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Sevilla. Viernes, 9 de junio de 2006, 05:03 horas


No hubo disparos. De la cabeza de Alarcón partió una fuerza que viajó por el cañón del revólver, atravesó la mano de Fernando, su brazo y su hombro y llegó a su cerebro. Hizo estremecer la parte superior de su cuerpo, y el cañón dejó de apuntar, con lo que Fernando tuvo que volver a colocarlo en la coronilla de Alarcón, no una ni dos, sino tres veces. Su dedo acariciaba el gatillo cada ver que volvía a apuntarle. Parpadeó, dio enormes bocanadas de aire y bajó la mirada hacia Alarcón, que unos momentos atrás había sido el objeto de su insondable odio. No podía hacerlo. De algún modo, las palabras de Alarcón le habían arrebatado toda su decisión. Había sido una cura milagrosa a su sed de venganza. Sabía con absoluta certeza que había oído la verdad.

Al alba, cuando el azul de medianoche del cielo se transformaba en añil, Fernando bajó el brazo y lo dejó colgando con el peso del arma. Ferrera avanzó, se la quitó de la mano, ahora floja, y la enfundó. Alejó a Fernando de Alarcón, que cayó hacia delante a cuatro patas.

– Lleva a Fernando al coche y espósalo -dijo Falcón.

Alarcón tenía arcadas secas y sollozaba por el repentino alivio de la tensión. Falcón lo ayudó a ponerse en pie y lo llevó hasta la puerta, donde estaba su mujer, que tenía los ojos como platos y las facciones rígidas. Falcón preguntó dónde estaba el cuarto de baño. La petición devolvió a Mónica Alarcón a la realidad. Acompañó a Falcón y a su marido al piso de arriba, donde los niños estaban levantados, uno agarrando un tigre de peluche y el otro una mantita azul, sin comprender el drama de los adultos. Mónica llevó a los niños al dormitorio. Fue al cuarto de baño, donde su marido intentaba desabrocharse los botones del pijama. Falcón le dijo que ayudara a desvestirse a su marido y lo metiera en la ducha. La esperaría en la cocina.

El agotamiento se apoyó en Falcón como un perro grande y estúpido. Cerró la puerta principal y se sentó a la mesa de la cocina, contemplando el jardín, con una sola idea surcando su mente. Jesús Alarcón no formaba parte de la conspiración. Daba toda la impresión de no ser más que un testaferro dócil e ignorante.

Mónica entró en la cocina y le ofreció café. Le temblaron las manos al coger los platillos y las tazas. Tuvo que pedirle a Falcón que pusiera la cafetera.

– ¿Tenía una pistola? -preguntó Mónica-. ¿Fernando tenía una pistola?

– Su marido se las ha arreglado muy bien -comentó Falcón, asintiendo.

– Pero Fernando y Jesús se llevaban muy bien.

– Fernando leyó algo que no debería haber leído y tomó una conjetura por un hecho -dijo Falcón-. Gracias al valor de su marido la cosa no ha acabado en tragedia.

– Los dos admirábamos mucho a Fernando por la manera en que estaba sobrellevando su terrible pérdida -dijo Mónica-. No tenía ni idea de que fuera una persona tan inestable.

– Creyó que su marido le había traicionado, que se había hecho amigo suyo para promocionar su carrera política. Y Fernando es inestable. Después de perder a tu mujer y a tu hijo de ese modo forzosamente eres inestable.

Jesús apareció en la puerta. Había perdido su aspecto ceniciento. Se había afeitado y llevaba una camisa blanca y pantalones negros. Falcón le puso un café. Mónica subió a ver a los niños. Se sentaron a la mesa de la cocina.

– Esta noche han pasado muchas cosas -dijo Falcón-. ¿Puede responder a unas preguntas antes de que comentemos lo ocurrido?

Alarcón asintió y revolvió el azúcar de su café.

– ¿Puede decirme dónde estuvo el sábado tres de junio? -preguntó Falcón.

– Fuimos a pasar el fin de semana al norte de Madrid -dijo Alarcón-. Una de las amigas de Mónica se casaba. El banquete se celebró en una finca que hay yendo hacia El Escorial. El domingo dormimos allí, y volvimos con el AVE de primera hora de la mañana del lunes.

– Antes de eso, y durante esa semana, ¿fue a casa de Eduardo Rivero, a las oficinas de Fuerza Andalucía?

– No -dijo Alarcón-. Siguiendo el consejo de Ángel Zarrías, me mantuve alejado de Eduardo. Ángel todavía lo estaba convenciendo de que dimitiera como líder del partido, y supuso que Eduardo consideraría una humillación ver la savia joven del partido revoloteando a su alrededor. Así que no vi a ninguno de los dos, excepto a Ángel, que vino un par de veces a casa a ponerme al corriente de cómo iba todo.

– Cuando comenta que no vio a ninguno de ellos, ¿a quién más incluye?

– A Eduardo Rivero y a los tres principales patrocinadores del partido, todos ellos partidarios míos: Lucrecio Arenas, César Benito y Agustín Cárdenas.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Eduardo Rivero?

– El martes por la mañana, cuando de manera formal renunció a su cargo a mi favor.

– ¿Y antes?

– Creo que comimos juntos el veinte de mayo. Tendría que comprobarlo en mi diario.

– ¿Alguna vez vio a este hombre? -preguntó Falcón, sin dejar de mirar a Alarcón mientras le ponía delante una foto de Tateb Hassani. Estaba claro que no lo conocía de nada.

– No -dijo Alarcón.

– ¿Alguna vez ha oído mencionar los nombres de Tateb Hassani o Jack Hansen?

– No.

Falcón cogió la foto y se puso a darle vueltas.

– Ese hombre, ¿tiene algo que ver con lo que decía Fernando? -preguntó Alarcón-. Parece norteafricano. El primer nombre que ha mencionado…

– Era de origen marroquí, pero obtuvo la ciudadanía estadounidense -dijo Falcón-. Ahora está muerto. Asesinado. Rivero, Zarrías y Cárdenas están detenidos como sospechosos de su asesinato.

– Estoy confuso, inspector jefe.

– Hace unas horas don Eduardo me ha dicho que la semana pasada le pagó cinco mil euros a Tateb Hassani por su asesoría acerca de cómo Fuerza Andalucía debía abordar su política de inmigración.

– Eso es ridículo. Nuestra política de inmigración hace meses que quedó fijada. Comenzamos a trabajar en ella el pasado octubre, cuando la Unión Europea le abrió la puerta a Turquía y a todos los inmigrantes africanos que intentaban saltar la valla para entrar en Melilla. Fuerza Andalucía no cree que un país musulmán, aun cuando tenga un gobierno laico, sea compatible con los países cristianos. A lo largo de la historia los europeos han demostrado ser sistemáticamente intolerantes con las demás religiones. No tenemos ni idea de cuáles serán las consecuencias sociales de admitir a Turquía, cuyo resultado consistirá en que una quinta parte de la población de la Unión Europea será musulmana.

– Ahora no está en campaña electoral, señor Alarcón -dijo Falcón, levantando los brazos contra esa avalancha de opiniones.

– Lo siento -dijo Alarcón, negando con la cabeza-. Es algo automático. ¿Pero por qué Rivero, Zarrías y Cárdenas están acusados de asesinar a un hombre al que sólo pagaron para que les asesorara políticamente? ¿Por qué Fernando cree que Fuerza Andalucía es de algún modo responsable de haber colocado la bomba en la mezquita?

– Voy a contarle un hecho irrefutable y quiero que me diga qué es lo que usted deduce de él -dijo Falcón-. Habrá oído en las noticias que dentro de la mezquita encontraron una caja ignífuga, dentro de la cual había planos de dos escuelas y de la Facultad de Biología, con notas en árabe adjuntas.

– Notas que impartían instrucciones terroríficas.

– Tateb Hassani escribió las notas.

– Entonces, ¿era un terrorista?

Falcón esperó unos segundos, golpeando la mesa con los bordes de la foto, uno tras otro, mientras la cafetera humeaba tranquilamente en un rincón. Alarcón se miró ceñudo el dorso de las manos mientras su mente llevaba a cabo todas las permutaciones. Falcón le contó los demás datos que aún no eran de dominio público: que la letra de Tateb Hassani era la misma que había escrito las notas en los dos ejemplares del Corán, uno encontrado en la Peugeot Partner y el otro en el apartamento de Miguel Botín. También le contó el último encuentro de Ricardo Gamero con Ángel Zarrías, que había desembocado en el suicidio del agente del CGI. Alarcón giró las manos y se miró las palmas, como si su futuro político se le escurriera entre los dedos.

– No sé qué decir.

Falcón le relató brevemente la vida de Tateb Hassani y le preguntó si ese le parecía el perfil de un radical islamista peligroso.

– ¿Por qué le pagaron a Tateb Hassani para que redactara unos documentos que indicaban que se planeaba un atentado terrorista cuando, como ha quedado claro con el descubrimiento de restos de hexógeno en la Peugeot Partner, los terroristas islámicos estaban acumulando material para iniciar una campaña de atentados? -preguntó Alarcón-. No tiene sentido.

– El comité ejecutivo de Fuerza Andalucía no sabía lo del hexógeno -comentó Falcón, lo que le llevó a relatar lo de la vigilancia de Informaticalidad, los falsos inspectores del ayuntamiento, los electricistas, y la colocación de un dispositivo secundario de Goma 2 Eco y la caja ignífuga.

Alarcón estaba estupefacto. Conocía a todos los directivos de Informaticalidad, a los que describió como «parte de la organización». Sólo en ese momento comprendió por fin cómo lo habían utilizado.

– Y a mí me designaron como la nueva cara de Fuerza Andalucía -dijo Falcón-, para que, después de esa atrocidad, atrajera el voto antiinmigración, lo que nos proporcionaría el porcentaje necesario para formar una coalición natural con el Partido Popular para la campaña parlamentaria del año que viene -dijo Alarcón.

Las revelaciones arrebataron a Alarcón la poca energía que le quedaba, y se quedó sentado con los brazos inertes a los lados, mientras contemplaba la catástrofe en la que se había visto implicado sin saberlo.

– Comprendo que esto ha de ser muy duro para usted… -dijo Falcón.

– Las implicaciones son tremendas, claro -dijo Alarcón, con una extraña mezcla de consternación y alivio extendiéndose por sus facciones-. Pero no pensaba en eso. Pensaba en que la locura de Fernando ha tenido el efecto secundario involuntario de exonerarme de toda culpa delante del inspector jefe de la investigación.

– En nuestro abanico de técnicas de interrogatorio ya no se incluyen las ejecuciones simuladas -dijo Falcón-. Pero me ha ahorrado mucho tiempo.

– Tampoco era lo que yo tenía en mente al proponer ampliar los poderes de la policía al enfrentarse a los terroristas -dijo Alarcón.

– Tendrá que esforzarse un poco más si quiere conseguir mi voto -dijo Falcón-. ¿Cómo describiría su relación con Lucrecio Arenas?

– No exagero si le digo que para mí ha sido como un padre -dijo Alarcón.

– ¿Cuánto hace que lo conoce?

– Once años -dijo Alarcón-. De hecho, más, le conocí cuando trabajaba en McKinsey's, en Suramérica, pero nos hicimos íntimos cuando pasé a Lehman Brothers y comencé a tener tratos con los banqueros e industriales españoles. Me fichó en 1997, y desde entonces ha sido para mí como un segundo padre… toda mi carrera se la debo a él. Fue él quien me hizo creer en mí mismo. Después de Dios, es lo más importante de mi vida. Era la respuesta que esperaba Falcón.

– Si cree que él está implicado en algo, piénselo dos veces -dijo Alarcón-. No lo conoce como yo. Esto no es más que una intriga provinciana, cocida por Zarrías y Rivero.

– Rivero está acabado -dijo Falcón-. Estaba acabado antes de que todo esto pasara. Estaba metido en un escándalo y todo el mundo le señalaba con el dedo. Conozco a Ángel Zarrías. No es un líder. Él fabrica líderes, pero es incapaz de montar una conspiración. ¿Qué puede decirme de Agustín Cárdenas y César Benito?

– Necesito otro café -dijo Alarcón.

– Le propongo un interesante vínculo para que piense en él -dijo Falcón-. Informaticalidad con Horizonte, con Banco Omni, con…

¿I4IT?

La cafetera gorgoteó, dejó escapar unas gotas, siseó y humeó mientras Alarcón revoloteaba alrededor, parpadeando ante ese nuevo punto de vista, cotejándolo con su propio banco de datos. La duda se dibujó en su entrecejo. Falcón sabía que eso no iba a ser suficiente, pero no tenía más. Si Rivero, Zarrías y Cárdenas no confesaban, entonces Alarcón quizá fuera su única puerta a la conspiración, pero iba a ser una puerta difícil de abrir. Falcón no sabía lo suficiente de Lucrecio Arenas como para hacer que Alarcón se indignara por la manera en que su así llamado «padre» se había aprovechado desvergonzadamente de él.

– Sé lo que pretende de mí -dijo Alarcón-, pero no puedo hacerlo. Comprendo que ya no se lleva ser leal, sobre todo en la política y los negocios, pero no puedo evitarlo. El solo hecho de sospechar de esas personas sería como volverme en contra de mi familia. Es decir, ellos son mi familia. Mi suegro es uno de ellos…

– Por eso le eligieron a usted -dijo Falcón-. En usted se daba una combinación extraordinaria. No estoy de acuerdo con sus ideas políticas, pero me doy cuenta de que, para empezar, es usted muy valiente, y que sus intenciones hacia Fernando eran totalmente honorables. Es usted un hombre inteligente y con talento, pero su vulnerabilidad se halla en su supuesta lealtad. A los poderosos les gusta esa cualidad en los demás, pues usted posee todas las cualidades de las que ellos carecen, y se le puede manipular para que ellos alcancen sus fines.

– Qué mundo tan maravilloso este en el que la lealtad es vista como vulnerabilidad -dijo Alarcón-. Su trabajo debe de haberle convertido en un cínico, inspector jefe.

– No soy ningún cínico, señor Alarcón. Es sólo que me he dado cuenta de que la naturaleza de la virtud es ser previsible. Es siempre el mal lo que te corta el aliento con su audaz e inconcebible virtuosismo.

– Lo recordaré.

– No me sirva más café -dijo Falcón-. Tengo que dormir, quizá volvamos a hablar cuando haya tenido tiempo de pensar en todo lo que le he dicho y yo haya comenzado a interrogar a Rivero, Zarrías y Cárdenas.

Alarcón lo acompañó a la puerta principal.

– Por lo que a mí se refiere -dijo Alarcón-, no deseo que se castigue a Fernando por lo que me hizo. Mi sentido de la lealtad también me permite comprender los profundos efectos de la deslealtad y la traición. Si usted quiere presentar cargos contra él, hágalo, pero yo no lo haré.

– Si la prensa se entera no tendré más remedio que procesarlo -comentó Falcón-. Le robó su arma de fuego a un policía y ha cometido un intento de asesinato.

– No le diré nada a la prensa. Tiene mi palabra.

– Acaba de salvar la carrera de uno de mis mejores agentes -dijo Falcón, saliendo al porche.

Caminó hasta la verja y se volvió hacia Alarcón.

– Supongo que, después de la reunión de ayer por la noche, Lucrecio Arenas y César Benito siguen en Sevilla -dijo Falcón-. Le sugiero que se vea con uno de ellos, o con los dos, antes de que la información que le he dado sea de dominio público.

– César ya no estará en Sevilla. Tenía que ir al Holiday Inn de Madrid para una conferencia -dijo Alarcón-. Un futuro político destruido en setenta y dos horas desde su nacimiento, ¿es eso un nuevo récord en España?

– En este momento -dijo Falcón-, tiene usted la ventaja de que está limpio. Si sigue así, siempre tendrá un futuro. Sólo si acaba juntándose con los corruptos estará acabado. Su viejo amigo Eduardo Rivero podría decírselo desde el fondo del pozo de su experiencia.


Cristina Ferrera y Fernando estaban sentados en la parte de atrás del coche de Falcón. Ella le había esposado las manos a la espalda, y él estaba inclinado hacia delante, la cabeza apoyada en el asiento delantero. Falcón se dijo que habían estado hablando, pero que ahora estaban exhaustos. Se volvió hacia ellos desde el asiento del conductor.

– El señor Alarcón no va a presentar cargos y no hablará con la prensa de este incidente -dijo-. Si le acusara yo perdería a uno de mis mejores agentes, su hija perdería a su padre y único progenitor que le queda y habría que darla en acogida o llevarla a vivir con sus abuelos. Usted pasaría al menos diez años en la cárcel y Lourdes no lo conocería. ¿Cree que es un resultado satisfactorio para un arrebato de rabia, Fernando?

Cristina Ferrera miró por la ventanilla parpadeando de alivio. Fernando levantó la cabeza.

– Y si su rabia hubiera conseguido dominarlo -dijo Falcón-, si su odio hubiese sido tan extremo que ninguna razón hubiera podido dominarlo, y hubiera acabado matando a Jesús Alarcón, entonces lo que le he dicho antes seguiría siendo cierto, aunque su condena habría sido más larga, y habría tenido la muerte de un inocente sobre su conciencia. ¿Qué opina, a la luz del alba de un nuevo día?

Fernando se quedó mirando al frente, más allá del parabrisas, hacia la calle que se iluminaba por momentos.

No dijo nada. No había nada que decir.


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