Capítulo 11

Aunque el apartamento esté en el último piso y la ventana esté cerrada, el rumor de la ciudad se abre paso hasta mi buhardilla: bocinas de coches, gritos y llamadas, como si todo estuviese al lado mismo. El anochecer es muy rápido, el cielo se ennegrece hacia las seis y la oscuridad se extiende sobre la ciudad.

La ventana da a un estrecho patio con vistas desde la cama al apartamento de la casa de enfrente, que está iluminado: una cocina sin visillos y una mesa de comedor que estará a unos cuatro metros de mi cama. Es como mirar el interior de una casa de muñecas a la que han quitado la parte de delante y que deja ver una muestra de vida familiar. Es la tercera vez, en una sola hora, que mi vecina del otro lado del patio aparece en la cocina, vestida solamente con la ropa interior, la veo untar dos rebanadas de pan y ponerse fiambre. Es como si ni se diera cuenta de que no hay visillos, y una o dos veces mira directamente hacia mí, su ropa interior es de color fucsia y en una mano tiene una rebanada de pan. Luego desaparece un rato del marco y cuando vuelve se ha puesto un vestido y junto a ella, en la cocina, hay un hombre que saca cosas de una bolsa de la compra. La chica podría tener mi edad y yo sustituiría al novio sin vacilar. A condición de que mejore a velocidad milagrosa mi herida del vientre, estaría abierto a la posibilidad de conocerla en caso de presentarse semejante ocasión. De todos modos aparco en un rincón de mi mente un posible encuentro. Por ejemplo, podría necesitar un huevo, porque sé hacer huevos fritos, lo que me obligaría a ir a llamar a su puerta. Claro que para eso primero tendría que bajar los seis pisos de mi casa, salir a la calle, pasar por delante de la tienda, que vende huevos, y entrar en el portal de su casa. Como no tengo llave del portal de mi vecina, tendría que esperar el momento adecuado para entrar a la vez que algún inocente vecino, y luego conseguir llegar hasta el sexto piso para poder llamar a la puerta de su apartamento. Ideo otras posibilidades de aproximación.

Naturalmente, lo más fácil sería encontrarnos abajo, en la panadería.

– Ven -me dice, me coge de la mano y me hace atravesar el patio empedrado-. Vamos a mi casa -cuando haya terminado de acariciarme el pelo igual que a su novio un rato antes, yo no estaría seguro de si tenía algo que decirle. Reflexiono para intentar saber si mi experiencia con seis mujeres es mucha o poca para un hombre de mi edad, ¿considerablemente por encima de la media, mucha en términos normales, o anormalmente escasa?

Abro la ventana y el olor a comida me aumenta el hambre. Se me ocurre mirar si hay algo que comer en la cocina, y busco en dos armarios. Una inspección somera muestra que hay pan sueco de centeno y un sobre de sopa de espárragos. Saco la confitura de ruibarbo de mi mochila y me como tres rebanadas de pan de centeno con confitura mientras se hace la sopa. Me llama la atención la enorme cantidad de utensilios de cocina que tiene mi amiga, parece tener cuatro de cada cosa. Luego abro el armario de la loza y busco vasos y tazas. Las tazas son de flores con el borde dorado, me da miedo que se me caiga una de las manos y desparejar el juego, voy metiendo la mano con mucho cuidado por el fondo del armario hasta que encuentro un vaso de plástico que me servirá para beber agua.

¿Cómo sería mi hogar? «Un hogar es cuestión de dos personas», diría mamá, lo único que me parece imprescindible serían las plantas, aunque me veo más en el exterior, en un jardín, que cuidando plantas de interior.

Yo no soy como papá, que es esposo de nacimiento, no va nunca sin corbata al garaje, y el destornillador de estrella y la llave inglesa nunca están lejos. Yo no soy un manitas como los hombres de familia, que entre todos saben hacer de todo: poner aceras, conectar un cable eléctrico, fabricar puertas para los armarios de la cocina, hacer escalones de cemento, reforzar un dique para que no se raje y cambiar ventanas, trabajar con una maza sobre un cristal doble, todo lo que debe saber hacer un hombre. Yo también podría hacer alguna de esas cosas, probablemente, e incluso todas, pero nunca me divertirían. Yo podría colgar estanterías, pero no convertiría en hobby colgar estanterías, no perdería las tardes y los festivos en ese tipo de cosas. No me veo atornillando una librería mientras el electricista que tengo por padre hace una extensión de la corriente, posiblemente mi suegro sería un maestro en poner suelos de linóleo y entonces se dedicarían a ello los dos consuegros juntos, cada uno con su tazón de café encima de mi librería. O lo que sería aún peor, papá y yo estaríamos solos y él me hablaría de esas tareas como si yo fuese su aprendiz. Cuanto más pienso en la posibilidad de fundar un hogar, tanto más claro veo que eso no es para mí. Otra cosa sería el jardín, podría pasarme tardes y noches enteras yo solo en el jardín.

Cuando me estoy terminando la sopa de espárragos, llama papá. Quiere saber si ya he comido, y puedo confirmarle que, efectivamente, he comido. Luego quiere saber qué he comido, y le digo que después de una operación de apendicitis es recomendable hacer una dieta ligera, así que me tomé una sopa de espárragos. Él me dice que estuvo en casa de Bogga, que le invitó a sopa de carne. Luego me pregunta por Pórgunnur y le digo que ha salido un momento. Quiere saber si me estoy recuperando bien y le digo que me encuentro bastante mejor. Luego pregunta si aquí oscurece siempre a la misma hora.

– Sí, hacia las seis.

– ¿Cómo está el tiempo? -pregunta.

– Igual que esta mañana, nublado y tibio, en realidad un tiempo primaveral.

– ¿Cómo es la electricidad ahí?

– ¿A qué te refieres? Yo diría que sirve para encender la luz.

No tengo ni idea de nada referente a la electricidad. Papá intentó enseñarme a cambiar el enchufe de un cable la mañana de mi noveno cumpleaños, y recuerdo lo extrañado que se quedó por mi falta de interés. Era como si le estuviera diciendo que no quería llegar a ser un hombre. Cuando me pregunta algo sobre electricidad, tengo la sensación de que está tomando el pulso de mi virilidad.

– Nunca me ha gustado la oscuridad, Lobbi -dice el electricista antes de desearme buenas noches.

Una vez me he despedido de papá y le he dado recuerdos para Jósef, me pongo el pijama que me regalaron los dos y vuelvo a meterme bajo las sábanas de chica. Las mangas y las perneras me quedan un tanto cortas. Desde que me operaron pienso en el cuerpo bastante más que antes, tanto en el mío como en el de otros. Con eso de «el cuerpo de los otros» me refiero sobre todo al cuerpo de las mujeres, pero también me fijo algo en el cuerpo de los hombres. Intento hacerme una idea clara de si el mareo de cuatro días podría tener como consecuencia un incremento de mi conciencia corporal. Sigue doliéndome el vientre, pero sobre todo me siento increíblemente solo debajo de las sábanas. Lo único que me queda por hacer es tocarme, tantear el cuerpo para comprobar si sigo vivo. Empiezo localizando algunas partes sueltas, como para convencerme de que son partes de mí mismo. Aunque es evidente que estoy condenado a la soledad mientras me recupere de la operación de apendicitis, noto palpablemente que soy un hombre. No puedo dormir y me pongo a pensar. Le doy muchas vueltas a que habría debido preguntar el número de teléfono de la enfermera de ojos castaños que se ocupó de los esquejes y me ayudó a desnudarme la primera noche, la que llevaba un prendedor con forma de mariposa. O la otra, la que me ayudó a meterme en la ducha y luego me cambió la venda.

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