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Sevilla. Miércoles, 7 de junio de 2006, 08:43 horas


La radio prometió a los sevillanos un día de calor achicharrante, con temperaturas superiores a los 40o, una leve brisa procedente del Sahara que escocería los ojos, secaría el sudor y convertiría el edificio destruido en un serio peligro para la salud.

Consuelo aún estaba grogui por la pastilla que había tomado a las tres de la mañana, cuando se había dado cuenta que contemplar el aleteo de los párpados de Darío no iba a ayudarla a dormir. Como siempre, le esperaba un día ajetreado, en el que se abriría el paréntesis de sus sesiones con Alicia Aguado. Consuelo no pensaba en ellas. Las afrontaba con cierto desapego. Prestaba más atención a la estructura ósea de su cara y a la ajustada máscara de su piel, tras la cual esperaba poder seguir haciendo su vida.

El estado de ánimo del locutor de radio era sombrío. Sus palabras de reflexión no calaron en Consuelo, ni su anuncio de un minuto de silencio por las víctimas del atentado. Abrió y cerró los párpados como si esperara encontrar una escena distinta cada vez, en lugar de la misma con ínfimos cambios.

La pastilla para dormir había ralentizado la adrenalina de su organismo. De haber estado más despierta, la aterradora sensación de desmoronamiento que había experimentado el día anterior habría pesado como un recuerdo demasiado intenso, y habría pasado de largo por la consulta de Alicia Aguado e ido directamente a trabajar. Pero aparcó el coche y dejó que sus piernas la llevaran escalera arriba. Su mano se unió a la blanca palma de Alicia Aguado en el momento en que sus caderas se encajaban entre los brazos del confidente. Desnudó la muñeca. Las palabras le llegaron de lejos y no las entendió.

– Lo siento -comentó-. Estoy un poco cansada. ¿Puedes repetirlo?

– Ayer por la noche, ¿pensaste en lo que te dije?

– No estoy segura de recordar lo que dije… ¿En qué me dijiste que pensara?

– En algo que te hiciera feliz.

– Oh sí, lo hice.

– ¿Has tomado alguna pastilla, Consuelo? Esta mañana no te veo muy despierta.

– Me tomé una pastilla para dormir a las tres de la mañana.

– ¿Por qué no podías dormir?

– Era demasiado feliz.

Aguado se fue a la cocina, preparó un café fuerte y se lo dio a Consuelo.

– Tienes que estar despierta en nuestras reuniones, de lo contrario no sirven de nada -dijo Aguado-. Has de estar en contacto con tu personalidad.

Aguado se quedó de pie delante de Consuelo, le inclinó la cara hacia arriba, como si colocara a un niño para darle un beso, y le presionó la frente con los pulgares. La visión de Consuelo mejoró. Aguado volvió a sentarse.

– ¿Por qué no podías dormir?

– Pensaba demasiado.

– ¿En todas esas cosas que te hacían «demasiado feliz»?

– La felicidad no es mi estado normal. Necesitaba un respiro.

– ¿Cuál es tu estado normal?

– No lo sé. Lo disimulo demasiado bien.

– ¿Escuchas tu propia voz?

– No puedo evitarlo. No tengo resistencia.

– Así que ayer por la noche no hiciste lo que te dije.

– Ya te lo he dicho. La felicidad no es mi estado normal.

– ¿Qué hiciste?

– Vi dormir a mis hijos.

– ¿Qué te dice eso del estado en que te encuentras?

– No es agradable.

– ¿Eres dura en tu trabajo?

– Claro, es la única manera de tener éxito.

– ¿Por qué el éxito es tan importante para ti?

– Es una medida más fácil…

– ¿Que qué?

El pánico constriñó la garganta de Consuelo.

– Es más fácil medir el éxito en los negocios que medirlo, o mejor dicho verlo… percibirlo… Ya sabes lo que quiero decir.

– Quiero que lo digas.

Consuelo se removió en su mitad del sofá, inhaló profundamente.

– Compenso mis fracasos como persona mostrándole al mundo lo bien que me van los negocios.

– ¿Qué es el éxito para ti, entonces?

– Es mi tapadera. La gente me admira por eso, mientras que si supieran quién soy en realidad, lo que he hecho, me despreciarían.

– Tus tres hijos, ¿duermen en habitaciones separadas?

– Ahora sí. Los dos mayores necesitaban su propio espacio.

– Cuando los ves dormir, ¿con cuál pasas más tiempo?

– Con Darío, el pequeño.

– ¿Por qué?

– Es el que siento más cerca de mí.

– ¿Hay mucha diferencia de edad?

– Es cuatro años más joven que Matías.

– ¿Lo quieres más que a los otros dos?

– Sé que no debería, pero sí.

– ¿Se parece más a ti o a tu difunto marido?

– A mí.

– ¿Siempre has visto dormir a tus hijos?

– Sí -dijo Consuelo, pensando en ello-. Pero sólo se ha convertido en una… obsesión en los últimos cinco años, desde que asesinaron a mi marido.

– ¿Veías a tus hijos de una manera distinta, respecto a ahora?

– Antes los miraba y pensaba: estas son mis hermosas creaciones. Sólo después de la muerte de Raúl comencé a sentarme junto a ellos… Durante un tiempo durmieron en la misma habitación… Y sí, fue entonces cuando comenzó el dolor. Pero no es un dolor malo.

– ¿Qué significa eso?

– No lo sé. No todo el dolor es malo. De la misma manera que no toda tristeza es terrible y no toda felicidad tan grande.

– Explícame eso -dijo Aguado-. ¿Cuándo no es tan terrible la tristeza?

– La melancolía puede ser un estado deseable. He tenido relaciones con hombres que me han satisfecho mientras duraron, y cuando acababan me sentía triste, aunque sabía que era lo mejor.

– ¿Cuándo no es tan grande la felicidad?

– No lo sé -dijo Consuelo, girando la mano que tenía libre-. Quizá cuando una mujer sale de unos juzgados y dice que se siente «feliz» de que hayan condenado al asesino de su hijo a cadena perpetua. Yo no llamaría a eso…

– Me gustaría que lo personalizaras.

– Mi hermana cree que soy feliz. Me ve como una mujer sana, rica y de éxito con tres hijos. Cuando le dije que venía a verte se quedó de piedra. Me dijo: «Si tú estás loca, ¿qué esperanza tenemos los demás?»-¿Pero cuándo ves que tu felicidad no es tan grande?

– A eso me refiero -dijo Consuelo-. Ahora debería ser feliz, pero no lo soy. Tengo todo lo que se puede desear.

– ¿Qué me dices del amor?

– Mis hijos me dan todo el amor que necesito.

– ¿De verdad? -preguntó Aguado-. ¿No crees que los niños consumen mucho amor? Tú eres la luz que los guía en su educación, les enseñas cosas y les das confianza para enfrentarse al mundo. Te recompensan con su amor incondicional porque están condicionados a ello, pero no saben lo que es el amor. ¿No crees que los niños son esencialmente egoístas?

– Tú no tienes hijos, Alicia.

– No estamos aquí para hablar de mí. Y no comparto todos los puntos de vista que expreso -dijo Aguado-. ¿Crees que la vida puede ser completa sin el amor adulto?

– Muchas mujeres han llegado a la conclusión de que sí -dijo Consuelo-. Pregunta a todas las mujeres maltratadas que hay en España. Te dirán que el amor puede matarte.

– Tú no pareces una mujer maltratada.

– Físicamente no.

– ¿Algún hombre te ha maltratado psicológicamente?

Un temblor estremeció a Consuelo y los dedos de Aguado saltaron de su muñeca. Consuelo pensaba que había sabido afrontar con desapego el contenido de esa sesión. Lo que había estado diciendo estaba en su mente, desde luego, pero allí permanecía, amurallado. Sin embargo había conseguido salir. Era como si las vacas locas se hubieran dado cuenta de que las rodeaban unas cercas de papel y hubieran salido de estampida por su cuerpo. Sintió el miedo cerval del día anterior. La sensación de derrumbarse… ¿o era el miedo a que algo que había permanecido encerrado se escapara?

– Tranquila, Consuelo -dijo Aguado.

– No sé de dónde viene este miedo. Ni siquiera estoy segura de que tenga que ver con lo que estaba diciendo, ni de si procede de una fuente distinta que de repente ha ido a parar a la corriente principal.

– Intenta expresarlo en palabras. Es todo lo que puedes hacer.

– He acabado recelando de mí misma. Estoy comenzando a creer que existe una gran parte de mi existencia que se ha mantenido satisfecha, o quizá confinada, por alguna ilusión que he creado para poder ir tirando.

– Casi todo el mundo prefiere ese estado ilusorio. Es menos complicado vivir alimentándose de la tele y las revistas -dijo Aguado-. Pero tú no eres así, Consuelo.

– ¿Cómo lo sabes? A lo mejor es demasiado tarde para echarlo todo abajo y comenzar a reconstruirlo.

– Para lo que es demasiado tarde es para impedir que lo hagas -dijo Aguado-. Por eso has acabado aquí. Eres como alguien que camina por un callejón y ve un pie descalzo asomando de un contenedor. Quieres olvidarlo. No quieres involucrarte. Pero por suerte has visto el pie con demasiada claridad y no tendrás paz hasta que el asunto se resuelva.

– La razón por la que vine aquí fue ese hombre de la plaza del Pumarejo. Mi anormal… atracción por él y el peligro que eso supone. Ahora que hemos hablado de otras cosas que no tienen relación con eso, tengo la sensación de que no tengo dónde ir. No hay ningún lugar seguro en mi cabeza. Sólo mi trabajo consigue que mi mente se concentre en otra cosa, y sólo de manera temporal. Incluso mis hijos se han vuelto potencialmente peligrosos.

– Todo está relacionado -dijo Aguado-. Estoy desenredando los hilos de la maraña. Con el tiempo encontraremos el origen, y una vez lo hayas visto y lo hayas comprendido, podrás tener una vida más feliz. Este terror tiene sus recompensas.


Inés se despertó con una convulsión de miedo. Parpadeó, inspeccionando la habitación poco a poco. No vio a Esteban. Su almohadón estaba intacto. Se apoyó en un codo y apartó las sábanas. El dolor le arrancó un gemido. Jadeó como un corredor, reuniendo energía para la siguiente vuelta, el siguiente nivel de dolor.

No parecía haber ninguna postura que no le doliera. Tuvo que replantearse todos sus movimientos, intentando encontrar nuevas maneras de acomodar sus extremidades y órganos para que no le dolieran. Se incorporó a cuatro patas y soltó un grito ahogado. Con la cabeza colgando miró por el túnel de su pelo en cascada. Las lágrimas le enturbiaban la visión. Había un círculo rojo pálido en su almohadón. Puso un pie en el suelo y se levantó. Arrastrando los pies se dirigió al espejo y se apartó el pelo. No podía creer que lo que había sobre ese cuerpo fuera su cara.

Las contusiones eran tremendas. Un cuadro abstracto de púrpura, azul, negro y amarillo se extendía por toda la zona de su pecho y se unía a la magulladura del torso, que descendía hasta su vello púbico. Era cierto, enseguida le salían morados. No era tan malo como parecía. El dolor procedía más del agarrotamiento que del daño causado. Una ducha caliente le haría bien.

En el cuarto de baño se vio la espalda y las nalgas. Los verdugones se veían más feos e inflamados. Tendría que desinfectar los pinchazos de la hebilla. Con qué facilidad se acostumbraba a ese nuevo estado de cosas. Dejó correr el agua y puso la mano -aún hinchada donde el dedo se le había doblado- bajo el chorro. Entró y se agarró al grifo, emitiendo un grito ahogado de dolor cuando el agua le tocó el cuerpo. Aquella mañana no se podría poner sujetador.

Se echó a llorar. Se acurrucó en el suelo de la ducha. El agua le quemaba a través del pelo. ¿Qué le había pasado? Ya ni podía pensar en sí misma en primera persona, tan distinta se sentía de la mujer que era antes. Cortó el agua de un golpe y salió como un perro apaleado.

Encontró reservas que no sabía que tenía. Tomó calmantes. Iría a trabajar. Imposible permanecer en el infierno de ese apartamento. Se secó, se vistió y se maquilló. No se le notaba nada. Salió y tomó un taxi.

El conductor le habló del atentado. Estaba furioso. Daba golpes en el volante. Los llamó cabrones, sin saber a quién se refería. Dijo que había llegado el momento de dejar de hacer el gilipollas y de darles una lección. Inés no le siguió la conversación. Se quedó en silencio, royendo el interior de su mejilla, pensando en que necesitaba urgentemente alguien con quien hablar. Repasó su lista de amigos. Ninguno le servía. No podía calificar a ninguno de íntimo. ¿Y sus colegas? Todos eran buena gente, pero no eran los más adecuados. ¿Su familia? No soportaba revelarles su fracaso. Y de repente, como de la nada, le llegó un pensamiento que nunca se había permitido antes: su madre era una estúpida y su padre un capullo engreído que se las daba de intelectual.

Su despacho estaba vacío. Se sintió aliviada. Vio en su agenda que tenía dos reuniones y luego nada más. Se había asegurado de que fuera así porque tenía que preparar una comparecencia delante del tribunal para el día siguiente. Se encaminó hacia la puerta y uno de sus colegas chocó con ella al entrar con un montón de expedientes. El dolor de la colisión estalló en su cabeza. Desmayarse parecía la única opción que podía cortar el circuito del dolor. Se dejó caer y se llevó una mano al pie para disimular. Su colega se deshizo en atenciones y dijo que lo lamentaba. Inés se fue sin decir palabra.

Pasaron las reuniones. Sólo al final de la segunda un juez le preguntó si se encontraba bien. Inés fue al lavabo y procuró hacer caso omiso del chorro de sangre que vio desaparecer en el agua. ¿La regla? No la tenía. No le tocaba. Le dio igual. Tomó más calmantes.

Cruzó la avenida hasta los Jardines de Murillo. Sabía lo que buscaba: quería volver a ver a la puta. No estaba segura de por qué. Una parte de ella quería enseñarle a la puta lo que él le había hecho, y la otra parte… ¿Qué quería la otra parte?

La puta no estaba. Hacía calor. Un termómetro callejero le indicó que estaban a 39o a las 11:45. Recorrió el barrio de Santa Cruz, entre los turistas que deambulaban. ¿Cómo iba a encontrar a la puta? Los calmantes eran buenos. Su mente flotaba separada del cuerpo. El peso de la realidad se había amortiguado. No se le había ocurrido que los calmantes pudieran calmar el dolor de esa manera.

Los labios le cosquilleaban y no los sentía como propios. Los sonidos de la calle le llegaban apagados, tenía la vista un poco desenfocada. Se dejaba arrastrar por el gentío que se apiñaba dentro de la avenida de la Constitución rumbo a la plaza Nueva. Llevaban pancartas, que no podía leer porque sólo veía la parte de atrás. En la plaza se veían cientos de pancartas en el aire, que simplemente decían: PAZ. Sí, a ella también le gustaría un poco de paz.

El reloj dio las doce y la multitud se quedó en silencio. Ella caminó entre el gentío, preguntándose qué pasaba, buscando alguna señal en sus caras. Ellos le devolvían la mirada, atónitos. El ruido del tráfico también se había detenido. Sólo se oían los pájaros. Se dijo que era hermoso que la gente se reuniera para pedir paz. Deambuló fuera de la plaza justo en el momento en que la muchedumbre regresaba a su estado de animación, y el murmullo de la multitud se alzó a su espalda. Bajó por la calle Zaragoza con la idea de ir a El Cairo a comer algo. Los de El Cairo le tenían simpatía. Se dijo que a los de El Cairo les caía bien. Pero en las barras de Sevilla todos se caían bien unos a otros.

Fue entonces cuando vio a la puta. No a la mujer, sino una foto. Dio un paso atrás, confusa, y bajó a la calzada. ¿Ahora las putas podían hacer eso? ¿Anunciarse en los escaparates? Podías ver porno en tu casa después de medianoche, pero ¿dejar que las putas se publicitaran de ese modo? Le sorprendió descubrir que era una galería de arte.

Sonó la bocina de un coche. Inés retrocedió hacia el escaparate. Leyó la tarjeta que había junto a la foto: Marisa. Sólo eso: Marisa. ¿Qué edad tendría? La tarjeta no lo decía. Eso es lo que todo el mundo quiere saber hoy. ¿Cuántos años tienes? Quieren ver tu belleza. Necesitan saber tu edad. Y si tienes talento, eso es un plus. Pero los dos primeros son fundamentales para el marketing.

Tras el escaparate se veía a una joven sentada a un escritorio. Inés entró. Oyó sus propios tacones en el suelo de mármol. Se le había olvidado mirar la obra de la puta, pero estaba decidida.

– Adoro a Marisa -se oyó decir-. La adoro.

La joven estaba encantada. Inés iba bien vestida y parecía lo bastante descerebrada como para pagar esos precios ridículos. Las dos se volvieron para admirar la obra de Marisa: dos tallas en madera. Inés le dio cuerda a la mujer para que hablara, y al poco había averiguado dónde tenía el taller Marisa.

Inés no tenía ni idea de lo que iba a hacer con esa información.

Se fue a El Cairo y pidió un pimiento del piquillo relleno y un vaso de agua. Jugueteó con el pimiento, de un vivo color rojo, que parecía obsceno, como una lengua puntiaguda e inquisitiva en busca de un orificio húmedo. Lo destrozó con los cubiertos y se lo llevó a su boca de algodón.

Luego regresó a casa, encendió el aire acondicionado y se echó en la cama. Durmió y cuando despertó el apartamento estaba helado. Había soñado, y el sueño le había dejado con una abrumadora sensación de soledad. Nunca se había sentido tan sola como en ese sueño. Se dijo que sólo en la muerte se sentiría tan sola.

El efecto de los calmantes había pasado y el frío la había dejado agarrotada. Se dio cuenta de que estaba hablando sola y le fascinaba saber qué había estado diciendo. Eran las 4:30 de la tarde. Debería volver a la oficina y trabajar en el caso que tenía entre manos, pero ahora no tenía mucho sentido. Por alguna razón imaginar el mañana se le hacía inverosímil.

Se oyó decir: -No seas ridícula. -Fue a la cocina y bebió agua y tragó más calmantes. Salió del apartamento. Después del aire helado, en la calle hacía mucho calor. Cogió un taxi y oyó que su voz le indicaba al taxista que la llevara a la calle Bustos Tavera. ¿Por qué le había pedido que la llevara allí? No tenía nada que ganar…

Algo asomaba del cuello del bolso que tenía en el regazo. No sabía lo que era. Abrió el bolso y junto a su cepillo para el pelo vio un botón de acero que se alineaba con un mango negro y una hoja de acero. Levantó la mirada hacia el taxista, y sus ojos se encontraron en el retrovisor.

– ¿Ha visto eso? -dijo el taxista.

– ¿El qué? -dijo Inés, atónita ante la presencia del cuchillo.

Pero el taxista le señalaba la ventanilla.

– La gente ha colgado jamones en las puertas de sus casas -dijo el taxista-. Y si no se lo pueden permitir, cuelgan la foto de un jamón. Las distribuye una fábrica andaluza de jamones. El tipo de la radio dice que es una forma de protesta pasiva. Se remonta al siglo XV, cuando los moros fueron expulsados de Andalucía y los Reyes Católicos promovieron que se cocinara y se comiera cerdo para dar a entender que había acabado el dominio del Islam. Hoy lo llaman El día de los Jamones. ¿Qué le parece?

– Me parece… No sé qué me parece -dijo Inés, acariciando el mango del cuchillo.

El taxista cambió de emisora de radio. Se oyó flamenco.

– Soy incapaz de oír hablar demasiado rato seguido del atentado -dijo-. Hace que me pregunte a quién llevo en el taxi.


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