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Sevilla. Jueves, 8 de junio de 2006, 04:07 horas


Calderón volvió en sí de manera tan repentina que se dio con la cabeza contra la pared. Tenía la cara aplastada en el suelo de madera. El olor a cera le inundó la nariz. Abrió los ojos como platos. Al instante estaba completamente despierto, como si hubiera un peligro cercano. Tenía puesta la misma ropa que había llevado todo el día. No entendía por qué estaba echado en el pasillo de su casa. ¿Estaba tan agotado que se había caído y se había dormido allí mismo? Miró su reloj: las cuatro y muy poco. Sólo había estado diez minutos inconsciente. Se encontraba perplejo. Recordaba haber entrado en casa y que la luz de la cocina estaba encendida. Y seguía encendida, pero ahora él estaba más allá, había pasado la cocina, y el lugar estaba completamente a oscuras y frío por el aire acondicionado. Con esfuerzo se puso en pie, comprobó que estaba ileso. No se había hecho nada, ni siquiera se había golpeado la cabeza. Debía de haber resbalado por la pared.

– ¿Inés? -dijo en voz alta, desconcertado por la luz de la cocina.

Calderón echó los hombros hacia atrás. Estaba agarrotado. Entró en el romboide que la luz trazaba en el suelo del pasillo. Primero vio la sangre: un charco carmesí enorme cada vez más grande en el mármol blanco. El color que tenía bajo la viva luz blanca era alarmante. Retrocedió como si esperara la presencia de un intruso. Se agachó y la vio a través de la silla y la mesa. De inmediato supo que estaba muerta. Tenía los ojos muy abiertos, sin el menor atisbo de luz.

La sangre se había extendido debajo y a la derecha de la mesa. Era viscosa y parecía engullir las patas de la silla y la mesa. Refulgía de un modo tan horrible que le palpitaba en los ojos, como si aún tuviera vida. Calderón se colocó a cuatro patas y rodeó el lado izquierdo de la mesa hasta llegar adonde yacían los pies de Inés, inertes y apuntando en dirección contraria al fregadero. El camisón se le había subido y estaba arrugado. Los ojos de Calderón recorrieron sus piernas blancas, llegaron a las bragas de algodón blancas y rebasaron la cintura: allí era donde comenzaba el cardenal. Era la primera vez que lo veía. No tenía ni idea de que sus puños hubieran dejado unas marcas tan horrorosamente visibles. Y fue entonces cuando se dijo que, después de todo, quizá lo había visto antes, porque de repente un pánico se apoderó de todo su cuerpo, pareció constreñirle la garganta y cortar la circulación de la sangre que llegaba al cerebro. Retrocedió de rodillas y se llevó las manos a la cabeza.

Salió arrastrándose de la cocina y se puso en pie en el pasillo. Salió rápidamente del apartamento, para lo cual tuvo que abrir la puerta con la llave. De un golpe encendió la luz de la escalera, miró a su alrededor y volvió a entrar. La luz de la cocina seguía encendida. Inés seguía en el suelo. La sangre estaba ahora a una baldosa de distancia del suelo de madera del pasillo. Apretó los pulpejos de las manos contra las cuencas de los ojos y los apartó, pero el horror que había ante él seguía siendo el mismo. De nuevo se dejó caer a cuatro patas.

– Zorra estúpida, maldita zorra estúpida -dijo-. Mira qué cojones has hecho ahora.

La sangre, de un color sonoramente chillón, resonaba en la cocina. Seguía moviéndose, consumiendo el mármol blanco, acercándosele. Rodeó la mesa. El horrendo morado de las contusiones parecía haberse vuelto más oscuro en ese breve intervalo, o quizás era un efecto visual provocado por su constante ir y venir de la luz a la sombra. Entre los muslos abiertos de Inés vio los verdugones de los azotes con el cinturón. Volvió a ponerse de rodillas, se apretó los puños en los ojos y comenzó a sollozar. Aquello era el final. Estaba acabado, acabado, acabado. Incluso el juez más incompetente presentaría una acusación sin fisuras. Un maltratador que se había pasado de vueltas. Un maltratador que volvía de joder con su amante, tenía otro enfrentamiento con su mujer, y esta vez… Oh, sí, podría haber sido un accidente. ¿Era un accidente? Probablemente lo era. Pero esta vez se le había ido la mano y le había abierto su estúpida cabeza. Dio un puñetazo en la mesa.

Desapareció tan repentinamente como había llegado. Calderón se sentó sobre los talones y comprendió que aquel terrible pánico se había desvanecido. Volvía a tener la mente centrada. O al menos eso le parecía. Lo que no había comprendido era la naturaleza del daño causado por el pánico, la manera en que había abierto senderos electrónicos a los fallos de su carácter. Por lo que a Calderón se refería, su mente volvía a poseer la poderosa claridad del juez decano de Sevilla, y se dijo que, al no tener un congelador grande, la única solución era sacarla del apartamento, y tenía que hacerlo en ese momento. Faltaba poco más de una hora para que amaneciera.

El peso no era problema. Inés sólo pesaba 48 kilos. La estatura, 1,72, lo hacía más difícil. Salió apresuradamente de la cocina y entró en la habitación de invitados, donde guardaba las maletas. Sacó la más grande que encontró, una Samsonite gris y enorme de cuatro ruedas. Sacó dos toallas blancas del armario.

Extendió una de las toallas en el umbral de la cocina para impedir que la sangre llegara al pasillo. Con la otra envolvió la cabeza de Inés. Eso casi le hizo vomitar. La nuca de Inés era una papilla aplastada, y la sangre agradeció la toalla y la empapó, consumiendo su blancura con su mancha encarnada. Calderón encontró una bolsa de basura, se la puso en la cabeza y la ató con bramante. Se lavó las manos. Colocó la maleta encima de la mesa, levantó a Inés y la metió dentro. Era demasiado grande. No cabía ni en posición fetal. No había manera de introducir las piernas, y aun cuando pudiera hacerlo, tenía los hombros demasiado anchos y no podría cerrar la maleta. Bajó la mirada hacia ella sintiendo el ímpetu de su enorme intelecto, aunque, fatalmente, encauzado en la dirección equivocada.

– Tendré que cortarla -se dijo-. Cercenarle los pies y romperle las clavículas.

No. Eso no iba a funcionar. Había visto películas y leído libros en los que cortaban cadáveres y nunca funcionaba, ni siquiera en la ficción, donde uno podía hacer lo que le daba la real gana. Además, él era aprensivo. Era incapaz de ver series de médicos por la tele sin retorcerse en el sofá. Piensa. Dio vueltas por el apartamento contemplando los objetos cotidianos bajo una luz completamente nueva. Se detuvo en la sala y se quedó mirando la alfombra, como si no fuera el tópico entre tópicos.

– No puedes envolverla en la alfombra. Acabará volviéndose contra ti. Igual que la maleta. Piensa.

El río estaba a sólo trescientos metros de la calle San Vicente. Todo lo que tenía que hacer era meterla en el coche, conducir cincuenta metros, girar a la derecha en la calle Alfonso XII, seguir recto hasta el semáforo, cruzar la calle Nuevo Torneo y tomar una calle que recordaba como bastante oscura que bajaba hasta el río y se desviaba a la izquierda por detrás de la enorme estación de autobuses de la plaza de Armas. Desde ahí había pocos metros hasta la orilla, pero era una zona donde los más madrugadores iban a correr, de modo que tendría que actuar de manera rápida y decidida.

Los decoradores. El recuerdo de su irritación porque habían dejado sus sábanas en la escalera unos días le sacudió el cerebro. Salió corriendo del apartamento, dio un golpe a la luz de las escaleras y se detuvo. Dejó la puerta entreabierta. Eso sería demasiado: quedarse encerrado fuera de su apartamento y su mujer muerta en el suelo de la cocina. Bajó los peldaños de tres en tres y ahí estaban, bajo las escaleras. Incluso había latas llenas de pintura para hundir el cuerpo. Sacó un trozo de tela de arpillera manchada de pintura. Subió corriendo las escaleras y la extendió en la mitad limpia del suelo de la cocina. Sacó a Inés de la maleta, donde la había dejado como elemento de atrezo de un ilusionista, y la colocó sobre la tela. Dobló los bordes por encima. Soltó un grito ahogado ante el colmo del horror de lo que estaba haciendo. La hermosa cara de Inés reducida a la bolsa de basura rellena de un espantapájaros.

La sangre había llegado a la toalla que había puesto en el umbral de la puerta y tuvo que saltar. Aterrizó en el pasillo con la desquiciada pesadez de un armario volcado, dándose un golpe de refilón en la cabeza y en los hombros. Se sobrepuso al dolor. Entró en su estudio, abrió los cajones y encontró el rollo de cinta de embalar. La besó. De vuelta a la cocina se tranquilizó y saltó con más cuidado sobre la toalla empapada de sangre.

Le envolvió con cinta de embalar los tobillos, las rodillas, la cintura, el pecho, el cuello y la cabeza. Se metió en el bolsillo el bramante y la cinta. No se paró a admirar a su mujer momificada, sino que salió corriendo del piso, agarrando las llaves y el mando a distancia del garaje al salir. Abrió la puerta. Le dio otro manotazo a la puta luz -tic, tic, tic, tic, tic- y bajó hecho un misil. Corrió por la calle San Vicente hasta el garaje, que quedaba justo a la vuelta de la esquina. Apretó el botón del mando mientras doblaba la esquina y se abrió la puerta del garaje, aunque tan lentamente que se puso a dar saltitos en medio de una creciente frustración, maldiciendo y aporreando el aire. Entró rodando cuando la puerta se había abierto una cuarta parte y bajó la rampa corriendo, apretando otro botón del mando para que se encendiera la luz. Llegó hasta su coche. Hacía semanas que no lo cogía. ¿Quién necesita un coche en Sevilla? Joder, gracias que tengo coche.

Nada de errores. Puso la marcha atrás con calma, como si hubiera tomado tranquilizantes. Subió la rampa despacio. La puerta del garaje acababa de abrirse del todo. El coche llegó con un saltito a la calle, donde reinaba una calma sepulcral. Los dígitos rojos del salpicadero le indicaron que eran las 4:37. Aparcó delante de su finca, y le dio al botón que abría el maletero. Subió corriendo, esta vez a oscuras. Se cayó y se dio tal golpe en la espinilla contra el escalón de arriba que el dolor le recorrió el esqueleto hasta el cráneo. No se paró. Abrió la puerta, llegó hasta la cocina y pasó por encima de la toalla ensangrentada.

Inés. No, ya no era Inés. La levantó. Pesaba de una manera absurda para alguien de menos de cincuenta kilos y que había perdido tres litros de sangre. Entró en el pasillo con ella, pero pesaba demasiado para llevarla en brazos. Se la echó a la espalda y cerró la puerta del piso. Volvió a bajar con cautela las escaleras en la oscuridad. En ese momento el puto tic, tic, tic, de la luz le puso de los nervios. Asomó la cabeza para inspeccionar la calle.

Vacía.

Dos pasos. En el maletero. Maletero cerrado. Cerrada la puerta del edificio. Espera. Tranquilo. Piensa. Las latas de pintura para lastrar el cadáver. Abre el maletero. De nuevo bajo las escaleras. Recoge las dos latas de pintura. Tan pesadas como Inés. Mételas en el maletero. Cierra el maletero. Entra en el coche. Mira por el retrovisor. No se ven faros. Calma. Despacio y buena letra. Ya casi estás. Todo va a salir bien.

El coche de Calderón estaba solo ante los semáforos de la plaza de Armas, que estaban en rojo. Las luces del salpicadero le iluminaban la cara. -Comprobó de nuevo el retrovisor, se vio los ojos. Daban pena. El semáforo se puso verde. Cruzó lentamente los seis carriles vacíos y tomó la rampa que bajaba al río. Amanecía. Cerca del río no había tanta oscuridad como hubiera deseado. Habría preferido algo subterráneo, tan negro como la antimateria, tan carente de luz como una estrella que colapsa.

Aún le quedaba mucho por hacer. Tenía que sacar el cadáver, atarle las latas de pintura y meterlo en el río. Miró larga y atentamente a su alrededor hasta que comenzó a parecerle increíble que nada se moviera. Meneó la cabeza para sacudirse la paranoia y abrió el maletero. Levantó el cadáver y lo dejó en el suelo, cerca del coche, para que no se viera. Levantó las latas de pintura con una fuerza sobrehumana. El sudor le caía a chorros. La camisa se le pegaba al cuerpo. Su mente no pensaba en otra cosa. Esa era la recta final. Acaba de una vez.

No vio al hombre que estaba al fondo de la estación de autobuses. No se dio cuenta de que hacía la fatal llamada a la policía. Calderón trabajó con desatada premura mientras el hombre murmuraba por su móvil lo que estaba viendo, y comunicaba la matrícula del coche de Calderón.

Al no haber tráfico, en menos de un minuto llegó un coche patrulla. Circulaba siguiendo el río a menos de un kilómetro de distancia cuando a los dos agentes les llegó un aviso del centro de comunicaciones de Jefatura. El coche bajó la rampa hasta el río con las luces y el motor apagados. Sólo se veía el coche de Calderón. Estaba arrodillado detrás de él, atando con cinta la segunda lata de pintura al cuello de Inés. El sudor goteaba encima de la funda de arpillera. Había acabado. Todo lo que tenía que hacer era trasladar los casi cien kilos a un metro de distancia por la calzada y luego echarlo por encima de un murete bajo para que cayera al río. Hizo acopio de las fuerzas que le quedaban. Ahora que el cadáver llevaba atadas las dos latas de pintura, resultaba muy difícil de manejar. Calderón le pasó las manos por debajo, sin hacer caso de la piel que se le levantó en los dedos y en los nudillos. Lo empujó hacia delante con los muslos, y con el pecho y la pelvis cerca del suelo, parecía un enorme lagarto acarreando una presa que lo superaba. El cuerpo de Inés se desplazó y chocó con el murete. Calderón jadeaba y sollozaba. Las lágrimas le caían por la cara. Ni notó el dolor de los dedos golpeados y las uñas rotas, pero cuando los faros del coche patrulla se encendieron y se vio encerrado en aquella jaula de luz, como un reptil exhibido en un terrario, se quedó tieso como si acabaran de dispararle.

Los policías salieron del coche con las armas en la mano. Calderón había apartado los brazos del cadáver, había rodado por el suelo y ahora estaba de espaldas. El vientre se convulsionaba a cada sollozo. Gran parte de lo que experimentaba era alivio. Todo había acabado. Lo habían cogido. Toda esa espantosa desesperación que había emanado de él ahora podía relajarse en infamia y vergüenza.

Mientras uno de los policías se acercaba al sollozante Calderón, el otro iluminó con una linterna la tela de arpillera atada con cinta. Se puso unos guantes de látex y apretó los hombros de Inés para confirmar lo que ya sabía, que era un cadáver. Regresó al coche patrulla y llamó por radio a Jefatura.

– Aquí Alpha 2-0, estamos al lado del río, justo delante de Torneo, detrás de la estación de autobuses de la plaza de Armas. Puedo confirmar que tenemos un varón de cuarenta y pocos años intentando deshacerse de un cadáver sin identificar. Será mejor que llame al inspector jefe de homicidios para que venga.

– Deme el número de matrícula.

– SE4738HT.

– Joder.

– ¿Qué?

– Es el mismo número que me ha dado el sujeto que informó del incidente. No me lo puedo creer.

– ¿Quién es el propietario del vehículo?

– ¿No lo reconoce?

El policía llamó a su colega, que enfocó con la linterna la cara de Calderón. Apenas se le identificaba como un humano, por no hablar de como una persona concreta. En su cara se dibujaban las muecas de dolor de un cantante de flamenco. El policía se encogió de hombros.

– Ni idea -dijo el policía por radio.

– ¿No es el juez Esteban Calderón? -dijo el operador.

– ¡Joder! -dijo el policía, y dejó caer la radio.

Enfocó su propia linterna a la cara de aquel hombre, lo agarró por la barbilla y lo inmovilizó. El sufrimiento de Calderón dejó paso a la sorpresa. El policía dibujó una maliciosa sonrisa antes de volver al coche.

Falcón tuvo que salir arrastrándose del sueño como un espeleólogo abandonado que intenta alcanzar desesperadamente una estrella de luz en un firmamento de negrura. Volvió en sí con una sacudida y un gruñido de disgusto, como si su propia cama lo hubiera escupido. La luz de la lamparilla le hacía daño. Los dígitos verdes de su reloj le indicaban que eran las 5:03. Forcejeó con el teléfono y se dejó caer de nuevo sobre el almohadón con el auricular pegado a la oreja.

La voz que estaba de servicio en el centro de comunicaciones de jefatura balbució. Habló tan deprisa y con un acento andaluz tan fuerte que Falcón sólo entendió la primera sílaba de cada palabra. Le dijo que se callara y que volviera a empezar.

– Tenemos una emergencia detrás de la estación de autobuses de la plaza de Armas, junto al río, cerca del puente de Chapina. Han detenido a un hombre que intentaba deshacerse de un cadáver. Hemos identificado al propietario del vehículo utilizado para trasladar el cadáver a ese lugar, y también hemos identificado al hombre que intentaba deshacerse del cadáver. Y se trata de, inspector jefe… el hombre es… Esteban Calderón.

Falcón sintió un espasmo en una pierna, como si la acabara de recorrer una corriente eléctrica. En un solo movimiento salió de la cama y empezó a caminar.

– ¿Esteban Calderón, el juez? ¿Está seguro?

– Estamos seguros. Los agentes que están en la escena han comprobado el carné de identidad y me han leído el número. Eso y el número de matrícula del coche confirman que se trata de Esteban Calderón.

– ¿Se lo ha dicho a alguien más?

– Todavía no, inspector jefe.

– ¿Ha llamado al juez de guardia?

– No, es a usted al primero que llamo. Debería…

– ¿Cómo les han informado del incidente?

– Una voz anónima llamó y dijo que estaba paseando al perro por el río.

– ¿A qué hora?

– La hora se ha fijado a las 4:52.

– ¿A esa hora la gente pasea al perro?

– Los viejos no pueden dormir, sobre todo con este calor.

– ¿Cómo se lo dijo?

– Me llamó por el móvil, me dijo lo que estaba viendo, me dio el número de matrícula y colgó.

– ¿Dejó nombre y dirección?

– No tuve tiempo de preguntarle.

– No hable de esto con nadie -dijo Falcón-. Llame a los agentes y dígales que no comenten nada por radio hasta que yo no haya hablado con el comisario Elvira.

El dormitorio pareció llenarse con la catástrofe del escándalo. Falcón salió a la galería que daba al patio. La mañana era calurosa. Sintió náuseas. Llamó a Elvira, le dio unos segundos para despertarse y le comunicó la noticia en el tono más mesurado con que pudo expresarse. El propio Falcón rompió el silencio que siguió informando a Elvira de cuánta gente, en ese momento, estaba al corriente de lo ocurrido.

– Tenemos que sacarlos de la calle, a él, al coche y al cadáver lo antes posible -dijo Elvira-. Y necesitamos un juez y un forense para hacerlo.

– El juez Romero es de fiar, y no es amigo ni enemigo de Esteban Calderón.

– Tampoco debe parecer que estamos tapando el asunto -dijo Elvira, casi para sí.

– Esto no va a haber quien lo tape -dijo Falcón.

– Hemos de ceñirnos estrictamente a las reglas. Es posible que tengamos que quitar la investigación de sus manos, dado el estatus del juez Esteban Calderón.

– Creo que será mejor que yo inicie el procedimiento -comentó Falcón.

– Actuemos con normalidad, pero que nadie, absolutamente nadie, hable de esto. No debemos permitir que se filtre a la prensa hasta que tengamos una declaración conjunta. Hablaré con el comisario Lobo. Dígale al agente de comunicaciones que haga las llamadas habituales, pero que bajo ninguna circunstancia informe a la prensa. Si esto sale a la luz antes de que estemos preparados se armará la gorda.

– Al único al que no podemos controlar es a la persona anónima que informó del incidente -dijo Falcón.

– Pero ese tipo no tendría por qué saber a quién estaba viendo, ¿no cree? -dijo Elvira.

El escándalo era demasiado grande para contenerlo. Elvira estaba pidiendo demasiado. Eso iba a traspasar los muros de Jefatura. Falcón llamó al centro de comunicaciones, impartió las instrucciones pertinentes y le pidió al agente que mandara a Felipe y a Jorge a la escena del crimen. Se duchó y se quedó pensando bajo las punzantes gotas, intentando concebir una explicación plausible e inocente a la presencia de Calderón junto al río en compañía de un cadáver.

Eran las 5:30 y el alba ya estaba avanzado cuando cruzó la plaza de Armas rumbo al lugar de los hechos. En el Torneo había muy poco tráfico. Un coche patrulla había aparcado en lo alto de la rampa, y habían colocado algunos conos para impedir que el tráfico se desviara de la calle principal. El juez de guardia ya estaba en la escena, al igual que el fotógrafo de la policía, que ya se había puesto a trabajar. Llegaron Jorge y Felipe y bajaron la rampa.

No se veía a Calderón. Dos agentes se aseguraban de que la gente que salía a correr a primera hora no se detuviera a mirar la escena que se desarrollaba junto al río. El juez de guardia le dijo a Falcón que Calderón estaba sentado en la parte de atrás del coche patrulla, con uno de los policías que primero acudieron al lugar de los hechos.

– Estamos esperando a que llegue el forense y examine el cuerpo.

Se oyó un chirrido de ruedas en lo alto de la rampa, y un coche bajó y aparcó. El forense salió del coche. Llevaba ya su mono con capucha de color blanco y una mascarilla colgando del cuello. Le estrechó la mano a todo el mundo, se puso los guantes y se acercaron al cadáver. Llegó una ambulancia sin sirenas ni luces.

El forense utilizó un escalpelo para cortar la cinta que envolvía el cadáver. Empezó por los pies y siguió hasta la cabeza. Abrió la tela de arpillera. La cabeza envuelta en la bolsa de basura tenía un aspecto siniestro, como si el cuerpo hubiera sido sometido a algún tipo de perversión sexual. Falcón comenzó a sentirse mareado. El forense murmuró algo en su dictáfono acerca de la gran magulladura del torso. Cortó el bramante del cuello con el escalpelo y quitó la bolsa. A Falcón se le oscurecieron los bordes del campo de visión y se agarró a la manga del juez de guardia.

– ¿Se encuentra bien, inspector jefe? -le preguntó.

Bajo la bolsa de basura, la cabeza estaba envuelta en una toalla. La parte de delante estaba blanca, sólo tenía manchas de sangre. El forense levantó una esquina de la toalla y la dobló hacia atrás. El perfil de la cara era visible, como si estuviera bajo un sudario. Apartó la otra esquina de la toalla y Falcón se derrumbó inconsciente, con los rasgos de su ex mujer impresos en la retina.


Falcón volvió en sí en el suelo. El juez había conseguido agarrarlo e impedir la caída. Los paramédicos de la ambulancia estaban agachados a su lado. Oyó hablar al juez de guardia sobre sus cabezas.

– Ha sufrido un shock. La mujer es su ex esposa. Este hombre no debería estar aquí.

Los paramédicos lo ayudaron a incorporarse. El forense siguió farfullándole al dictáfono, hizo un cálculo y murmuró la hora de la muerte.

Las lágrimas inundaron la cara de Falcón cuando volvió a ver el cuerpo inerte de Inés. Era una escena de la vida de ella que nunca había imaginado: su muerte. A lo largo de los años había pensado mucho en Inés, había hablado mucho de ella. Había revivido su vida con ella más de diez veces, hasta casi volver loca a Alicia Aguado. Sólo había dejado de pensar obsesivamente en ella al verla como era en realidad y comprender lo mal que lo había tratado. Pero su vida no debería haber acabado así. Ni la persona más egoísta del mundo merecía eso.

Los paramédicos lo apartaron del cadáver y lo sentaron en el murete bajo que había junto al río, lejos de donde trabajaba el forense. Falcón respiró profundamente. El juez de guardia se le acercó.

– Usted no puede encargarse de este caso -dijo.

– Llamaré al comisario Elvira -dijo Falcón, asintiendo-. Nombrará a alguien de fuera. Toda mi brigada es parte interesada.

Elvira se quedó sin habla, y al final consiguió transmitirle sus condolencias. La catástrofe era mucho peor de lo que imaginaba, y cuando habló primero con Falcón y luego con el juez, la espantosa conferencia de prensa que le esperaba esa mañana comenzó a extenderse por sus tripas como un tumor maligno.

El juez de guardia acabó de hablar y le devolvió el móvil a Falcón. Se dieron la mano. Falcón le echó un último vistazo al cadáver. La cara de Inés estaba perfecta, ilesa. Negó con la cabeza, incrédulo, y le vino una imagen de años atrás, de un día que se encontró a Inés por la calle. Inés había reído; tanto que se había doblado y el pelo le caía hacia delante al tiempo que ella se tambaleaba hacia atrás sobre sus tacones altos.

Dio media vuelta y se alejó de la escena del crimen. Pasó junto al coche patrulla en el que estaba sentado Calderón. La puerta estaba abierta. Calderón estaba esposado, y tenía las manos heridas y ensangrentadas en el regazo. Miraba fijamente al frente y rio desvió la mirada ni cuando Falcón metió la cabeza por la ventanilla.

– Esteban -dijo Falcón.

Calderón se volvió hacia él y pronunció la frase que más había oído Falcón en boca de asesinos.

– Yo no lo he hecho.

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