Luego deja de apetecerme seguir hablando de botánica. Me apetece ir callado los próximos doscientos kilómetros. Hago un rápido cálculo mental de cuántos le quedan de camino a mi acompañante. En cuanto dejo de concentrarme en la gramática, vuelvo a pensar en el cuerpo. Mis dificultades lingüísticas podrían conducirnos directamente a una nueva etapa, la de la comunicación silenciosa de dos cuerpos.
Pero tengo que ocuparme de las plantas que llevo en el maletero, de modo que pongo el intermitente, me meto en el arcén y apago el motor. Ella se quita también el cinturón y se dispone a acompañarme en mi expedición de reconocimiento por el maletero. Cuando ella abre la puerta del pasajero y yo la del conductor al mismo tiempo, se le cae el manuscrito de las manos y las hojas blancas vuelan en todas direcciones. No echa a correr detrás de las hojas caídas en la espesura del bosque, sino que se va acercando a ellas con precaución y astucia, pero tan rápido como puede, como una fiera salvaje dispuesta a plantar su pie calzado con zapatos de tacón en un raudo movimiento, a la primera oportunidad. Por guardar las formas, yo le entrego unas cuantas hojas, pero como veo que la chica controla por completo la situación, la dejo sola perseguir la Casa de muñecas y abro el maletero.
– Espera -me dice la chica-, ¿qué haces con esas plantas? ¿Es marihuana? -me mira confusa mientras echo agua de la botella sobre las plantas.
– No, son rosas, esquejes de rosal que me traje de casa y dos rosales más que compré aquí.
La actrizse echa a reír.
– ¿Tienes novia? -pregunta directamente cuando estamos otra vez sentados en el coche.
– No, pero tengo una niña -es la tercera vez durante el viaje que me veo abocado a hablar de mi hija.
La chica se revuelve en el asiento. Parece que se ha quitado otra vez el cinturón de seguridad.
– Ponte el cinturón -le digo.
– ¿Estás de broma?
– Por aquí pasan animales de todas clases -le señalo un cartel con un ciervo.
– ¿Un niño?
– No, es una niña, casi siete meses -añado.
– ¿Estás divorciado?
– La madre de la niña no es mi ex esposa, sino la madre de mi hija. Hay una gran diferencia.
– No es raro que las dos cosas vayan juntas.
– Con nosotros no es así.
– ¿Cuánto duró la relación?
– Media noche -respondo-. Fue ella la que se marchó, aunque no hay que entenderlo en el sentido de que yo la hiciera irse. Ella se vistió la primera y se marchó.
Mi acompañante me mira con interés.
– Llevo una foto de mi hija en la mochila -le digo mientras señalo hacia atrás. Se suelta el cinturón a toda prisa, enciende la luz y se empotra entre los asientos para poder meter la mano en mis cosas. Su trasero está, digamos, a la altura de mi hombro mientras bucea en el compartimento delantero de la mochila.
– ¿En la billetera?
– Donde el pasaporte.
– ¿Esta es tu antigua novia?
– No, ésa es mi madre.
Me había olvidado de la foto de mamá.
En esa foto, mamá está junto a la pared de la casa, pintada de color malva, y las azucenas rojas casi le lleganHHa la cintura. Soy yo quien está con ella en la foto, y por extraño que pueda parecer, en esa ocasión fue mi hermano Jósef quien tomó la foto. Yo había enfocado previamente e hice que mi hermano trazara una línea en las piedras, que era donde tenían que llegar las puntas de sus pies, y le indiqué tres veces cómo debía apretar el botón. Al cuarto intento lo consiguió, y en ese momento estábamos mamá y yo muertos de risa. Yo le saco la cabeza y le he pasado un brazo sobre los hombros. Lleva jersey violeta, falda y botas, mamá nunca se ponía pantalones en el invernadero ni en el jardín.
Solía vestir con colores fuertes y a veces con estampados peculiares, y le gustaba toda clase de tejidos, así como pasar los dedos por las telas, y en ocasiones me dejaba tocarlas para apreciar la diferencia entre el Dralón y la muselina. A veces llegaba a casa con una tela, se sentaba a la máquina de coser y al día siguiente aparecía con una blusa nueva a la hora de desayunar. Es curioso lo del brazo sobre los hombros, no recuerdo haberla cogido nunca de esa forma. Tiene aspecto de ser muy feliz.
Mi acompañante se da la vuelta.
– La he encontrado -lleva en la mano el pasaporte, que contiene los datos más importantes sobre mí, la foto de mamá y la foto de mi hija. Miro rápidamente de reojo la foto que tiene en el aire, y al momento vuelvo a mirar la carretera. Es ella, es Flora Sol la que aparece en la foto. Mis faros iluminan los rojos ojos de un conejo, no será nada divertido tener pedazos de carne en los neumáticos cuando pare a echar gasolina. Tengo que preguntar si este bosque no piensa terminar nunca-. Qué linda -dice la chica al cabo de un rato, estudiando detenidamente la foto, la mueve para que le dé mejor la luz-. Pero no se parece mucho a ti.
– No han llegado aún los resultados del test de paternidad -consigo hacerme entender, incluso consigo bromear.
La chica ríe.
– ¿Siete meses, dices? No tiene mucho pelo para ser una chica, parece más bien calva.
La corrijo:
– Aún no ha cumplido los siete meses -le digo. Es cansado tener que explicarle lo del pelo a todo el mundo-. La foto es de hace un mes, sólo tenía seis cuando se hizo. El pelo, cuando es tan rubio, no crece tan deprisa.
Hago un último intento para explicarle a una forastera que los niños rubios tienen poco pelo el primer año. ¿Cómo se me ocurrió la estupidez de mencionar a la niña? ¿A qué vino eso de enseñarle la foto?
– Dámela -le digo, aparto una mano del volante y cojo la foto que me entrega sin decir una palabra.
Miro fugazmente a mi hija, sonriendo de oreja a oreja con dos dientes en la encía inferior, antes de meterme la foto en el bolsillo de la camisa, debajo del jersey. A la niña no se le nota nada que sea fruto de media noche de relación. Aunque hasta ahora no tengo mucho que decir de mi hija, imagino que en el futuro sí que pensaré en ella, sólo tengo que acostumbrarme a la niña. A uno le gustan sus hijos, a menos que sea un canalla.
– ¿No te llevaste un buen susto al enterarte de que ibas a tener un hijo con una mujer desconocida?
– Sí, un poco -le contesto, pero no sigo hablando de ello con mi vecina de asiento