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Sevilla. Jueves, 8 de enero de 2006, 09:28 horas


La sala de prensa del Parlamento Andaluz estaba llena hasta los topes, y había gente incluso en los pasillos. Habían dejado abiertas las puertas dobles. Falcón estaba seguro de que ya había habido alguna filtración. Aquel inusitado interés por una conferencia de prensa rutinaria resultaba inexplicable.

La gravedad de las revelaciones había hecho acudir al comisario Lobo, y su imponente presencia era un consuelo. Lobo infundía respeto. Y temor. Nadie se tomaba a la ligera su corpachón ni su tosca tez color comino. Era el policía más veterano de Sevilla, y no obstante parecía alguien al que le costara mantener a raya un temperamento en extremo violento.

En la tarima había seis sillas detrás de dos mesas, en las que habían colocado seis micrófonos. Las seis estrellas de la conferencia de prensa -los comisarios Lobo y Elvira, el juez Del Rey, el magistrado juez decano de Sevilla Espínola, los inspectores jefe Barros y Falcón- permanecían entre bastidores, entretenidos con las cartulinas dobladas que llevaban sus nombres impresos. Del Rey había llegado hacía apenas cinco minutos, tras coger un taxi en la Estación de Santa Justa. Parecía extraordinariamente tranquilo para ser alguien que se había levantado a las 6:15 de la mañana para coger el AVE hasta Sevilla y ponerse al frente de la investigación criminal más importante de la historia de Andalucía.

Exactamente a las 9:30 salieron todos en fila detrás de Lobo, como un grupo de gladiadores que se presenta ante el público. Hubo un estruendo de obturadores y flashes. Lobo se sentó en el medio, levantó un dedo y escrutó a los presentes, que de inmediato quedaron sumidos en un completo silencio.

– El objetivo principal de esta conferencia de prensa es presentar al nuevo equipo que dirigirá la investigación del atentado de Sevilla, ocurrido el 6 de junio.

Presentó a cada miembro del equipo, explicando su papel. Se levantó un sonoro rumor cuando Sergio del Rey fue presentado como el nuevo juez al frente de la investigación, por lo que el papel de Falcón no llegó a oírse.

– ¿Dónde está el juez Calderón? -gritó una voz al fondo de la sala.

Lobo volvió a levantar su dedazo, esta vez con un gesto de leve admonición. Volvió el silencio.

– El magistrado juez decano de Sevilla les explicará la razón del cambio de juez instructor.

Espínola se puso en pie y realizó una descripción lacónica y sin adornos de lo ocurrido a primera hora de la mañana junto al Guadalquivir, parecida a la realizada una hora antes por Elvira. Cuando acabó hubo un instante de absoluto silencio y enseguida un fragor, como cuando el público que presencia un partido de baloncesto observa una falta flagrante. Se levantaron manos que sostenían bolígrafos, libretas y dictáfonos. Cuando vieron que no se oían sus gritos comenzaron a chillar como locos, como operadores en el parquet de una bolsa en quiebra. Era imposible oír nada. Lobo se puso en pie. El Coloso de Jefatura no causó efecto alguno. El escándalo era excesivo, y el gentío estaba demasiado histérico para que le importara su autoridad. Los periodistas se precipitaron hacia la tarima. Falcón dio gracias por la protección de la mesa. Lobo fue contundente. Los seis hombres consiguieron salir de la tarima sin echar a correr hacia la puerta que había al fondo. Barros fue el último en salir y tuvo que luchar para liberar el brazo de las garras color rojo sangre de una mujer. La puerta se cerró con llave por cuestiones de seguridad. Los periodistas aporrearon la puerta. Las puertas dobles parecían inflarse, como si fueran a estallar.

– Nada de hablar con ellos -dijo Lobo-. De todos modos, aparte de la declaración no hay nada más que decir. Más adelante celebraremos otra conferencia de prensa y pediremos que nos entreguen las preguntas por anticipado.

Salieron del edificio, y todos excepto Lobo, Elvira y Espínola fueron conducidos a la guardería. El juez Del Rey aún no había acabado de leer el expediente del caso, que ya era enorme. Dijo que necesitaría hasta mediodía para terminarlo, y que luego se reuniría con el equipo de investigación.

Falcón llamó al doctor Pintado, el forense que se encargaba de la identificación del cadáver del vertedero, y le pidió el número de teléfono de Miguel Covo, diciéndole que tenía que ver lo antes posible lo que el escultor hubiera conseguido. Pintado dijo que Covo le llamaría cuando tuviera algo que enseñarle.

Recibió una llamada en su móvil privado. Era Ángel. Debería haber apagado el maldito trasto.

– Estaba en la conferencia de prensa -dijo Ángel-. No había visto nada parecido en mi vida.

– Por un momento he pensado que tendríamos que lanzaros gases lacrimógenos -dijo Falcón, procurando llevar la conversación a un terreno intrascendente.

– Esto es un desastre para vuestra investigación.

– El juez Del Rey es un hombre muy competente.

– Estás hablando conmigo, Javier, con Ángel Zarrías, un experto en relaciones públicas. Lo que tenéis entre manos es…

– Lo sabemos, pero ¿qué podemos hacer? No podemos volver atrás en el tiempo y resucitar a Inés.

– Lo siento -dijo Ángel. El nombre de Inés le recordó que tenía que tenía que expresar sus condolencias-. Lo siento mucho, Javier. Me he dejado llevar por la locura que reinaba ahí dentro. Debe de haber sido muy duro para ti. Ni toda tu experiencia podía haberte preparado para eso.

A Falcón se le espesó la saliva en la boca mientras le llegaba otra inesperada acometida de amargo dolor. Estaba sorprendido. Creía haberse liberado de todo vínculo emocional con Inés, y sin embargo había extraños residuos. Él la había amado, o al menos creía haberla amado, y le asombraba que eso hubiera podido resistir la prueba de la crueldad y el egoísmo de Inés.

– ¿Qué puedo hacer por ti, Ángel? -dijo Falcón, yendo al grano.

– Mira, Javier, no soy bobo. Sé que ni aunque supieras lo que ha pasado podrías decirme nada. Sólo quiero que sepas que el ABC está de tu parte. He hablado con el director. Si el comisario Elvira necesita ayuda, estamos dispuestos a darle todo nuestro apoyo.

– Se lo diré, Ángel -dijo Falcón-. Ahora tengo que dejarte, tengo otra llamada.

Falcón apagó un móvil y encendió otro. Era el escultor Miguel Covo. Tenía algo que enseñarle. Le explicó a Falcón cómo llegar a su taller, y él le dijo que estaría en diez minutos. De camino llamó a Elvira y le mencionó la conversación con Ángel Zarrías.

– En este mundo no hay nada gratis -dijo Elvira-, pero vamos a necesitar toda la ayuda que nos ofrezcan. Acabo de leer el informe de la autopsia y… Lo siento, Javier, no debería haberlo mencionado.

– La vi -dijo Falcón. Se le revolvió el estómago.

Pero no quería oírlo. Había leído autopsias de esposas y novias maltratadas, y se había quedado atónito ante la capacidad del cuerpo para encajar el castigo y seguir adelante. Desconectó de la voz de Elvira. No quería saber lo que Inés había sufrido.

– …un hombre civilizado, un abogado respetado y brillante, una persona culta. Nos veíamos en la ópera. Nunca se sabe, Javier. Aterra pensar que ni siquiera puedas confiar en esas certezas.

– Quizá no debería haberle mencionado la oferta de Ángel Zarrías.

– No le sigo.

– Ese es el talento de Ángel. Es un genio de la manipulación de la imagen.

– Se extenderá la sospecha de que estábamos al corriente del comportamiento de Calderón y lo aprobamos con nuestro silencio a causa de su enorme competencia -dijo Elvira, que parecía sentir pánico ante el poder de los medios de comunicación, ahora que había perdido a Calderón, su mejor comunicador-. Todo va a salir a la luz en cuanto el inspector jefe Zorrita comience a escarbar. Y luego están todas las mujeres con las que… ya sabe…

– ¿Follaba?

– No era esa la palabra que yo iba a usar -dijo Elvira-, pero sí, tengo entendido que no eran sólo una o dos. Periódicos menos escrupulosos que el ABC podrían descubrir quiénes eran, y tendremos más historias que se remontarán a años atrás… Pareceremos unos completos idiotas, o peor aún, por no haber visto de antemano los defectos de su carácter.

– Ninguno de nosotros lo sabía -dijo Falcón-. Así que no debemos sentirnos culpables al presentar el caso. Y si todas estas cosas tienen que aparecer en los medios de comunicación, así es la vida. Pero al menos sacaremos algo bueno de todo ello.

– ¿El qué?

– Cambiará la percepción de la gente. Ahora sabrán que cualquiera puede ser un maltratador. Ya no será exclusivo de zafios sin educación ni autocontrol, sino que también puede tratarse de una persona civilizada, culta e inteligente que llora oyendo Tosca.

Colgaron. El taller de Covo estaba cerca de la plaza del Pelícano, un cuadrado feo y moderno de bloques de pisos de los años setenta, cuya zona central, con bancos, se había convertido en un cagadero de perros. Falcón aparcó delante del estudio de Covo, situado en un recinto adyacente de pequeños talleres, y sacó una cámara digital de la guantera.

– Solía guardar todo esto en mi casa -dijo Covo, mientras guiaba a Falcón a través de una puerta de rejas de acero a una habitación totalmente desprovista de decoración, y en la que sólo había una mesa y dos sillas-. Pero mi esposa comenzó a quejarse cuando fui invadiendo otras habitaciones.

Covo preparó café fuerte, le quitó el filtro a un Ducados y lo encendió. Tenía la cabeza afeitada, y le sobresalía una fina pelusa blanca. Llevaba gafas de media luna con montura dorada, de modo que de cuello para arriba parecía un contable. Era un tipo delgado de cuerpo color nuez, y los brazos y piernas eran todo tendones y músculos. Todo ello resultaba visible porque vestía una camiseta de malla negra, unos pantalones cortos y sandalias.

– El único problema de este lugar es que en verano hace mucho calor -dijo.

Bebieron café. Covo no le dio ninguna información motu proprio. Estudió la cara de Falcón, mirándole de arriba abajo, de izquierda a derecha. Asintió, fumó, bebió el café. Falcón no se sentía incómodo. Le alegraba poder tomarse un respiro de la locura del mundo exterior en la compañía de ese extraño sujeto.

– Todos somos únicos -dijo Covo, al cabo de unos minutos-, y sin embargo también el mismo.

– Hay tipos humanos -dijo Falcón-. Me he dado cuenta.

– El único problema es que vivimos en una parte de Europa donde ha habido mucho intercambio genético -dijo Covo-. De manera que, por ejemplo, encontrará el marcador genético beréber e3b tanto en el norte de África como en la Península Ibérica. Aunque nos gustaría, me temo que no podré decirle dónde nació exactamente el cadáver, aparte de que es español o norteafricano.

– Eso ya es algo -dijo Falcón-. ¿Cómo ha encontrado el marcador genético?

– El doctor Pintado ha estado pidiendo que le devolvieran algunos favores en los laboratorios -dijo Covo-. Su cadáver tenía buena dentadura. Ya sabe que había llevado un corrector para mantenerlos alineados; caro y poco habitual en alguien de su generación. No se lo pusieron en España.

– Ha sido usted muy concienzudo.

– Supuse que la muerte de ese hombre tenía algo que ver con la bomba, así que he trabajado mucho y rápido -dijo Covo-. Lo importante es calcular cómo eso afecta a la forma de la cara, y el efecto global de una buena dentadura es impresionante. El pelo también es importante, el de la cabeza y el de la cara.

– ¿Cree que llevaba barba?

– El trabajo que hicieron con el ácido no fue demasiado esmerado. Estoy seguro de que llevaba barba, pero eso presenta otros problemas. ¿Cómo era? Todo lo que puedo afirmar es que no era larga ni enmarañada. Los dientes quizá indiquen que era un hombre que cuidaba su aspecto.

– Y llevaba el pelo largo.

– Sí, y tenía los pómulos marcados -dijo Covo-. Nariz prominente: parte del septum estaba intacto. Creo que estamos hablando de un individuo bastante atractivo, motivo por el que probablemente se molestaron tanto en destruirle los rasgos.

– Me sorprende que no le destrozaran los dientes.

– Habrían tenido que extraérselos uno a uno para asegurarse -dijo Covo-. Y eso lleva demasiado tiempo. Deje que le enseñe lo que he hecho.

Covo aplastó el Ducados tras una última y larga calada y entraron en su estudio. Algunas zonas estaban iluminadas. En el centro del cuarto había un bloque de piedra del que emergían unas cuantas caras. Todas daban la impresión de esfuerzo, como si estuvieran dentro de la roca y se asomaran al mundo, desesperadas por liberarse de la sustancia que las mantenía inmovilizadas. En las paredes, en la penumbra, estaban los espectadores. Cientos de cabezas, algunas moldeadas en arcilla, otras de cera, aterradoramente reales.

– No dejo entrar aquí a mucha gente -dijo Covo-. Se les pone la piel de gallina.

– Por el silencio, imagino -dijo Falcón-. Uno esperaría que tantas caras dijeran algo.

– A la gente le recuerda demasiado a la muerte -dijo Covo-. Mi talento no es artístico. Soy un artesano. Puedo recrear una cara, pero no puedo insuflarle vida. Están inanimadas, sin la motivación de un alma. Embalsamo a la gente en cera y arcilla.

– A mí me parece que las caras que salen de la roca están animadas -dijo Falcón.

– Creo que he comenzado a sentir la limitación de mi propia mortalidad -dijo Covo-. Deje que le enseñe a su amigo.

A la derecha del bloque de piedra había una mesa con lo que parecían cuatro cabezas bajo una sábana.

– He hecho cuatro copias de su cabeza sin cara -dijo Covo-. Luego he hecho una serie de bocetos del aspecto que creo que debía de tener. Al final he comenzado a modelar.

Levantó la sábana de la primera cabeza. No tenía nariz, ni boca ni orejas.

– Con esto intento hacerme una idea de cuánta piel y grasa debían de cubrirle los huesos -dijo Covo-. Le he echado un vistazo al resto del cuerpo y calculado lo gruesa que era la capa que lo cubría.

Quitó la sábana de las siguientes dos cabezas.

– En esta he trabajado con los rasgos -dijo Covo-, intentando encajar la nariz, la boca, las orejas y los ojos en la cara. La tercera, como probablemente ya habrá observado, es más decisiva. Una vez he alcanzado este punto hago más esbozos, trabajando con pelo y color. Esta cuarta figura la hice ayer por la noche. La pinté y le pegué el pelo esta misma mañana. Es todo lo que me atrevo a conjeturar.

La sábana se deslizó y reveló una cabeza de ojos castaños, pestañas largas, nariz aquilina, pómulos marcados, aunque las mejillas estaban un poco hundidas. La barba era muy corta; el pelo, largo, oscuro y lacio, y los dientes blancos y perfectos.

– Lo único que me preocupa es que me haya dejado llevar y me haya salido demasiado guapo -dijo Covo.

Falcón sacó fotos, mientras Covo seleccionaba algunos esbozos de otras apariencias posibles. A las once de la mañana Falcón cruzaba el río en dirección a Jefatura. Hizo escanear los esbozos y transferir la imagen de la víctima al ordenador. Telefoneó a Pintado e hizo que le mandara por e-mail las radiografías dentales. Elaboró una página con la edad aproximada del cadáver, la altura, el peso, la información acerca de la operación de hernia, los tatuajes y la fractura del cráneo. Telefoneó a Pablo, quien le dio el e-mail del hombre del CNI de Madrid que distribuiría la información a todas las demás agencias de inteligencia, al FBI y a la Interpol.

Ramírez le llamó justo cuando estaba a punto de salir.

– He hablado con el cirujano vascular del hospital -dijo-. Ha identificado la malla de la hernia que sacaron del cadáver. Se conoce con el nombre comercial de surumesh, la fabrica Suru International en Mumbai, India.

– ¿Él las utiliza?

– Para la hernia inguinal utiliza una alemana llamada timesh.

– Estás aprendiendo muchas cosas, José Luis.

– Estoy completamente fascinado -dijo Ramírez, en tono seco-. Me ha dicho que Suru International probablemente vende a los hospitales a través de mayoristas.

– Hablaré con Pablo. El CNI hará que Suru International le mande una lista de clientes.

– Luego tendrán que contactar con los hospitales a quienes suministran esos mayoristas. Es posible que algunos hospitales compren mallas a distintos fabricantes. Y luego están las clínicas especializadas en hernias. Esto va a llevar tiempo.

– Nos estamos moviendo en muchos frentes -dijo Falcón-. Ahora tengo una cara con la que trabajar. Tenemos las radiografías dentales. Estoy pensando más en Estados Unidos. Le habían hecho una ortodoncia…

– Casi todas las hernias inguinales aparecen después de los cuarenta -dijo Ramírez-. El doctor Pintado ha calculado que hace unos tres años que lo operaron. De modo que sólo tenemos que fijarnos en las operaciones de hernia de los últimos cuatro, pongamos cinco años. Quizá dos millones y medio de operaciones en todo el mundo.

– Sigue pensando positivamente, José Luis.

– Te veré el año que viene.

Falcón le dijo que había una reunión con el juez Del Rey a mediodía y colgó. Envió otro e-mail a su contacto en el CNI con la información acerca de Suru International. Se levantó para marcharse. Su móvil privado vibró, pero en la pantalla no apareció ningún nombre. De todos modos contestó.

– Diga.

– Soy yo, Consuelo.

Falcón se sentó lentamente, pensando: Dios mío. Se le removieron las tripas, le bulló la sangre. El corazón se le aceleró en el pecho.

– Ha pasado mucho tiempo -dijo Falcón.

– He leído lo de Inés -dijo Consuelo-. Quería decirte que lo siento mucho y que supieras que pienso mucho en ti. Sé que debes de estar muy ocupado… así que no te entretendré.

– Gracias, Consuelo -dijo Falcón, deseando que se le ocurriera algo más que decir-. Me gusta volver a oír tu voz. Cuando te vi por la calle…

– También lamento eso -dijo ella-. No pudo evitarse.

Falcón no sabía qué quería decir con eso. Necesitaba decir algo para que no le colgara, pero nada parecía relevante. En su mente sólo había un cadáver, mallas para hernias y dos millones y medio de operaciones en todo el mundo.

– Te dejo -dijo Consuelo-. Debes de estar aguantando mucha presión.

– Has sido muy amable al llamar.

– Era lo menos que podía hacer -dijo Consuelo.

– Me gustaría que volvieras a llamarme, ¿sabes?

– Pienso en ti, Javier -dijo ella, y todo acabó.

Falcón se reclinó en la silla, mirando el teléfono como si la voz de ella aún estuviera dentro. Consuelo había guardado su número durante cuatro años. Pensaba en él. ¿Significan algo esas cosas? ¿Era tan sólo una convención social? No lo parecía. Grabó el número de Consuelo en la memoria.

Hacía un calor horroroso en el aparcamiento situado detrás de Jefatura, y el sol, en medio de un cielo impoluto, inundaba los parabrisas. Falcón se sentó en el coche con el aire acondicionado soplándole en la cara. Esas pocas frases, el sonido de la voz de Consuelo, habían abierto todo un capítulo de su memoria que llevaba años cerrado. Meneó la cabeza y salió del aparcamiento de Jefatura. Se dirigió a El Cerezo por la parte de atrás, a través de los terrenos de la Expo, cruzando el río en el Puente del Alamillo. Llegó al lugar de la explosión al mismo tiempo que Ramírez.

– ¿Alguna noticia de los electricistas? -preguntó Falcón.

– Ha llamado Pérez. Han estado en diecisiete obras. Nada.

– ¿Qué hace Ferrera?

– Está buscando testigos que pudieran haber visto cómo arrojaban a nuestro amigo de la hernia al contenedor de la calle Boteros.

Entraron en la guardería. El juez Del Rey estaba solo, esperándolos en el aula. Se sentaron en los bordes de los pupitres. Del Rey cruzó los brazos y miró el suelo. Les hizo un perfecto resumen de los principales hallazgos de la investigación hasta el momento. No utilizó notas. Pronunció correctamente todos los nombres marroquíes. Tenía en la cabeza a qué hora habían tenido lugar todos los hechos dentro y alrededor de la mezquita. Había decidido impresionar a los dos detectives y funcionó. Falcón sintió que Ramírez se relajaba. El sustituto de Falcón no era ningún tonto.

– Lo que más me preocupa son los últimos hechos importantes ocurridos en la investigación -comentó Del Rey-. El suicidio de Ricardo Gamero y la sospecha de que su informador fuera un agente doble.

– Uno de los guardias de seguridad del Museo Arqueológico del Parque de María Luisa vio a Gamero -dijo Falcón-. Tenemos a un artista de la policía que está haciendo algunos bocetos del hombre de más edad con quien se le vio hablar.

– Llamaré a Serrano -dijo Ramírez-. A ver cómo le va.

– No estoy convencido de que la sensación de fracaso por no haber evitado el atentado sea suficiente para conducir a un hombre como Gamero al suicidio -dijo Del Rey-. Hay algo más. La sensación de fracaso es algo demasiado general. La responsabilidad personal es lo que lleva a la gente a matarse.

– El artista de la policía no tuvo mucha suerte con el guardia de seguridad ayer por la noche -dijo Ramírez, después de su llamada-. Ha vuelto a ir a verle esta mañana. A la hora de comer deberían de tener algo.

– Tampoco estoy convencido de que Miguel Botín fuera un agente doble -dijo Del Rey-. Su hermano quedó mutilado por un atentado terrorista islámico, por amor de Dios. ¿Se imaginan a alguien que le ha pasado algo así pasándose al otro bando?

– Era un converso -dijo Falcón-. Se tomaba su religión muy en serio. Es difícil saber qué clase de impresión puede causar un clérigo carismático y radical en alguien así. Tenemos el ejemplo de Mohammed Sidique Khan, uno de los terroristas del atentado de Londres, que pasó de ser profesor de educación especial a militante radical.

– Tampoco sabemos qué relación mantenía Miguel Botín con su hermano -dijo Ramírez.

– También me preocupan los electricistas y los falsos inspectores del ayuntamiento. No me trago la hipótesis del CNI de que se trataba de una célula terrorista. Me parece que el CNI intenta encajar información cuadrada en un agujero redondo.

Llamaron a la puerta. Un policía asomó la cabeza.

– La policía científica ha conseguido abrirse paso entre los escombros que hay encima de la despensa de la mezquita -dijo-. Han encontrado una caja metálica ignífuga y a prueba de golpes. La han llevado a su tienda de campaña y han pensado que a lo mejor les gustaría estar presentes cuando la abran.


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