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Sevilla. Martes, 6 de junio de 2006, 08:25 horas


La desesperación había llevado a Consuelo a la calle Vidrio muy temprano. La vecina llevaría a los niños a la escuela. En ese momento estaba sentada en su coche delante de la consulta de Alicia Aguado, arrepintiéndose de la cita de urgencia que había concertado apenas veinticinco minutos antes. Caminó por la calle para calmarse. No estaba habituada a tener problemas.

Exactamente a las 8:30, tras haber mirado su reloj por segunda vez, contando los segundos -lo que demostraba hasta qué punto se había vuelto obsesiva-, llamó a la puerta. La doctora Aguado la esperaba: llevaba muchos meses esperándola. La entusiasmaba la perspectiva de tener otro paciente. Consuelo subió las angostas escaleras que llevaban a la consulta, pintada de un azul claro y que mantenía la temperatura constante a 22o.

Aunque Consuelo lo sabía todo de Alicia Aguado, dejó que la psicóloga clínica le contara que era ciega a causa de una enfermedad degenerativa llamada retinitis pigmentosa, y que como resultado de esa enfermedad había desarrollado una técnica excepcional para leer el pulso del paciente.

– ¿Para qué le hace falta? -preguntó Consuelo, sabiendo la respuesta, pero con la intención de demorar el momento de tener que contar sus problemas.

– Porque soy ciega y echo en falta los indicadores más importantes del cuerpo humano, que son los rasgos de la cara. Hablamos más con nuestras facciones y con nuestro cuerpo que con la boca. Piense en lo poco que se saca en claro de una conversación si sólo oímos las palabras. Sólo cuando una persona se halla en una situación extrema, siente miedo o angustia, entiendes lo que siente, mientras que si delante tienes una cara puedes captar todo un abanico de sutilezas. Puedes adivinar la diferencia entre alguien que miente, o exagera, o está aburrido, o alguien que quiere acostarse contigo. La lectura del pulso, que aprendí de un médico chino y he adaptado a mis necesidades, me permite captar ese matiz.

– Eso parece una manera inteligente de decir que es usted un polígrafo humano.

– No detecto las mentiras -dijo Aguado-. Tiene más que ver con las corrientes subterráneas. Traducir el sentimiento en palabras es algo que a veces no consigue ni el mejor escritor, así pues, ¿por qué iba a serle más fácil a una persona normal hablarme de sus emociones, sobre todo si está confusa?

– Esta sala es muy bonita -dijo Consuelo, ya medrosa ante algunas de las palabras que había oído en la explicación de Aguado. Lo de las corrientes subterráneas le recordaba sus miedos, que la echaran al océano para morir de agotamiento sola en medio de esa inmensa extensión.

– Había demasiado ruido -comentó Aguado-. Ya sabe cómo es Sevilla. El ruido me distraía tanto, en mi estado, que tuve que poner cristales dobles e insonorizar la consulta. Antes estaba pintada de blanco, pero creo que el blanco intimidaba tanto a mis pacientes como el negro. De modo que opté por un sereno azul. Sentémonos, si no le importa.

Se sentaron en un confidente en forma de S, de cara. Alicia le enseñó a Consuelo la grabadora que había en el reposabrazos, explicándole que era la única manera que tenía de repasar sus sesiones con los pacientes. Aguado le pidió que se presentara, dijera su edad y si tomaba medicación para poder anotarlo en su historial.

– ¿Puede darme un breve historial médico?

– ¿Desde cuándo?

– Cualquier cosa importante desde que nació: operaciones, enfermedades graves, hijos… esas cosas.

Consuelo procuró que su mente se empapara de la tranquilidad del azul claro de las paredes. Había acudido con la esperanza de que le practicaran una operación milagrosa en sus zozobras mentales, una fabulosa técnica que desenredara la confusa maraña de su cerebro y la transformara en hebras comprensibles. En su agitación no se le había ocurrido que eso iba a ser un proceso, un proceso intrusivo.

– Parece que le cuesta responder a esa pregunta -dijo Aguado.

– Estoy intentando hacerme a la idea de que me va a volver del revés.

– Nada sale de este cuarto -dijo Aguado-. Ni siquiera nos pueden oír. Las cintas se guardan bajo llave en mi consulta.

– No se trata de eso -dijo Consuelo-. Es que detesto vomitar. Prefiero aguantarme la náusea que vomitar el problema. Y esto va a ser un vómito mental.

– Casi todos los que vienen a verme lo hacen por una razón muy íntima, tan íntima que a veces ellos mismos la desconocen -dijo Aguado-. La salud mental y la salud física no son distintas. Las heridas no tratadas se enconan e infectan todo el cuerpo. Con las lesiones no tratadas de la mente pasa lo mismo. El único problema es que no puede enseñarme la herida infectada. Puede que no sepa qué es ni dónde está. La única manera que tenemos de averiguarlo es sacar lo que hay en el subconsciente y llevarlo a la mente consciente. No se trata de vomitar. No se trata de expulsar veneno. Saca a la luz cosas quizá dolorosas para que podamos examinarlas, pero siguen siendo suyas. En todo caso, se parece más a aguantar la náusea que a vomitar.

– He tenido dos abortos -dijo Consuelo, decidida-. El primero en 1980, el segundo en 1984. Los dos me los hicieron en una clínica de Londres. Tengo tres hijos. Ricardo nació en 1992, Matías en 1994 y Darío en 1998. Han sido las únicas cinco veces que he estado en el hospital.

– ¿Está casada?

– Ya no. Mi marido murió -dijo Consuelo, tropezando con el primer obstáculo, acostumbrada a ocultar el hecho más que a revelarlo-. Lo asesinaron en 2001.

– ¿Tuvo un matrimonio feliz?

– Él tenía treinta y cuatro años más que yo. Yo por entonces no lo sabía, pero él se casó conmigo porque yo le recordaba físicamente a su primera mujer, que se había suicidado. Yo no quería casarme, pero él insistió. Sólo consentí cuando me dijo que tendríamos hijos. Poco después de la boda descubrió, o quiso ver entonces, que mi parecido con su primera mujer se limitaba a lo físico. Sin embargo seguimos juntos. Nos respetábamos, sobre todo en los negocios. Era un buen padre. Pero en cuanto a si me amaba, si me hacía feliz… no.

– ¿Ha oído eso? -preguntó Aguado-. Se ha oído algo fuera. Un gran ruido, como una explosión.

– No he oído nada.

– Conozco el caso de su marido, desde luego -dijo Aguado-. Fue terrible. Debió de ser muy traumático para usted y para sus hijos.

– Lo fue. Pero no guarda relación directa con el motivo que me ha hecho venir -dijo Consuelo-. En la investigación salió a la luz toda mi vida. Yo era la principal sospechosa. Era un hombre rico e influyente. Yo tenía un amante. La policía creía que yo tenía un motivo. Se revelaron detalles desagradables de mi pasado.

– ¿Como por ejemplo?

– Cuando tenía diecisiete años aparecí en una película pornográfica para poder pagarme mi primer aborto.

Aguado obligó a Consuelo a revivir ese repugnante fragmento de su vida con todo detalle, y no la hizo parar hasta que no le explicó las circunstancias de su siguiente embarazo, del hijo de un duque, que la llevó al segundo aborto.

– ¿Qué piensa de la pornografía? -preguntó Alicia.

– La aborrezco -dijo Consuelo-. Aborrecía sobre todo mi necesidad de verme envuelta en ella para conseguir dinero e interrumpir un embarazo.

– ¿Qué cree que es la pornografía?

– La filmación del acto biológico del sexo.

– ¿Eso es todo?

– Se trata de sexo sin emoción.

– Usted ha descrito emociones muy fuertes cuando me contaba…

– De desagrado y repugnancia, sí.

– ¿Hacia sus compañeros en la película?

– No, no, en absoluto -dijo Consuelo-. Estábamos todos en el mismo barco, las chicas. Los hombres nos necesitaban para actuar. En el plato de una película pornográfica no hay un ambiente sexualmente muy cargado. Todos estábamos muy colocados para no tener que pensar en lo que hacíamos.

El entusiasmo de Consuelo por su relato se apagaba. No estaba llegando a ninguna parte.

– Así pues, ¿contra quién se dirigían esos fuertes sentimientos de ira? -preguntó Aguado.

– Contra mí -dijo Consuelo, con la esperanza de que esa verdad parcial fuera suficiente.

– Cuando le he preguntado qué era la pornografía, no creo que me haya dicho lo que pensaba de verdad -dijo Aguado-. Me ha dado una versión socialmente aceptable. Intente responder de nuevo a la pregunta.

– Es sexo sin amor -dijo Consuelo, golpeando el sofá-. Es la antítesis del amor.

– La antítesis del amor es el odio.

– Es odio hacia uno mismo.

– ¿Qué más?

– Es la profanación del sexo.

– ¿Qué opina de los hombres y mujeres que se filman teniendo relaciones sexuales con múltiples parejas? -preguntó Aguado.

– Que es perverso.

– ¿Qué más?

– ¿Qué quiere decir con «qué más»? No sé qué más quiere.

– ¿Con qué frecuencia ha pensado en la película desde que salió a la luz la investigación del asesinato de su marido?

– La había olvidado.

– ¿Hasta hoy?

– ¿Qué se supone que significa eso?

– Esto no es una visita de cortesía, señora Jiménez.

– Ya lo sé.

– No debe preocuparle lo que yo piense de usted a ese respecto -dijo Aguado. -Pero no sé qué intenta conseguir que admita.

– ¿Por qué estamos hablando de la pornografía?

– Fue algo que salió a la luz durante la investigación del asesinato de mi marido.

– Le he preguntado si el asesinato de su marido fue traumático -dijo Aguado.

– Entiendo.

– ¿Qué es lo que entiende?

– Que el hecho de que lo de la película saliera a la luz fue para mí más traumático que la muerte de mi marido.

– No necesariamente. Lo de la película porno estaba relacionado con un suceso traumático, y en ese periodo de enorme carga emocional dejó huella en usted.

Consuelo resistía en silencio. La confusa maraña no se estaba desenredando, sino que estaba cada vez más revuelta.

– Últimamente ha concertado varias citas conmigo y no se ha presentado -dijo Aguado-. ¿Por qué ha venido esta mañana?

– Quiero a mis hijos -dijo Consuelo-. Quiero tanto a mis hijos que me duele.

– ¿Dónde le duele? -preguntó Aguado, agarrándose a esa nueva revelación.

– ¿No tiene hijos?

Alicia Aguado se encogió de hombros.

– Me duele en la boca del estómago, en torno al diafragma.

– ¿Por qué le duele?

– ¿Es que no puede aceptar nada de lo que le digo? -dijo Consuelo-. Los quiero. Me duele.

– Estamos aquí para examinar su vida interior. Yo no puedo verla ni sentirla. Todo lo que tengo es su manera de expresarse.

– ¿Y lo del pulso?

– Eso es lo que suscita las preguntas -dijo Aguado-. Lo que usted dice y lo que yo percibo en su sangre no siempre coinciden.

– ¿Me está diciendo que no quiero a mis hijos?

– No, le pido que me diga por qué dice que duele. ¿Qué es lo que le causa ese dolor?

– ¡Joder! Es el puto amor lo que duele, zorra estúpida -dijo Consuelo, apartando la muñeca de las manos de Aguado, arrancando ese pulso delator de aquellas puntas de los dedos interrogadoras-. Lo siento. Lo siento mucho. Ha sido imperdonable.

– No lo lamente -dijo Aguado-. Esto no es un cóctel.

– Y que lo diga -dijo Consuelo-. Mire, yo siempre he sido inflexible sobre decir la verdad. Mis hijos se lo confirmarán.

– Este es otro tipo de verdad.

– Sólo hay una verdad -dijo Consuelo, con celo misionero.

– Está la verdad real y la verdad presentable -dijo Aguado-. A menudo van bastante unidas, excepto por unos cuantos detalles emocionales.

– Aquí se equivoca, doctora. Yo no soy así. He visto cosas, he hecho cosas y siempre lo he afrontado todo.

– Por eso está aquí.

– Me está llamando mentirosa y cobarde. Me está diciendo que no sé quién soy.

– Le hago preguntas, y usted hace todo lo que puede por responderlas.

– Pero si me acaba de decir que lo que digo y lo que nota en mi pulso no encajan. Por tanto, me ha llamado mentirosa.

– Creo que ya es suficiente por hoy -dijo Aguado-. Ya hemos abarcado mucho para una primera sesión. Me gustaría volver a verla pronto. ¿Le va bien a esta hora? La mañana o a última hora de la tarde probablemente sean la mejor hora si ha de atender el restaurante.

– ¿Cree que voy a volver a repetir esta mierda? -dijo Consuelo, encaminándose a la puerta, echándose el bolso al hombro-. ¡Ni lo pienses… ciega de los cojones!

Cerró de un portazo al salir y estuvo a punto de torcerse el tobillo en la calle adoquinada. Se metió en el coche, puso las llaves en el contacto, pero no arrancó. Se agarró al volante, como si fuera la única cosa que pudiera impedirle perder la razón. Lloró. Lloró hasta que le dolió exactamente en el mismo lugar que le dolía cuando veía dormir a los niños.


Ángel y Manuela estaban sentados en la terraza, a la luz de las primeras horas de la mañana, desayunando. Manuela llevaba un albornoz blanco y se examinaba los dedos de los pies. Ángel parpadeó de irritación al leer uno de sus artículos en el ABC.

– Me han cortado un párrafo entero -dijo Ángel-. Algún estúpido subdirector está consiguiendo que mis artículos parezcan escritos por un memo.

– Pues yo me oigo engordar -dijo Manuela, casi sin pensar, pues todo su ser estaba pendiente del negocio que tenía que cerrar esa mañana-. Voy a tener que llevar chándal todo lo que me queda de vida.

– Y yo estoy perdiendo el tiempo -dijo Ángel-. Esto no tiene sentido, no escribo más que chorradas para idiotas. No me extraña que me las recorten.

– Voy a pintarme las uñas -dijo Manuela-. ¿Qué color te gusta más? ¿Rosa o rojo? ¿O algo atrevido para que la gente no me mire el culo?

– Ya está -dijo Ángel, arrojando el periódico por la terraza-. Esta mierda se ha acabado.

Y entonces fue cuando lo oyeron: una explosión lejana, pero poderosa. Se miraron, y sus preocupaciones desaparecieron de pronto. Manuela no pudo evitar decir lo obvio.

– ¿Qué demonios ha sido eso?

– Eso -dijo Ángel, poniéndose en pie tan bruscamente que la silla cayó hacia atrás- ha sido una explosión, y fuerte.

– Pero ¿dónde?

– Se ha oído en el norte.

– ¡Oh, mierda, Ángel! ¡Mierda, mierda, mierda, mierda!

– ¿Qué? -dijo Ángel, esperando verla con todo el pie manchado de laca de uñas.

– ¿Es que no te das cuenta? -dijo Manuela-. Nos hemos pasado media noche hablando de eso. Los dos pisos de la Plaza Moravia… que queda al norte.

– No ha sido tan cerca -dijo Ángel-. La explosión ha sido fuera de los muros de la ciudad.

– Es lo que pasa con los periodistas -dijo Manuela-, que están tan acostumbrados a estar al tanto de lo que pasa que se creen que lo saben todo, incluso a qué distancia ha sonado una explosión.

– Yo diría que… Oh, Dios mío. ¿Crees que ha sido en la Estación de Santa Justa?

– Eso queda al este -dijo ella, señalando vagamente por encima de los tejados.

– Lo que hay al norte es la sede del Parlamento -dijo, mirando su reloj-. Aunque a esta hora no habrá nadie.

– Aparte de unas cuantas limpiadoras prescindibles -comentó Manuela.

Ángel encendió el televisor y cambió de canal hasta llegar a Canal Sur.

– Nos llegan las últimas noticias de una gran explosión en la zona norte de Sevilla… en el área de El Cerezo. Los testigos afirman que todo un bloque de apartamentos ha quedado completamente destruido y una guardería cercana ha sufrido graves daños. No podemos decirles cuál ha sido la causa de la explosión ni cuál es el número de víctimas.

– ¿El Cerezo? -dijo Ángel-. ¿Qué hay en El Cerezo?

– Nada -dijo Manuela-. Bloques de apartamentos baratos. Probablemente sea una explosión de gas.

– Tienes razón. Es una zona de viviendas.

– No todas las explosiones fuertes han de ser una bomba.

– Después de lo del n de marzo y de los atentados de Londres, es lo primero que pensamos -dijo Ángel, desplegando un plano de Sevilla.

– Bueno, siempre quieres que pase algo, y ahora ha pasado. Es mejor que averigües si ha sido una explosión de gas o un atentado. Pero sea lo que sea, Ángel, no…

– El Cerezo está a dos kilómetros de aquí -dijo Ángel, atajando la creciente histeria de Manuela-. Tú lo has dicho. Es una zona de viviendas baratas. Queda lejos de las propiedades que pretendes vender en la plaza Moravia.

– Si ha sido un atentado terrorista, tanto da dónde haya sido… toda la ciudad estará nerviosa. Uno de mis compradores es un extranjero que quiere invertir. Los inversores reaccionan ante estas cosas. Pregúntamelo a mí… yo soy una inversora.

– ¿Se hundió la propiedad inmobiliaria en Madrid tras el 11-M? -dijo Ángel-. Cálmate, Manuela. Probablemente ha sido el gas.

– A lo mejor la bomba ha detonado de forma accidental mientras la preparaban -dijo Manuela-. Quizá la han hecho estallar para suicidarse al comprender que la policía los tenía rodeados.

– Llama a Javier -dijo Ángel, acariciándole la nuca-. Él sabrá algo.


Falcón llamó a su inmediato superior, el jefe de la Brigada de la Policía Judicial: el comisario Pedro Elvira, para darle un primer informe basado en la opinión del jefe de bomberos: que casi con toda seguridad, el grado de destrucción había sido obra de una potente bomba, y le comunicó el número de víctimas hasta ese momento.

Elvira acababa de salir de una reunión con su superior, el policía más veterano de Sevilla: el jefe superior de Policía, el comisario Andrés Lobo, que le había encargado dirigir la investigación. También confirmó que el juez decano de Sevilla había nombrado a Esteban Calderón juez de instrucción encargado de dirigir la investigación. Ya se habían puesto en contacto con tres empresas de demolición para que enviaran un equipo que comenzara a quitar los escombros y trabajara con los equipos de rescate, que ya estaban de camino para intentar encontrar supervivientes lo antes posible.

Falcón hizo algunas peticiones: fotografías aéreas, antes de que la enorme escena del crimen quedara contaminada por la operación de rescate y demolición. También solicitó una nutrida presencia policial para acordonar casi un kilómetro cuadrado en torno al edificio y poder investigar todos los vehículos de la vecindad. Si había sido una bomba, habían tenido que transportarla, y el coche aún podía estar allí. Cuando comenzaran a registrar los vehículos sospechosos también necesitarían un equipo de la policía científica y una unidad de bomberos. Elvira le dijo que sí a todo y colgó.

El jefe de bomberos era el hombre del momento. Estaba preparado para un día como ese y en menos de noventa minutos tenía el desastre bajo control. Acompañó a Falcón hasta el linde de la destrucción. De camino ordenó que un equipo de bomberos dejara de apuntalar el tejado del aula destruida para que la brigada de explosivos pudiera comprobar cómo había afectado al edificio la explosión. Puso al corriente a Falcón de la arquitectura del bloque de apartamentos destruido y de que la tremenda explosión debía de haber dañado los cuatro pilares principales de sustentación de esa zona. El efecto habría sido que el peso de todos los suelos de cemento armado había recaído, de una manera repentina y fenomenal, sobre los finos tabiques que había entre cada planta. Como cada nivel caía desde una altura cada vez mayor, se habrían producido un peso y una aceleración acumulativos.

– Nadie puede haber sobrevivido al derrumbe -dijo el jefe de bomberos- Rezamos porque haya ocurrido un milagro.

– ¿Por qué está tan seguro de que no puede haber sido una explosión de gas?

– Aparte de que nadie informó de que hubiera una fuga, y que sólo hemos tenido que apagar dos pequeños fuegos, la mezquita del sótano se utiliza diariamente. El gas es más pesado que el aire, y se acumula en el punto más bajo. No podría haberse acumulado una gran cantidad de gas sin que nadie lo notara. Además, el gas habría tenido que acumularse en un espacio lo bastante grande antes de explotar. Su poder se habría disipado. Nuestro principal problema habría sido el incendio, no la destrucción. Se habría formado una inmensa bola de fuego, que habría abrasado toda la zona. Habría habido víctimas de quemaduras. Una bomba estalla a partir de una fuente pequeña y limitada. Por tanto, su poder destructivo es mucho más concentrado. Sólo una bomba muy grande, o varias bombas más pequeñas, podrían haber destruido esos pilares de sustentación de cemento armado. Casi todos los muertos y heridos que hemos visto hasta ahora han sido alcanzados por los escombros y los cristales que salieron despedidos. Todas las ventanas de la zona han quedado hechas trizas. Todo ello son indicios de una explosión de bomba.

En el borde de la destrucción la luz herida era de un amarillo pálido. Los ladrillos y el cemento pulverizado formaban un fino polvo, que obstruía la garganta y las fosas nasales con el hedor de la podredumbre. Del interior de los cascotes amontonados llegaban los sonidos repetitivos y desesperados de los sonsonetes de los móviles, las mismas melodías personalizadas rogando una respuesta. Allí, en lugar de ser irritantes, tenían personalidad. El jefe de bomberos negó con la cabeza.

– Esto es lo peor -dijo-, escuchar cómo se desvanecen las esperanzas de una persona.

Falcón casi dio un bote cuando su propio móvil le vibró en el muslo.

– Manuela -dijo, alejándose un poco del jefe de bomberos.

– ¿Estás bien, hermanito? -preguntó ella.

– Sí, pero estoy ocupado.

– Lo sé -dijo ella-. Dime una cosa. ¿Ha sido una bomba?

– Todavía no nos lo han confirmado…

– No quiero el comunicado oficial -dijo Manuela-. Soy tu hermana.

– No quiero que Ángel se vaya corriendo al ABC y cite las palabras del inspector jefe en la escena del crimen.

– No se lo repetiré.

– No seas ridícula.

– Dímelo, Javier.

– Pensamos que ha sido una bomba.

– Mierda.

Falcón colgó furioso sin decir adiós. Hombres, mujeres y niños había muerto o estaban heridos. Familias enteras habían sido destruidas, junto con sus hogares y posesiones. Pero Manuela necesitaba saber qué iba a pasar con el mercado inmobiliario.


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