17

Sevilla. Martes, 6 de junio de 2006, 21:00 horas


El restaurante estaba en pleno primer servicio, las cenas de los tempranos turistas, antes de que a las diez llegara la primera carga de clientes locales. Consuelo salió de su despacho para acudir a su segunda cita con Alicia Aguado. Aquel día sólo había salido una vez, para ir a comer a casa de su hermana. Habían hablado exclusivamente de la bomba hasta los últimos minutos de la comida, momento en el cual Consuelo le había preguntado si podría estar en su casa de Santa Clara hacia las diez y media. Su hermana dedujo que había un problema con la niñera.

– No, no, ella cuidará de los niños -dijo Consuelo-. Es sólo que me han dicho que necesito a alguien cercano cuando vuelva a casa.

– ¿Vas al ginecólogo?

– No. Al psicólogo.

– ¿Tú? -dijo su hermana, atónita.

– Sí, Ana. Tu hermana, Consuelo, va a ver a un loquero.

– Pero si eres la persona más cuerda que conozco -dijo Ana-. Si tú estás loca, ¿qué esperanza tenemos los demás?

– No estoy loca -dijo Consuelo-, pero podría llegar a estarlo. En estos momentos estoy al borde del abismo. Esta mujer que voy a ver me ayudará, pero dice que cuando vuelva a casa necesitaré a alguien que me dé apoyo. Y esa serás tú.

Su hermana se quedó de una pieza, quizá también porque las dos se habían dado cuenta de que a lo mejor no se tenían tanta confianza como creían.

Cuando Consuelo abandonó la seguridad de su despacho sintió que se le formaba en el estómago algo parecido al pánico, y casi de inmediato, recordó las palabras de Alicia Aguado: «Ven enseguida. No dejes que nada te distraiga». Eso le provocó una cierta confusión, y oyó una voz que decía: ¿Por qué iba a distraerme? Mientras se abrochaba el cinturón de seguridad, su mente se desvió de su objetivo principal y pensó en pasar por la plaza del Pumarejo, preguntándose si él estaría allí. El corazón se le aceleró y tocó el claxon con tanta fuerza y tanto rato que uno de los camareros salió corriendo a la calle. Puso la primera y cruzó la plaza con la mirada fija al frente.

Quince minutos después estaba en el confidente de la habitación azul claro, las muñecas a la vista, a la espera de los inquisitivos dedos de Alicia Aguado. Primero hablaron de la bomba. Consuelo no podía concentrarse. Estaba ocupada intentando recomponer los fragmentos de su persona. Hablar de los devastadores efectos de la bomba no la ayudaba.

– Has llegado un poco tarde -dijo Alicia, colocándole los dedos en el pulso-. ¿Has venido directamente?

– Me retrasaron en el trabajo. He venido en cuanto he podido escaparme.

– ¿Sin distracciones?

– Ninguna.

– Intenta responder otra vez a esa pregunta, Consuelo.

Consuelo se miró la muñeca. ¿Tan transparentes eran sus pulsaciones? Tragó saliva. ¿Por qué tenía que ser tan difícil? No había tenido ningún problema en todo el día. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Una lágrima le resbaló por la comisura del labio.

– ¿Por qué lloras, Consuelo?

– ¿Es que tú no me lo vas a decir?

– No -dijo Aguado-, la cosa va al revés. Yo soy sólo una guía.

– Combatí una distracción momentánea -dijo Consuelo.

– ¿Eres reacia a contármelo porque es de índole sexual?

– Sí. Me da vergüenza.

– Exactamente, ¿qué te da vergüenza?

No hubo respuesta.

– Piensa en ello antes de nuestra próxima consulta y decide si es cierto -dijo Aguado-. Háblame de la distracción.

Consuelo le relató el incidente de la noche anterior, que finalmente había precipitado su llamada pidiendo ayuda.

– ¿Conoces a ese hombre?

– No.

– ¿Lo habías visto antes, algún contacto casual?

– Es uno de esos tipos que les murmuran obscenidades a las mujeres -dijo Consuelo-. No tolero ese tipo de comportamiento, y cada vez que ocurre monto una escena. Pretendo disuadirlos de que se lo hagan a otras.

– ¿Lo consideras un deber moral?

– Sí. Las mujeres no deberían estar sujetas a ese sexismo azaroso. A esos hombres no se les debería animar a entregarse a sus groseras fantasías. No tiene que ver con el sexo, es una pura cuestión de poder, de abuso de poder. Esos hombres odian a las mujeres. Quieren expresar su odio. Obtienen placer escandalizando y humillando. Si hubiera alguna mujer lo bastante necia como para liarse con un hombre como ese, la maltrataría. Esos tipos son maltratadores en potencia.

– Entonces, ¿por qué te fascina ese hombre? -preguntó Aguado.

Más lágrimas, que se combinaron con una extraña sensación de desmoronamiento, de que las cosas se desplomaban una encima de otra, y, justo en el momento en que la atracción gravitatoria de todo su yo al contraerse parecía alcanzar una velocidad terminal, sintió como si se desamarrara, como si se alejara flotando de la persona que creía ser. Le pareció un caso extremo del fenómeno al que se refería como bandazo existencial: un momento repentinamente reflexivo en el que la pregunta de qué estamos haciendo en este planeta que gira en el vacío parecía incontestable e inabarcable. Aquello solía acabar en un instante tras el cual regresaba al mundo, pero en aquella ocasión el fenómeno no acababa, y no sabía si regresaría al mundo. Se puso en pie de un salto y procuró mantener el control para no derrumbarse.

– No pasa nada -dijo Alicia, extendiendo los brazos hacia ella-. No pasa nada, Consuelo. Sigues aquí. Ven y siéntate a mi lado.

El diván, ese diván denominado confidente, parecía más una silla de tortura. Un lugar en el que le insertaban unos instrumentos que alcanzaban grupos de nervios insoportablemente dolorosos y los pellizcaban hasta un nivel de dolor nunca experimentado.

– Puedo hacerlo -se oyó decir Consuelo-. Puedo hacerlo.

Cayó en los brazos de Alicia Aguado. Necesitaba el contacto humano para regresar. Lloró, y lo peor de todo fue que no tenía ni idea de por qué. Alicia la hizo volver a sentar, y entrelazaron los dedos como si, de hecho, fueran amantes.

– Me estaba desmoronando -dijo Consuelo-. No veía nada… No sabía quién era. Me sentía como un astronauta, me alejaba flotando de la nave nodriza. Estaba al borde de la locura.

– ¿Y qué ha precipitado esa sensación?

– Tu pregunta. No recuerdo cuál era. ¿Me has preguntado por un amigo, o por mi padre?

– Quizá ya hemos hablado bastante de lo que te preocupa -dijo Aguado-. Intentemos terminar con una nota positiva. Háblame de algo que te haga feliz.

– Mis hijos me hacen feliz.

– Si lo recuerdas, en nuestra última sesión terminamos hablando de cómo te hacen sentir tus hijos. Dijiste…

– Que los quiero tanto que me duele -remató Consuelo.

– Pensemos en un estado de felicidad sin dolor.

– No siempre siento dolor. Sólo cuando los veo dormir.

– ¿Y los ves dormir a menudo?

Consuelo se dio cuenta de que se había convertido en un ritual nocturno: ver dormir a sus hijos libres de preocupaciones se había convertido en el momento culminante del día. Ese dolor justo en el centro de su cuerpo se había convertido en algo que disfrutaba.

– Muy bien -dijo Consuelo, cautelosa-, intentemos recordar un momento de felicidad libre de dolor. Eso no debería ser difícil, ¿no crees, Alicia? Quiero decir que estamos en la ciudad más bonita de España. ¿No dijo alguien «Cuando Dios ama a alguien le da una casa en Sevilla»? Hoy en día el amor de Dios debe venir acompañado de medio millón de euros. Veamos… ¿A todos tus pacientes les haces esta pregunta?

– No a todos.

– ¿Cuántos han sido capaces de responderte? -preguntó Consuelo-. Imagino que los psicólogos conocéis a mucha gente infeliz.

– Siempre hay algo. La gente que ama el campo piensa en cómo la luz del sol juega en el agua, o el viento en la hierba. La gente de ciudad piensa en un cuadro que han visto, o en un ballet, o en la plaza favorita a la que van a sentarse.

– Nunca voy al campo. Antes me gustaba el arte, pero perdí…

– Otros se acuerdan de un amigo, o de un viejo amor.

Sus manos se separaron y los dedos de Aguado regresaron a la muñeca de Consuelo.

– ¿En qué piensas ahora, por ejemplo? -preguntó Aguado.

– En nada -dijo Consuelo.

– No se puede pensar en nada -dijo Aguado-. Sea lo que sea… no lo dejes escapar.


Inés llevaba más de una hora sentada en el apartamento. Eran poco más de las 9:30 de la noche. Intentó llamar a Esteban pero, como siempre, su móvil estaba apagado. Estaba bastante calmada, aunque en el interior de su cabeza parecía haber un alambre tenso hasta el punto de vibración. Había ido a ver al médico, pero se había marchado justo antes de que la llamaran. El médico querría examinarla, y ella no quería que la miraran ni la manosearan.

El incidente del parque con la puta mulata no dejaba de entrometerse en su película interior, sacando la cinta del proyector y llenando su cabeza de otras imágenes: la lividez de la cara de Esteban al aparecer debajo de la cama y el movimiento de sus pies descalzos en el frío suelo de la cocina.

La cocina no era lugar para estar. Los duros bordes de sus superficies de granito, el frío suelo de mármol, los espejos deformantes de los cromados, eran violentos recordatorios de la brutalidad de aquella mañana. Odiaba esa cocina fascista. Le hacía pensar en la Guardia Civil, con sus botas altas y sus tricornios, duros, negros y relucientes. No se imaginaba un niño en esa cocina.

Estaba sentada en el dormitorio, y se sentía diminuta en la cama matrimonial, enorme y vacía. El televisor estaba apagado. Se hablaba demasiado de la bomba, demasiadas imágenes del lugar del atentado, demasiada sangre, vidrios hechos añicos y vidas destrozadas. Se miró al espejo, por encima de los cepillos ordenados y la colección de gemelos. Una pregunta bailaba en su cabeza. ¿Qué coño me ha pasado?

A las 9:45 ya no pudo más y salió. Creía caminar sin rumbo, pero se encontró junto a los jóvenes que en aquella noche calurosa ya se reunían bajo los enormes árboles de la plaza del Museo. Luego, de manera inexplicable, ya estaba en la calle Bailen, delante de la casa de su ex marido. Al verla sintió una punzada de envidia. Esa podía haber sido su casa, o al menos media, de no haber sido por esa zorra de abogada que Javier había contratado. Fue ella la que averiguó que había estado follando con Esteban Calderón durante meses y le había preguntado (¡a la cara!) si deseaba que todo ese asunto escabroso saliera a la luz delante del tribunal. Y había que verla ahora. Menuda jugada había hecho. Se había casado con un maltratador, el cual, cuando no sodomizaba a su mujer, «como método anticonceptivo», se iba con la primera puta que le meneara las tetas delante de la cara y se lo hiciera gratis… ¿De dónde sacaba ese terrible lenguaje? Inés Conde de Tejada no hablaba así. ¿Por qué de repente su cabeza estaba tan llena de porquería?

Pero ahí estaba, delante de la casa de Javier. Sus piernas delgadas le temblaban dentro de la minifalda. Siguió andando hasta rebasar el Hotel Colón y dio media vuelta. Tenía que ver a Javier. Tenía que contárselo. No que le habían pegado. No que lamentaba lo que había hecho. No, no quería contarle nada. Sólo quería estar cerca de un hombre que la había amado, que la había adorado.

Mientras estaba escondida en la oscuridad de los naranjales, preparándose, se abrió la puerta de la casa de Javier y salieron tres hombres. Fueron a coger un taxi delante del Hotel Colón. La puerta se cerró. Inés llamó al timbre. Falcón volvió a abrir la puerta y se quedó de una pieza al ver la figura extrañamente disminuida de su ex mujer.

– Hola, Inés. ¿Estás bien?

– Hola, Javier.

Se besaron. Javier la dejó entrar. Caminaron hasta el patio y Falcón pensaba: Se la ve tan menuda y delgada como una niña. Se llevó los restos de la cena con los del CNI y regresó con una botella de manzanilla.

– Pensaba que después de un día como el de hoy estarías exhausto -comentó Inés-. Y aquí estás, tomándote unas copas con unos amigos.

– Ha sido un día muy largo -dijo Falcón, mientras pensaba: «¿De qué va todo esto?»-. ¿Cómo lo lleva Esteban?

– No le he visto.

– Probablemente sigue en el lugar del atentado -dijo Falcón-. Trabajan toda la noche por turnos. ¿Te encuentras bien, Inés?

– Eso ya me lo has preguntado, Javier. ¿Es que no tengo buen aspecto?

– No estás preocupada por nada, ¿verdad?

– ¿Te parezco preocupada?

– No, sólo un poco delgada. ¿Has perdido peso?

– Me mantengo en forma.

Falcón, que ya no sabía qué más decirle a Inés, siempre se quedaba perplejo al pensar cómo podía haber llegado a estar obsesionado con ella. Ahora le parecía una mujer completamente banal; una experta en el palique, una hermosa repetidora de opiniones ajenas, una esnob y un latazo. Y no obstante, antes de casarse, habían mantenido una aventura apasionada, con encuentros de sexo salvaje. Sus excesos habían puesto en fuga al muchacho de bronce de la fuente.

Los tacones de Inés resonaban sobre las losas de mármol del patio. Falcón había querido librarse de ella en cuanto la vio, pero había algo en su patética fragilidad, en la ausencia de esa altivez sevillana, que le ponía cuesta arriba los deseos de despacharla.

– ¿Cómo va todo? -dijo Falcón, esforzándose porque se le ocurriera algo más interesante que decir, aunque su cabeza estaba completamente ocupada por la decisión que tenía que tomar en las próximas ocho horas-. ¿Cómo va la vida con Esteban?

– Le ves tú más que yo -dijo Inés.

– Hacía tiempo que no trabajábamos juntos, y, ya sabes, siempre ha sido ambicioso…

– Sí, siempre ha tenido la ambición -dijo ella- de follarse a todas las mujeres que le pasaran por delante.

A Falcón se le heló el vaso de manzanilla antes de llegar a la boca. Cuando consiguió continuar, dio un buen trago.

– No lo sabía -dijo Falcón, evitando un tema de conversación que había sido moneda corriente en la policía y en la judicatura en los últimos años.

– No seas ridículo, Javier -dijo Inés-. Toda Sevilla sabe que ha estado metiendo la polla en el primer cono que se le presentaba.

Silencio. Falcón se preguntó si alguna vez había oído a Inés utilizar ese tipo de lenguaje. Era como si tuviera dentro una pescadera que ahora se abriera paso.

– Me he topado con una de sus putas en los Jardines de Murillo-dijo-. La reconocí por una foto que encontré en su cámara digital. Y allí estaba, sentada delante de mí en un banco del parque, fumándose un puro, como si aún pensara en cómo le chupaba la…

– Vamos, Inés -dijo Falcón-. No es conmigo con quien deberías hablar.

– ¿Por qué no? Tú me conoces. Hemos sido íntimos. Le conoces a él. Sabes lo que es… que es un… que yo…

Se derrumbó. Falcón le quitó el vaso de la mano, sacó unos pañuelos de papel. Inés se sonó y golpeó la mesa con el puño e intentó hundir el tacón en el suelo del patio, lo que le provocó un gesto de dolor. Dio una vuelta alrededor de la fuente y sintió un repentino dolor en el costado que la dobló.

– ¿Te encuentras bien, Inés?

– Deja de preguntarme eso -dijo ella-. No es nada, sólo una piedra en el riñón. El médico dice que no bebo suficiente agua.

Falcón le dio un vaso de agua y pensó en cómo iba a manejar aquella situación, pues Mark Flowers llegaría en cualquier momento. No se podía quitar de la cabeza el absurdo de que hubiera ido a verle para hablar del incorregible mujeriego de su marido. ¿Qué significaba aquello?

– Quería hablar contigo -dijo Inés- porque no tengo a nadie más con quien hablar. Mis amigas no pueden hablarme con tanta intimidad. Estoy segura de que ha conquistado a alguna de ellas. Mi sufrimiento sólo les serviría de cotilleo. Sé que hace unos años lo pasaste muy mal, y eso te hace capaz de comprender lo que estoy pasando ahora.

– No estoy seguro de que nuestras experiencias sean comparables -dijo Falcón, observando ceñudo cómo Inés sólo deseaba hablar de sí misma y cómo la situación estaba escapando de su control.

– Sé que cuando nos separamos seguías enamorado de mí -dijo Inés-. Lo sentí mucho por ti.

Falcón sabía que ella no había sentido nada. Inés había proyectado toda su culpa sobre él y le había provocado con ese horroroso mantra de «Tú no tienes corazón, Javier Falcón».

– ¿Estás pensando en dejar a Esteban? -preguntó Falcón, cauteloso, sintiendo pánico ante la idea de que a Inés se le hubiera ocurrido volver con él.

– No, no -dijo Inés-. Aún no hemos llegado a eso. Estamos hechos el uno para el otro. Hemos pasado tantas cosas juntos. Nunca le dejaría. Me necesita. Es sólo que…

Es sólo que la esposa engañada no tiene suficientes clichés a los que agarrarse, se dijo Falcón.

– Es sólo que… Esteban necesita ayuda -dijo Inés.

¿Qué estaba pasando aquel día? El CNI quería convencerle de que su nuevo amigo se hiciera espía. Su ex mujer quería que animara a su marido, con el que sólo mantenía una relación profesional, para que fuera a un psicólogo.

– ¿Qué opinas, Javier?

– Creo que no es asunto mío -dijo él con firmeza.

– Sigo queriendo saber lo que piensas -dijo ella; sus ojos se veían enormes en su pequeña cabeza.

– Nunca convencerás a Esteban, ni a ningún hombre, si a eso vamos, de que vaya a un psicólogo o a un consejero matrimonial a menos que él considere que hay un problema. Y en general los hombres, en este tipo de situaciones, casi nunca consideran que el problema sea suyo.

– Ha estado puteando por ahí desde… desde antes de que nos casáramos -dijo-. Debe darse cuenta de que necesita cambiar.

– Lo único que le hará cambiar es que en su vida ocurra un suceso traumático -dijo Falcón-, cosa que podría hacerle reflexionar acerca de sus… necesidades insaciables. Por desgracia, también podría significar que sus allegados se alejaran de él…

– Estuve a su lado durante la última crisis con aquella puta estadounidense y pasaré ésta con él -dijo-. Sé que me ama.

– Esa fue mi experiencia -dijo Falcón, extendiendo las manos y comprendiendo que acababa de decirle a Inés*por qué ya no formaba parte de su vida-. De todos modos, mi problema no eran las faldas.

– No, no lo eran, ¿verdad? Eras tan frío, Javier -dijo Inés.

Ese tono de falsa preocupación le irritó profundamente, pero sonó el timbre, lo que le evitó tener que seguir agotando sus reservas de paciencia. La acompañó a la puerta.

– Esta noche eres muy popular -dijo Inés.

– No sé qué ve la gente en mí -comentó Falcón, conteniendo su ironía.

– Últimamente no nos vemos mucho -dijo Inés, besándole antes de que Falcón abriera la puerta-. Lo siento… si no volvemos a vernos…

– ¿Si no volvemos a vernos? -dijo Falcón, y el timbre volvió a sonar.

– Lo siento -dijo Inés.


A las 9:30 Calderón llegó al apartamento de Marisa. Veinte minutos más tarde estaban los dos en el suelo, junto al sofá, desnudos y untados de sexo. Bebían Cuba libres hasta los topes de hielo, y fumaban Marlboro Lights sin parar. Ella se le puso encima a horcajadas y le restregó los pezones contra los labios, mientras descendía el pubis para que apenas le cosquilleara la punta de su pene agotado. Él se llenó las manos con sus nalgas y le mordió un pezón con demasiada pasión.

– ¡Ay! -chilló ella, apartándolo-. ¿Es que no has comido?

– No hemos tenido mucho tiempo para comer -dijo Calderón.

– ¿Quieres que te prepare un poco de pasta? -dijo ella, poniéndose en pie sobre él, aun con sus zapatos de tacón, las piernas abiertas, las manos en las caderas, el cigarrillo colgándole de los labios gruesos.

Soy Helmut Newton, pensó Calderón.

– Me parece una buena idea -dijo.

Marisa se puso un batín de seda color turquesa y entró en la cocina. Calderón dio un sorbo a su bebida, miró la noche cálida y densa y pensó: Esto es perfecto.

– Hoy me ha pasado algo extraño -dijo Marisa desde la cocina, mientras cortaba ajo y cebolla-. Vendí un par de piezas a uno de mis galeristas. Paga en efectivo y siempre que le vendo algo me compro un puro… un puro de verdad, un habano. Me siento bajo las palmeras de los Jardines de Murillo a fumar porque me recuerda a mi país, y hoy hacía mucho calor, el primer calor del verano. Y ya me estaba poniendo de ese cojonudo humor cubano…

La nuca de Calderón le indicó a Marisa que apenas la estaba escuchando.

– …cuando se sienta una mujer delante de mí. Una mujer guapa. Muy delgada, el pelo negro y largo, unos ojos bonitos y grandes… Quizás un poco demasiado delgada, ahora que lo pienso. Sus ojos eran muy grandes y me miraban de una manera muy rara.

Ya había llamado su atención. Tenía la cabeza quieta como una roca.

– Me gusta fumarme mis puros en paz. No me gusta que una loca se me quede mirando. De modo que le pregunté qué miraba. Me dijo que miraba a la puta del puro. Bueno, a mí nadie me llama puta, y nadie me echa a perder un habano de primera. De modo que le dije lo que pensaba… ¿y sabes qué?

Calderón dio una calada brutalmente larga a su cigarrillo.

– ¿Sabes qué me dijo?

– ¿Qué? -dijo Calderón, desde muy lejos.

– Me dijo: «Tú eres la puta que se folla a mi marido». Me preguntó cuánto me pagabas y me dijo que no tenía pinta de valer más de quince euros la noche, y que probablemente añadías la peluca cobriza y el puro para tenerme contenta. ¿Puedes decirme cómo coño sabe Inés quién soy?

Calderón se puso en pie. Estaba tan furioso que no podía hablar. Tenía los labios pálidos y los genitales se le habían arrugado dentro de su nido púbico, como si la furia consumiera toda la sangre disponible para alimentarla. Abría y cerraba el puño y contemplaba la noche, con imágenes de crujir de huesos rebotando en su cabeza. Marisa ya había visto ese rasgo en hombres físicamente poco imponentes. Los tipos grandes y musculosos no tienen nada que demostrar, mientras los gordos, los enclenques y los idiotas tienen grandes lecciones que impartir.

Cuando oyó el sonido de la ducha, Marisa dejó de preparar la cena. Calderón se vistió en un ominoso silencio. Marisa le preguntó qué hacía, por qué se iba. Con gestos enérgicos Calderón se puso la corbata con un nudo colérico.

– Nadie te habla así -dijo, y se fue.


Inés se paró a mirar la tienda de azulejos pintados a mano de la calle Bailen. Se sentía mejor después de haber visto a Javier. Se había convencido, en el corto paseo posterior a su breve encuentro, de que Javier aún la quería. Qué amable había sido al preguntarle si estaba pensando en dejar a Esteban. Después de todos esos años todavía albergaba esperanzas. Qué triste tener que decepcionarle.

El murmullo de los jóvenes, el entrechocar de botellas de cerveza y el olor a marihuana llenaban la oscuridad que reinaba bajo los enormes árboles de la plaza del Museo. Pasó entre ellos sintiéndose más alegre.

En su piso la luz estaba encendida, cosa que la llenó de alegría. Esteban estaba en casa. Había vuelto con ella. Iban a reparar el daño. Estaba segura, después de lo ocurrido aquella mañana, de que él entraría en razón y lo convencería para que fuera a ver a un psicólogo.

Las escaleras ya no le inspiraban temor, y aunque el dolor del costado significaba que no pudo subirlas corriendo, llegó a la puerta con cierta ligereza en el ánimo. El pelo le resbaló por los hombros cuando cerró la puerta. Al instante sintió la presencia de Esteban avanzando hacia ella. Inés ya tenía una sonrisa en la cara cuando él le agarró un mechón de pelo y lo retorció alrededor de la muñeca. Inés cayó hacia atrás, de rodillas, y él acercó su cara hasta dejarla a pocos centímetros del puro odio de la suya.


Загрузка...