Sevilla. Lunes, 5 de junio de 2006, 16:00 horas
Los cadáveres nunca son bonitos. Ni el empleado de funeraria de más talento para el maquillaje es capaz de volverle a infundir vida a un cadáver. Pero hay muertos más feos que otros. Otra forma de vida se ha apoderado de ellos.
Las bacterias han convertido sus jugos y excreciones en un gas nocivo, que se desliza por las cavidades del cuerpo y bajo la piel, hasta que esta se tensa como un tambor que envuelve la corrupción que hay dentro. El hedor es tan intenso que penetra en el sistema nervioso central de los vivos, y el asco de estos va más allá del perímetro de su ser. Se ponen tensos. Es mejor no acercarse mucho a la gente que rodea a un «inflado».
Normalmente, el inspector jefe Javier Falcón tenía un mantra, que repetía su mente cuando se enfrentaba a ese tipo de cadáver. Podía soportar cualquier clase de violencia infligida a un cuerpo -cráteres de urina de fuego, cortes de cuchillo, depresiones producidas por golpes, magulladuras de estrangulamiento, la palidez de los envenenados-, pero esta transformación provocada por la descomposición, la hinchazón y el hedor últimamente había comenzado a afectarle. Pensó que quizá se trataba de la psicología de la decadencia, la mente atribulada por el deslizarse hacia el único posible fin de la vejez; sólo que esa no era la decadencia habitual de la muerte. Tenía que ver con la corrupción del cuerpo: cómo el calor transforma enseguida a una chica esbelta en una recia matrona de mediana edad, o cómo, en el caso del cadáver que estaban extrayendo de los escombros de un vertedero más allá de las afueras de la ciudad, un hombre corriente se metamorfosea hasta adquirir el tenso contorno de un luchador de sumo.
El cuerpo había alcanzado el rigor mortis y descansaba en una postura más degradante. Peor que un luchador de sumo derrotado al que han sacado del ring y ha aterrizado de cabeza en la primera fila del público que aúlla, su recato protegido por la gruesa tira de su mawashi, aquel hombre estaba desnudo. De haber estado vestido, parecería estar arrodillado como un suplicante musulmán (la cabeza incluso apuntaba al este), pero no era el caso. De modo que parecía alguien al que han preparado para una brutal violación, la cara apretada contra el lecho de materia en descomposición que tenía debajo, como si fuera incapaz de soportar la vergüenza de esa última profanación.
Mientras asimilaba la escena del crimen, Falcón se dio cuenta de que no estaba recitando su mantra habitual, y que su mente daba vueltas a lo que le había ocurrido cuando contestó a la llamada en que se le alertaba del descubrimiento del cadáver. Para escapar del ruido del bar en el que estaba tomando su café solo, salió reculando por la puerta y chocó con una mujer. Se dijeron «Perdón» e intercambiaron una perpleja mirada, y a continuación se quedaron paralizados. La mujer era Consuelo Jiménez. En los cuatro años transcurridos desde su affaire, Falcón sólo la había visto de lejos cuatro o cinco veces en calles o tiendas abarrotadas, y ahora se daba de bruces con ella. No se dijeron nada. AI final ella no entró en el café, sino que desapareció rápidamente entre el flujo de gente que iba de compras. No obstante, Consuelo le había dejado huella, y el santuario cerrado de su mente se había reabierto.
Antes, el médico forense había avanzado con cuidado entre la basura para confirmar que el hombre estaba muerto. En ese momento la policía científica estaba concluyendo su trabajo, metiendo en bolsas cualquier cosa que fuera de interés y sacándolo de la escena del crimen. El médico forense, aún con la mascarilla puesta y ataviado con un mono blanco, exploraba por segunda vez a la víctima. Aguzó y amusgó la mirada ante lo que vio. Tomó algunas notas y se acercó hasta donde se encontraba Falcón, acompañado del juez de guardia, Juan Romero.
– No veo ninguna causa evidente de fallecimiento -dijo-. No murió porque le cortaran las manos. Eso se lo hicieron luego. Le aplicaron un torniquete muy apretado en las muñecas. No hay contusiones en torno al cuello ni agujeros de bala ni heridas de cuchillo. Le han arrancado el cuero cabelludo y no veo que hayan causado ningún daño catastrófico en el cráneo. Es posible que lo envenenaran, pero no puedo saberlo por su cara, porque se la han quemado con ácido. Yo diría que murió hace unas cuarenta y ocho horas.
Los ojos oscuros del juez Romero parpadeaban sobre la máscara de su rostro a cada devastadora revelación. Hacía más de dos años que no se encargaba de ninguna investigación de asesinato, y no estaba acostumbrado a ese nivel de brutalidad en los pocos con que se había topado.
– No querían que lo identificaran -dijo Falcón-. ¿Alguna señal distintiva en el resto del cuerpo?
– Deje que lo lleve al laboratorio y lo limpie. Está cubierto de porquería.
– ¿Hay otros destrozos en el cuerpo? -preguntó Falcón-. Para acabar aquí debió de llegar en la parte de atrás de un camión de basura. Debería haber marcas.
– No que yo pueda ver. Debería haber excoriaciones debajo de la porquería, y cuando lo abra en el Instituto Forense observaré si hay fracturas u órganos reventados.
Falcón asintió. El juez Romero firmó el levantamiento del cadáver, llegaron los paramédicos y se pusieron a cavilar acerca de cómo iban a manipular un cadáver rígido en esa posición, meterlo en una bolsa de plástico y colocarlo sobre la camilla. La tragedia de la escena adquirió un matiz de farsa. Querían agitar lo menos posible los gases nocivos del cuerpo. Al final abrieron la bolsa de plástico encima de la camilla, ataron el cuerpo, aún postrado, y lo colocaron encima. Empujaron Ion muñones de las muñecas y los pies dentro de la bolsa y cerraron la cremallera sobre sus nalgas levantadas. Transportaron esa estructura, que parecía una tienda de campaña, hasta la ambulancia, observados por una cuadrilla de obreros municipales que se habían congregado para ver los últimos momentos del drama. Todos se rieron y apartaron la mirada cuando uno de ellos comentó algo de «con el culo en pompa pura toda la eternidad».
Tragedia, farsa, y ahora vulgaridad, se dijo Falcón.
La policía científica completó el registro de la zona que rodeaba el cadáver y le llevaron a Falcón las bolsas con lo que habían encontrado.
– Tenemos algunos sobres con direcciones encontrados cerca del cadáver -dijo Felipe-. En tres de ellos coincide el nombre de la calle. Debería ayudarle a descubrir dónde lo arrojaron al camión. Suponemos que por eso acabó en esa postura, por haber permanecido en posición fetal en el fondo de un contenedor.
– También estamos bastante seguros de que lo envolvieron con esto… -dijo Jorge, levantando una gran bolsa de plástico que contenía una mugrienta sábana blanca-. Hay rastros de sangre de las manos cortadas. Luego veremos si coincide…
– Cuando lo vi estaba desnudo -dijo Falcón.
– Había puntadas sueltas, así que suponemos que se desgarró en el camión de la basura -dijo Jorge-. La sábana estaba enganchada en uno de los muñones de las muñecas.
– El forense dice que le hicieron un torniquete y que se las cortaron después de muerto.
– Se las cortaron limpiamente -dijo Jorge-. No ha sido una chapuza. Lo han hecho con precisión quirúrgica.
– Cualquier carnicero competente pudo haberlo hecho -dijo Felipe-. Pero que le quemaran la cara con ácido y le arrancaran el cuero cabelludo… ¿Qué le parece, inspector jefe?
– Debía de tener algo especial para que se tomaran tantas molestias -dijo Falcón-. ¿Qué hay en la bolsa de basura?
– Desechos de jardinería -dijo Jorge-. Creemos que los arrojaron en el contenedor para tapar el cadáver.
– Ahora vamos a emprender un registro más amplio de la zona -dijo Felipe-. Pérez ha hablado con el tipo que manipulaba la excavadora, el que encontró el cadáver, y han comentado algo de una envoltura de plástico negra. Es posible que le practicaran la operación post-mórtem encima, lo cubrieran con el sudario y lo cosieran, lo envolvieran en el plástico y luego lo tiraran a la basura.
– Y ya sabe cuánto nos gusta el plástico negro para encontrar huellas -dijo Jorge.
Falcón anotó las direcciones de los sobres y se separaron. El inspector fue hasta el coche, relajando su expresión tensa. Su órgano olfativo no se había cansado tanto como para que el hedor de la basura urbana no se le alojara en la garganta. El insistente chirrido de las excavadoras ahogaba el graznido de las aves carroñeras, que giraban sombrías en el cielo blanco. Incluso para un cadáver que no sentía nada, era triste acabar en un lugar como ese. El subinspector Emilio Pérez estaba sentado en la parte de atrás de un coche patrulla charlando con otro miembro de la brigada de homicidios, la ex monja Cristina Ferrera. Pérez, que era un hombre fornido con ese atractivo moreno de un ídolo de matinales de los años treinta, parecía ser de una especie distinta de la joven menuda, rubia y bastante poco agraciada que se había unido a la brigada de homicidios cuatro años atrás, procedente de Cádiz. Pero así como Pérez tenía tendencia a ser torpe de pensamiento y de obra, Ferrera era rápida, intuitiva e implacable. Falcón les dio las direcciones de los «obres, les hizo una lista de lo que quería que preguntaran, y Ferrera se la repitió antes de que pudiera acabar.
– Lo metieron en un sudario y lo cosieron -le dijo Falcón mientras ella iba a buscar el coche-. Le cortaron las manos con meticulosidad, le quemaron la cara y le arrancaron el pelo, pero lo metieron dentro de un sudario y lo cosieron.
– Supongo que creen que le han mostrado cierto respeto -dijo Ferrera-. Como hacen en el mar, o en los entierros en fosas comunes después de un desastre.
– Respeto -dijo Falcón-. Justo después de haber cometido con él la máxima falta de respeto, que es quitarle la vida y la identidad. Hay algo ritualista y despiadado en todo esto, ¿no os parece?
– A lo mejor eran religiosos -dijo Ferrera, levantando irónicamente una ceja-. Ya sabe que en nombre de Dios se han hecho muchas tosas terribles, inspector jefe.
Falcón regresó al centro de Sevilla envuelto por una extraña luz amarillenta, pues una enorme nube de tormenta, que se había formado sobre la Sierra de Aracena, comenzaba a invadir la ciudad desde el noroeste. La radio dijo que sería una tarde de fuertes lluvias. Probablemente serían las últimas lluvias antes del largo y cálido verano.
Se sentía inquieto, y al principio pensó que podía deberse al sobresalto físico y mental de haberse topado con Consuelo aquella mañana. ¿O era el cambio de presión atmosférica, o la tensión residual provocada por haber visto aquel cadáver abotargado en el vertedero? Mientras esperaba en un semáforo comprendió que era algo más profundo. Su instinto le decía que aquello era el final del viejo orden y el ominoso inicio de algo nuevo. El cadáver imposible de identificar era una neurosis, una fea protuberancia que asomaba en la conciencia de la ciudad procedente de un horror mayor que anidaba debajo. Era la sensación de ese horror mayor, con su capacidad para confundir mentes, conmocionar espíritus y cambiar vidas lo que encontraba tan perturbador.
Cuando llegó a Jefatura, tras una serie de reuniones con algunos jueces en el Edificio de los Juzgados, eran las siete, y la tarde parecía haber llegado pronto. El olor a lluvia era pesado como metal en el aire ionizado. Los truenos parecían estar aún lejos, pero el cielo se oscurecía dando lugar a una noche prematura y los destellos de los relámpagos le sobresaltaban, como una muerte evitada por poco.
Pérez y Ferrera lo esperaban en su oficina. Los dos lo siguieron con la mirada cuando se acercó a la ventana y las primeras gotas de lluvia tabletearon contra el cristal. La satisfacción es un estado humano muy raro, se dijo, al tiempo que un ligero vapor se alzaba desde el aparcamiento. Justo en el momento en que la vida parecía aburrida y el deseo de un cambio emergía como una brillante idea, aparecía una nueva y siniestra vitalidad, y la mente de repente parecía regresar a lo que parecía ser una dicha plena de inocencia.
– ¿Qué tenéis? -les preguntó, acercándose a su escritorio y desplomándose en la silla.
– No nos dijo la hora de la muerte -dijo Ferrera.
– Lo siento. Se estima que murió hace cuarenta y ocho horas.
– Encontramos los contenedores donde arrojaron las cartas. Están en el centro del casco antiguo, en la esquina de un callejón sin salida y la calle Boteros, entre la plaza de la Alfalfa y la plaza Cristo de Burgos.
– ¿A qué hora los vacían?
– Entre las once y la medianoche -dijo Pérez.
– O sea que, si como dice el forense, murió durante la noche del sábado 3 de junio -dijo Ferrera-, probablemente no pudieron echar el cadáver al contenedor hasta las tres de la mañana del domingo.
– ¿Dónde están ahora los contenedores?
– Los hemos enviado a la policía científica para que busque restos de sangre.
– Pero puede que no tengamos suerte -dijo Pérez-. Felipe y Jorge han encontrado un plástico negro con el que creen que envolvieron el cadáver.
– ¿Alguna de las personas con las que habéis hablado en las direcciones de los sobres recuerda haber visto un plástico negro en el fondo de alguno de los contenedores?
– Cuando los interrogamos no sabíamos lo del envoltorio.
– Claro que no -dijo Falcón, sin concentrarse en los detalles, aún extraviado en su desazón de antes-. ¿Por qué creéis que arrojaron el cuerpo a las tres de la mañana?
– Sábado por la noche cerca de la calle Alfalfa… ya sabe cómo se pone aquello… lleno de chavales en los bares y por la calle.
– ¿Por qué eligieron esos contenedores, si es un sitio tan concurrido?
– A lo mejor los conocen -dijo Pérez-. Sabían que podían aparcar en un oscuro callejón sin salida y a qué hora era la recogida. Podían planearlo. Echar el cadáver sería sólo cuestión de segundos.
– ¿Hay algún piso que dé a los contenedores?
– Mañana iremos a ver los pisos que dan al callejón -dijo Pérez-. El piso que tiene mejor vista está al fondo, pero no había nadie en casa.
Un rayo largo y vibrante llegó acompañado de un trueno tan sonoro que pareció rajar el cielo. Todos se encogieron de manera instintiva y la Jefatura quedó sumida en la oscuridad. Buscaron una linterna mientras la lluvia se abalanzaba contra el edificio y barría en oleadas el aparcamiento. Ferrera apuntaló una linterna entre unos expedientes y volvieron a sentarse. Sucesivos rayos los hicieron parpadear, y el marco de la ventana quedó impreso a fuego en sus retinas. Los generadores de emergencia se pusieron en marcha en el sótano. Las luces regresaron con un parpadeo. El móvil de Falcón vibró encima del escritorio: un mensaje del médico forense le comunicaba que había completado la autopsia, y que a las 8:30 estaría libre para comentarla. Falcón le contestó acordando verlo en cuanto pudiera. Volvió a arrojar el móvil encima de la mesa y se quedó mirando la pared.
– Parece un poco inquieto, inspector -dijo Pérez, que tenía la costumbre de manifestar lo evidente, mientras que Falcón tenía la costumbre de no hacerle caso.
– Tenemos un cadáver, que podría resultar imposible de identificar -dijo Falcón, poniendo en orden sus pensamientos, y procurando darles a Pérez y Ferrera un punto de partida para su investigación-. ¿Cuánta gente creen que está implicada en este asesinato?
– Un mínimo de dos -dijo Ferrera.
– Matar, arrancar la cabellera, cercenar las manos, quemar la cara con ácido… sí, ¿por qué le cortaron las manos, cuando hubiera sido más fácil quemarle las yemas de los dedos con ácido?
– Las manos podían delatar algo importante -dijo Pérez.
Falcón y Ferrera intercambiaron una mirada.
– Sigue pensando, Emilio -dijo Falcón-. De todos modos, fue algo planeado y premeditado, y era importante que no se conociera su identidad. ¿Por qué?
– Porque la identidad del cadáver señalaría a los asesinos -dijo Pérez-. Casi todas las víctimas son asesinadas por gente que…
– ¿Y si no hubiera un vínculo evidente? -dijo Falcón.
– La identidad de la víctima, o conocer sus habilidades, podría poner en peligro una futura operación -dijo Ferrera.
– Bien. Ahora decidme cuánta gente creéis que hace falta para meter el cadáver en uno de esos contenedores -dijo Falcón-. A una persona normal le llegan a la altura del pecho, y toda la operación hay que hacerla en cuestión de segundos.
– Tres para manipular el cadáver y dos para vigilar -dijo Pérez.
– Si se volcara el contenedor hasta el borde del maletero de un coche lo podrían hacer dos hombres -dijo Ferrera-. Cualquier que a esa hora bajara por la calle Boteros estaría borracho y hablando a grito pelado. Haría falta un conductor. Tres como máximo.
– Tres o cinco, ¿qué os dice eso?
– Es una banda -dijo Pérez.
– ¿Y a qué se dedica?
– ¿Drogas? -comentó Pérez-. Cortarle las manos, quemarle la cara…
– Los traficantes de drogas no suelen meter a la gente dentro de un sudario y atarlos -dijo Falcón-. Más bien te pegan un tiro, y el cadáver no tenía ningún agujero de bala… ni siquiera herida de arma blanca.
– No parecía una ejecución -dijo Ferrera-, sino más bien una lamentable necesidad.
Falcón les dijo que volvieran a visitar los apartamentos que daban a los contenedores a primera hora de la mañana, antes de que la gente se fuera a trabajar. Debían aclarar si había algún plástico negro en alguno de ellos y si alguien había visto u oído el coche a eso de las tres de la mañana del domingo.
En el laboratorio, Felipe y Jorge habían apartado las mesas y extendido el plástico negro en el suelo. Los dos grandes contenedores de la calle Botero ya estaban en un rincón, precintados. Jorge miraba al microscopio mientras Felipe, con sus gafas de aumento hechas a medida, estaba a cuatro patas, encima del plástico.
– Hemos encontrado sangre que coincide con la de la víctima en el sudario y en el plástico negro. Mañana por la mañana veremos si el ADN también coincide -dijo Jorge-. Mi impresión es que lo colocaron boca abajo en el plástico para operarlo. -Le dio a Falcón las medidas entre un depósito de saliva y algunos depósitos de sangre y dos pelos púbicos, lo que determinaba aproximadamente la estatura de la víctima.
– También estamos analizando el ADN de todo esto -dijo.
– ¿Qué me dices del ácido de la cara?
– Se lo debieron echar en otra parte y lo aclararon. No hay ni rastro.
– ¿Alguna huella?
– No hay huellas digitales, sólo la huella de un pie en el cuadrante superior izquierdo -dijo Felipe-. Jorge ha comprobado que coincide con una zapatilla deportiva Nike, como las que llevan miles de personas.
– ¿Os dará tiempo a echar un vistazo a los contenedores esta noche?
– Les echaremos un vistazo, pero si estaba tan bien envuelto no hay muchas esperanzas de que encontremos sangre o saliva -dijo Felipe.
– ¿Habéis comprobado la lista de personas desaparecidas? -precintó Jorge.
– Ni siquiera sabemos aún si era español -dijo Falcón-. Mañana por la mañana me reuniré con el forense. Esperemos que tenga alguna señal característica.
– El vello púbico era negro -dijo Jorge, sonriendo-. Y el grupo sanguíneo era O positivo… ¿le sirve de ayuda?
– Seguid con vuestro brillante trabajo -dijo Falcón.
Seguía lloviendo, pero de una manera descorazonadoramente razonable después de desatada la locura del chaparrón inicial. Falcón se dedicó al papeleo con la mente en otra parte. Apartó la vista del ordenador y se quedó mirando el reflejo de su oficina en la ventana oscura. La luz fluorescente parpadeó. La lluvia tamborileaba contra el cristal como si un lunático deseara llamar su atención. Falcón se sorprendió de sí mismo. En el pasado había sido un investigador muy científico, siempre dispuesto a estudiar informes de autopsias y pruebas de la policía científica. Ahora sintonizaba con su intuición con más frecuencia. Intentó convencerse de que era una cuestión de experiencia, aunque a veces le pareciera más bien pereza. Le sobresaltó el zumbido del móvil: era un mensaje de su novia, Laura, invitándole a cenar. Miró la pantalla, y de manera inconsciente se encontró acariciándose el brazo que había rozado el cuerpo de Consuelo Jiménez a la entrada del café. Vaciló a la hora de coger el móvil para contestar. ¿Por qué, de repente, era todo mucho más complicado? No contestaría hasta llegar a casa.
El tráfico era lento por la lluvia. Por la radio las noticias comentaban el éxito de la Romería de la Virgen del Rocío, que se había celebrado ese día. Falcón cruzó el río y siguió a la serpiente metálica que se dirigía al norte. Mientras esperaba en los semáforos garabateó una nota sin pensar antes de coger la calle Reyes Católicos. Luego se metió en el laberinto de callejas hasta llegar a la enorme y laberíntica casa en la que vivía, y que había heredado seis años antes. Aparcó entre los naranjos que conducían a la entrada de la casa, en la calle Bailen, pero no salió. Volvía a luchar contra su desazón, y esta vez tenía que ver con Consuelo… con lo que había visto en su cara esa mañana. Los dos se habían sobresaltado, pero en los ojos de ella no sólo había visto sorpresa. También angustia.
Salió del coche, abrió la puerta más pequeña, incrustada en el portal de roble tachonado de latón, y cruzó hasta el patio, donde las losas de mármol aun relucían por la lluvia. Una luz parpadeante que le llegaba desde el otro lado de la puerta de cristal que conducía a su estudio le indicaba que tenía dos mensajes telefónicos. Una vez dentro apretó el botón y se quedó contemplando en la oscuridad, a través del claustro, el joven corredor de bronce de la fuente. La voz de su amigo marroquí, Yacoub Diouri, llenó la habitación. Saludaba a Javier en árabe y a continuación comenzaba a hablar en perfecto español. El próximo fin de semana su vuelo a París haría escala en Madrid, y se preguntaba si podrían verse. ¿Coincidencia o sincronía? La única razón por la que se vería con Yacoub Diouri, uno de los pocos hombres con los que mantenía una relación estrecha, era por Consuelo Jiménez. La intuición tenía oso, comenzabas a creer que todo significaba algo.
El segundo mensaje era de Laura, que seguía queriendo saber si iría a cenar; estarían los dos solos. Falcón sonrió ante la idea. Su relación con Laura no era exclusiva. Ella tenía otros compañeros a los que veía regularmente, y eso no le había molestado… hasta aquel momento, en que, sin razón aparente, la cosa era diferente. Comer paella y pasar la noche con Laura de repente le pareció ridículo.
La llamó y le dijo que no podría ir a cenar, pero que luego se pasaría a tomar una copa.
En casa no tenía nada que comer. Su asistenta había supuesto que cenaría fuera. No había tomado nada en todo el día. El cadáver en el vertedero había interrumpido sus planes para almorzar y había aniquilado su apetito. Ahora tenía hambre. Se fue a dar un paseo. Después de la lluvia, el ambiente era fresco y las calles estaban llenas de gente. 1,a verdad es que ni siquiera se había parado a pensar adónde iba hasta que se encontró rodeando la parte de atrás de la iglesia del Omnium Sanctorum. Sólo entonces admitió que se dirigía al nuevo restaurante de Consuelo Jiménez.
El camarero le trajo la carta y pidió de inmediato. El entrante de la casa llegó enseguida; jamón sobre una tostada con salmorejo. Lo disfrutó acompañándolo de una cerveza. Sintiéndose de pronto atrevido, sacó una de sus tarjetas y escribió en el dorso: Estoy comiendo aquí y me preguntaba si querrías tomar una copa de vino conmigo. Javier. Cuando el camarero regresó con el revuelto de setas, le sirvió un vaso de rioja y Javier le entregó la tarjeta.
Luego el camarero regresó con unas diminutas chuletas de cordero y le llenó la copa de vino.
– La señora no está -dijo el camarero-. Le he dejado la tarjeta sobre el escritorio para que sepa que ha estado aquí.
Falcón sabía que estaba mintiendo. Era una de las ventajas de ser detective. Se comió las chuletas sintiéndose un estúpido por haber creído en la sincronía del momento. Tomó una tercera copa de vino y pidió café. A las 10:40 volvía a estar en la calle. Se apoyó en la pared que había enfrente de la entrada del restaurante, pensando que quizá la viera al salir.
Mientras permanecía allí esperando pacientemente se puso a pensar en muchas cosas. Era asombroso lo poco que había cavilado sobre su vida interior desde que dejara de ir al psicólogo, cuatro años atrás.
Y cuando, una hora después, abandonó la vigilancia, sabía precisamente adonde se dirigía. Estaba decidido a acabar aquella relación superficial con Laura, y, si su trabajo se lo permitía, se consagraría a intentar que Consuelo volviera a entrar en su vida.