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Sevilla. Viernes, 9 de junio de 2006, 08:17 horas


– Ayer por la noche no acudiste a tu cita -dijo Alicia Aguado.

– No estaba en condiciones -dijo Consuelo-. La otra vez que vine, fui a la farmacia con la receta que me habías dado, compré el medicamento pero no lo tomé. Volví a casa de mi hermana. Me pasé casi todo el día en su habitación de invitados. Estuve llorando tan a grito pelado que no podía respirar.

– ¿Cuándo fue la última vez que lloraste?

– No creo haber llorado nunca… no de verdad. No de pena -dijo Consuelo-. Ni siquiera recuerdo haber llorado de niña, aparte de cuando me hacía daño. Mi madre decía que yo era un bebé silencioso. Creo que no era de las lloronas.

– ¿Y cómo te sientes ahora?

– ¿Es que no te das cuenta? -dijo Consuelo, moviendo la muñeca bajo los dedos de Aguado.

– Dímelo.

– No es un estado fácil de describir -dijo Consuelo-. No quiero parecer una idiota sentimentaloide.

– Parecer una idiota sentimentaloide es un buen comienzo.

– Hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien -dijo Consuelo-. No puedo decir que me encuentre bien, pero ha desaparecido esa aterradora sensación de que algo espantoso va a ocurrir. Y también esa extraña urgencia sexual.

– ¿Así que ya no crees que vas a volverte loca? -dijo Aguado.

– No estoy del todo segura -dijo Consuelo-. He perdido toda sensación de equilibrio. No me parece que tenga una sola sensación, sino dos extremas y opuestas. Me siento llena y vacía, valiente y cobarde, furiosa y serena, feliz y desconsolada. No hay manera de encontrar el término medio.

– No puedes esperar que tu mente se recupere tan sólo por haber llorado veinticuatro horas -dijo Aguado-. ¿Crees que podrías contarme lo que te pasó ayer por la mañana? Parece ser que te diste cuenta de algo que te dejó destrozada. Me gustaría hablar de eso.

– No estoy segura de poder recordar cómo ocurrió -dijo Consuelo-. Es como la bomba de Sevilla. Han ocurrido tantas cosas que parece que ya hayan pasado diez años.

– Luego te explicaré cómo ocurrió -dijo Aguado-. Concéntrate en lo que pasó. Descríbelo lo mejor que puedas.

– Comenzó como una especie de presión, como si una membrana se extendiera a lo largo de mi mente, como una lámina opaca de látex, contra la cual alguien o algo hacía presión. Ya me había pasado antes. Me siento mareada, como si me hallara en ese punto intermedio entre estar contenta y borracha. En el pasado, cuando eso me ocurría, para que se me pasara hacía algo, como rebuscar en mi bolso. La actividad física me ayudaba a reafirmar la realidad, pero me quedaba con la sensación de algo inminente que no había llegado a pasar. Lo interesante es que dejé de experimentar esos momentos hace unos años.

– ¿Y los sustituyó alguna otra cosa?

– En aquel momento no lo pensé -dijo Consuelo-. Simplemente me alegraba haberme librado de esa sensación. Pero ahora pienso que fue entonces cuando empezaron las urgencias sexuales. De la misma manera que la presión comenzaba durante un periodo de calma de la actividad cerebral, la urgencia me acuciaba a veces en una reunión, o jugando con los niños, o probándome un par de zapatos. Me desasosegaba no poder controlarla cuando aparecía, pues venía acompañada de imágenes gráficas que me dejaban disgustada conmigo misma.

– ¿Qué pasó ayer? -preguntó Aguado.

– Regresó la membrana -dijo Consuelo, con las palmas repentinamente húmedas apoyadas en los brazos de la butaca-. La presión era mucho más grande, y parecía expandirse a una velocidad increíble, hasta que pensé que me iba a estallar la cabeza. De hecho, sentí una sensación como de estallido, o como si el cráneo se me fuera a partir en dos, acompañado de esa sensación que tienes en los sueños de caer sin parar. Me dije: esto es el final. Estoy acabada. El monstruo ha salido de las profundidades y voy a volverme loca.

– Pero eso no ocurrió, ¿verdad?

– No. No había ningún monstruo.

– ¿Había algo?

– Estaba yo sola. Una mujer solitaria en una calle lluviosa, llena de dolor, de culpa y desesperación. No sabía qué hacer conmigo.

– Cuando esto ocurrió, habíamos estado hablando de alguien que conocías -dijo Aguado-. Un marchante de arte de Madrid.

– Ah sí, él. ¿Te dije que había matado a un hombre?

– Sí, pero me lo contaste de una manera especial.

– Ya lo recuerdo -dijo Consuelo-. Te lo conté como si su crimen fuera mayor que el mío.

– ¿Qué significa eso?

– ¿El que yo creyera haber cometido un crimen? -dijo Consuelo-. La diferencia es que yo sabía lo que había hecho. Siempre afronté que había tenido dos abortos, incluso la vergonzosa manera en que gané dinero para pagarme el primero.

– Cuyo resultado fue que tu mente quedara un poco confusa -dijo Aguado-. ¿Las imágenes sexuales gráficas?

– No te entiendo.

– El dolor que mencionaste cuando mirabas dormir a tus hijos, sobre todo al pequeño… ¿qué crees que era?

Consuelo tragó la saliva espesa que tenía en la boca y las lágrimas le cayeron por las mejillas.

– Una vez me dijiste que era el amor lo que te dolía -dijo Aguado-. ¿Sigues creyendo que era amor?

– No -dijo Consuelo al cabo de unos minutos-. Era culpa por lo que había hecho, y pena por lo que pudo haber sido.

– Volvamos a ese momento en que estabas en la calle lluviosa. Creo que en otra sesión me dijiste que mirabas a la gente elegante que salía de una galería de arte. ¿Recuerdas lo que pensabas antes de decidir que querías ser como ellos, que querías «reinventarte»?

Hubo un largo silencio. Aguado no se movió. Se quedó con aquellos ojos que no veían clavados al frente, sintiendo el pulso bajo sus dedos, como una cuerda que se desenreda.

– Arrepentimiento -dijo Consuelo-. El deseo de no haberlo hecho, y cuando vi a esa gente saliendo a la calle me dije que no eran de la clase de personas que acaban sumidas en el mismo estado que yo. Fue entonces cuando decidí abandonar esa persona patética, solitaria y digna de lástima que estaba en aquella calle mojada, y ser otra.

– Así que, aunque siempre habías «afrontado» lo que habías hecho, faltaba algo. ¿Qué era?

– La persona que lo había hecho -dijo Consuelo-. Yo.


Las órdenes de registro de la casa de Eduardo Rivero, las oficinas de Fuerza Andalucía, el apartamento de Ángel Zarrías y la residencia de Agustín Cárdenas se emitieron a las 7:30 de la mañana. A las 8:15 la policía científica ya había entrado, habían copiado los discos duros del ordenador y habían reunido las pruebas que posteriormente enviaron a Jefatura. El comisario Elvira, los seis miembros de la brigada de homicidios y los tres componentes del CGI acordaron una reunión estratégica en Jefatura a las 8.45.

La idea era que el equipo de nueve hombres interrogara a los tres sospechosos, con algunas pausas, durante un total de trece horas y media. Para evitar que los sospechosos establecieran relaciones o se acostumbraran a un estilo determinado, cada miembro del equipo interrogaría a cada sospechoso durante una hora y media. Mientras los tres primeros interrogadores trabajaban, los tres siguientes observarían, y los otros tres descansarían o comentarían la información obtenida. A las tres comerían y habría otra discusión táctica. La siguiente sesión duraría de las 4 a las 10, y si ninguno de los sospechosos había confesado para entonces, habría otra pausa para cenar y una sesión final de hora y media hasta medianoche.

La intención de los interrogatorios no era convencer a los sospechosos de que admitieran haber asesinado a Tateb Hassani, sino obligarles a revelar quién le había puesto en contacto con Fuerza Andalucía, por qué lo habían utilizado a él, dónde se habían entregado los documentos que había preparado, y quién más había asistido a la cena en la que fue envenenado Tateb Hassani.

Todos estaban agotados. Cuando acabó la reunión hubo suspiros, algunos se pasaron la mano por el pelo, o se quitaron la chaqueta y se arremangaron la camisa. Acordaron que Falcón se encargaría primero de Ángel Zarrías, Ramírez se las vería con Eduardo Rivero y Barros trabajaría a Agustín Cárdenas. En cuanto les dijeron que los sospechosos estaban en las salas de interrogatorio, bajaron.

Después de Falcón sería Ferrera quien interrogaría a Ángel Zarrías. Se quedaron delante de la cristalera, mirándolo. Zarrías estaba sentado a la mesa. Llevaba una camisa blanca de manga corta, tenía las manos entrelazadas y los ojos fijos en la puerta. Parecía tranquilo. Falcón se sentía demasiado cansado para esa confrontación.

– Pronto verás que Ángel Zarrías es un hombre encantador -dijo Falcón-. Sobre todo le gustan las mujeres. No lo conozco muy bien porque es de esa clase de hombre que te mantiene a distancia con su encanto. Pero debajo de todo eso tiene que haber una persona real. Tiene que estar el fanático que deseaba que esta conspiración funcionara. Ese es el hombre al que queremos llegar, y una vez lo tengamos, querremos mantenerlo ahí, a la vista, el mayor tiempo posible.

– ¿Y cómo va a hacer eso? -dijo Ferrera-. Es prácticamente su cuñado.

– He aprendido unas cuantas cosas de José Luis -dijo Falcón, señalando con la cabeza la sala de interrogatorios donde estaba Rivero, en la que Ramírez acababa de entrar.

– Entonces me fijaré en los dos -dijo Ferrera.

Los ojos de Ángel Zarrías parpadearon cuando Falcón abrió la puerta. Sonrió y se puso en pie.

– Me alegro de verte, Javier -dijo-. Me alegro tanto de verte. ¿Has hablado con Manuela?

– He hablado con Manuela -dijo Falcón, que se sentó sin poner en marcha ninguno de los equipos de grabación ni hacer los trámites habituales de presentación-. Está furiosa.

– Bueno, la gente reacciona de maneras muy diferentes cuando detienen a su pareja en plena noche acusada de asesinato -dijo Zarrías-. Me imagino que algunos se enfadan. Yo mismo no sé cómo me sentiría.

– No estaba furiosa por tu detención -dijo Falcón.

– Se puso hecha una fiera con tus agentes -dijo Ángel.

– Fue después de que yo hablara con ella cuando se puso… encendida de ira -dijo Falcón-. Creo que esa es una descripción adecuada.

– ¿Cuándo hablaste con ella? -dijo Zarrías, incómodo y perplejo.

– Hacia las dos de la mañana -dijo Falcón-. A esa hora ya me había dejado cinco mensajes en el móvil.

– Claro… Es normal.

– Como sabes, puede llegar a ser una persona muy difícil cuando se deja llevar por las emociones -dijo Falcón-. No me fue posible decirle sólo que te habían detenido bajo sospecha de asesinato y ya está. Quería saber de quién, dónde y por qué.

– ¿Y qué le dijiste?

– Tuve que explicárselo poco a poco, porque, naturalmente, hay implicaciones legales, pero puedo asegurarte que sólo le dije la verdad.

– ¿Y cuál es esa «verdad» que le dijiste?

– Eso es lo que se supone que tú tienes que decirme, Ángel. Tú eres quien ha cometido el delito y yo el interrogador, y entre nosotros media una verdad. La idea es que hemos de llegar al fondo de esa verdad, pero no soy yo quien ha de decirte lo que has hecho. Eso es cosa tuya.

Silencio. Zarrías miró el equipo de grabación apagado. A Falcón le alegró ver que estaba confuso. Se inclinó hacia delante, puso en marcha la grabadora e hizo las presentaciones.

– ¿Por qué mataste a Tateb Hassani? -preguntó Falcón, reclinándose en la silla.

– ¿Y si te digo que yo no lo maté?

– Si quieres, para el propósito de este interrogatorio, no haremos distinción entre el cargo de asesinato y el de conspiración para asesinar -dijo Falcón-. ¿Eso te facilita las cosas?

– ¿Y si te digo que yo no tuve nada que ver con el asesinato de Tateb Hassani?

– Ya has sido implicado, junto con Agustín Cárdenas, por el anfitrión de la última y fatal cena de Hassani, Eduardo Rivero -dijo Falcón-. Un empleado del servicio doméstico de la casa te ha identificado como uno de los presentes en la escena del crimen. Así que negar que tuviste algo que ver con la muerte de Hassani te será una postura muy difícil de mantener.

Ángel Zarrías escrutó intensamente la cara de Falcón, algo que para él no era nada nuevo. Su antigua técnica, antes de su crisis nerviosa de 2001, era hacer frente a esas miradas con su expresión acorazada. Su nueva técnica consistía en recibirlas, llevarlas al borde de su profundo pozo y retarlos a mirar en su interior. Eso fue lo que hizo con Ángel Zarrías. Pero Ángel no se acercó. Le lanzó una dura mirada pero no se acercó al borde del pozo. Retrocedió y recorrió la sala con la mirada.

– No nos atasquemos en todos los detalles -dijo Falcón-. No me interesa quién puso el cianuro ni en qué, ni quién estaba presente cuando Agustín Cárdenas hizo el trabajo sangriento. Aunque sí me interesa saber de quién fue la idea de meter a Tateb Hassani en un sudario. ¿Pronunciasteis alguna oración islámica idónea para el momento? ¿Lo lavasteis antes de meterlo en el sudario? No nos resultó fácil de averiguar cuando lo descubrimos, hinchado y hediondo, con el sudario roto, en el vertedero de las afueras de Sevilla. Pero me pareció una cortés muestra de respeto de una religión a otra. ¿Fue idea tuya?

Ángel Zarrías echó su silla hacia atrás y, en su agitación, comenzó a medir la sala a pasos.

– No me estás diciendo nada, Ángel, y acabamos de empezar.

– ¿Qué demonios esperas que diga?

– Muy bien. Lo sé. Es difícil. Siempre has sido un buen católico, un hombre de una gran fe religiosa -dijo Falcón-. Incluso conseguiste que Manuela fuera a misa, y a ella le debió encantar que lo hicieras. La culpa es un estado que debilita a un buen hombre como tú. Vivir en pecado mortal debe de ser aterrador, aunque, del mismo modo, debe de ser una tarea descomunal tener que acudir al confesionario a contar el peor crimen que puede cometer un hombre. Voy a ponerte las cosas fáciles. Olvidémonos de Tateb Hassani por el momento y pasemos a algo que no te haga sentir tan incómodo, algo de lo que seas capaz de hablar, que te afloje las cuerdas vocales para, más adelante, volver a las revelaciones más difíciles.

Ángel Zarrías se paró en seco y miró a Falcón. Bajó los hombros, su pecho parecía el tejado de una catedral a punto de desplomarse.

– Muy bien, pregunta.

– ¿Dónde estabas el miércoles, siete de junio, entre la una y media y las tres de la tarde?

– No me acuerdo. Probablemente comiendo.

– Siéntate y piénsalo -dijo Falcón-. Fue el día después de la explosión. Recibiste una llamada telefónica de alguien que estaba desesperado. Estoy seguro de que lo recuerdas: un ser humano sumido en la zozobra que necesitaba hablar contigo.

– Ya sabes quién es, así que dímelo -dijo Ángel, que comenzó a pasear de nuevo su agitación.

– ¡Siéntate, Ángel! -tronó Falcón.

Zarrías nunca había oído gritar a Falcón. Se quedó estupefacto ante la cólera que hervía bajo aquella plácida superficie. Se giró hacia la silla. Se sentó y se quedó mirando la mesa con las manos entrelazadas y apretadas.

– Un guardia de seguridad te ha identificado -dijo Falcón.

– Fui al Museo Arqueológico y me encontré con un hombre llamado Ricardo Gamero.

– ¿Sabes lo que hizo Ricardo Gamero media hora después de hablar contigo?

– Se suicidó.

– Fuiste la última persona que habló con él cara a cara. ¿De qué hablasteis?

– Me contó que sentía algo por otro hombre. Estaba muy avergonzado y angustiado.

– Me estás mintiendo, Ángel. ¿Crees que un agente del CGI entregado a su trabajo iba a dejar su oficina durante la investigación antiterrorista más importante en la historia de Sevilla para irse a hablar contigo de sus angustias sexuales?

– Me has hecho una pregunta y yo te he contestado -dijo Zarrías, sin apartar sus ojos de la mesa.

Falcón acribilló a Zarrías con preguntas acerca de Ricardo Gamero durante tres cuartos de hora, pero no consiguió que se desviara de su historia. Acusó a Zarrías de decirle a Marco Barreda, de Informaticalidad, que contara la misma mentira. Zarrías ni siquiera le concedió a Falcón la satisfacción de parpadear al oír ese nuevo nombre. Falcón, con mucha comedia, ordenó que llevaran a Barreda a Jefatura para interrogarlo. Zarrías se aferró a su historia con denuedo, sabiendo que esa era la diferencia entre la vida y la muerte en vida.

Eran ya más de las diez cuando Falcón volvió al asesinato de Tateb Hassani. Zarrías estaba pálido y mareado de tanto mantener ese muro de engaño. Tenía un ojo inyectado en sangre y los párpados inferiores le colgaban de las cuencas de los ojos para revelar una carne sin piel, surcada de venas y reluciente.

– Hablemos otra vez de Tateb Hassani -dijo Falcón-. Uno de los sirvientes de Rivero, Mario Gómez, os vio a ti, a Rivero y a Hassani subir las escaleras hacia las oficinas de Fuerza Andalucía para cenar el buffet que acababan de servir. Eran las 9:45. Rivero nos ha dicho que Agustín Cárdenas llegó un poco después y aparcó el coche bajo el arco de la entrada. Dime qué pasó en el tiempo que transcurrió desde que subiste las escaleras y bajaron el cadáver de Hassani para meterlo en el Mercedes E500 de Agustín Cárdenas.

– Bebimos manzanilla helada, comimos aceitunas. Agustín apareció poco después de las diez. Comimos el buffet, Eduardo abrió una botella de vino especial, uno de sus Vega Sicilias. Comimos, bebimos y charlamos.

– ¿A qué hora llegaron Lucrecio Arenas y César Benito?

– No vinieron. No estuvieron allí.

– Mario Gómez nos dijo que había comida para ocho personas.

– Eduardo siempre ha sido generoso con la comida.

– ¿En qué momento le administraste cianuro a Tateb Hassani?

– No vas a conseguir que me incrimine -dijo Ángel-. Dejaremos que sea el tribunal quien lo decida.

– ¿Quién te presentó a Tateb Hassani?

– Nos conocimos en la Cámara de Comercio.

– ¿Qué trabajo hizo para vosotros?

– Nos ayudó a formular nuestra política de inmigración.

– Jesús Alarcón dice que ya había quedado fijada hacía meses.

– Tateb Hassani era un experto en todo lo referente al Norte de África. Había leído muchos informes de Naciones Unidas sobre los asaltos en masa de inmigrantes en Ceuta y Melilla. Incorporamos nuevas ideas a nuestra política. No teníamos ni noción de lo oportuna que resultaría esa ayuda en vista de lo ocurrido el 6 de junio.

Falcón anunció el final del interrogatorio y apagó la grabadora. Ahora era más importante preparar a Zarrías para el próximo interrogatorio. Había muchas muestras de decrepitud en su cara, pero se había retraído, concentrando sus facultades en un núcleo defensivo. El daño que había hecho Falcón era sólo superficial, pero le había hecho vulnerable.

– Tuve que contárselo a Manuela -dijo Falcón-. Ya sabes cómo es. Le dije que tuviste que asesinar a Tateb Hassani porque era el único elemento que quedaba fuera de la conspiración y, por tanto, el único que la podía poner en peligro. Si seguía vivo, Fuerza Andalucía sería vulnerable. Manuela no estaba dispuesta a conformarse con esas generalizaciones, así que tuve que darle los detalles; cómo lo utilizasteis y dónde se encontraron las muestras de su escritura. Manuela te conoce, Ángel. Te conoce muy bien. No se había dado cuenta de lo lejos que llegaba tu obsesión. No se había dado cuenta de que habías pasado de ser un extremista a un fanático. Y te admiraba mucho, Ángel, lo sabes, ¿verdad? La ayudaste mucho con tu energía positiva. También me ayudaste a mí. Salvaste mi relación con ella, lo que para mí fue importante. Creo que podría haberte perdonado este intento insensato de conseguir por fin una parcela de poder, aun cuando no compartiera tus ideas extremistas. Al menos te consideraba una persona honorable. Pero hubo algo que no te ha podido perdonar.

Al final Zarrías levantó la cara, como si acabara de asomar a la superficie de sí mismo. Aquellos ojos cansados, amoratados y flácidos de repente cobraron vida. En aquel momento Falcón comprendió algo que nunca había tenido del todo claro: Ángel amaba a Manuela. Falcón sabía que su hermana era atractiva, mucha gente le había dicho que la encontraban divertida, y ella poseía unas enormes ganas de vivir, y había visto cómo los hombres caían a sus pies tanto si actuaba como una jovencita o como una mujer hecha y derecha. Pero Falcón la conocía demasiado bien, y siempre le había parecido improbable que alguien no emparentado con Manuela pudiera llegar a amarla, porque constantemente exhibía defectos y rasgos desagradables. Estaba claro, de todos modos, que ella le había dado a Ángel algo que él había echado de menos en su anterior matrimonio, pues ahora él necesitaba saber por qué ella lo odiaba.

– Te escucho -dijo Zarrías.

– No podía perdonarte por el modo en que le hablaste aquella mañana, cuando ya habías planeado que la bomba explotara y ella aún no había vendido sus propiedades.


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