Sevilla. Martes, 6 de junio de 2006, 02:00 horas
Consuelo Jiménez estaba sentada en la oficina de su restaurante principal, en el corazón de La Macarena, el antiguo barrio obrero de Sevilla. Se hallaba en un estado de profunda angustia, y los tres vasitos colmados de The Macallan que se había tomado a esa hora de la madrugada no habían servido para aliviarla. Toparse con Javier a primera hora del día no había mejorado su estado, y la cosa había empeorado más al enterarse de que había comido en su restaurante, a apenas diez metros de donde ella estaba sentada en ese momento. Tenía la tarjeta delante, encima de su escritorio.
Veía con terrible claridad cuál era su estado físico y mental. No era de esas personas que, tras haber caído en la desesperación, pierden el control de su vida y acaban hundiéndose de forma inconsciente en una orgía de autodestrucción. Era una mujer más meticulosa, más cerebral. Tan cerebral que a veces se descubría contemplando su propia cabeza rubia como si la mente que había debajo fuera dando tumbos en medio del naufragio de su vida interior. Era un estado muy extraño: físicamente estaba en buena forma para su edad, mentalmente seguía muy centrada en su negocio, que le iba de maravilla, como siempre, pero… ¿cómo expresarlo? No tenía palabras para describir lo que ocurría en su interior. Todo lo que se le ocurría era una imagen que había visto en un documental sobre el calentamiento global: elementos vitales de la estructura primitiva de un antiquísimo glaciar se habían derretido a causa de un verano en extremo caluroso, y, sin previo aviso, una ingente masa de hielo se había derrumbado con un prolongado rugido dentro del lago que había debajo. Sabía, a partir de la espantosa plomada de sus propios órganos, que estaba presenciando un presagio de lo que le podría ocurrir a menos que hiciera algo pronto.
El vaso de whisky viajó a su boca y regresó al escritorio, transportado por una mano que ya no sentía como suya. Agradecía el etéreo escozor del alcohol porque le recordaba que seguía siendo un ser sensible. Estaba jugueteando con la tarjeta de visita, dándole vueltas y más vueltas, pasando el pulgar por las letras del nombre y la profesión, en relieve. El encargado llamó y entró.
– Ya hemos acabado -dijo-. Cerraremos en cinco minutos. Ya no queda nada más que hacer… debería irse a casa.
– El hombre que estuvo aquí antes, uno de los camareros me ha dicho que lo había visto fuera. ¿Está seguro de que se ha ido?
– Estoy seguro -dijo el encargado.
– Saldré por la puerta lateral -dijo ella, lanzándole una de sus miradas duras y profesionales.
El encargado retrocedió. Consuelo lo lamentó por él. Era un buen hombre que sabía cuándo una persona necesitaba ayuda y cuándo esa ayuda resultaba inaceptable. Lo que sucedía en el interior de Consuelo era demasiado personal para poder arreglarse con una charla de madrugada entre la dueña y el encargado. No se trataba de facturas sin pagar ni de clientes difíciles. Se trataba de… todo.
Volvió a centrar la atención en la tarjeta. Pertenecía a una psicóloga clínica llamada Alicia Aguado. En los últimos dieciocho meses Consuelo había concertado seis citas con esa mujer, pero no había acudido a ninguna. En cada cita que había concertado había dado un nombre distinto, pero Alicia Aguado había reconocido su voz ya en la primera llamada. Claro que la había reconocido. Era ciega, y la ceguera desarrollaba los otros sentidos. En las últimas dos ocasiones, Alicia Aguado le había dicho: «Si alguna vez tiene que venir a verme, llámeme. Le haré un hueco siempre que quiera… a primera hora de la mañana o a última de la noche. Quiero que comprenda que siempre estoy aquí si me necesita». Eso había desconcertado a Consuelo. Alicia Aguado lo sabía. Incluso el gélido tono profesional de Consuelo había delatado su necesidad de ayuda.
La mano cogió la botella y volvió a llenar el vaso. El whisky se vaporizó en su mente. También sabía por qué quería ver a esa psicóloga en concreto: Alicia Aguado había tratado a Javier Falcón. Cuando se topó con él en la calle, fue como un recordatorio. Pero un recordatorio, ¿de qué? ¿Del «lío» que había tenido con él? Lo llamaba lío porque eso era lo que parecía desde fuera: unos días de cenas y sexo salvaje. Pero ella los había interrumpido porque… Se retorció en la silla al recordarlo. ¿Qué razón le había dado? ¿Que se ponía imposible cuando se enamoraba? ¿Que se convertía en otra persona cuando tenía una relación? Fuera la que fuera, había inventado algo imposible de rebatir, se negó a verle o a contestar a sus llamadas. Y ahora él regresaba, como una motivación extra.
Consuelo no había podido pasar por alto un estado psicológico reciente y más preocupante, en el que había comenzado a encontrarse en los momentos en los que no trabajaba con su energía habitual, feroz y casi obsesiva. Cuando se distraía o se cansaba al final del día comenzaba a pensar en el sexo, pero como un intruso a medianoche. Se imaginaba teniendo relaciones nuevas y vigorosas con desconocidos. Sus fantasías se dirigían hacia hombres duros y posiblemente peligrosos y asumían dimensiones pornográficas, y ella se hallaba en el centro de actividades casi inconcebibles. Consuelo siempre había detestado la pornografía, la había encontrado desagradablemente biológica y aburrida, pero ahora, por mucho que intentaba combatirlo con su inteligencia, era consciente de su excitación: saliva en la boca, una constricción en la garganta. Y estaba volviendo a ocurrir, en aquel momento, incluso con su mente aparentemente ocupada en otras cosas. Echó la silla hacia atrás de una patada, lanzó la tarjeta de Aguado dentro del bolso, cogió el paquete de cigarrillos, encendió uno y se puso a dar vueltas por la oficina, fumando demasiado y demasiado rápido.
Esas fantasías la disgustaban. ¿Por qué se le ocurría esa basura? ¿Por qué no pensaba en sus hijos? Sus tres queridos hijos -Ricardo, Matías y Darío-, durmiendo en casa vigilados por la niñera. ¡Vigilados por la niñera! Había prometido que nunca lo haría. Después de que Raúl, su marido y el padre de los niños, hubiera sido asesinado, tomó la determinación de dedicarles toda su atención para que nunca sintieran que les faltaba uno de sus progenitores. Y había que verla ahora: pensando en follar mientras los crios estaban en casa y otra persona los cuidaba. No merecía ser madre. Cogió el bolso del escritorio. La tarjeta de Javier revoloteó hasta el suelo.
Quería salir, respirar el aire purificado por la lluvia. Después de cinco o seis tragos de The Macallan no tenía más opción que ir andando hasta la Basílica de la Macarena y coger un taxi. Para ello tendría que pasar por la plaza del Pumarejo, donde merodeaban cada día un puñado de borrachos y drogadictos, todo el día y hasta altas horas de la noche. La plaza, cubierta por un dosel de ramas de árbol que aún goteaban de la tormenta anterior, tenía una tarima elevada con un quiosco cerrado en una punta, y en la otra, cerca de la Bodega de Camacho, con las persianas ya cerradas, había un grupo de una docena de colgados.
El aire era fresco y Consuelo sentía el frío en las piernas, entumecidas por el whisky. No había considerado que su vestido de satén color melocotón llamaría mucho la atención a la luz de las farolas de la calle. Pasó por detrás del quiosco y por la acera del viejo Palacio del Pumarejo. Algunos de aquellos colgados estaban bebiendo, y se congregaban alrededor de un tipo de charlaba, mientras los demás estaban desplomados sobre los bancos en un estado de estupor.
La enjuta figura de camisa negra y abierta hasta la cintura que había en el medio le resultaba familiar a Consuelo. La charla que le dedicaba a aquella desagradable concurrencia era más que una alocución, pues hablaba a la manera de un político. Llevaba el pelo negro y largo, las cejas se inclinaban bruscamente hacia la nariz, y tenía una cara enjuta, dura y llena de marcas. Consuelo sabía por qué el grupo que estaba a su alrededor escuchaba sus palabras, y que nada tenía que ver con lo que decía. Era porque bajo esas satánicas cejas tenía unos ojos verdes brillantes que resaltaban en su cara oscura y asustaban a todo aquel en que se posaran. Daban la intensa impresión de un hombre que tenía rápido acceso a un cuchillo. Bebía una botella de vino barato, que le colgaba a un costado, con el índice anclado en el cuello.
Un mes atrás, Consuelo estaba esperando en un semáforo para cruzar la calle, y él se le acercó por detrás y le murmuró unas palabras tan obscenas que le penetraron la mente como una navaja. Cuando ocurrió, Consuelo le reprendió en voz alta. Sin embargo, contrariamente a otros que suelen desaparecer entre los transeúntes, sin hacer caso, este se le acercó y la acalló con sus ojos verdes y un rápido guiño, lo que le hizo pensar que sabía algo de ella que ella misma ignoraba.
– Conozco a las de tu laya -le dijo el hombre, y se pasó la lengua por la comisura de la boca.
Su bravuconería le paralizó las cuerdas vocales. Eso y el horroroso beso que le lanzó, que logró llegarle al cuello como un tábano.
Consuelo, absorta en esos recuerdos, se había detenido. Uno de aquellos colgados la divisó y la señaló con la cabeza. El orador se dirigió hacia la barandilla levantando la botella, que aún le colgaba del dedo.
– ¿Quieres un trago? -dijo-. No tenemos vasos, pero si quieres te dejo que me chupes el dedo.
Una carcajada grave y gorgoteante brotó del grupo, en el que había algunas mujeres. Sobresaltada, Consuelo echó a andar otra vez. El hombre se bajó de la tarima elevada. Las puntas de acero de los tacones de sus botas martillearon contra los adoquines. Le bloqueó el paso y se puso a bailar una sevillana en extremo provocativa, con mucho movimiento de pelvis. El grupo le acompañó con palmas de flamenco.
– Vamos, doña Consuelo -dijo-. Veamos cómo se mueve. Parece que tiene buenas piernas.
Consuelo se quedó estupefacta al oírle pronunciar su nombre. El terror le atravesó las tripas, despertando algo extrañamente excitante. Le temblaron los músculos de la parte posterior de los muslos. Pensamientos dispares se aglomeraron en su mente. ¿Cómo diablos había acabado en aquella situación? Se preguntó si sus manos serían muy ásperas. Parecía fuerte. Potencialmente violento.
La absoluta perversidad de aquella idea la hizo regresar de repente a la realidad. Tenía que huir de él. Tomó una calle lateral, caminando sobre los adoquines todo lo deprisa que sus tacones altos le permitían, Él la seguía, se oía el lento repiqueteo de las puntas de acero de sus zapatos.
– Cojones, doña Consuelo, sólo le he pedido un baile -le gritó a la espalda, tras una burlona inflexión al mencionar su título-. Ahora me llevas por este callejón oscuro. Por amor de Dios, un poco de dignidad, señora. No des a entender tan pronto que te mueres de ganas. Acabamos de conocernos, ni siquiera hemos bailado.
Consuelo seguía andando, respirando deprisa. Todo lo que tenía que hacer era llegar al final de la calle, girar a la izquierda y ya estaría a las puertas del barrio antiguo y habría tráfico y gente… un taxi que la devolvería a su vida real en Santa Clara. A su izquierda apareció un callejón, vio las luces de la calle principal a través de los edificios que se apoyaban uno contra otro. Aceleró el paso. Mierda, los adoquines estaban mojados. Estaba demasiado oscuro y sus tacones resbalaban. Quiso gritar cuando la mano por fin aterrizó sobre su hombro, pero fue como en esos sueños en los que la necesidad de gritar para despertar al vecindario sólo produce un gemido ahogado. El hombre la empujó hacia la pared, cuyo encalado se desconchaba en copos quebradizos, y crujió cuando su mejilla se aplastó contra él. El corazón le retumbaba en el pecho.
– ¿Me ha estado observando, doña Consuelo? -dijo el hombre, y su cara apareció sobre el hombro de ella, y le llegó su agrio aliento a vino-. ¿Me ha estado echando el ojo? A lo mejor… desde que perdió a su marido su cama es un poco fría por la noche. Consuelo soltó un grito ahogado cuando él le metió la mano entre las piernas. Desde luego que era áspera. Cerró los muslos por un reflejo automático. Él subió la mano hasta la entrepierna. En la cabeza de Consuelo, una voz la reprendía por ser tan estúpida. El corazón se le desbocaba mientras su cerebro buscaba algo que decir.
– Si es dinero lo que quieres… -dijo, con una voz que susurró a los copos de encalado.
– Bien -dijo, apartando la mano-, ¿cuánto tienes? No soy barato ¿sabes? Sobre todo para las de tu laya.
El hombre le quitó el bolso, lo abrió y encontró la cartera.
– ¡Ciento veinte euros! -dijo disgustado.
– Cógelos -dijo ella, con la voz aún atascada en la tiroides.
– Gracias, muchísimas gracias -dijo él, dejando caer el bolso a sus pies-. Pero eso no es bastante para lo que quieres. Ven mañana con el resto.
Se apretó contra ella, que sintió su obscena dureza contra las nalgas. La cara del hombre volvió a aparecer por encima de su hombro y la besó en la comisura de la boca, su olor a vino y a tabaco y su lengua pequeña y amarga deslizándose entre los labios.
El hombre se apartó bruscamente, y por el rabillo del ojo Consuelo vio el destello de un anillo de oro en su dedo. El hombre se apartó y de una patada mandó el bolso calle abajo.
– Que te den por culo, puta -dijo-. Me das asco.
Las puntas de acero se alejaron. A Consuelo le palpitaba la garganta, de modo que más que respirar tragaba saliva, aunque sin ser capaz de hacer ninguna de las dos cosas. Volvió a mirar en la dirección por donde había desaparecido, perpleja por haber salido tan bien librada. Los adoquines desiertos brillaban bajo la luz amarilla. Se apartó de la pared, recogió el bolso y echó a correr, resbalando y renqueando, hacia la calle principal, donde cogió un taxi. Se sentó detrás, y la ciudad pasó flotando junto a su cara pálida. Las manos le temblaban tanto que no consiguió encender el cigarrillo que se había llevado a la boca. Se lo encendió el conductor.
En casa encontró el dinero en su escritorio para pagar el taxi. Subió corriendo a las habitaciones de los niños a ver cómo estaban. Se dirigió a su dormitorio, se desnudó y se miró en el espejo. No le había dejado ninguna marca. Se duchó durante un tiempo infinito, enjabonándose y volviéndose a enjabonar, enjuagándose una y otra vez.
Regresó a su escritorio en bata y se sentó en la oscuridad: sentía náuseas, le dolía la cabeza y esperaba el alba. Cuando le pareció que era una hora aceptable, telefoneó a Alicia Aguado y pidió una cita urgente.