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Sevilla. Miércoles, y de junio de 2006, 16:00 horas


El trabajo del día anterior en un ambiente de gran carga emocional, además de las tres reuniones por la tarde, las pocas horas de sueño, el vuelo y la tensión originada por la incertidumbre de su misión, habían dejado a Falcón completamente agotado. Había informado de forma breve a Pablo de que Yacoub había aceptado trabajar para ellos, aunque con condiciones, y en cuanto se sentó en el jet Lear se quedó dormido.

Aterrizaron en el aeropuerto de Sevilla poco antes de las 2:30 y se separaron, acordando verse de nuevo esa misma noche. En casa, Falcón se duchó y se cambió. Su asistenta le había dejado un pescado en salsa, que comió con un vaso de vino tinto frío. Llamó a Ramírez, quien le contó que había otra reunión de todos los cuerpos de seguridad a las 4:30, y sucintamente le puso al corriente de todo. La mejor noticia era que Lourdes, la niña que habían sacado el día anterior de los escombros, había recobrado la conciencia unos minutos después de mediodía. Se iba a recuperar. No se sabía nada de los electricistas ni de los inspectores del ayuntamiento, excepto que Elvira había redactado un comunicado de prensa y que habría anuncios en la radio y en la televisión. No había sacado nada fuera de lo corriente de sus entrevistas con los representantes de Informaticalidad. Lo único digno de mención en el informe de Ramírez era que elogiara al juez Calderón, que había sabido manejar a unos medios de comunicación muy agresivos.

– Ya sabes que no me cae bien -dijo Ramírez-, pero está haciendo un buen trabajo. Después de todo lo que averiguamos ayer, la investigación está completamente encallada, pero Calderón hace que parezcamos competentes.

– Siendo realistas, ¿cuándo se espera que lleguemos al epicentro de la bomba? -preguntó Falcón.

– No antes de mañana a las nueve de la mañana -dijo Ramírez-. En cuanto se alcancen los escombros que hay justo encima de la mezquita tendrán que trabajar a mano, bajo la supervisión de los artificieros y la policía científica. Eso llevará su tiempo, y las condiciones serán horribles. De hecho, ya lo son. El hedor que llega de ahí abajo te invade como un virus.


– Está confirmado al noventa y nueve por ciento que uno de los muertos de la mezquita era un confidente del CGI -dijo el comisario Elvira, abriendo la reunión de las 4:30-. La confirmación absoluta no se tendrá hasta que no comparemos las muestras de ADN con las de su piso.

– ¿Y qué hacía allí ese confidente? -preguntó Calderón.

– El inspector jefe Barros tiene el informe -dijo Elvira.

– Se llama Miguel Botín. Es español, residente en Sevilla y tiene treinta y dos años -dijo Barros.

– Esperanza, la mujer que le dio al comisario Elvira la lista de hombres que creía estaban en la mezquita, tenía una pareja que estaba en la mezquita destruida -dijo Falcón-. ¿Era él?

– Sí -dijo Barros-. Se convirtió al Islam hace once años. Su familia era de Madrid y su hermano perdió un pie en los atentados del 11-M. Uno de mis agentes reclutó a Miguel Botín en noviembre de Z004 y comenzó a pasarnos información hará unos catorce meses, en abril de 2005.

El único ruido que se oía en el aula eran las unidades móviles de aire acondicionado. Incluso el constante chirrido de la maquinaria que trabajaba en el exterior pareció remitir cuando Barros comenzó su informe.

– Durante los primeros dieciocho meses Botín no tuvo gran cosa que contarnos. Los miembros de la congregación, casi ninguno de origen español, eran buenos musulmanes, y ninguno de ellos parecía ni por asomo radical. Todos le apoyaron al enterarse de lo de su hermano y se indignaron ante los atentados de Londres, que ocurrieron no mucho después de que Botín comenzara a informar.

»En enero de este año Botín comenzó a detectar un cambio. Comenzaron a llegar a la mezquita más desconocidos. Eso no tuvo efecto perceptible en la congregación, pero en marzo sí pareció afectar de manera notable al imán Abdelkrim Benaboura. Se le veía preocupado, como si estuviera bajo presión. El 27 de abril mi agente solicitó que instaláramos un micrófono en el despacho del imán. Tuve una discusión con el juez decano de Sevilla, al que envié el informe de mi agente. Las pruebas se consideraron en su mayor parte circunstanciales, y se denegó la orden de instalar micrófonos debido a la falta de pruebas concluyentes.

»A petición de mi agente, Botín intensificó sus actividades y comenzó a seguir al imán Abdelkrim Benaboura cuando salía de la mezquita. Entre el 2 de mayo y la fecha de este informe, el miércoles, 31 de mayo, Botín vio al imán reunirse con tres parejas de hombres, en diez ocasiones distintas en diez lugares distintos de Sevilla. No tiene ni idea de lo que se dijo en esos encuentros, pero pudo sacar unas fotos, aunque sólo en dos se ve claramente a los hombres. En base a este informe, y con las pruebas fotográficas, se llevó a cabo otra petición de instalar micrófonos el pasado jueves, 1 de junio. Ayer por la mañana, cuando tuvo lugar la explosión, aún no habíamos recibido respuesta.

– ¿Cuántos hombres se ven en esas fotos? -preguntó Falcón.

– Cuatro -comentó Barros-, y a partir de las fotos que el CGI de Madrid nos ha enviado del apartamento que registraron ayer, hemos podido identificar a dos de esas personas como Djamal Hammad y Smail Saoudi. No tenemos ni idea de quiénes son los demás, pero las fotos están en manos del CNI, el MI6 y la Interpol. Como es evidente, me habría gustado transmitirles antes esta información, pero…

– ¿Y esos diez lugares distintos? -dijo Calderón, interrumpiendo aquella muestra de autocompasión-. ¿Hay algo excepcional en ellos? ¿Están cerca de algún lugar público, direcciones de gente importante? ¿Parecen formar parte de un plan para atentar?

– Hay un edificio importante a cien metros de cada uno de los lugares de encuentro -dijo Barros-, pero es algo que en una gran ciudad suele ocurrir. Uno de los lugares donde se encontraron fue el pub irlandés que hay cerca de la catedral. Quién sabe si era la tapadera perfecta para tres musulmanes que no bebían alcohol, o si tenía algún significado el encuentro que tuvieron delante de la única estructura que queda en pie de la mezquita almohade del siglo xn.

– ¿Cuándo fue rechazada por el juez decano la primera petición de instalar un micrófono en el despacho del imán? -preguntó Falcón.

– El mismo día de la solicitud: el 27 de abril.

– ¿Y por qué no autorizó la segunda petición ni se instalaron los micrófonos?

– En aquellos días el juez decano estaba en Madrid. No vio la solicitud hasta el lunes por la tarde: el 5 de junio.

– ¿Cómo describió Miguel Botín el estado de ánimo del imán durante los meses en que lo vigiló de cerca? -preguntó Falcón.

– De creciente preocupación. No tan volcado en su congregación como el año anterior. Botín se dio cuenta de que tomaba medicación, pero no pudo averiguar cuál.

– Encontramos Tenormin en su mesita de noche -dijo Gregorio, del CNI-, que se receta para la hipertensión. También encontramos un botiquín bien surtido de medicamentos. Su médico dice que lleva ocho años tratándolo de hipertensión. Últimamente se había quejado de arritmia y se medicaba contra una úlcera de estómago.

– ¿Cuándo tendremos acceso al piso del imán y a lo que ustedes han averiguado? -preguntó Falcón.

– No se preocupe, inspector jefe -dijo Juan-. Hemos trabajado con un equipo de la policía científica desde el momento en que abrimos la puerta del piso.

– Pero nos gustaría verlo con nuestros propios ojos -dijo Falcón.

– Casi hemos terminado -dijo Gregorio.

– ¿El CNI tiene alguna opinión de lo descubierto por Botín y del médico del imán? -preguntó Calderón.

– ¿Y alguien ha tenido acceso a su misterioso historial? -preguntó Falcón.

– Aún estamos esperando a que nos den autorización -dijo Gregorio.

– El imán estaba bajo mucha presión -dijo Falcón, antes de que Calderón pudiera lanzarle otro ataque a Juan-. De Hammad y Saoudi se sabía que se encargaban de labores logísticas. Se reunieron con el imán. ¿Le pidieron que hiciera algo? Quizá le solicitaban un favor, o una promesa que había hecho en algún momento de su inaccesible pasado. En tales circunstancias, ¿qué creen que podría someter a tal tensión a un hombre como el imán?

– Que le pidieran que hiciera algo que pudiera acarrear graves consecuencias -dijo Calderón.

– Pero si creía en «la causa», ¿no debería alegrarle poder colaborar? -preguntó Falcón-. Para un radical fanático debería ser un honor que le pidan participar en una misión.

– Quizá la tensión la producía que no quería ser cómplice -dijo Gregorio.

– O por lo que le habían pedido que hiciera -dijo Falcón-. La tensión que se experimenta almacenando un producto desconocido durante una semana o dos es diferente de la que se siente si te piden que participes de forma activa en un atentado.

– Necesitamos más información acerca de las actividades del imán -dijo Elvira.

– Aún no se ha confirmado -dijo Falcón-, pero creemos que Hammad y Saoudi estaban en la mezquita cuando el edificio cayó. No podremos confirmarlo hasta que no hacer las pruebas de ADN. Tenemos que identificar y encontrar a los otros dos hombres fotografiados por Miguel Botín si queremos saber hasta qué punto estaba implicado el imán.

– En eso estamos -dijo Gregorio.

– Me gustaría hablar con el agente que trabajaba con Miguel Botín -dijo Falcón.

El inspector jefe Barros asintió. El comisario Elvira pidió un resumen de lo que se sabía de los electricistas y de los inspectores del ayuntamiento. Ramírez le repitió los pocos datos que le había dado a Falcón.

– Sabemos que la brigada antiterrorista del CGI no vigilaba la mezquita -dijo Falcón-. Tenemos a dos hombres que se hacen pasar por inspectores del ayuntamiento con la clara intención de poder acceder a la mezquita. Los electricistas van porque se quema una caja de fusibles. Hay que considerar la posibilidad de que exista una relación entre los falsos inspectores y los falsos electricistas. De haber sido un electricista de verdad, a estas horas ya se habría presentado. La ventaja de ser electricista es que puedes llevar mucho equipo a un lugar, y los testigos han confirmado que ese fue el caso.

– ¿Cree que ellos pusieron la bomba? -preguntó Barros.

– Es algo a considerar -dijo Falcón-. No podemos pasarlo por alto sólo porque no encaja en lo descubierto hasta ahora. Tampoco hay que excluir la posibilidad de que ya hubiera un alijo de explosivos en la mezquita. Tenemos que hablar con su agente. ¿Qué tal está de ánimo?

– No muy bien. Es un chaval joven, no mucho mayor que Miguel Botín. Hemos estado reclutando en esa franja de edad porque conectan con ellos con más facilidad. Tenía una relación muy estrecha con Botín. Los dos mantenían un vínculo religioso.

– ¿Los dos eran conversos?

– No, mi agente era católico. Pero los dos se tomaban la religión muy en serio. Se respetaban y se apreciaban.

– Me gustaría hablar con él ahora -dijo Falcón.

Barros salió a buscarlo.

– La policía científica debe ponerse en contacto con las esposas y las familias de los hombres que estaban en la mezquita -comentó Elvira-. Tienen que empezar a tomar muestras de ADN lo antes posible. La mujer que los representa, Esperanza, dice que sólo hablará con usted.

Elvira le dio el número de su móvil. La reunión acabó. Los hombres se dispersaron. Elvira retuvo a Falcón.

– Van a mandarme más agentes de Madrid -le dijo-. No le estoy reprochando nada ni a usted ni a su brigada, pero los dos sabemos que hacen falta más hombres. Necesita usted más infantería, y todos los que vendrán son inspectores e inspectores jefes con experiencia.

– Cualquier cosa que ayude a aliviar la presión será bienvenida -dijo Falcón-. Siempre y cuando no compliquen las cosas.

– Están bajo mi jurisdicción. No tiene que tratar con ellos. Se asignarán allí donde hagan más falta.

– ¿La Guardia Civil ha conseguido más información de la ruta que siguieron Hammad y Saoudi desde Madrid a Sevilla?

– Eso lleva tiempo.

Barros se acercó a Falcón cuando este salió del aula.

– Mi agente se fue a almorzar y aún no ha vuelto -dijo-. Me llamarán en cuanto vuelva.

– Son más de las 4:30 -dijo Falcón, dándole el número de su móvil-. ¿No le parece un poco tarde?

Barros negó con la cabeza, se encogió de hombros. Las cosas no le iban bien.

– ¿Cómo se llama su agente?

– Ricardo Gamero -dijo Barros.

Falcón llamó a Esperanza y quedaron en verse en unos jardines cercanos. Falcón pidió que lo acompañara una agente. Cristina Ferrera lo esperaba delante de la guardería. Falcón la puso al corriente. Esperanza reconoció a Falcón cuando este salió del coche. Se saludaron y se metieron en el coche. Esperanza se sentó al lado de Falcón, y Ferrera se quedó detrás, mirando a Esperanza como si la reconociera.

– ¿Cómo lo llevan las mujeres? -preguntó Falcón-. Imagino que para ellas las circunstancias son muy difíciles.

– Oscilan entre la desesperación y el miedo -dijo Esperanza-. Están destrozadas por la pérdida de sus seres queridos y por lo que ven en la tele: las noticias de ataques y daños a la propiedad. Se sienten un poco más seguras desde que su comisario ha salido por televisión y ha anunciado que la violencia contra los musulmanes y el vandalismo contra sus propiedades serán severamente castigados.

– Usted es su representante -dijo Ferrera.

– Confían en mí. No soy una de ellas, pero confían en mí.

– ¿No es una de ellas?

– No soy musulmana -dijo Esperanza-. Mi pareja es un converso al Islam. Las conozco por él.

– Su pareja es Miguel Botín -dijo Falcón.

– Sí -dijo ella-. Quiere que me convierta al Islam para que podamos casarnos. Yo soy católica practicante, y como europea no me gusta cómo se trata a las mujeres en el Islam. Miguel me presentó a todas las mujeres de la mezquita para que me ayudaran a comprender, para que me ayudaran a librarme de algunos prejuicios. Pero hay un gran trecho del catolicismo al Islam.

– ¿Cómo conoció a Miguel? -preguntó Ferrera.

– A través de un viejo amigo de cuando iba a la escuela -dijo Esperanza-. Me los encontré a los dos hará cosa de un año, y después de eso Miguel y yo seguimos viéndonos.

– ¿Cómo se llama su amigo? -preguntó Falcón.

– Ricardo Gamero -dijo Esperanza-. Trabaja en la policía… no sé en qué. Dice que es administrativo.

Sevilla es un pueblo, se dijo Falcón. Le dijo a Esperanza lo que necesitaban de las mujeres y dijo que Ferrera la acompañaría a recoger muestras de ADN.

– También necesitaremos una muestra de Miguel Botín -dijo Falcón-. Lo siento.

Esperanza asintió, mirando al vacío. Tenía una cara transparente, sin adornos. La única alhaja que lucía era una cruz de oro en el cuello y dos aros de oro en las orejas, visibles al llevar el pelo negro y ligeramente rizado echado para atrás. Tenía las cejas muy rectas, y estas fueron las primeras en delatar su torbellino emocional: enseguida las lágrimas brotaron de sus ojos castaños. Les estrechó la mano y salió del coche. Falcón le dijo rápidamente a Ferrera cómo encajaba Ricardo Gamero en todo aquello y le pidió que averiguara si Esperanza estaba al corriente de las actividades de espionaje de su pareja.

– No se preocupe, inspector -dijo la ex monja-. Esperanza y yo nos hemos reconocido. Hemos seguido la misma senda.

Las dos mujeres se alejaron. Falcón se quedó sentado en el fresco por el aire acondicionado del coche y respiró para devolver el estrés a su madriguera. Se convenció de que el tiempo estaba de su parte. Por el momento ignoraba quiénes eran los terroristas, y también el historial del imán, pero se habían hecho avances. Debía de concentrarse en encontrar un vínculo entre los falsos inspectores del ayuntamiento y los falsos electricistas. Tenía que haber otro testigo, alguien más fiable que Majid Merizak, que había visto a ambos. Falcón telefoneó a Ferrera y le pidió que preguntara a las mujeres si alguien más estaba en la mezquita las mañanas del viernes 2 de junio y el lunes 5 de junio.

Repasó las notas de su libreta, pues estaban pasando demasiadas cosas como para que pudiera recordar todos los detalles. La primera petición de instalación de micrófonos que el CGI presentó al juez decano fue entregada y rechazada el 27 de abril. ¿Cuándo compró el piso Informaticalidad? Hacía tres meses. Sin fecha concreta. Llamó a la agencia inmobiliaria. La venta tuvo lugar el 22 de febrero. ¿Qué esperaba? ¿Qué buscaba? Quería presionar a Informaticalidad. Seguía sospechando de ellos, a pesar de lo que los representantes habían declarado ante la policía. Pero no quería presionarlos de manera directa. Otra fuente que no fuera la brigada de homicidios debía encargarse. Quería ver si reaccionaban.

Quizá, si pudiera encontrar a alguien a quien hubieran despedido recientemente, o al que hubieran «trasladado», aun conocería a gente de la empresa, tal vez a los que habían utilizado el piso de la calle Los Romeros. Encontró la lista que le había entregado Diego Torres, el director de Recursos Humanos. Nombres, direcciones, teléfonos de sus casas, y las fechas en que abandonaron la empresa. ¿Cómo los iba a localizar a esa hora del día? Comenzó con los que habían dejado la empresa más recientemente, pensando que a lo mejor seguirían desempleados hasta después del verano. No encontró más respuestas que las de los contestadores, números ya en desuso, y luego, por fin, una señal que duró un rato. Contestó una mujer con voz de sueño. Falcón preguntó por David Curado. La mujer gritó y arrojó el teléfono, que aterrizó suavemente. Curado lo cogió. Sonaba como si acabara de volver a la vida. Falcón le explicó el apuro en que se encontraba.

– Desde luego -dijo Curado, despertándose al instante-. Estoy dispuesto a hablar con quien sea de esos gilipollas.


Curado vivía en un moderno bloque de pisos de Tabladilla. Falcón lo conocía. Había estado allí hacía tres años, observando una emergencia con rehenes desde el otro lado de la calle. Curado le abrió desnudo de cintura para arriba. Llevaba unos pantalones cortos de color blanco como los del tenista Rafael Nadal. Al igual que Nadal, parecía que iba al gimnasio. Gotas de sudor le perlaban la frente.

Hacía calor en el piso. La chica que había contestado al teléfono estaba despatarrada en la cama con unas bragas y una camiseta minúscula. Curado le ofreció a Falcón algo de beber. Él le pidió agua. La chica emitió un gruñido y se dio la vuelta. Sus brazos golpearon el colchón.

– Está enfadada -dijo Curado-. Cuando no gano dinero, de día no pongo el aire acondicionado.

– Dav-i-i-id -dijo la chica en un largo gemido.

– Pero ya que está usted aquí -dijo, poniendo los ojos en blanco.

Se levantó y le dio a un interruptor. Una ligera neblina apareció en la rejilla de ventilación. La chica emitió un grito orgásmico.

– ¿Cuánto tiempo trabajó para Informaticalidad? -dijo Falcón.

– Poco más de un año. Quince meses, más o menos.

– ¿Cómo consiguió el trabajo?

– Fueron ellos quienes me buscaron, pero yo procuré que vinieran a buscarme.

– ¿Y cómo lo procuró?

– Yendo a misa -dijo Curado-. Los vendedores de Informaticalidad eran los mejor pagados del sector, y no todo se basaba en comisiones. Pagaban un buen salario base de unos mil cuatrocientos euros al mes, y podías triplicarlo si trabajabas duro. En aquella época yo trabajaba como un esclavo en un sitio donde me pagaban mil trescientos euros, todo en comisiones. De modo que comencé a preguntar por ahí, y era extraño: nadie sabía cómo esa empresa reclutaba a sus vendedores. Llamé a las agencias, miré en la prensa y en las revistas especializadas, en internet. Incluso llamé a la propia empresa, a Informaticalidad, y no quisieron decirme cómo contrataban a su personal. Intenté trabar amistad con los equipos de ventas de Informaticalidad, pero pasaron de mí. Comencé a fijarme en a quién vendían, y no importaba qué precios ofreciera yo, nunca podía hacer venta. Una vez una empresa comenzaba a comprarle a Informaticalidad, ellos conseguían la exclusiva. Por eso pueden ofrecer un salario base alto. No tienen que competir. Así que comencé a fijarme en los tipos que trabajaban en las empresas que compraban a Informaticalidad e intenté hacerme amigo suyo. Nada.

»No había conseguido nada cuando despidieron a una compradora de una de esas empresas. Fue ella la que me dijo cómo funcionaba: tienes que ir a misa, y no puedes ser una mujer. Reunía la mitad de las condiciones, pero no había ido a misa en quince años. Ellos iban a tres iglesias: la de la Magdalena, la de Santa María la Blanca y la de San Marcos. Me compré un traje negro y empecé a ir a misa. A los pocos meses ya habían venido a por mí.

– Así que consiguió el trabajo, dinero, un bonito piso -dijo Falcón-. ¿Qué fue lo que falló?

– Casi de inmediato comenzaron a acaparar mi tiempo libre. Nos enviaban a cursillos: cursos de venta y de información del producto. Cosas normales. Sólo que era casi cada fin de semana y había mucha mierda repetitiva de los valores de la empresa y de religión, y no siempre era fácil diferenciarlos. También hacían otra cosa. Te emparejaban con uno de los veteranos que llevaba dos o tres años en la empresa, y que era tu mentor. Si tenías mala suerte y te tocaba uno de los «serios», te llenaba la cabeza de más mierda. Me di cuenta de que algunos que habían comenzado al mismo tiempo que yo desaparecían.

– ¿Desaparecían?

– Perdían su personalidad. Se convertían en hombres de Informaticalidad, con una mirada vidriosa y el cerebro sintonizado en una sola frecuencia. Me ponían los pelos de punta. Eso -dijo Curado, inclinándose hacia delante en actitud conspiratoria- y la ausencia de mujeres entre los vendedores. Quiero decir que no había ni una…

– ¿Cómo se llevaba con su mentor?

– ¿Marco? Era un buen tipo. Todavía hablo con él alguna vez, aun cuando los empleados de Informaticalidad tienen prohibido hablar con los ex empleados.

– ¿Por qué se fue?

– Aparte de que no había mujeres y de toda esa mierda del lavado de cerebro, no me dejaban acceder a donde se ganaba dinero de verdad. Como ya le he dicho, vendían a empresas sin tener que competir, de modo que tenías un buen salario base. Pero si querías conseguir grandes comisiones, todo consistía en lograr que los futuros clientes se «convirtieran» al estilo de Informaticalidad. Si lo lograbas, tenías comisión en todo lo que se vendía a esa empresa… para siempre.

– ¿Y cómo funcionaba eso?

– No llegué a averiguarlo. Nunca pasé del escalón más bajo de vendedores. No tenía la mentalidad adecuada -dijo, dándose un golpecito en la frente-. Al final me obligaron a irme por aburrimiento. No hacía más que rellenar formularios y llevar recados. Me mandaban pedidos y yo los transmitía a «suministros». Era la manera que tenía Informaticalidad de librarse de ti.

Falcón recibió una llamada del inspector jefe Barros.

– Voy de camino a un piso de la calle Butrón -dijo Barros-. Será mejor que venga.

– Estoy en mitad de una entrevista -dijo Falcón, irritado.

– Ricardo Gamero se estaba retrasando mucho, así que envié a uno de mis agentes a su casa. Nadie le abría la puerta. La mujer del piso de abajo le abrió. Dijo que había visto subir a Gamero, pero no salir. El agente me llamó y le dije que entrara como pudiera, y en ese momento la mujer comenzó a chillar. En el bloque hay un patio de luces. Había abierto la ventana para llamar a alguien por el patio. Gamero estaba colgado de la ventana de su dormitorio.

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