Al salir del hospital, llamo a papá desde una cabina de teléfono. Carraspeo varias veces mientras llamo y luego le digo, con la mayor indiferencia que me es posible, que he sufrido una operación de apendicitis de urgencia. Intento sonar flemático pero la voz es ronca y extraña, como si alguien desconocido estuviera doblando los primeros capítulos de mi breve biografía, y de repente estoy a punto de echarme a llorar.
Papá quiere que vuelva a casa en el primer avión. Cuando le digo que de eso nada, propone venir él a ocuparse de mí mientras me recupero. Su voz deja traslucir su preocupación.
– Tu madre nunca habría permitido otra cosa -dice-. Además, siempre hemos pensado que Jósef podría viajar al extranjero -añade-. Le gusta volar.
Le digo, como quien no quiere la cosa, que me han prestado un apartamento.
– Un cuchitril de estudiantes en un sexto piso, que es el último, sin ascensor.
– Pues Jósef y yo nos quedaremos en el hotel -habla como un libro antiguo, como si solamente fuera a haber uno en la ciudad. Como si se fueran a quedar sin alojamiento porque el hotel estuviera lleno y tuvieran que dormir en el establo.
Me lleva un tiempo convencer a mi padre, al que faltan tres años para cumplir los ochenta y que pretende hacer un largo viaje en avión con su hijo retrasado mental, de que no necesito que me cuiden. Me esfuerzo por recuperar la voz y le digo que no se preocupe, que voy a casa de una amiga mía que está aquí estudiando arqueología.
– ¿Te acuerdas de Pórgunnur -le digo-, que estuvo en mi misma clase todos los años de primaria y que venía muchas veces a casa, la que tocaba el chelo, con gafas y aparato en los dientes?
En realidad fue también a mi instituto, pero en esa época ya no venía por casa, después me la encontré en una floristería cuando volvió por vacaciones; yo había ido a por fertilizante y ella tenía en las manos una violeta, y al salir me invitó, sin más preámbulos, a alojarme en su casa.
– Tiene un piso estupendo -digo, pese a haberle contado lo que le conté sobre las penosas condiciones de los alojamientos de estudiantes-, en su casa me recuperaré enseguida. Seguro que cocinará para mí -añado rápidamente para tranquilizar a mi padre, que hace todo lo que puede por tener bien atendidos a sus gemelos, sus únicos hijos. No le digo que la estudiante de arqueología estará fuera justo estos días, ha salido una semana a estudiar los cementerios de dos pueblos y a ampliar sus horizontes.
– Siempre puedes volver a casa -me dice-. No he cambiado nada en tu cuarto, está tal y como lo dejaste, sólo puse un poco de orden, cambié las sábanas y fregué el suelo. Me llevó una tarde entera planchar las ropas de tu cama.
– Ya hemos hablado de eso, papá. Me quedaré aquí unos días, hasta que me quiten los puntos, luego me compraré un coche de segunda mano y me iré al sur, y en un par de días estaré en el jardín.
Me doy cuenta de lo cansado que estoy, no tengo fuerzas para continuar la charla. Pero aún debo darle las gracias por el pijama. Hace falta concentración y energía para concluir la conversación.
– Gracias por el pijama, me irá muy bien.
Le doy entonces a papá el número de teléfono de mi co-confirmanda (como la llama él), que me presta su cama mientras ella está fuera excavando con una palita de mano en dos cementerios y adquiriendo experiencia de la vida, lo que probablemente será toda una revelación para ella, y la impulsará a enriquecer su imagen del mundo. Dice que me devolverá la llamada esa misma tarde para saber qué tal se me ha dado el día.
La casa de mi amiga no está lejos, pero al caminar me tiran los puntos. Durante el paseo contemplo edificios y gentes, la inmensa mayoría de las mujeres son morenas y de ojos castaños.
Las llaves están en la panadería de la planta baja, pero el apartamento se encuentra en el sexto y último piso, en la buhardilla, y no hay ascensor. Hay cuatro llaves en el llavero, y la mujer de la panadería me explica para qué sirve cada una: la puerta de abajo, el trastero, el buzón y la puerta del piso de mi amiga. La escalera de madera cruje, cada escalón es un reto para un vientre recién cosido. El apartamento es frío, todo perfectamente en orden. La cama está muy pulcramente hecha, imagino que debajo de la colcha estarán las sábanas que podré usar durante una semana mientras mi compañera de estudios, con la que he perdido, en realidad, todos los lazos, estudia lápidas. Es evidente que aquí vive una mujer: todo está lleno de trastos inútiles, candelabros, tapetes de encaje, incienso, cojines, libros y fotos, que he de tener cuidado para no mover de su sitio. Se nota que ha debido de comprar los muebles en el mercado de antigüedades: en el diminuto apartamento hay un escritorio de anticuario, una lámpara antigua sobre la mesa, una cama antigua, candelabros antiguos y un espejo antiguo en el vestíbulo, que me recibe al entrar.
La altura del espejo está pensada para una persona de mediana estatura y tengo que inclinarme bastante para poder contemplarme a mí mismo.
Me paso la mano por mi espeso y rebelde cabello, desde luego es un rasgo llamativo de mi persona. Y no hay que darle más vueltas, estoy horriblemente pálido, incluso teniendo en cuenta que muchas personas pelirrojas tienen aspecto enfermizo toda la vida. Dejando aparte mi rostro juvenil, me siento como un hombre abrumado por la edad, machacado por los años, metido en el cuerpo de un joven; aunque a partir de ahora, ¿no será todo cuestión de ir avanzando paso a paso hacia la tumba, podrá haber aún algo que me sorprenda?
Coloco los esquejes en sus vasos de hospital sobre el alféizar de la ventana y después pruebo varias combinaciones en el mando de la calefacción, pero no consigo nada. Tengo hambre pero ni se me pasó por la cabeza comprar algo en la panadería y ahora no me apetece nada volver a bajar seis pisos para tenerlos que subir otra vez. Lo que hago es tumbarme en la cama y echarme la chaqueta de cuero sobre la cabeza. Al cabo de un rato me quito los pantalones y el jersey y me meto bajo las sábanas. Las huelo, pero el olor no me despierta ninguna sensación especial. Doy vueltas debajo de las sábanas prestadas, sudoroso y a la vez helado, no me extrañaría que se haya infectado la cicatriz y que pueda tener fiebre, sólo faltaría eso. Pero no me dejo dominar por la autocompasión. Echo de menos a papá. En realidad aún no me he ido de casa y las ropas de cama azul claro con barquitos de vela emergen en mi memoria. ¿Qué habrá hecho papá de comer? En el preciso momento en que pienso en estas cosas, él puede estar cociendo patatas con el fuego muy fuerte; después, cuando ya no se vea por la ventana, por lo llena que está de vaho, meterá los trozos de pescado en la olla. Aunque no echo de menos precisamente sus esfuerzos por cocinar desde la muerte de mamá, la presencia de papá va siempre unida a las horas de comer. Ya me gustaría ahora un poco de pescado seco cocido con patatas y mantequilla. Cuando era pequeño, era papá el que me quitaba el pellejo del pescado, le sacaba las espinas, le ponía la mantequilla y luego lo machacaba bien con las patatas. Yo le miraba preparar una montañita amarilla, no había que repartir la comida por todo el plato, porque de otro modo se enfriaba. Podía llevar un tiempo considerable allanar todos los lados del volcán, pasar por aquella naturaleza abierta e irregular el afiladísimo cuchillo de papá. Yo como sólo dos bocados, ya estoy lleno y pretendo irme a hacer cualquier otra cosa. Papá, paciente, vuelve a sentarme en mi taburete y sigue dándome de comer el pescado. Pero ¿dónde está mi hermano, por qué no está él a la mesa? Ah, sí, está justo delante de mí y come sin rechistar todo lo que le ponen delante. No dice nada, no es preguntón ni curioso como yo, se contenta con meterse debajo de la mesa para comprobar lo que habita bajo la superficie del mundo.
Una por papá.