Me he convertido en jardinero de los monjes y preveo que tendré trabajo de sobra para los próximos dos o tres meses, y hasta entonces no habrá necesidad de darles más vueltas a mis planes de futuro ni a lo que haré después, si volveré a casa o me quedaré más tiempo aquí. Pero me parece bastante probable que dentro de dos o tres meses no haya conseguido llegar a ninguna conclusión sobre mi vida. Me siento bien en el jardín, es agradable gozar la soledad entre los macizos de flores para reconocer los propios deseos y las propias aspiraciones; silencioso sobre la tierra, ni siquiera tengo que hablar el idioma. También estoy exonerado de todos los rezos, no soy más que un jardinero. Hay que organizado todo de nuevo, elaborar un nuevo plan sobre la base de lo que queda y de lo que pueda encontrar en los libros antiguos.
La primera semana me dedico a limpiar las malas hierbas y a abrir un camino entre los rosales enmarañados, en realidad entre los espinos: así podré conocer el jardín entero. A veces paseo unos momentos descalzo sobre la fresca hierba, pero por regla general llevo puestas las botas azules.
No sé cada cuánto debo informar al padre Tomás, que es mi enlace principal en el monasterio; dice que, por lo que a él respecta, tengo las manos libres y que debo confiar en mis intuiciones y mi conocimiento de las rosas, eso creo que me dijo también. Cuando le explico mis ideas, las mejoras y los cambios que tengo pensados, muestra su acuerdo inclinando la cabeza y el asunto queda resuelto en un instante.
– Estamos muy contentos de tenerte aquí -me dice, y parece contento con todo lo que le propongo, también con la idea de reconstruir el parterre con sus bancos. Como me explicó personalmente, sus intereses están en el cine y la lingüística, mientras que el hermano Matías y casi todos los demás están enfrascados en los libros y lo que les interesa es ordenar debidamente la colección de manuscritos.
Estoy descubriendo constantemente nuevas especies en la parte sin cultivar, rosales arbóreos, rosales arbustivos, rosas trepadoras y enredaderas, rosas enanas y rosas silvestres, grandes flores aisladas en largas ramas o agrupaciones de flores, distintas formas, colores y aromas. El aroma del jardín es casi asfixiante y la riqueza de colores no tiene igual: azul violáceo, lila, rosa, blanco, gris, amarillo, naranja y rojo, naturalmente habrá que ordenar mejor los colores y recolocarlos. Será bastante trabajo crear espacio para todas las rosas, dentro de dos semanas habré individualizado y anotado más de doscientas especies.
Los monjes me dejan tranquilo en el jardín, pero en la segunda semana ya empiezan a salir para observar los progresos y aspirar el aroma de las rosas. Han dejado de tirar las colillas a los macizos y no ahorran alabanzas al ver los cambios. Reconozco que para mí significa muchísimo que les guste lo que hago. Me pregunto si el hermano Jacobo quedará satisfecho con un rododendro en vez de las plantas trepadoras.
Estoy constantemente pensando en el jardín, también dedico un tiempo considerable a pensar sobre el cuerpo mientras trabajo con la tierra. Incluso soy incapaz de reprimir esos pensamientos en mis reuniones diarias con el padre Tomás: los cuerpos parecen invadir ciertas partes de la mente cada veinte minutos, más o menos, aunque no exista en el entorno motivo alguno que los convoque. Da igual que yo haya venido aquí con el único y exclusivo deseo de trabajar con las flores e incluso para encontrarme mejor con mi propia vida.
Cuando estoy dedicado a la gramática, el cuerpo no está en primer plano, pero en cuanto 110 me concentro en formar palabras, el cuerpo vuelve a aparecer, como una mancha que se transparenta desde el otro lado de una tela blanca. Tengo también cierto miedo de que el padre Tomás pueda leer mi mente como un libro abierto, tiene cara de estar a punto de echarse a reír en esos momentos.
– ¿Qué dices de eso?
– ¿De qué?
Me mira extrañado.
– De lo que estábamos comentando. De la rosa trepadora.
No logro entender el motivo por el que estos monjes están siempre felices y contentos y se echan a reír con tanta facilidad, a pesar de su abstención de las pasiones corporales. Mentalmente intento ponerme en su lugar y, aunque de momento yo también practico la castidad, no hay forma de verme como uno de ellos, vestido con su hábito blanco: por mucho que intente sentirme uno más, el hábito me queda siempre demasiado pequeño o demasiado grande.