto familiar. Dos de las mujeres son hermanas. O podría ser por el trabajo. El único problema es que no tienen a nadie dentro de la empresa de gestión de fondos. No ha habido ningún seísmo en los mercados del Lejano Oriente. Ahora están hablando con la City por si se ha producido alguna compra o absorción de empresas.

– ¿Han encontrado los coches? -preguntó Falcón.

– Si cancelaron las reservas hace cuatro horas ya deben de estar de camino, de modo que no tenemos ni idea de si van por Madrid o por Salamanca.

– ¿Y los ferrys? -preguntó Gregorio.

– Hemos comprobado las líneas Bilbao/Portsmouth y Santander/ Plymouth y no han hecho ninguna reserva -dijo Pablo-. Sigue en pie la reserva del túnel del Canal, con la misma fecha. Esa es la línea del Ministerio del Interior, Juan.

Juan contestó la llamada y tomó notas. Colgó de un golpe.

– La inteligencia británica se ha puesto en contacto con la inteligencia francesa -dijo Juan-. Amanda Turner acaba de cambiar las reservas del túnel del Canal al lunes por la tarde: mañana. Así que al parecer van hacia Francia sin detenerse. Ni el Ministerio del Interior francés ni el británico quieren que esos coches crucen el túnel. Los franceses han dicho que no quieren que esos coches entren en Francia. La ruta hacia el norte los llevaría cerca de reactores nucleares y por zonas con mucha densidad de población. Los coches están en suelo español. Tenemos zonas de baja densidad de población. Vamos a abordarlos aquí. Nos han dado acceso directo a las fuerzas especiales.

– De Sevilla a Madrid hay unos quinientos cincuenta kilómetros -dijo Gregorio-. De Sevilla a Mérida hay doscientos. Si cambiaron de planes hace cuatro horas, puede que se hayan pasado a la ruta más rápida, pasando por Madrid.

– Así que si hubieran ido a Madrid directamente ya habrían pasado, pero si cambiaron de ruta deberían estar cerca de Madrid en estos momentos.

Pablo llamó a la Guardia Civil y les dijo que vigilaran la NI/E5 en dirección a Burgos y la NII/E90 en dirección a Zaragoza, subrayando que sólo querían que les informaran del paso de los coches; no había que perseguirlos y de ninguna manera declarar una alerta general.

Juan y Gregorio volvieron al mapa de España y estudiaron las dos rutas posibles. Pablo contactó con las fuerzas especiales y les pidió que tuvieran dos coches preparados; un conductor y dos hombres armados en cada uno de los coches camuflados.

A las 14:00 la Guardia Civil llamó para confirmar que habían avistado el convoy en la carretera Madrid-Zaragoza, justo a la salida de Guadalajara. Pablo les pidió que pusieran policía motorizada en todas las estaciones de servicio de la ruta y que informaran si el convoy abandonaba la carretera. Volvió a comunicarse con las fuerzas especiales, les dio la información de la ruta y les dijo que estuvieran atentos al coche que debía de seguir al convoy. Los dos coches salieron de Madrid a las 14:05.

A las 14:25 llamó la Guardia Civil para informar de que el convoy había dejado la carretera en una estación de servicio en el kilómetro 103. También observaron un VW Golf GTI plateado, por cuya matrícula averiguaron que se trataba de un coche alquilado en Sevilla que había salido a la misma hora que el convoy. Habían salido dos hombres. Ninguno de ellos había entrado en la estación de servicio. Los dos estaban apoyados en la parte de atrás del Golf, y uno de ellos hablaba por el móvil.

Mientras Pablo transmitía esa información a los de las fuerzas especiales, Gregorio llamó a la compañía de coches de alquiler de Sevilla. Estaba cerrada. Juan ordenó que prepararan un helicóptero para despegar en cualquier momento. Informó de la situación al Ministerio del Interior y les dijo que en algún momento tendrían que cerrar la red de cobertura de móviles durante una hora en la carretera Madrid-Zaragoza, entre Calatayud y Zaragoza.

– Las fuerzas especiales tendrán que eliminar al vehículo que sigue al convoy en uno de los pasos de montaña -dijo Juan-. De este modo, si utilizan los móviles para detonar los dispositivos, no habrá cobertura, y si utilizan una señal directa habrá menos posibilidades de que tengan una buena conexión.

A las 15:00 Ramírez llamó de la compañía de coches de alquiler. Gregorio les dio el número de matrícula del Golf GTI plateado. La empresa de coches de alquiler les dio el número de carné de identidad del conductor. Gregorio lo introdujo en el ordenador. Robado la semana anterior en Granada.


El helicóptero se inclinó y remontó el vuelo en el cielo sin nubes del aeropuerto de Barajas. Falcón había rechazado el privilegio de sentarse junto al piloto. Hacía diez años que no subía a un helicóptero. Se sentía expuesto a los elementos, y experimentaba una ligereza en su ser que le incomodaba.

Siguieron la autopista NII/E90 de Madrid a Zaragoza, y en menos de una hora sobrevolaban las montañas que rodeaban Calatayud.

– Es algo que no se ve a menudo -dijo Juan por los auriculares-. Me refiero al desenlace de una operación de inteligencia.

Incluso entonces, mientras avanzaban a toda velocidad hacia la culminación de meses de trabajo y días de intensidad, apenas parecía real. España discurría bajo sus pies, y en algún lugar de allí abajo los hombres hacían los últimos preparativos a medida que el convoy de coches, llenos de gente viva y real, se dirigía hacia el norte sin saber nada de ese enorme y complejo mecanismo que se desarrollaba tras ellos.

El piloto le entregó unos binoculares y le señaló el trecho de carretera en el que un Golf GTI plateado era adelantado por un BMW azul oscuro. El BMW frenó de manera tan brusca que los neumáticos echaron humo. El Golf GTI chocó con la parte de atrás del BMW, pero los soldados ya habían salido, apuntando con sus armas, los brazos temblando por el retroceso. El helicóptero descendió sobre la escena. Sacaron a rastras a dos hombres del Golf GTI; el parabrisas estaba hecho trizas, la parte delantera del coche aplastada, salía vapor del capó.

El helicóptero se dirigió al otro lado del paso de montaña, donde otro grupo de fuerzas especiales que viajaban en un coche delante del convoy de turistas había obligado a estos a detenerse en el arcén. El helicóptero giró y permaneció parado en el aire mientras las cuatro parejas salían y se alejaban de los coches.

Ver cómo todo ocurría sin sonido -o mejor dicho, con un exceso de sonido causado por las aspas del helicóptero- lo hizo aun más irreal. Falcón sintió vértigo al pensar que toda esa última operación había tenido lugar como resultado de su corazonada. ¿Y si en realidad no había ninguna bomba en los vehículos y los dos ocupantes del Golf GTI que habían matado eran inocentes? Debió de poner una cara de total perplejidad, pues oyó la voz de Juan en su cabeza.

– Es algo que a menudo nos preguntamos -dijo Juan-. ¿Todo esto ha pasado de verdad?

El helicóptero se alejó de la distante ciudad de Zaragoza, que se erguía bajo el calor y una nube de polución. El piloto murmuró su posición y la dirección mientras las montañas marrones y quemadas por el sol se difuminaban en la tarde.



CODA

Sevilla. Lunes, 10 de julio de 2006


Falcón estaba sentado en Casa Ricardo, en el restaurante que había al fondo del bar. Habían pasado casi cuatro años desde la última vez que estuviera en ese lugar, y no era por casualidad. Dio un trago de cerveza y comió una oliva. Se recuperaba del calor tras el paseo que se había dado desde su casa.

El mes anterior no había tenido tiempo para nada. El papeleo alcanzó dimensiones surrealistas, y cuando lo acabó regresó a un mundo que había esperado encontrar cambiado. Pero la bomba había sido como un ataque epiléptico. La ciudad había sufrido una terrible convulsión y su futura salud había generado honda preocupación, pero a medida que transcurrían los días y nada más ocurría, la vida volvió a la normalidad. Dejó una herida. Había familias en cuya mesa había un hueco que nada podía llenar. Y otros que regularmente tenía que hacer acopio de valor para afrontar otro día viviendo a la altura de la cintura de las personas después de toda una existencia a la altura de sus caras. Había cientos de personas olvidadas que cada mañana se miraban al espejo y al afeitarse sorteaban una cicatriz, o se aplicaban maquillaje en una nueva imperfección. Pero hace falta una fuerza mayor que el poder del terrorismo para alterar la necesidad humana de regresar a la rutina.

El informe y evaluación de la operación de inteligencia había durado cuatro días. Falcón se sintió aliviado cuando encontraron los cuatro dispositivos explosivos en los vehículos que habían venido de Londres. Todos los dispositivos eran una pequeña maravilla de ingeniería, pues cada uno de los revestimientos de aluminio de las bombas se había construido para que encajara perfectamente en el coche como si fuera una parte integrante de su estructura. Falcón no pudo evitar pensar que las bombas eran como el propio terrorismo, que encaja tan perfectamente en la sociedad que su elemento siniestro es imposible de distinguir. Pero que existieran le había supuesto un alivio. No eran producto de su imaginación, ni de la imaginación de los servicios de inteligencia. Y dentro no había habido ningún elemento radiactivo, como habían temido los ingleses.

Desde que regresara de Madrid, Falcón había trabajado con el juez Del Rey para llevar el caso contra Rivero, Cárdenas y Zarrías ante un tribunal, aunque, como Rivero había sufrido una embolia y no podía hablar, en realidad sólo sería contra los dos últimos. El caso se preparaba en otra dimensión casi surrealista. Del Rey había decidido acusar primero a los dos hombres del asesinato de Tateb Hassani porque quería ir paso a paso al demostrar que habían estado implicados en una conspiración a mayor escala. Lo que la gente sabía de Hassani era que había escrito las horrorosas instrucciones adjuntas a los planos de las dos escuelas y de la Facultad de Biología. De algún modo, a través de la ceguera colectiva, esas instrucciones habían quedado separadas de la ficción que la conspiración había pretendido imponer. El resultado era que una gran parte de la opinión pública consideraba a Cárdenas y Zarrías héroes del pueblo.

Yacoub había contactado a su regreso de París. El alto mando del GICM no le había dado instrucciones. Pensaba que sospechaban de él, y por tanto no había intentado contactar con el CNI. Se había dejado ver en lugares públicos, temeroso de quedarse en el hotel por si había alguna llamada en la puerta que no se viera capaz de responder. Regresó a Rabat. Asistió a las reuniones del grupo en la casa de la medina. No se mencionó la misión fracasada.

A Calderón lo juzgarían en septiembre. El inspector jefe Luis Zorrita y el juez instructor, Juan Romero, estaban convencidos de su culpabilidad. El caso era sólido como una roca. Falcón no había vuelto a ver a Calderón, pero había oído decir que se había resignado a su destino, que era pasar quince años en prisión por el asesinato de su mujer.

Manuela había preocupado a Falcón, quien había pensado que el vacío dejado por Ángel la dejaría sola y deprimida. Pero la había subestimado. Una vez se extinguieron el horror, la rabia y la desesperación por el crimen de Ángel, Manuela encontró una renovada vitalidad. Todas las lecciones de energía positiva de Ángel habían valido la pena. No vendió su chalet del Puerto de Santa María; el comprador alemán volvió a llamarla y encontró un sueco a quien colocarle su otra propiedad en Sevilla. Tampoco le faltaban invitaciones a cenar. La gente quería saberlo todo de su vida con Ángel Zarrías.

El atentado había tenido otras consecuencias positivas. El domingo anterior, mientras Falcón estaba sentado en un banco del parque de María Luisa, a la sombra de unos árboles, un grupo familiar llamó su atención. El hombre empujaba una silla de ruedas en la que iba una niña y hablaba con una joven rubia que vestía una blusa turquesa y una falda blanca. Sólo cuando dos niños echaron a correr para alcanzarlos Falcón se dio cuenta de que se trataba de los hijos de Cristina Ferrera, que rodeó con el brazo a su hijo mientras su hija se acercaba al hombre y le ayudaba a empujar la silla de ruedas. Sólo entonces comprendió que ese hombre era Fernando Alanis.

Falcón había llegado muy temprano a Casa Ricardo. Acabó la cerveza y al pasar el camarero le pidió que le trajera una manzanilla helada. El camarero le trajo una botella de La Guita y el menú. El jerez seco empañó el cristal mientras lo vertían. Falcón se abanicó con el menú. Estaba en una mesa distinta a la de cuatro años atrás. Esta le permitía ver perfectamente la puerta, hacia la que se volvía cada vez que entraba alguien. No soportaba esa angustia adolescente que le invadía. En momentos como ese su mente se confabulaba contra él y se encontraba pensando en la otra cosa que lo angustiaba: la promesa que había hecho a los sevillanos de encontrar a los autores materiales del atentado. Aquella imagen de sí mismo en televisión que había visto en el Galicia regresaba una y otra vez, junto con el comentario sarcástico de Juan. ¿Había sido una locura decir eso, o, como había dicho Juan, algo puramente sentimental? No, no lo había sido, estaba seguro de ello. Falcón tenía sus ideas. Cuando tuviera más tiempo sabía dónde empezar a buscar.

Siempre pasa que, cuando te has puesto a pensar en otra cosa, llega la persona que esperas. La tuvo delante antes de poder darse cuenta.

– El pensativo inspector jefe -dijo ella.

A Falcón el corazón le brincó en el pecho, y se puso en pie como un resorte.

– Estás preciosa, como siempre, Consuelo -dijo.


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