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Sevilla. Martes, 6 de junio de 2006, 19:55 horas


Antes de que los tres hombres abandonaran la zona del atentado, Calderón les dio datos actualizados del número de muertos y heridos. Cuatro niños habían fallecido de heridas en la cabeza y hemorragia interna en la guardería. Siete niños habían sido heridos de gravedad: desde la pérdida de una pierna por debajo de la rodilla hasta graves desgarros faciales. Dieciocho niños habían recibido heridas superficiales, sobre todo por cristales que habían salido despedidos. Dos hombres y una mujer que pasaban junto al edificio de la calle Los Romeros habían muerto, por los fragmentos que salieron despedidos o por el derrumbe. Una anciana había muerto de un ataque al corazón en un piso de enfrente. Había 32 personas gravemente heridas, que estaban dentro o en los alrededores de los edificios cercanos al bloque derrumbado, y 343 heridos leves. Hasta ese momento, de los escombros habían sacado a los hombres y dos mujeres, fallecidos, y a la pequeña Lourdes Alanis, aún con vida. La lista de desaparecidos en la mezquita, incluyendo el imán, llegaba a trece. Aparte de ellos, eso daba un total de 12 muertos, 39 heridos graves y 361 heridos leves.

Los equipos de demolición apartaban en ese momento los bloques de cemento que quedaban de lo que había sido la quinta planta. Toda la zona estaba iluminada por focos, pues iban a trabajar toda la noche. En un solar que quedaba entre la guardería y otro bloque de pisos habían instalado una tienda de campaña con aire acondicionado para albergar las pruebas encontradas por la policía científica. También instalaron otra para albergar los cadáveres y los miembros mutilados que acabarían llegando de la mezquita aplastada. Los jueces, la brigada de homicidios, la policía científica y los servicios de emergencia habían elaborado una lista de turnos, para que toda la noche hubiera alguien en la zona de cada grupo.

Aún era de día y hacía mucho calor cuando Elvira, Falcón y Calderón abandonaron la guardería, poco antes de las ocho. En un rincón del patio se había reunido un grupo de gente. Cientos de velas parpadeaban en el suelo, entre ramos de flores. En la valla metálica había pancartas y carteles: No más muertes. Faz. Sólo los inocentes han caído. Por el derecho a vivir sin violencia. Pero la pancarta más grande de todas estaba escrita en rojo sobre fondo blanco: odio eterno al terrorismo. En la esquina inferior izquierda se leía: VOMIT. Falcón preguntó si alguien había visto a la persona que había desplegado la pancarta, pero nadie supo decírselo. Era esa pancarta la que había atraído a la gente a esa zona del patio, y se había convertido en el lugar natural donde rendir homenaje a los muertos.

Todos estaban de pie bajo la luz violeta del sol que comenzaba a ponerse sobre ese día catastrófico y, con la maquinaria aún apartando inexorable los escombros amontonados, las oraciones musitadas, la luz parpadeante de las velas y las flores que ya se marchitaban, componían una imagen patética y conmovedora, tan triste y emotiva como las fútiles muertes de todos los seres humanos en el enorme y grotesco escenario de la guerra. Mientras los tres agentes de la ley se alejaban del santuario, sonó el teléfono de Elvira. Lo cogió y se lo entregó a Falcón. Era Juan, del CNI, para decirle que se reunirían esa noche. Falcón dijo que llegaría a casa en una hora.


El hospital estaba tranquilo después de la frenética actividad del día. En urgencias todavía estaban sacando cristales de los cuerpos de los heridos y suturando cortes. Había pacientes en la sala de espera, pero ya no se trataba del horror de la enfermera que seleccionaba los heridos según su grado de urgencia, resbalando en la sangre, mirando la súplica callada de los ojos oscuros y abiertos de los heridos. Falcón mostró su identificación y preguntó por Lourdes Alanis, que se hallaba en la unidad de cuidados intensivos de la primera planta.

A través de los cristales de la unidad de cuidados intensivos se veía a Fernando junto a la cama de su hija, dándole la mano. La niña estaba enchufada a las máquinas, pero parecía respirar sola. El médico de la UCI dijo que estaba mejorando. Tenía un brazo roto y una pierna aplastada, pero no había lesiones en la columna. La principal preocupación habían sido las heridas en la cabeza. La niña seguía en coma, pero un escáner había revelado que no había señales de daño ni hemorragia cerebrales. Mientras Falcón hablaba con el médico, Fernando salió de la habitación para ir al lavabo. Falcón esperó unos minutos y lo siguió. Se estaba lavando las manos y la cara.

– ¿Quién es usted? -preguntó, mirando a Falcón por el espejo, suspicaz, sabiendo que no era médico.

– Nos conocimos antes junto a su edificio. Me llamo Javier Falcón. Soy el inspector jefe de la brigada de homicidios.

Fernando frunció el ceño y negó con la cabeza; no se acordaba.

– ¿Significa eso que han cogido a los que han destruido a mi familia?

– No, aún trabajamos en ello.

– No tienen que ir muy lejos. Están por todas partes.

– ¿Quiénes?

– Los putos marroquíes -dijo Fernando-. Esos putos cabrones. Los hemos estado vigilando todo este tiempo, desde el 11 de marzo, y nos hemos quedado pensando… cuándo será la próxima bomba. Siempre hemos sabido que iba a repetirse.

– ¿Por qué dice «hemos»?

– Muy bien, yo lo he sabido. Es lo que yo he estado pensando -dijo Fernando-. Pero sé que no estoy solo.

– No creo que las relaciones entre las dos comunidades fueran tan malas -dijo Falcón.

– Eso es porque usted no vive en «las comunidades» -dijo Fernando-. He visto las noticias, llenas de gente amable y acomodada que te dice que todo va bien, que entre los musulmanes y los católicos hay comunicación, que hay un «proceso de cierre de heridas». Todo eso son chorradas. Vivimos en un estado de suspicacia y miedo.

– ¿A pesar de saber que sólo unos cuantos miembros de la población musulmana son terroristas?

– Eso es lo que nos dicen, pero no lo sabemos -dijo Fernando-. Y lo que es más, no tenemos ni idea de quiénes son. Podrían estar a mi lado, en el bar, bebiendo cerveza y comiendo jamón. Sí, ya ve, los hay que lo hacen. Comen cerdo y beben alcohol. Pero al parecer son tan capaces de ponerse una bomba en el pecho como los que se pasan la vida con la nariz pegada al suelo de la mezquita.

– No he venido a hacerle enfadar -dijo Falcón-. Ya tiene bastante en qué pensar.

– No me ha hecho enfadar -dijo Fernando-. Ya estoy enfadado. Llevo mucho tiempo enfadado. Llevo enfadado dos años y tres meses. Gloria, mi esposa…

Se calló. Se le descompuso la cara. La boca se le espesó de saliva. Tuvo que apoyarse en el lavamanos como si sintiera un dolor físico. Tardó unos minutos en recobrar el dominio de sí mismo.

– Gloria era una buena persona. Creía en el bien que hay en todos nosotros. Pero esa fe no la protegió, ni protegió a nuestro hijo. La gente a la que defendía la ha matado, de la misma manera que matan a los que odian, y que les odian. En fin, ya es suficiente. Debo volver con mi hija. Sé que no tenía por qué venir a hablar conmigo. Ya tiene bastante con lo suyo. Así que gracias por… su interés. Y ojalá le vaya bien en su investigación. Espero que encuentre a los asesinos antes que yo.

– Quiero que me llame -dijo Falcón, entregándole su tarjeta-, a cualquier hora del día o de la noche, por la razón que sea. Si se siente enfadado, deprimido, violento, solo o incluso hambriento, quiero que me llame.

– No sabía que se implicaran personalmente.

– También quiero que me llame si alguna vez se pone en contacto con usted un grupo llamado VOMIT, de manera que es importante por dos motivos que estemos en contacto.

Salieron del lavabo y se estrecharon la mano. Cuando estuvieron junto al cristal tras el que estaba la hija de Fernando, pudieron ver la vida de la niña representada en verde en las pantallas. Fernando vaciló, apoyado en la puerta.

– Hoy sólo un político ha hablado conmigo -dijo-. Los vi a todos desfilando ante las cámaras con las víctimas y sus familias. Eso fue mientras examinaban el cráneo de Lourdes, de modo que tuve oportunidad de ver sus ridículas payasadas. Sólo una persona vino a verme.

– ¿Quién era?

– Jesús Alarcón -dijo Fernando-. Nunca había oído hablar de él. Es el nuevo líder de Fuerza Andalucía.

– ¿Qué le ha dicho?

– No me ha dicho nada. Me ha escuchado… y no había ninguna cámara a la vista.


El cielo se había vuelto púrpura sobre el casco viejo, como la decoloración en torno a una herida reciente que hubiera empezado a doler en serio. Falcón conducía de forma automática, la mente absorta en problemas insolubles: una bomba explota, mata, mutila y destruye. Lo que queda cuando se disipa el polvo y se retiran los cadáveres es una horrenda confusión social y política, en la que las emociones afloran, y, al igual que el viento sobre la hierba de la pradera, su influencia puede crear extrañas alucinaciones en la gente, convirtiendo a bebedores de cerveza en devotos que se dan golpes en el pecho.

Los tres hombres del CNI lo esperaban delante de su casa de la calle Bailen. Falcón aparcó el coche frente a las puertas de roble. Le estrecharon la mano y lo siguieron por el patio, que aquellos días se veía un tanto descuidado. A Encarnación, su asistenta, se le iban notando los años, y Falcón no tenía dinero para la renovación necesaria. Y de todos modos, había llegado a disfrutar de vivir en aquella propiedad cada vez más abandonada. Falcón sacó unas cuantas sillas, las colocó alrededor de la mesa de mármol que había en el patio, y se fue dejando a los hombres escuchando el hilillo de agua en la fuente. Les sacó cervezas frías, olivas, alcaparras, ajos encurtidos, patatas fritas, pan, queso y jamón. Comieron y bebieron y hablaron de las opciones de la selección española en el Mundial de Alemania; siempre lo mismo: un equipo lleno de genios y promesas que nunca se cumplían.

– ¿Tiene alguna idea de por qué queremos hablar con usted? -preguntó Pablo, que estaba más relajado y no parecía estar tan atento a todo como por la mañana.

– Me han dicho que por algo que tiene que ver con mis contactos en Marruecos.

– Es usted un hombre muy interesante para nosotros -dijo Pablo-. No queremos ocultarle el hecho de que llevamos un tiempo fijándonos en usted.

– No estoy seguro de poseer el temperamento necesario para dedicarme a labores de espionaje. Si me lo hubieran pedido hace cinco años, a lo mejor habrían encontrado al candidato ideal…

– ¿Y quién es el candidato ideal? -preguntó Juan.

– Alguien que se oculta del mundo, de su familia, de su esposa, de sí mismo. Unos cuantos secretos de Estado no le supondrían una gran carga.

– No queremos que sea un espía -dijo Juan.

– ¿Quieren que traicione?

– No, pensamos que traicionar sería una mala idea, dadas las circunstancias.

– Comprenderá mejor lo que queremos si contesta a unas cuantas preguntas -dijo Pablo, arrebatando a su jefe la voz cantante.

– Que no sean muy difíciles -dijo Falcón-. He tenido un día muy duro.

– Cuéntenos cómo conoció a Yacoub Diouri.

– Eso puede ser un poco largo -dijo Falcón.

– No tenemos prisa -dijo Pablo.

Y, como si les hubieran hecho una señal, Juan y Gregorio se reclinaron en sus sillas, sacaron sus paquetes de cigarrillos y encendieron uno. Era una de esas ocasiones en que, después de un largo día, tras haber comido y tomado una cerveza fría, a Falcón le entraban ganas de fumar otra vez.

– Imagino que saben que hará unos cinco años, el 12 de abril de 2001, estuve al frente de la investigación del brutal asesinato de un empresario que se había pasado a la restauración, Raúl Jiménez.

– Tiene memoria de policía para las fechas -dijo Juan.

– Encontrará la fecha escrita en una cicatriz de mi corazón cuando me muera -dijo Falcón-. No tiene nada que ver con ser policía.

– ¿Tuvo una gran influencia en su vida? -dijo Pablo.

Falcón tomó otro trago de Cruzcampo para darse ánimos.

– Toda España conoce la historia. Los periódicos la publicaron durante semanas -dijo Falcón, un poco irritado con ese tono de complicidad con que le preguntaban.

– Nosotros no estábamos en España en aquellas fechas -dijo Juan-. Hemos leído los expedientes, pero no es lo mismo que haberlo vivido.

– Mientras investigaba el pasado de Raúl Jiménez descubrí que había conocido a mi padre, el artista Francisco Falcón. Durante y después de la Segunda Guerra Mundial se dedicaron al contrabando en Tánger. Gracias a ello pudieron establecerse y formar una familia, y Francisco Falcón pudo convertirse en artista.

– ¿Y qué fue de Raúl Jiménez? -dijo Pablo-. ¿No conoció a su esposa cuando ella era muy joven?

– Raúl Jiménez tenía una insana obsesión con las jovencitas -dijo Falcón, inhalando profundamente y sabiendo dónde querían ir a parar-. En aquella época no era raro que en Tánger o en Andalucía una muchacha se casara a los trece años, aunque los padres de la chica hicieron esperar a Raúl hasta que ella cumplió diecisiete. Engendraron dos hijos, pero los partos fueron difíciles, y el médico le recomendó a su mujer que no tuviera más.

»En el periodo previo a la independencia de Marruecos, en los años cincuenta, Raúl tuvo tratos con un empresario llamado Abdulá Diouri, que tenía una hija menor de edad. Raúl mantuvo relaciones sexuales con la chica, y creo que incluso la dejó embarazada. Eso no habría sido problema si él hubiera hecho lo que era honorable y se hubieran casado. En la sociedad musulmana Raúl simplemente habría tomado una segunda esposa y ahí habría acabado todo. Pero como católico, resultaba imposible. Y para complicar más las cosas, su mujer se quedó embarazada del tercero.

»Al final Raúl se portó como un cobarde y huyó con su familia. Abdulá Diouri se indignó al descubrirlo y le escribió una carta a Francisco Falcón en la que le hablaba de la traición de Raúl y le expresaba su determinación de vengarse, cosa que consiguió cinco años después.

»El tercer hijo, llamado Arturo, fue secuestrado cuando salía del colegio, en el sur de España. Raúl Jiménez afrontó esa terrible pérdida negando la existencia del muchacho. Eso destrozó a la familia. Su esposa se suicidó y los niños sufrieron el trauma, uno de ellos de manera irreparable.

– ¿Fue esta triste historia la que le llevó a intentar encontrar a Arturo treinta y siete años después de su desaparición? -preguntó Pablo.

– Como saben, conocí a la segunda mujer de Raúl, Consuelo, mientras investigaba su asesinato. Aproximadamente un año después iniciamos una relación, durante la cual nos confesamos que lo único que seguía obsesionándonos del caso de su marido, y de todo lo que salió a la luz entonces, era la desaparición de Arturo. Todavía había una parte de nosotros que se imaginaba a un niño de seis años eternamente desaparecido.

– Eso fue en julio de 2002 -dijo Pablo-. ¿Cuándo comenzaron a buscar a Arturo?

– En septiembre de ese año -dijo Falcón-. Ninguno de los dos creía que Abdulá Diouri hubiera matado al chico. Pensábamos que de alguna manera lo habría integrado en su familia.

– ¿Y qué le impulsaba a usted? -preguntó Juan-. ¿El chico perdido… u otra cosa?

– Sabía muy bien que estaba buscando a un hombre de cuarenta y tres años.

– Y mientras tanto, ¿qué había ocurrido en su relación con Consuelo Jiménez? -preguntó Pablo.

– Acabó casi al empezar, pero no voy a hablar de eso con usted.

– ¿No fue Consuelo quien cortó esa relación? -preguntó Pablo.

– Ella fue quien cortó -dijo Falcón, levantando las manos al cielo y comprendiendo que toda la Jefatura estaba al corriente-. No quería comprometerse.

– ¿Y eso le entristeció?

– Eso me entristeció mucho.

– Así pues, ¿fue ese el motivo que le llevó a buscar a Arturo? -preguntó Juan.

– Consuelo se negaba a verme ni a hablar conmigo. Me apartó de su vida.

– No es muy diferente de lo que Raúl intentó hacer con Arturo -dijo Juan.

– Si eso le parece.

Juan tomó un ajo encurtido y al morderlo crujió un poco.

– Me di cuenta -dijo Falcón- de que la única manera de volver a verla, dadas las circunstancias, era hacer algo extraordinario, no atosigarla. Sabía que si encontraba a Arturo tendría que volver a verme. En primer lugar, fue algo que compartimos, y yo sabía que eso removería algo en su interior.

– ¿Y funcionó? -preguntó Juan, fascinado por el sufrimiento de Falcón.


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