Sevilla. Martes, 6 de junio de 2006, 14:15 horas
Un grupo de trabajadores se había congregado en torno a la sección del edificio en el que Fernando había identificado la posición de su mujer por el sonido de su móvil. Fernando estaba en cuclillas, las manos entrelazadas en lo alto de la cabeza, tratando de ejercer una mayor fuerza gravitacional como si existiera la posibilidad de que algo aún más trágico pudiera llevárselo como el globo lleno de helio que un niño ha perdido.
La grúa se cernió sobre la escena con su cable de acero grueso como una muñeca, tenso y chirriante. En las escaleras había trabajadores que utilizaban motosierras manuales que podían atravesar el cemento y el acero con un ruido que taladraba a Falcón. Habían insertado puntales hidráulicos y unas gruesas tablas de andamiaje para impedir que los suelos se desmoronaran mientras practicaban un túnel. El agujero escupía trozos de cemento en medio de nubes de polvo, y los dientes de las sierras hacían saltar chispas al hundirse en el acero. Los trabajadores, con gafas de soldador, grises como fantasmas, se adentraban más, hasta que el insoportable sonido se detuvo y llamaron pidiendo más puntales y planchas.
El sol picaba. El sudor dejaba un rastro oscuro sobre el polvo gris de la cara de los trabajadores. Una vez hubieron insertado los puntales y las planchas, las sierras volvieron a sonar, y todos los seres humanos fueron de nuevo conscientes de la brutalidad de sus dientes metálicos. Los trabajadores habían bajado de las escaleras, se apoyaban sobre sus rodilleras acolchadas, y miraban el enmarañado esqueleto del edificio, abrazado por garras de acero que sobresalían del cemento hecho pedazos.
Falcón sabía que debía alejarse, que ver las confusas entrañas del edificio no era una buena preparación para la tarea que le esperaba, pero se sentía atrapado en aquel drama y alimentaba una profunda cólera. La llamada de Ramírez lo sacó de su ensimismamiento.
– Nos están llegando informes de una furgoneta de transporte azul que ayer por la mañana estaba aparcada delante del edificio -dijo Ramírez-. No parece estar claro cuánta gente iba dentro. Algunos dicen que dos, otros que tres y algunos que cuatro. Traían cajas de herramientas, una caja de plástico de material eléctrico y tubos de aislamiento, que llevaban enrollados en el hombro. Nadie recuerda que la furgoneta llevara el nombre de ninguna empresa.
– ¿Entraron todos en la mezquita?
– Ahí tampoco se ponen de acuerdo -dijo Ramírez-. De las personas con las que hemos hablado, casi nadie vive en el edificio, eran sólo transeúntes. Algunos ni sabían que había una mezquita en el sótano. Todo esto no son más que instantáneas de lo ocurrido. Tengo a Pérez trabajando en la lista de residentes. Está en el hospital. Serrano y Baena trabajan en los bloques de los alrededores y con la gente de la calle. ¿Dónde está Cristina?
– Debería estar interrogando a la gente de los bloques de la calle Los Romeros -dijo Falcón-. Necesitamos encontrar a alguien que estuviera dentro de la mezquita en las últimas cuarenta y ocho horas para que corrobore lo que dicen los que estaban fuera. ¿Qué me dices de esa mujer, Esperanza, la que le dio la lista al comisario? ¿No dejó un número de teléfono? Llámala y que te dé nombres y direcciones. Esas mujeres deben saberlo.
– ¿Todavía no ha ido nadie de la comunidad marroquí a hablar con el comisario?
– Había alguien con el alcalde -dijo Falcón-. Ya sabes lo que pasa. Han de contener a los medios de comunicación antes de que la comunidad marroquí nos pueda ayudar.
– ¿Te acuerdas de esa mezquita que querían construir en Los Bermejales? -dijo Ramírez-. Un lugar enorme, con capacidad para setecientos fieles. Hubo un grupo de protesta organizado por la gente del lugar. Se llamaba Los Vecinos de Los Bermejales.
– Tienes razón. Incluso tenían una página web, www.mezquitano-gracias.com. Se les acusó de xenofobia, racismo y actividades antimusulmanas, sobre todo después del 11-M.
– A lo mejor deberíamos echar un vistazo a los protagonistas de esa disputa -dijo Ramírez-. ¿O es algo demasiado obvio?
– Sigue trabajando en lo que pasó dentro y fuera del edificio en las últimas cuarenta y ocho horas -dijo Falcón-. En última instancia hay dos posibilidades: los terroristas llevaron los explosivos, que estallaron de manera accidental, o un grupo musulmán ha colocado una bomba y la ha hecho estallar. Cualquiera de las dos hipótesis está llena de complicaciones, pero estos son los conceptos básicos. Trabajemos con la información que obtengamos y no dejemos que las posibilidades que se abren nos distraigan.
Falcón colgó. Las sierras habían parado. Los trabajadores sacaban los escombros a paladas. Pidieron más pilares, planchas y luces. Los hombres subieron las escaleras con el equipo. Se pasaron los pilares. Entraron linternas en el agujero. Una sierra solitaria seguía cortando el metal y se detuvo. Una barra de metal salió despedida, seguida de más escombros. Cuatro paramédicos estaban apoyados en su ambulancia, a la espera de que los llamaran.
Los equipos de rescate llevaron dos camillas al pie de las escaleras. Fernando estaba concentrado en su respiración, obedeciendo órdenes de un miembro del equipo de traumas. Llamaron a un médico. Un forense subió la escalera con su bolsa y entró reptando en el túnel. Reinó el silencio, sólo roto por el rumor de los aislados generadores diesel. Las excavadoras habían dejado de trabajar. Los conductores sacaban la cabeza de sus cabinas. Había una necesidad colectiva de arrancar algo de esperanza a ese día calamitoso.
Otro grito, esta vez pidiendo una camilla. El médico retrocedió a cuatro patas y bajó las escaleras, mientras dos miembros del servicio de rescate subían por la otra escalera arrastrando la camilla. Fernando abandonó su posición en cuclillas y a los pocos segundos estaba encima del médico, sujetándolo por las mangas de la camisa. El médico agarró a Fernando por los hombros y le habló directamente a la cara. La tensión de su extraño abrazo los hizo parecer dos yudokas en pleno combate. Las manos de Fernando cayeron inertes. El doctor lo rodeó con el brazo e hizo seña al psicólogo del equipo de traumas. Fernando le puso lacara en el hombro como un niño extraviado. El doctor habló con el psicólogo por encima del hombro de Fernando.
El doctor se acercó a los paramédicos, que le pusieron en contacto por radio con el hospital. El médico habló con urgencias. Los paramédicos llevaron la ambulancia marcha atrás hacia las escaleras, abrieron la doble puerta, prepararon la camilla con ruedas provista de inmovilizador de cabeza, cuello y columna vertebral, conectaron el oxígeno, cargaron el desfibrilador.
Los trabajadores, que habían entrado en el agujero después de que el médico saliera, ahora llamaban al equipo de rescate. El forense se acercó a Falcón justo en el momento en que Calderón aparecía por la fachada delantera del edificio.
– ¿Tenemos un superviviente? -preguntó Calderón.
– La mujer está muerta -dijo el médico-, pero la niña resiste. Respira y tiene el pulso muy débil. Al parecer la madre intentó proteger a la niña con su cuerpo al caer, a juzgar por los escombros que tienen encima. El problema es cómo sacar a la niña. Los equipos de rescate se han topado con la espalda de la madre, de modo que hay que levantar a la niña y pasarla por encima del cadáver de la madre, y no hay sitio. Si la niña tiene una lesión de columna, el movimiento podría causarle una parálisis permanente, pero si se queda mucho rato morirá.
Los trabajadores salieron en medio de un estruendo por la boca del túnel y levantaron el pulgar. Los miembros del equipo de rescate sacaron la camilla de acero, la montaron sobre los largueros de la escalera y la bajaron hasta los paramédicos, que levantaron a la niña a la de tres y la colocaron en el inmovilizador. Llegaron corriendo dos equipos de televisión, perseguidos por la policía. El forense le hizo un informe completo a Calderón. Los martillos neumáticos, las sierras y las excavadoras comenzaron otra vez, como impulsadas por esa leve esperanza. Falcón entró en la cabina de la ambulancia. Subieron la camilla al interior, seguidos por Fernando. Uno de los trabajadores apartó a un cámara con malos modos.
La puerta se cerró delante del micrófono de una mujer. El conductor se subió de un salto a la cabina y puso en marcha la sirena. Condujo despacio sobre el terreno irregular hasta que llegó al asfalto. Los fotógrafos rodearon los lados y la parte de atrás de la ambulancia, levantando las cámaras hacia las ventanillas y disparando sus flashes.
Los fogonazos, la sirena histérica y los periodistas esprintando dejaron a los peatones boquiabiertos.
Las noticias de que había un superviviente viajaron más deprisa que la ambulancia, y a la entrada del hospital había una muchedumbre de periodistas que se peleaban con una docena de policías y celadores. La rampa de la ambulancia estaba despejada, sacaron a la niña y entraron por las puertas batientes antes de que la prensa pudiera acercarse. Fernando entró tras ella. Los medios de comunicación rodearon a Falcón, al que habían visto en la cabina de la ambulancia, y este calmó la histeria de los confidentes explicándoles que habían sacado a la niña de los escombros del edificio mostrando signos de vida. Una vez la hubieran examinado, un médico haría una declaración completa. Falcón levantó la mano y rechazó el aluvión de preguntas que siguieron.
Diez minutos más tarde se había subido a su coche, que tenía aparcado en el Instituto Forense, y se abría paso a través de un grupo de periodistas aún desesperados porque les dijera algo más. Cruzó el río y se adentró en los antiguos terrenos de la Expo. Encontró Informaticalidad en una oficina que estaba delante de un gran almacén, en la calle Albert Einstein. Le enseñó la identificación a la mujer que estaba en recepción y le dijo que quería hablar inmediatamente con Pedro Plata, era algo relacionado con una investigación de asesinato. Le lanzó su mirada más dura de policía y la chica llamó al señor Plata. Este estaba en una reunión de la junta directiva, pero llegaría en pocos minutos. La recepcionista lo hizo entrar por la puerta de seguridad hasta una oficina acristalada. La única persona visible era la recepcionista. En el edificio no había movimiento, como si no hubiera mucha actividad, quizá ninguna.
Pedro Plata llegó con la recepcionista, que les puso delante dos tazas de café y se marchó. Él sólo había sido responsable de la compra de la vivienda, así que nada podía decirle de cómo se había utilizado.
– ¿Hay algún motivo por el que lo comprara en lugar de alquilarlo?
– Sólo si me asegura que nos les va a ir con el cuento a los de Hacienda o lo utilizarán de alguna manera en contra de la empresa.
– Mi trabajo es encontrar asesinos.
– Queríamos deshacernos de dinero negro.
– ¿Y su uso no se discutió en la junta directiva?
– No en ninguna a la que yo asistiera -comentó Plata-. Fue idea de Diego Torres, el director de Recursos Humanos. Mejor que hable con él.
El tiempo pasó lentamente. El frío del aire acondicionado y estar en una habitación acristalada a la vista de todo el mundo hicieron que Falcón se sintiera como un animal polar en el zoo. Llegó Diego Torres, y antes incluso de que se sentara, Falcón le preguntó para qué habían utilizado el apartamento.
– Intentamos animar a los empleados a que piensen de manera creativa, no sólo acerca de nuestra empresa, sino acerca de las empresas en general -dijo Torres-. ¿De dónde vendrán las próximas oportunidades? ¿Hay algún negocio secundario que podamos unir a nuestra empresa principal? ¿Hay alguna otra empresa que pueda mejorar la nuestra, o ayudarla a crecer? ¿Existe algún programa completamente distinto en el que valga la pena invertir? Cosas así.
– ¿Y cree que puede conseguirlo invirtiendo en un pequeño apartamento de un bloque anónimo de un barrio pobre de Sevilla?
– Esa fue una decisión consciente -dijo Torres-. Nuestros empleados se quejaban de que nunca tenían tiempo de pensar de forma creativa, de que siempre tenían algo que hacer. Venían y nos pedían «tiempo para la creatividad». Es algo que hacen muchas empresas, y suele consistir en mandar a sus empleados a un caro club de campo, donde asisten a reuniones y seminarios, escuchan a gurús que les sueltan un rollo que es puro sentido común y les cobran una fortuna, y de paso juegan al tenis, nadan y se están hasta las cinco de la mañana de juerga.
– Su solución debió de decepcionarlos -dijo Falcón-. ¿Cuántos empleados perdió?
– Ninguno a causa de ese proyecto, pero siempre hay mucho movimiento en los equipos de venta. El trabajo es duro y los objetivos exigentes. Pagamos bien, pero exigimos resultados. Muchos jóvenes creen que pueden soportar la presión, pero se queman o pierden empuje. Es un negocio para jóvenes. No hay vendedores de más de treinta años.
– ¿Me está diciendo que no perdió a nadie cuando les enseñó ese piso de El Cerezo?
– No somos estúpidos, inspector -dijo Torres-. También les pusimos una zanahoria. La idea era que se tomaran en serio esas reuniones creativas. Los colocamos en un lugar que estuviera fuera de su ambiente normal, sin distracciones, ni siquiera un café decente al que ir, para que se concentraran en su tarea. Acudían por parejas y se iban cambiando. Se les decía que era un proyecto con un límite de tiempo, tres meses como máximo, y que no tendrían que pasar más de cuatro horas al día en el piso. También se les decía que participarían en cualquier proyecto que presentaran a la junta directiva y fuera aceptado.
– ¿Cuál era la zanahoria?
– No éramos tan duros con ellos -dijo Torres-. En compensación les dábamos unas pequeñas vacaciones pagadas en un hotel en la playa, con golf y tenis, durante la Feria… Y también les dejábamos llevar a sus novias.
– ¿Y a sus novios?
Torres parpadeó, como si ese comentario hubiera provocado un cortocircuito en su cerebro. Falcón se dijo que quizá Torres estaba infiriendo algo «inapropiado» de ese comentario, hasta que recordó que en el apartamento sólo se habían visto hombres.
– ¿En su empresa hay mujeres, señor Torres?
– La recepcionista que le ha atendido es…
– ¿Cómo hace la selección de personal, señor Torres?
– Ponemos anuncios en escuelas de administración de empresas y en agencias de colocación.
– Anóteme algunos nombres y números de teléfono -dijo Falcón, entregándole su libreta-. ¿A cuánta gente han despedido este año?
– A nadie.
– ¿Y en dos años?
– A nadie. Nosotros no despedimos a nadie. Se van solos.
– Así les sale más barato -dijo Falcón-. Me gustaría que me hiciera una lista de todas las personas que trabajaron con ustedes el año pasado, y también los nombres y direcciones de todos los hombres que Frecuentaron el apartamento de la calle Los Romeros.
– ¿Por qué?
– Hemos de averiguar lo que vieron mientras estaban allí, sobre todo en la última semana.
– Puede que no le resulte fácil interrogar a mis vendedores.
– Pues procure que lo sea. Estamos buscando a los responsables de la muerte de cuatro niños y cinco adultos… de momento. Y las primeras cuarenta y ocho horas de una investigación son cruciales.
– ¿Cuándo les gustaría empezar?
– Dos miembros de mi brigada se pondrán en contacto con sus vendedores en cuanto me dé sus nombres y sus números de teléfono -dijo Falcón-. Y por cierto, ¿por qué insistía en que sus empleados estuvieran allí durante el día?
– Porque son las horas en las que trabajan. Venden de las nueve de la mañana a las ocho de la noche, mientras los comercios están abiertos. Luego está el papeleo, reuniones de equipo, cursillos, clases de información del producto. Las jornadas más cortas son de doce horas.
– Deme también una lista con las direcciones y números de teléfono de todos los miembros de la junta.
– ¿Ahora?
– Junto con las otras listas que le he pedido -dijo Falcón-. Yo también estoy ocupado, señor Torres. Así que si me las pudiera entregar en los próximos diez minutos le estaría muy agradecido.
Torres se levantó y fue a estrechar la mano de Falcón.
– Le agradecería que me trajera las listas, señor Torres -dijo Falcón-. Entonces le haré más preguntas.
Torres se marchó. Falcón fue al lavabo; había una placa electrónica sobre cada urinario en la que aparecían citas de la Biblia y máximas inspiradoras sobre el mundo de los negocios. Informaticalidad extraía lo mejor de sus empleados rodeándolos de una cultura no muy distinta de la de una secta religiosa.
La recepcionista le esperaba a la salida del lavabo. Parecían haberla enviado para que procurara que Falcón no deambulara por los pasillos, a pesar de que en todas las puertas había un teclado de seguridad para acceder. Lo llevó de nuevo con Torres, que le esperaba con las listas.
– ¿Informaticalidad forma parte de una sociedad de cartera? -preguntó Falcón.
– Pertenecemos a la división de alta tecnología de una empresa española radicada en Madrid que se llama Horizonte. Es propiedad de un grupo inversor estadounidense llamado I4IT.
– ¿Quiénes son?
– Cualquiera sabe -dijo Torres-. El I4 significa Indianapolis Investment Interests Incorporated, e IT es Information Technology. Creo que comenzaron con investigaciones de alta tecnología, pero ahora abarcan bastante más.
Torres lo acompañó a la recepción.
– ¿Cuántas ideas y proyectos elaboraron sus vendedores mientras estaban en la calle Los Romeros?
– Quince ideas, que ya se han incorporado a nuestra práctica laboral, y cuatro proyectos que todavía están en fase de planificación.
– ¿Ha oído hablar de una página web llamada www.vomit.org?
– Nunca -comentó Torres, y dejó que la puerta se cerrara lentamente.
Ya en su coche, Falcón comprobó si tenía llamadas en sus móviles. El edificio de Informaticalidad, una jaula de acero recubierta de cristal opaco, reflejaba los alrededores. En lo alto del edificio había cuatro banderas con logos de empresa: Informaticalidad, Quirurgicalidad, Ecograficalidad, y por último un cartel un poco más grande que mostraba unas gafas, a través de las cuales se veía un horizonte y por encima de ellas, la palabra Optivisión. Alta tecnología, instrumentos quirúrgicos robóticos, máquinas de ultrasonidos y equipo de láser para corregir defectos visuales. Esa compañía tenía acceso al funcionamiento interno del cuerpo. Podían ver en tu interior, quitarte e implantarte cosas y asegurarse de que veías el mundo igual que ellos. Eso desasosegó a Falcón.