Sevilla. Viernes, 9 de junio de 2006, 17:45 horas
Mientras regresaba a la sala de interrogatorios, Falcón se topó con Elvira y Del Rey en el pasillo. Lo estaban buscando. Los especialistas en informática de la policía científica habían abierto los discos duros de Fuerza Andalucía. A partir de los artículos y fotos encontrados en uno de los ordenadores deducían que el usuario compilaba el material que luego utilizaba en las páginas que aparecían en la web de VOMIT. Por los demás materiales del mismo disco duro, era evidente que el usuario era Ángel Zarrías. A Elvira pareció molestarle que esa noticia no impresionara a Falcón, que todavía estaba repasando el diálogo con Yacoub.
– Con eso podremos apretarles -dijo Elvira-. Coloca a Zarrías y a Fuerza Andalucía más cerca del núcleo de la conspiración.
Falcón no tenía una opinión formada sobre eso.
– Yo no estaría tan seguro -dijo Del Rey-. Podría considerarse como una entidad separada. Zarrías podría aducir que se trataba de una campaña personal. Todo lo que ha hecho es utilizar un ordenador de Fuerza Andalucía para redactar esos textos, que luego ha descargado en un cede y entregado a algún experto que de manera anónima los ha colocado en la página web de VOMIT. No veo que con eso se le pueda apretar mucho.
Falcón los miró, aun sin nada que decir.
Elvira contestó una llamada en su móvil. Falcón iba a marcharse.
– Era el comisario Lobo -dijo Elvira-. No podemos seguir resistiendo la presión de la prensa.
– ¿Qué se le ha dicho a la prensa hasta ahora de por qué esos hombres están detenidos? -preguntó Falcón, volviendo hasta donde estaba Elvira.
– Como sospechosos de asesinato y de conspiración para asesinar -dijo Elvira.
– ¿Se ha mencionado a Tateb Hassani?
– Aún no. Mencionarlo supondría revelar demasiado de la naturaleza de nuestra investigación -dijo Elvira-. Seguimos sensibles a las expectativas de la gente.
– Será mejor que vuelva al trabajo. Dentro de unos minutos he de interrogar a Eduardo Rivero -dijo Falcón, mirando su reloj-. Dígame, ¿la policía científica ha encontrado rastros de sangre en las oficinas de Fuerza Andalucía? ¿Sobre todo en el cuarto de baño?
– No he oído que nadie lo mencionara -dijo Elvira, marchándose en compañía de Del Rey.
Todos los interrogadores estaban en el pasillo, delante de las salas de interrogatorio. Un paramédico vestido de verde fluorescente estaba hablando con Ramírez, que vio a Falcón por encima de su hombro.
– Rivero ha tenido un colapso -dijo-. Comenzó a jadear, no sabía dónde se encontraba y se cayó de la silla.
Rivero estaba en el suelo, entre dos paramédicos que le daban oxígeno.
– ¿Qué le pasa?
– Arritmia cardíaca y presión sanguínea alta -dijo el paramédico-. Le llevaremos al hospital y lo tendremos bajo observación. Las pulsaciones se le han puesto a ciento sesenta y son completamente irregulares. Si no se las bajamos hay peligro de que la sangre se estanque y forme un coágulo en el corazón, y si ese coágulo se libera puede provocarle una embolia.
– Mierda -dijo Ramírez desde el pasillo-. Dios sabe lo que dirá la prensa de esto. Contarán al mundo que tenemos aquí un Abu Ghraib.
Todos los interrogadores pensaban que Rivero, de todos los sospechosos, era el menos implicado en la conspiración central. Sólo había sido importante como líder del partido, y dado que lo que pretendían era quitarle el liderazgo para dárselo a Jesús Alarcón, lo más razonable era pensar que lo habían tenido poco informado. El colapso había ocurrido durante el insistente interrogatorio del inspector jefe Barros acerca de cuál había sido su verdadera razón de renunciar al liderazgo del partido. La presión de tener que atenerse a la historia de su edad, mientras la verdad pugnaba por asomar en su mente, había sido demasiado para él.
Justo después de las siete de la tarde llevaron a Marco Barreda, de Informaticalidad. Lo habían recogido en el aeropuerto, pues acababa de llegar de Barcelona. Habían accedido a las llamadas registradas en su móvil, pero ninguno de los números a los que había llamado correspondía a los teléfonos de Ángel Zarrías. Falcón se aseguró de que Zarrías se enterara de que Barreda estaba en Jefatura. Zarrías no se inmutó. Interrogaron a Barreda durante una hora y media acerca de su relación con Ricardo Gamero. No se desvió de su historia original. Lo soltaron a las 8:30 y volvieron con Zarrías. Le mintieron: le dijeron que Barreda había admitido que Gamero no le había dicho nada de que estaba enamorado de él y que ni siquiera era homosexual. Zarrías no se lo tragó.
A las nueve Falcón ya no podía más. Salió a respirar un poco de aire fresco, pero tras el aire acondicionado de Jefatura encontró la calle calurosa y sofocante. Se tomó un café en un bar del otro lado de la calle. Entre lo de Yacoub y el interrogatorio de los tres sospechosos, tenía la mente confusa. Bebió agua para quitarse la amargura del café, y de repente recordó las palabras que había dicho Zorrita la noche anterior.
Cuando llegó a Jefatura bajó a las celdas y le preguntó al agente de guardia si podía hablar con Esteban Calderón, que estaba en la última celda, echado boca arriba, mirándose el dorso de las manos, que mantenía delante de la cara. El guardia dejó entrar a Falcón, que cogió un taburete y se inclinó contra la pared. Calderón se incorporó en su camastro.
– Pensaba que ya no vendrías -dijo Calderón.
– No me parecía que tuviera mucho sentido venir -dijo Falcón-. Ni puedo ayudarte ni hablar contigo de tu caso. He venido sólo por curiosidad.
– He pensado en declararme inocente -dijo Calderón.
Falcón asintió.
– Sé que en tu trabajo has visto muchas cosas -dijo Calderón.
– Nadie experimenta mayor sentimiento de culpa que un asesino -dijo Falcón-, y negarlo es la mejor defensa de la mente humana.
– ¿Me estás explicando el proceso? -dijo Calderón-. La teoría siempre es distinta a la realidad.
– Sólo después de un delito grave, como es el asesinato, el motivo de haber llegado a tan desastroso extremo parece de repente ridículamente desproporcionado -dijo Falcón-. Matar a alguien por celos, por ejemplo, parece una locura, una afrenta al intelecto. La manera más fácil y rápida de enfrentarse a esa aberración es negar que ocurriera. Una vez se ha negado, la mente no tarda en crear su propia versión de los hechos, que el cerebro acaba creyendo con absoluta certeza.
– Intento ser lo más concienzudo que puedo -dijo Calderón.
– A veces eso no es suficiente para derrotar un deseo profundamente arraigado -dijo Falcón.
– Eso es lo que me da miedo, Javier -dijo Calderón-. No entiendo que el intelecto pueda estar a merced de la mente. No entiendo que la información, los hechos, las cosas que he visto y oído puedan ser transformadas, reordenadas y manipuladas tan fácilmente… ¿por quién? ¿Qué es? ¿Qué es la mente?
– A lo mejor no es tan buena idea quedarse echado en la celda de una cárcel, torturándote con preguntas que no tienen respuesta -dijo Falcón.
– No tengo otra cosa que hacer -dijo Calderón-. No puedo impedir que mi cerebro siga funcionando. Me hace todas estas preguntas.
– La satisfacción de los deseos es una poderosa necesidad humana, tanto a nivel personal como colectivo.
– Lo sé, y por eso me examino de manera tan concienzuda -dijo Calderón-. He empezado por el principio y he admitido algunas dificultades.
– Yo no soy ni tu confesor ni tu psicólogo, Esteban.
– Pero, aparte de Inés, eres la persona a la que más he perjudicado en mi vida.
– No me has perjudicado, Esteban, y si lo has hecho no necesito saberlo.
– Pero yo necesito que lo sepas.
– No puedo absolverte -dijo Falcón-. No estoy cualificado.
– Sólo necesito que sepas con qué esmero me he autoanalizado.
Falcón tuvo que admitir en su fuero interno que estaba interesado. Se recostó contra la pared y escuchó. Calderón tardó unos instantes en empezar.
– Seduje a Inés -dijo-. La seduje a sabiendas, no por su belleza, su inteligencia ni por ser quien era. Tan sólo la seduje por su relación contigo.
– ¿Conmigo?
– No por quién eras, el hijo del famoso Francisco Falcón, que era lo que te había hecho interesante a los ojos de Inés. Tenía más que ver con… No sé cómo expresarlo: lo que te hacía diferente. En aquellos días no eras muy apreciado. Casi todo el mundo te consideraba frío y distante, y por tanto arrogante y condescendiente. Vi algo que no entendía. Así que lo primero que se me ocurrió, la manera más natural de entenderte, era seducir a tu esposa. ¿Qué veía en ti esa mujer hermosa y tan admirada que yo no tenía? Por eso la seduje. Y la ironía fue que a través de ella tampoco entendí nada. Pero antes de darme cuenta ya no era la simple aventura que yo había pretendido; nos convertimos en un secreto a voces. Ella siempre iba por delante de mí en lo que se refiere a las relaciones públicas. Podía manipular a las personas y las situaciones con consumada facilidad. Así que nos convertimos en la pareja de moda y tú en el cornudo, del que la gente se reía a sus espaldas. Y ahora lo admito, Javier, tan sólo para que sepas cómo soy: disfrutaba de la situación porque, aunque no te entendía, cosa que me hacía sentirme débil, de manera inadvertida me había colocado por encima de ti, y eso me hacía sentirme fuerte.
– ¿Estás seguro de que quieres contarme esto? -dijo Falcón.
– Lo que quiero decirte ahora no es tan personal -dijo Calderón, dándole unos golpecitos con las dos manos, como si Falcón hubiera hecho ademán de irse-. Es importante que me conozcas como el… iba a decir el «hombre», pero ya no estoy seguro de que esa sea la palabra correcta. ¿Te acuerdas de Maddy Krugman?
– Nunca me cayó bien -dijo Falcón-. La encontraba siniestra.
– Probablemente fue la mujer más hermosa con la que nunca me he acostado.
– ¿No te acostaste con ella?
– Yo no le interesaba -dijo Calderón-. La belleza… quiero decir, la gran belleza, para una mujer supone su suerte y su desgracia. Todo el mundo se sentía atraído por ella. A la gente normal le resulta difícil comprender esa presión. Todo el mundo quiere complacer a una mujer hermosa. Encienden algo en todo el mundo, no sólo en los hombres; y como la presión es tan constante, no tienen ni idea de quién va con buenas intenciones, de a quién deberían elegir. Naturalmente, reconocen a los pobres desgraciados que se quedan babeando, pero luego están los otros, los cientos y miles que poseen dinero, encanto, inteligencia y carisma. Maddy te apreciaba porque hacías caso omiso de su belleza…
– No creo que eso fuera cierto. Su belleza me afectaba igual que a todo el mundo.
– Pero no dejaste que afectara a tu percepción de las cosas, Javier -dijo Calderón-. Y Maddy se dio cuenta y le gustó. Estaba obsesionada contigo. Naturalmente, yo deseaba poseerla. Ella se reía de mí. Jugaba conmigo. Yo la divertía. Eso era todo. Y lo peor era que teníamos que hablar de ti. No podía soportarlo. Creo que sabías que me reconcomía por dentro.
Falcón asintió.
– Así que cuando compartimos esa última y fatal escena con Maddy y su marido… luego tuve que mentir -dijo Calderón-. Tuve que cometer perjurio porque no soportaba que no tuvieras miedo. No podía soportar el aplomo con que manejaste la situación.
– Pues ahora te digo que sí sentí miedo.
– Entonces lo que no soporté fue la manera en que dominaste tu miedo mientras yo estaba sentado en el sofá, paralizado -dijo Calderón.
– Estoy preparado para enfrentarme a situaciones como esa. Y ya había estado en otras -dijo Falcón-. Tu reacción fue completamente natural y comprensible.
– Pero no era esa la idea que yo tenía de mí mismo -comentó Calderón.
– Entonces es que te pones el listón muy alto -dijo Falcón.
– Después del asunto de Maddy Krugman Inés se portó maravillosamente conmigo -dijo Calderón-. Nadie podría desear una mejor reacción de su prometida. Yo la había humillado anunciando nuestro compromiso el mismo día, creo, que me fui con Maddy Krugman. Y ella siguió a mi lado. Recogió los pedazos de mi carrera y de mi autoestima. La odié por ello.
»Acaparé toda su amabilidad y la mezclé con mi propia amargura en un rencoroso guiso de profundo resentimiento. La castigué acostándome con otras. Incluso me follé a su mejor amiga durante un fin de semana en la finca de los padres de Inés. Ya la cosa no se quedó ahí. Me negué a buscar una casa. La obligué a vender su apartamento, pero no permití que comprara la casa que tanto ansiaba. Tampoco le permití reformar mi piso a su gusto. Cuando empecé a pegarle -y eso fue sólo hace cuatro días-, fue sólo la expresión física de lo que le había estado haciendo mentalmente durante años. Lo que empeoró las cosas fue que cuanto más la maltrataba más se aferraba a mí. Acabó negando la realidad, ya ves, Javier. Inés era una gran fiscal. Era capaz de convencer a todo el mundo. Y se convenció a sí misma, completamente.
– Deberías haberla dejado.
– Ya era demasiado tarde -dijo Calderón-. Ya estábamos unidos en nuestro abrazo fatal. No soportábamos estar juntos, pero tampoco podíamos separarnos.
Sonó la llave en la puerta. El guardia asomó la cabeza.
– El comisario Elvira quiere verlo en su despacho. Dice que es urgente.
Falcón se puso en pie. Calderón se levantó con esfuerzo, como si estuviera entumecido o soportara un gran peso.
– Una última cosa, Javier -dijo Calderón-. Sé que te parecerá increíble después de lo que te he contado, y estoy dispuesto a aceptar el castigo que me impongan por asesinato, lo merezco. Pero necesito que sepas que yo no la maté. A lo mejor has hablado con el inspector jefe de Madrid, y te ha dicho que le hice un relato muy confuso de lo que pasó aquella noche. He estado sumido en un estado como de locura…
– ¿Quién la mató, entonces?
– No lo sé. No sé qué móvil podían tener. No sé nada, aparte del hecho de que yo no maté a Inés.
El comisario no estaba solo en su despacho. Su secretaria le hizo a Falcón seña de que entrara. Pablo y Gregorio estaban presentes, junto con el jefe de la policía científica. Todos estaban sentados donde podían excepto este último, que permanecía de pie junto a la ventana. Elvira lo presentó y le pidió que les informara.
– La mezquita está ahora totalmente vacía de escombros, residuos, ropas y restos corporales. Hemos analizado el ADN de todos los restos corporales, fluidos y sangre que hemos encontrado. Lo que significa que hemos analizado cada centímetro cuadrado de la zona disponible de la mezquita. Tenemos todos los resultados de esas pruebas, excepto los dos últimos metros cuadrados más cercanos a la entrada, que era la zona que contenía menos material con ADN y fue el último lote que mandamos analizar. Hemos podido reunir muestras de ADN de todos los hombres que se creía estaban en la mezquita. También hemos comparado una muestra de ADN obtenida del piso del imán con el que había en la mezquita. No obstante, no hemos podido encontrar en la mezquita ninguna muestra de ADN que coincida con las que tomamos en el apartamento de Djamal Hammad y Smail Saoudi en Madrid. Nuestra conclusión es que ninguno de esos dos hombres estaba en la mezquita en el momento de la explosión.