Al cabo de dos semanas descubro una pequeña librería en un callejón de la calle mayor, a pocos metros de la hospedería. Estoy pensando más que nada en buscar algo de lectura sobre el peculiar dialecto local, pero también hay tarjetas postales con fotos de la iglesia de piedra, que seguramente le gustarían a Jósef. Miro algunos libros que hay sobre la mesa, abro uno o dos de ellos y hojeo otros tantos. Entonces descubro una cubierta color violeta con una flor pálida, la peculiar forma de la corola recuerda a la rosa de ocho pétalos de mamá. Cuando abro el libro, no tiene ilustraciones en las páginas, solamente texto.
– ¿Jardinería? -pregunto a una chica que está paseando por la librería y mirándome. Podría ser la hija del dueño, que está sentado a la caja, los dos tienen rasgos faciales muy semejantes.
– No, novela -dice, y se ruboriza. Es la primera mujer de mi edad con la que trato personalmente en la aldea.
Claro que he estado planteándome posibles vías de conocer a los lugareños y de aprender este dialecto moribundo, la dificultad radica, naturalmente, en que el trabajo en el jardín lo hago en soledad y en silencio y no me proporciona muchas oportunidades de practicar el idioma.
¿Y si pusiera un anuncio en la librería, diciendo que deseo clases particulares de este idioma en peligro de extinción? Quizá la hija del dueño me informaría al instante, incluso antes de pegar el anuncio, de que ella misma podría encargarse los miércoles después del trabajo.
«Ese día cerramos a las seis en vez de a las ocho.»