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Sevilla. Sábado, 10 de junio de 2006, 07:00 horas


Falcón se despertó temprano, con renovada determinación. Tras la asombrosa revelación del jefe de la policía científica de la noche anterior, él, Elvira, Pablo y Gregorio comenzaron a discutir qué habría sido de Hammad y Saoudi. Pablo puso al corriente a Elvira de la información que habían recibido de Yacoub, cuyo grupo creía que se habían enviado a España un total de 300 kilos de hexógeno.

El artificiero había estimado, en un cálculo «conservador», que en la explosión de El Cerezo del 6 de junio habían estallado unos 100 kilos de hexógeno, lo que significaba que aún había en circulación entre 150 y 200 kilos. Todos coincidieron en que Hammad y Saoudi habrían puesto el hexógeno restante en lugar seguro y se habrían escondido o salido del país.

Elvira llamó a la Guardia Civil para preguntar por la ruta de la Peugeot Partner, que había sido vista por última vez en la estación de servicio de las afueras de Valdepeñas a las cuatro de la tarde del domingo 4 de junio. Nadie había avistado la furgoneta en ninguna de las carreteras principales del triángulo que formaban Sevilla, Granada y Córdoba. Ahora había un gran despliegue, y se buscaba incluso en las carreteras secundarias, pero era una tarea imposible, teniendo en cuenta lo anónimo que era el vehículo y que el viaje había tenido lugar hacía una semana. Falcón envió a Pérez y Ferrera de vuelta a El Cerezo para que verificaran con sus residentes que la Peugeot Partner no había sido vista hasta la mañana del lunes 5 de junio.

Cuando la reunión acabó, Elvira comenzó a redactar el borrador del comunicado de prensa en el que se informaba que se seguía buscando a Hammad y Saoudi y se anunciaba que comenzarían de nuevo las inspecciones al azar de los vehículos que entraran en la ciudad. Se leería en las noticias de TVE de las nueve y en Canal Sur. Gregorio había acompañado a Falcón a su casa, donde volvieron a intentar, infructuosamente, ponerse en contacto con Yacoub. Redactaron un informe sobre Hammad y Saoudi, incluyendo fotografías, que Gregorio pegó en la carpeta de la página web del CNI para enviar posteriormente a Yacoub con la esperanza de que pudiera localizarlos en Marruecos.

Entre una y otra cosa Falcón aún no había entrevistado a Agustín Cárdenas, y había decidido que hablaría con él a primera hora de la mañana mientras Ramírez se enfrentaba por segunda vez con Zarrías. El resto de la brigada se levantaría temprano y recorrería las calles colindantes con El Cerezo por si alguien podía confirmarles haber visto a Hammad o Saoudi el domingo por la noche o el lunes por la mañana, o después de la explosión del martes.

A las 7:30 Falcón llamó a Jefatura para asegurarse de que Agustín Cárdenas estuviera preparado para el interrogatorio. Por el camino se paró a tomar un café y una tostada y a eso de las 7:50 ya estaba sentado delante de un Agustín Cárdenas todavía aturdido.

En la fotografía, Agustín Cárdenas parecía un hombre de unos treinta y cinco años, mientras que en su curriculum Falcón pudo leer que tenía cuarenta y seis. Pero aquel sábado por la mañana parecía haber llegado de repente a los cincuenta y cinco.

– No tiene buen aspecto, Agustín -dijo Falcón-. Esta mañana no le vendrían mal unos retoques.

– No estoy acostumbrado a madrugar -dijo Agustín.

– ¿Cuánto hace que conoce a César Benito?

– Unos ocho años.

– ¿Cómo le conoció?

– Su mujer vino a mi clínica, y luego vino él.

– ¿Quería que le hiciera algo?

– Le quité las bolsas de los ojos y le estiré el cuello y la papada.

– ¿Quedó contento?

– Quedó tan contento que se buscó una amante.

– Por aquel entonces, ¿sus clínicas formaban parte del grupo Horizonte?

– No, César Benito creía que Horizonte debía comprar mi negocio.

– Lo que le hizo ganar mucho dinero -dijo Falcón-. ¿En Horizonte le dieron opción de compra de acciones?

Cárdenas asintió.

– Y formar parte del grupo significaba que usted tenía capital -dijo Falcón.

– Amplié el negocio con nueve clínicas repartidas entre Barcelona, Madrid, Sevilla, Nerja y otra que iba a abrir en Valencia.

– Es una pena que haya creado un negocio tan provechoso y no vaya a recoger los frutos de su labor -dijo Falcón-. ¿No estará protegiendo a César Benito porque él le ha hecho ganar esa fortuna de la que nunca disfrutará?

Cárdenas inspiró profundamente y se quedó mirando la mesa, pensativo.

– No -dijo Falcón-. Seguramente hay algo más que eso, ¿verdad? Está su juramento hipocrático. César debía de tenerlo bien pillado para poder convencerlo no sólo de que envenenara a Hassani en su última cena, sino también de que le cortara las manos, le quemara la cara y le arrancara el cuero cabelludo. ¿Hizo todo eso por César sólo porque le había hecho rico?

Cárdenas seguía en silencio. Algo le reconcomía. Era un hombre que se había pasado la noche pensando mucho y durmiendo poco.

– ¿Qué puede ofrecerme? -dijo Cárdenas, tras unos minutos.

– ¿Se refiere a un trato? -dijo Falcón-. Nada.

Cárdenas asintió, meciéndose en la silla. Falcón sabía lo que estaba corroyendo las entrañas de Cárdenas: resentimiento.

– Sólo puedo entregarle a César Benito -dijo Cárdenas-. Fue la única persona con la que tuve contacto.

– Con eso me bastará -dijo Falcón-. ¿Qué puede decirme?

– Cuando conocí a César yo no era tan rico como debería, entre otras razones, porque durante casi diez años había sido un ludópata -dijo Cárdenas.

– ¿Sabía eso César Benito cuando consiguió que Horizonte le comprara su clínica de cirugía estética?

– No, pero poco después lo averiguó -dijo Cárdenas-. Gracias a él conseguí controlar la adicción.

– ¿Y cómo volvió a descontrolarse?

– Me fui de viaje de negocios con César a la Costa del Sol en marzo. Él me llevó a jugar.

– ¿Que le llevó él?

Cárdenas asintió, mirando muy fijamente a Falcón.

– Entonces volví a empezar. Pero esa vez fue incluso peor. Era mucho más rico que antes. Mis fondos, en comparación, parecían ilimitados. A principios de mayo debía más de un millón de euros, y tuve que vender algunas cosas para pagar los intereses de los préstamos que había pedido.

– ¿Y cómo lo averiguó César?

– Se lo conté yo -dijo Cárdenas-. Me fue a ver alguien a quien le debía dinero. Me llevaron al cuarto de baño de mi piso alquilado en Madrid y me aplicaron la toalla húmeda. Ya sabes, piensas que vas a ahogarte de verdad. Dijeron que volverían al cabo de cuatro días. Me asusté tanto que fui a pedirle ayuda a César. Nos encontramos en su piso de Barcelona. Se quedó de una pieza cuando se lo conté, pero también me dijo que lo entendía. Me había pasado tres días aterrado y ahora me sentía aliviado. Luego me dijo que sabía cómo acabar con el problema.

– ¿Es usted un hombre religioso, señor Cárdenas?

– Sí, nuestras familias van juntas a la iglesia.

– ¿Cómo describiría su relación con César Benito?

– Nos habíamos hecho muy amigos. Por eso fui a verle.

– Cuando Benito le dijo que tendría que cometer asesinato y mutilar y desfigurar a alguien, supongo que usted le pidió todos los detalles de la conspiración.

– Sí, pero no en esa ocasión -dijo Cárdenas-. En cuanto comprendí lo que me pedía decidí cubrirme las espaldas. La siguiente vez que nos vimos en mi piso de Madrid grabé en secreto toda la conversación.

– ¿Y dónde está la grabación?

– Sigue en mi apartamento -dijo, anotándole la dirección y el número de teléfono-. La pegué con cinta detrás de uno de los cajones de la cocina.

Cuando Lucrecio Arenas estaba en su chalet de Marbella le gustaba levantarse temprano, antes de que llegara el servicio, no antes de las nueve los sábados. Arenas se puso el bañador, se enfundó un enorme albornoz blanco y se calzó unas sandalias. De camino a la puerta de la casa cogió una toalla blanca, grande y gruesa y un par de gafas de nadar. Detestaba que le entrara cloro en los ojos y siempre le había gustado ver con claridad, incluso bajo el agua. Bajó la pendiente del jardín en aquella cálida mañana, deteniéndose para contemplar la espléndida vista de las verdes colinas y el azul del Mediterráneo, que a esa hora del día, antes de que el calor levantara la bruma, era tan intenso que incluso su pétreo corazón se conmovía un poco.

Habían construido la piscina al final del jardín, rodeada de una densa vegetación de adelfas, buganvillas y jazmines. Su esposa insisto en situarla allí porque Lucrecio había querido un monstruo de veinte metros de largo. Dinamitaron trescientas toneladas de roca de la ladera de la montaña para que él pudiera nadar su kilómetro diario en cincuenta largos, en lugar de tener que someterse al fastidio de tener que dar media vuelta justo cuando acababa de coger el ritmo. Llegó a un lado de la piscina, colocó la toalla sobre una tumbona y dejó caer el albornoz encima. Se quitó las sandalias y se encaminó al extremo. Se encajó las gafas en la cara y se ajustó la goma alrededor de las cuencas de los ojos.

Levantó los brazos y a través de los cristales rosa de las gafas vio algo en el extremo del trampolín que le pareció una tarjeta. Dejó caer los brazos y al momento sintió dos colosales golpes en la espalda, como dos mazazos, pero más penetrantes. El tercer golpe fue en el cuello y cayó con toda la fuerza de un cuchillo de carnicero. Las piernas ya no le sostuvieron y se derrumbó en el agua de cualquier manera. La densa vegetación que había a su espalda recuperó su apariencia de antes. Se oyó una Vespa que arrancaba. El espléndido día continuaba. El agua de la piscina, de un azul palidísimo, formaba una nube roja en torno al cuerpo. Una lancha motora se alejó en la mañana azul, seguida de su estela de espuma blanca.


El Holiday Inn de la plaza Carlos Trías Bertrán de Madrid no era uno de los hoteles favoritos de César Benito, pero tenía sus ventajas. Estaba cerca del centro de congresos donde la noche anterior había pronunciado una conferencia ante los principales constructores españoles. También estaba cerca del Santiago Bernabéu, e incluso cuando no había partido del Madrid le gustaba estar cerca del corazón palpitante del fútbol español. Aquel sábado el hotel tenía una tercera ventaja, y era que se encontraba a sólo veinte minutos del aeropuerto, y tenía que coger un avión a Lisboa a las once de la mañana. Había pedido que le sirvieran el desayuno en su suite, pues a primera hora de la mañana detestaba ver a nadie que no fuera su familia. El chaval del servicio de habitaciones acababa de entrar con el carrito, y Benito estaba hojeando el ABC del sábado y comiendo un cruasán cuando volvieron a llamar a la puerta. Hacía tan poco que el chaval del servicio de habitaciones se había ido que supuso que era él quien volvía por algún motivo. No miró por la mirilla. Tampoco habría visto a nadie.

Abrió y se encontró con el pasillo vacío. Estaba asomando la cabeza para cerciorarse cuando el borde de una mano se abalanzó hacia él con una fuerza rápida y letal, golpeándole la nuez y la tráquea y emitiendo un sonoro chasquido. César Benito cayó hacia atrás, dentro de la habitación, escupiendo migas de cruasán sobre la pechera del albornoz. Sus talones formaron surcos en la alfombra cuando intentó inhalar aire. La puerta se cerró. Al cabo de un minuto los pies de Benito fueron menguando el ritmo, y al final quedaron inmóviles. Se oyó un gorgoteo en su garganta destrozada y se le aflojaron las manos. No sintió los dedos que le buscaban el pulso en el cuello ni el leve roce de una tarjeta colocada sobre su pecho.

La puerta de la habitación volvió a abrirse y se cerró con un cartel de Por favor, no molestar balanceándose en el picaporte. El aire acondicionado susurraba en el silencio del pasillo, mientras periódicos sin reclamar colgaban en bolsas de plástico de otras puertas indiferentes.


A las 9:30 Falcón hizo una pausa en el interrogatorio de Agustín Cárdenas y llamó a Ramírez para contarle lo de la grabación con la esperanza de que con eso pudieran apretar a Ángel Zarrías. Llevaron a Cárdenas de vuelta a las celdas mientras Falcón se dirigía a su despacho para llamar a Elvira y pedirle que solicitara a la policía de Madrid que cogieran la cinta del piso de Cárdenas, y arrestaran a César Benito en el Holiday Inn.

Ferrera le llamó desde un café de la avenida San Lázaro y le dijo que mirara las noticias de Canal Sur. Falcón corrió por Jefatura e irrumpió en la sala de comunicaciones justo en el momento en que una imagen de Mar bella desaparecía del televisor y aparecía la siguiente noticia: la doncella de Lucrecio Arenas lo había encontrado flotando boca abajo en la piscina a las 9:05 de la mañana. Le habían disparado tres veces por la espalda.

Su móvil vibró y contestó una llamada de Elvira.

– Acabo de verlo -dijo-. Lucrecio Arenas en su piscina.

– También han encontrado a César Benito en su hotel de Madrid -dijo Elvira-. Saldrá dentro de un par de minutos.

A los cinco minutos dieron la noticia del hallazgo del cadáver de Benito. Un equipo de filmación de TVE había llegado al Holiday Inn antes de que Canal Sur alcanzara el chalet de Arenas en Marbella. Pasó media hora antes de que el cámara colocara la lente delante de la cara de la doncella, que acababa de recuperarse de la histeria de encontrar muerto a su jefe en la piscina. Los presentadores aparecieron entre los dos dramas. Falcón llamó a Ramírez, que estaba en la sala de interrogatorios, para contárselo, regresó a su despacho y se derrumbó en su silla, desaparecido ya todo el entusiasmo de la mañana.

Lo primero que pensó fue que aquello era el final. Tanto daba lo que averiguaran interrogando a Zarrías y Cárdenas, todo era irrelevante. Contempló su reflejo en la pantalla apagada y gris del ordenador, y eso le hizo pensar de una manera un tanto menos lineal en lo que había ocurrido. Estableció algunas relaciones incómodas que le pusieron furioso y entonces se le ocurrió otra idea, que lo asustó y lo hizo calmarse. Llamó a la sala de comunicaciones para que enviaran un coche patrulla a la casa de Alarcón en El Porvenir. Llamó a Jesús Alarcón. Su esposa, Mónica, contestó al teléfono.

– ¿Ha oído las noticias? -preguntó Falcón.

– Ahora no puede hablar con usted -dijo Mónica-. Está demasiado alterado. Ya sabe que Lucrecio era como un padre para él.

– Primero: que ningún miembro de la familia salga de casa -dijo Falcón-. Cierre todas las puertas y ventanas y suban al piso de arriba. Si llama alguien a la puerta no contesten. Acabo de mandar un coche patrulla.

Silencio por parte de Mónica.

– Cuando llegue le diré de qué va todo esto -dijo Falcón-. ¿Jesús habló ayer con Lucrecio Arenas?

– Sí, se vieron.

– Ahora mismo voy. Cierre todas las puertas. No deje entrar a nadie.

De camino a El Porvenir Falcón llamó a Elvira y le pidió que enviara agentes armados para proteger a Alarcón y a su familia. La petición fue concedida de inmediato.

– Están pasando más cosas -dijo Elvira-, pero no puedo decírselo por teléfono. Voy para allá.

– Yo voy de camino a casa de Alarcón.

– ¿Sabemos dónde estaba Alarcón la noche del asesinato de Tateb Hassani?

– Estaba en Madrid, en una boda.

– ¿Cree usted que está limpio?

– Sé que está limpio -dijo Falcón-. Tengo un instinto especial.

– Los instintos especiales, aunque sean los suyos, nunca causan buena impresión en un informe policial -dijo Elvira.

No había nadie en la calle, y Falcón aparcó detrás del coche patrulla, que ya estaba delante de la verja metálica de la casa de Alarcón. Mónica le abrió la verja. Falcón echó un vistazo a los alrededores antes de entrar en la casa, que cerró con dos vueltas de llave. Se dirigió a la parte de atrás y comprobó todas las puertas y ventanas.

– Mejor tomar precauciones -comentó Falcón-. Todavía no sabemos a quién nos enfrentamos, y no estoy seguro de si Jesús está en su lista. De modo que le pondré una escolta armada hasta que lo sepamos.

– Jesús está en la cocina -dijo Mónica, que parecía muerta de miedo.

Alarcón estaba sentado a la mesa de la cocina con un café intacto delante de él. Tenía los brazos extendidos sobre la mesa, los puños apretados, miraba al vacío. Sólo salió del trance cuando Falcón apareció en su campo de visión y le ofreció sus condolencias.

– Sé que era alguien importante para usted -dijo Falcón.

Alarcón asintió. No tenía pinta de haber dormido mucho. Daba leves golpecitos en la mesa con los puños.

– ¿Ayer habló con Arenas? -preguntó Falcón.

Alarcón asintió.

– ¿Cómo reaccionó ante la información que le di?

– Lucrecio había llegado a un punto en su vida personal y profesional en el que ya no tenía que ocuparse de los detalles -dijo Alarcón-. Tenía gente que se ocupaba de eso. Creo que no había visto una factura desde hacía veinticinco años, ni leído un contrato, ni tenía la menor idea de la cantidad de papeleo que hacía falta hoy en día en una fusión o una adquisición. Su escritorio siempre estaba vacío. Ni siquiera tenía un teléfono, descubrió que las únicas personas con las que deseaba hablar estaban registradas en la agenda en su móvil. No sabía utilizar un ordenador.

– ¿Qué me está diciendo, Jesús? -dijo Falcón, ahora impaciente-. ¿Que los servicios de Tateb Hassani y su posterior asesinato eran «detalles» de los que Lucrecio Arenas no se ocupaba?

– Le estoy diciendo que es la clase de hombre que escucha las noticias financieras, asombrosamente detalladas, incluso un canal como Bloomberg, el mejor en su campo, y se ríe -dijo Alarcón-. Y luego te cuenta lo que ocurre de verdad, porque habla con la gente que hace que eso ocurra, y te das cuenta de que las llamadas noticias no son más que una minucia que un periodista ha oído por ahí o le han dado.

– ¿De qué hablaron, entonces?

– Hablamos del poder.

– No me parece que eso vaya a ayudarme.

– No, pero a mí me ha ayudado mucho -dijo Alarcón-. Voy a dimitir como líder de Fuerza Andalucía y voy a reemprender mi carrera en los negocios. Mi declaración ante los medios de comunicación tendrá lugar a las once de la mañana. Ya no queda nada, Javier. Fuerza Andalucía está acabada.

– ¿Qué le dijo Arenas del poder?

– Que todas las cosas que me importan de la política, como la gente, la salud, la educación, la religión… todas esas cosas son detalles, y nada de eso puede ocurrir sin el poder.

– Creo que eso puedo entenderlo.

– Hay un dicho en el mundo de los negocios: lo que ocurre en Estados Unidos tarda cinco años en ocurrir aquí -dijo Alarcón-. Lucrecio me dijo: fíjate en la administración Bush y date cuenta de que en una democracia sólo alcanzas el poder si estás endeudado hasta las cejas.

– Les debes favores a todos los que han hecho posible que llegues a gobernar -dijo Falcón.

– Les debes tanto que comienzas a descubrir que sus necesidades son las que determinan tu política.

Cuando Falcón se fue llegaron tres policías. Falcón regresó a Jefatura, asombrado por su candor al pensar que Jesús Alarcón se acercaría ni de lejos a conseguir que un animal como Lucrecio Arenas admitiera nada.

Elvira estaba solo en su despacho, de pie junto a la ventana, observando a través de las persianas como si esperara insurgentes en las calles. Sin darse la vuelta le dijo a Falcón que tendría que prepararse para una importante conferencia de prensa televisada cuya hora aún no estaba fijada.

– El CNI llegará en un momento -dijo-. ¿Le ha sacado algo a Alarcón?

– Nada. Esta misma mañana dimitirá del partido -dijo Falcón-. Su antiguo maestro le impartió una lección sobre la naturaleza del poder que no fue plato de su gusto.

– Y parece que recibió su justo castigo -dijo Elvira-. Han encontrado una tarjeta en el trampolín de su piscina. Encontraron una tarjeta idéntica sobre el cadáver de César Benito en la habitación de su hotel. Escritura árabe. Una cita del Corán que habla de los enemigos de Dios.

Elvira se giró por fin al percibir que detrás de él se estaba gestando una tormenta.

– ¿Se encuentra bien, Javier?

– No -comentó Falcón, apretando los dientes-. No me encuentro bien.

– ¿Está enfadado? -dijo Elvira, sorprendido-. Es desalentador, pero…

– Me han traicionado -dijo Falcón-. Esos cabrones del CNI me han traicionado, y nos ha costado la posibilidad de resolver toda la investigación.

Llamaron a la puerta. Pablo y Gregorio entraron. Falcón no les dio la mano, se levantó y se acercó a la ventana.

– Muy bien, ¿qué está pasando? -preguntó Elvira.

Pablo se encogió de hombros.

– Recluté a un amigo mío marroquí… -comenzó Falcón. Gregorio intentó interrumpirle afirmando que eso eran asuntos confidenciales del CNI y no se podían divulgar. Pablo le dijo que se sentara y se callara.

– Mi amigo marroquí se ha infiltrado en el grupo que mandó a Sevilla a Hammad y Saoudi con el hexógeno. El grupo le exigió que mostrara su lealtad pasando un rito de iniciación. Ello implicaba que debía preguntarme quién estaba detrás de la conspiración de Fuerza Andalucía. Me negué a hacerlo. En ese momento se cortó la comunicación de manera muy oportuna: «problemas con el software de codificación». Desde entonces no he podido contactar con mi amigo. Creo que las muertes de César Benito y Lucrecio Arenas guardan relación con lo ocurrido. Creo que mi negativa a ayudarle fue interceptada y reemplazada con la información que mi amigo pedía. El hecho de que esos dos hombres fueran encontrados muertos con citas del Corán encima o cerca de sus cadáveres parece indicar que le venganza ha sido llevada a cabo con éxito.

Elvira miró a los hombres del CNI.

– No es cierto -dijo Pablo-. Eso no prueba nada, pero podemos mostrarle las transcripciones. Es cierto que su negativa a ayudar a su amigo no fue transmitida antes del fallo del sistema, pero no la sustituimos por nada. Los problemas con el software de codificación no se han solucionado todavía, y estamos pensando en volver al software original para al menos poder contactar con su amigo. Por lo que se refiere a la muerte de Arenas y Benito: los detectives y la policía científica de Marbella y Madrid nos han dicho de manera independiente que creen que ha sido obra de asesinos profesionales. Dicen que aunque no conocen ningún caso en el que los yihadistas islámicos hayan asesinado de ese modo, sí tienen constancia de que hay asesinos profesionales que utilizan esos métodos.

– Agustín Cárdenas me acababa de entregar a César Benito -dijo Falcón lentamente.

– Lo sabemos -dijo Pablo-. Hemos hablado con Madrid. Han encontrado la grabación que mencionó cuando le interrogaba.

– Usted le hizo cantar -dijo Gregorio.

– Sólo confesó el asesinato de Tateb Hassani -dijo Falcón-. ¿No creen que las familias de la gente que murió en El Cerezo merecen algo más?

– A lo mejor lo obtienen en el juicio -dijo Elvira.

– Usted lo dijo el martes por la noche -dijo Pablo-. Los atentados terroristas son algo complicado. Las posibilidades de resolverlos son pocas. Al menos en este todos los culpables han sufrido.

– Menos el electricista que colocó la Goma 2 Eco -dijo Falcón-. Y, naturalmente, la gente que desprecia tanto la ley y el orden que asesina a cualquiera que les pueda hacer vulnerables.

– Confórmese con lo que ha conseguido -dijo Pablo-. Ha impedido que un peligroso grupo de fanáticos católicos montara un centro de poder en la política andaluza. Y mientras tanto, siguiendo las acciones de Hammed y Saoudi, hemos destapado una trama yihadista islámica. Juan no cree que el resultado sea tan malo.

– Lo que nos devuelve al asunto que estábamos tratando -dijo Elvira-. Hammad y Saoudi. Sus caras han aparecido en todos los noticiarios y la reacción ha sido tremenda. Por desgracia, han sido vistos en toda España. El mismo día y a la misma hora han sido vistos en La Coruña, Almería, Barcelona y Cádiz.

Elvira contestó a una llamada a su móvil.

– Perseguir a Hammad y Saoudi es una pérdida de tiempo -dijo Pablo-. Han pasado cuatro días. Han hecho todo lo que tenían que hacer y se han largado. Los únicos que pueden ayudarnos ahora son los servicios de inteligencia.

Elvira se reintegró a la conversación.

– Era la Guardia Civil. Se confirma que alguien vio a Hammad y Saoudi la mañana del lunes 5 de junio, en una carretera rural cerca de un pueblo llamado El Saucejo, a unos veinticinco kilómetros al sur de Osuna.

– ¿Y cómo sabemos que eran ellos de verdad? -preguntó Pablo.

– Estaban cambiando la rueda de atrás del lado del conductor de una Peugeot Partner -dijo Elvira.


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