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Sevilla. Martes, 6 de junio de 2006, 02:00 horas


El juez Esteban Calderón no estaba de servicio. El prestigiosísimo y educado juez le había dicho a su mujer, Inés, que se quedaba a trabajar hasta tarde antes de salir a cenar con un grupo de jóvenes jueces que habían venido de Madrid para hacer un cursillo. Había trabajado hasta tarde y había acudido a la cena, pero luego se había excusado y ahora estaba tomando su desvío favorito por el lateral de la iglesia de San Marcos para llegar al «ático prometido» que daba a la iglesia de Santa Isabel. Generalmente le gustaba fumarse un cigarrillo en la linde de la pequeña plaza inundada de luz, y observar desde la oscuridad la fuente y el inmenso portal de la iglesia. Era algo que le calmaba, después de haber pasado el día entre fiscales y policías, y se mantenía a distancia de los bares que había doblando la esquina, frecuentados por colegas. Si le veían allí llegaría a oídos de Inés y habría preguntas incómodas. También necesitaba unos momentos para frenar su palpitante tensión sexual, que se iniciaba cada mañana cuando se despertaba y comenzaba a imaginar el pelo largo y cobrizo y la piel mulata de su amiga cubana, Marisa Moreno, que vivía en el ático que apenas era visible desde donde estaba sentado.

El cigarrillo siseó cuando lo arrojó a un charco, a medio fumar. Se quitó la chaqueta. La brisa le esparció en la espalda gotitas de agua que llegaron de los naranjos, y contuvo el aliento al sentir ese repentino escalofrío. Se mantuvo junto a la pared de la iglesia hasta que estuvo en la oscuridad de la calleja. Sus dedos revolotearon sobre el botón superior del interfono mientras una acumulación de pensamientos a medias le hacía vacilar: subterfugio, infidelidad, miedo, sexo, mareo y muerte. Rascó el aire que había encima del botón; esos pensamientos inusuales le hicieron sentir que estaba al borde de algo que podía ser un gran cambio. ¿Qué hacer? O avanzar hasta el borde o retroceder. Tragó una saliva espesa y amarga por haber fumado tan deprisa. La sensualidad de las gotas de lluvia en la espalda alcanzó la red de nervios que había en la base de su columna vertebral. La zozobra desapareció. Su temeridad le hizo sentirse vivo de nuevo y la polla le abultó el pantalón. Llamó al timbre.

– Soy yo -dijo al oír el crepitar de la voz de Marisa.

– Pareces sediento.

– No estoy sediento.

El ascensor en el que sólo cabían dos personas parecía no contener aire suficiente y comenzó a jadear. Los paneles de acero inoxidable reflejaban la absurda forma de su excitación y se arregló un poco. Se echó hacia atrás el pelo, que ya le raleaba, se aflojó la vistosa corbata y llamó a la puerta. Se abrió una rendija y los ojos color ámbar de Marisa parpadearon lentamente. La puerta se abrió del todo. Marisa llevaba un vestido suelto y largo de seda naranja que casi tocaba el suelo. Se cerraba con un disco de ámbar entre sus pechos planos. Le besó y deslizó un cubito de hielo que tenía entre los labios dentro de la confusa boca del juez, que sintió como si le encendieran fuegos artificiales en la nuca.

Ella lo mantuvo a raya con un solo dedo en el esternón. El hielo le enfrió la lengua al juez. Marisa lo estudió con la mirada, desde la coronilla a la entrepierna, y le amonestó enarcando una ceja. Le quitó la chaqueta y la lanzó dentro de la habitación. Al juez le encantaban todos esos jueguecitos de prostituta que le hacía Marisa, y ella lo sabía. Marisa se acuclilló, le desabrochó el cinturón y le bajó los pantalones y los calzoncillos, y a continuación lo acogió profundamente en el frescor de su boca. Calderón se apoyó en el marco de la puerta y rechinó los dientes. Ella levantó la mirada hacia su expresión de sufrimiento y puso unos ojos como platos. El juez duró menos de un minuto.

Marisa se puso en pie, dio media vuelta y regresó al apartamento. Calderón recompuso su aspecto. No oyó los carraspeos ni los escupitajos del cuarto de baño. Tan sólo la vio reaparecer saliendo de la cocina con dos copas de cava helado en la mano.

– Pensaba que no ibas a venir -dijo Marisa, echándole un vistazo al fino reloj de oro que llevaba en la muñeca-, y entonces me acordé de que mi madre me dijo que la única vez que un sevillano no llegaba tarde era cuando iba a los toros.

Calderón estaba demasiado aturdido para hacer ningún comentario. Marisa bebió de su copa. Veinte pulseras de oro y plata repiquetearon en su antebrazo. Encendió un cigarrillo, cruzó las piernas y dejó resbalar el vestido para que revelara una pierna larga y esbelta, unas bragas de color naranja y un vientre duro y moreno. Calderón conocía ese vientre, su piel fina como el papel, sus músculos duros y serpenteantes y el vello suave y de color cobrizo. Posó la cabeza encima del vientre y le acarició los rizos densos del pubis.

– ¡Esteban!

Eso le sacó de su ensimismamiento natural.

– ¿Has comido? -le preguntó Calderón, sin que se le ocurriera nada más que decir, pues la conversación no era uno de los fuertes de su relación.

– No necesito comer -dijo ella, cogiendo una nuez del Brasil con cascara de un cuenco y colocándosela entre sus dientes duros y blancos-. Estoy preparada para que me follen.

La nuez explotó en su boca como un tiro con silenciador, y Calderón reaccionó como un esprínter iniciando una carrera. Cayó en los brazos de ella, que parecían serpientes, y le mordió el cuello antinaturalmente largo, tanto que parecía estirado, como los de esas mujeres de las tribus africanas. Para él, de hecho, ese era el atractivo de Marisa: en parte sofisticado, en parte salvaje. Había vivido en París, había sido modelo para Givenchy y había viajado por el Sahara en una caravana de tuaregs. Se había acostado con un famoso director de cine en Los Ángeles y había vivido con unos pescadores en la playa que hay cerca de Maputo, Mozambique. Había trabajado para un artista de Nueva York y pasado seis meses en el Congo aprendiendo a tallar la madera. Calderón sabía todo eso, y creía que ese era el motivo de que Marisa fuese una criatura tan extraordinaria, aunque jamás tenía ni idea de lo que le pasaba por la cabeza. Así que, como un buen abogado, se atenía a esos pocos y deslumbrantes hechos.

Tras el sexo fueron a la cama, que para Marisa era un lugar en el que charlar o dormir, y no para los retorcimientos y juegos del sexo. Permanecieron desnudos bajo una sábana a la luz de la calle, que dibujaba paralelogramos en la pared y el techo. El cava burbujeaba en las copas. Cada uno tenía la suya en equilibrio sobre el pecho. Compartieron un cenicero colocado en el declive que había entre sus cuerpos.

– ¿No deberías haberte ido ya? -dijo Marisa.

– Sólo un poquito más -dijo Calderón, amodorrado.

– ¿Qué cree Inés que estás haciendo todo este tiempo? -preguntó Marisa, por decir algo.

– Que estoy en una cena… de trabajo.

– Eres la última persona en el mundo que debería estar casada -dijo ella.

– ¿Por qué lo dices?

– O puede que no. Después de todo, los sevillanos sois muy conservadores. ¿Por eso te casaste con ella?

– En parte.

– ¿Y cuál fue la otra parte? -preguntó Marisa, apuntando al pecho de Calderón con el cono de su cigarrillo-. La parte más interesante.

Marisa se quemó un pelo del pezón; el olor inundó la nariz de Calderón.

– Ojo -comentó él al notarlo-, no querrás llenar la cama de ceniza.

Rodando en la cama, ella se apartó de él y arrojó el cigarrillo por el balcón.

– Me gusta oír las partes que la gente no quiere contarme -dijo Marisa.

Su pelo cobrizo se desparramaba sobre el almohadón blanco. Calderón era incapaz de mirar sus cabellos sin pensar en la otra mujer que había conocido con el pelo del mismo color. Nunca se le había ocurrido contarle a nadie lo de Maddy Krugman, exceptuando a la policía en su declaración. Ni siquiera le había hablado a Inés de lo de aquella noche. Ella conocía la historia por los periódicos, o al menos la conocía por encima, y eso era todo lo que quería saber.

Marisa levantó la cabeza y dio un sorbo de cava. Le atraía de ella lo mismo que le había atraído de Maddy: la belleza, el glamour, su sexualidad y el completo misterio. Pero ¿qué era él para ella? ¿Qué había sido para Maddy Krugman? Eso era algo que le daba que pensar en su tiempo libre. Sobre todo de madrugada, cuando se despertaba junto a Inés y se decía que era como si estuviera muerto.

– La verdad es que me importa una mierda por qué te casaste con ella -dijo Marisa, intentando un truco que siempre funcionaba.

– No es nada interesante.

– Creo que puedo pasar sin que me cuentes lo que te parece interesante -dijo Marisa-. Casi todos los hombres que se creen fascinantes sólo hablan de sí mismos… de sus éxitos.

– Ese no fue uno de mis éxitos -dijo Calderón-. Fue uno de mis mayores fracasos.

Había tomado la repentina decisión de contárselo. La franqueza no era una de sus cualidades; en la sociedad en que se movía podía acabar volviéndose en tu contra, pero Marisa era ajena a ese mundo. También deseaba fascinarla. Tras haber sido siempre un objeto de fascinación para mujeres que no eran ningún misterio para él, tenía la incómoda sensación de ser vulgar al lado de criaturas exóticas como Maddy Krugman y Marisa Moreno. Se dijo que ahora se le presentaba la oportunidad de intrigar a la intrigante.

– Fue más o menos hace cuatro años, cuando acababa de anunciar mi compromiso con Inés -dijo-. Me llamaron para acudir a la escena de lo que parecía un asesinato seguido de un suicidio. Había algunas anomalías, por lo que el detective, que por mera coincidencia era el ex marido de Inés, quiso tratarlo como un caso de doble asesinato. Los vecinos de la víctima eran estadounidenses. La mujer era artista e increíblemente hermosa. Era fotógrafa, con un gusto por lo raro. Se llamaba Maddy Krugman y me enamoré de ella. Mantuvimos una relación breve pero intensa hasta que su marido, que estaba demente, se enteró y apareció una noche en el apartamento. Para abreviar un relato largo y doloroso, le pegó un tiro a ella y luego se mató. Tuve suerte de que no me metiera también una bala en la cabeza.

Se quedaron en silencio. Por el balcón les llegaban voces de la calle. Una cálida brisa agitaba los visillos, que se hinchaban y se adentraban en la habitación. Con ellos llegaba el olor de la lluvia y la promesa de que por la mañana haría calor.

– Y por eso te casaste con Inés.

– Maddy había muerto. Yo estaba muy afectado. Inés representaba estabilidad.

– ¿Le contaste que te habías enamorado de esa mujer?

– Nunca hablamos de ello.

– ¿Y ahora… cuatro años más tarde?

– No siento nada por Inés -dijo Calderón, aunque no era del todo cierto. Sí sentía algo por ella: la odiaba. Apenas soportaba compartir el lecho con ella, tenía que hacer un gran esfuerzo para tocarla, y no entendía por qué. Ella no había cambiado. Había sido buena con él y para él después del incidente de Maddy. Esa sensación de agonía que experimentaba estando con ella en la cama era un síntoma. Aunque no sabía de qué.

– Esteban, formas parte de un club muy numeroso.

– ¿Alguna vez has estado casada?

– Estás de broma -dijo Marisa-. Durante quince años presencié el culebrón del matrimonio de mis padres. Eso bastó para mantenerme alejada de esa institución burguesa.

– ¿Y por qué estás conmigo? -preguntó Calderón, intentando sonsacarle algo, aunque no sabía qué-. No hay nada más burgués que tener un lío con un juez.

– Ser burgués es un estado de ánimo -dijo Marisa-. Me da igual a lo que te dediques. No tiene que ver con nosotros. Nosotros tenemos una relación y durará hasta que se acabe. Pero yo no voy a casarme y tú ya estás casado.

– Dijiste que yo era la última persona en el mundo que debería estar casada -dijo Calderón.

– La gente se casa si quiere tener hijos e integrarse en la sociedad, o, si son unos memos, se casan con su mujer ideal.

– Yo no me casé con mi mujer ideal -dijo Calderón-. Me casé con la mujer ideal de los demás. Yo era un juez joven y brillante, Inés era una fiscal joven y brillante. Éramos la «pareja de moda», como las que se ven en la tele.

– No tienes hijos -dijo Marisa-. Divórciate.

– No es tan fácil.

– ¿Por qué no? Te ha llevado cuatro años averiguar que erais incompatibles -dijo Marisa-. Sepárate ahora que aún eres joven.

– Tú has tenido muchos amantes.

– Puede que me haya acostado con muchos hombres, pero sólo he tenido cuatro amantes.

– ¿Y cómo definirías a un amante?

– Alguien al que amo y que me ama.

– Parece sencillo.

– Puede serlo… siempre y cuando no dejes que la vida te joda el plan.

A Calderón la pregunta le corroía por dentro. ¿Lo amaba? Pero nada más ocurrírsele tuvo que preguntarse si él la amaba. Una cosa compensaba la otra. Llevaba nueve meses follándosela. Eso no era justo, ¿o sí? Marisa oía cómo su cerebro cavilaba. Reconocía el sonido. Los hombres siempre suponían que su cerebro era silencioso, y no una máquina que chirría como si la hubieran saboteado.

– Ahora me contarás -dijo Marisa- que no puedes divorciarte por todas esas razones burguesas: la carrera, la posición social, la aceptación, las propiedades, el dinero.

Pues sí, eso era, se dijo Calderón, y se quedó boquiabierto en la oscuridad. Por eso precisamente no podía divorciarse. Lo perdería todo. Después de la debacle de Maddy su carrera había estado a punto de irse al garete. Lo habían impedido su parentesco con el magistrado juez decano de Sevilla, y también el estar casado con Inés. Si ahora se divorciaba de ella su carrera podía acabar fácilmente, sus amigos lo abandonarían, perdería su piso y sería más pobre. Inés se aseguraría bien.

– Por supuesto, eso tiene una solución burguesa -dijo Marisa.

– ¿Cuál? -dijo Calderón, volviéndose para mirarla entre sus pezones respingones, de repente optimista.

– Podrías asesinarla -dijo ella, abriendo las manos, como si fuera muy fácil.

Al principio Calderón sonrió, casi como si no hubiera oído lo que Marisa acababa de decir. Su sonrisa se convirtió en una mueca y soltó una carcajada. Al reír, la cabeza comenzó a rebotar contra el tenso vientre de Marisa, cada vez más arriba a medida que los músculos de ella se tensaban de risa. Calderón se incorporó farfullando ante el brillante absurdo de la idea.

– ¿Yo, el principal juez de instrucción de Sevilla, asesinando a mi esposa?

– Pídele consejo a su ex marido -dijo Marisa, con el vientre aún contrayéndose de la risa-. Debería saber cómo se comete el crimen perfecto.


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