Capítulo 44

Cuando he terminado de hablar con Anna, llamo a la puerta del padre Tomás. Ha empezado a ver la película sin mí, porque me he retrasado, pero enseguida me ofrece asiento. Yo voy directamente al grano.

– Se ha producido un cambio en la situación -le digo-. La cuestión es que tengo que encargarme de un bebé, bueno, de mi hija, de nueve meses, de forma provisional, probablemente durante tres o cuatro semanas. ¿Sería posible que se alojara conmigo en la hospedería y fuera al jardín conmigo? Naturalmente, tendría que relajar un poco mi ritmo de trabajo.

El padre Tomás apaga el televisor y me mira incrédulo, pone cara de no haber comprendido bien lo que he dicho.

– Tendría que conseguir una cuna -continúo-, es sólo por un tiempo. Ha surgido inesperadamente -prosigo. Se producen unos momentos de silencio en la habitación número siete. Por fin, el padre Tomás dice:

– En la vida de un monasterio no hay espacio para un bebé. Alteraría la calma y el recogimiento.

– No la llevaría al monasterio en sí -digo-, sólo al jardín. Su madre dice que duerme la siesta tres horas seguidas. Podría estar durmiendo en el carrito mientras yo trabajo en la rosaleda.

– No, no, y otra vez no. Un bebé lo trastornaría todo. Si un bebé se pone a parlotear, se oye. ¿Qué crees que diría el hermano Jacobo?

– Es sólo algo provisional -digo otra vez, estoy empezando a repetirme, y me doy cuenta de que mis argumentos no sirven de nada. Tampoco sé por qué ha mencionado específicamente al hermano Jacobo.

– ¿Y piensas aparecer en el comedor con un bebé balbuceando no sé qué, a tomarte tú la sopa y darle a tu niña un potito? -me mira con una combinación de horror y asombro-. Esto no es un hotel, es un convento. Aquí hay hombres que han abandonado su vida familiar para servir a Dios. Y a ti se te ocurre montar una guardería dentro de este mundo. Aquí, el primer lugar es siempre para Cristo.

– Pero Cristo dijo: dejad… -me atrevo a decir, pero me doy cuenta de que mi sarcasmo está fuera de lugar. Me doy cuenta de que me he alejado demasiado de mis objetivos.

– Cristo dijo y Cristo no dijo, ¿tan ingenuo eres como para pretender discutir conmigo de teología? Bueno, venga -dice con un tono más suave-. Vamos a tomarnos un licor de albaricoque.

Trae la botella y los vasos.

– No me dijiste que tuvieras una hija. Sólo que tu madre había muerto y que no hacías más que pensar en la muerte y el cuerpo.

– No se puede contar siempre todo. Pero pensaba que sí se lo había dicho. Cuando hablamos de la muerte.

– No es siempre fácil saber adonde quieres llegar.

Aunque oficialmente ya hemos dejado el tema, me atrevo a gastar mi último cartucho y mostrarle al padre Tomás la foto de mi hija. Escojo la más antigua, en la que está recién salida del baño, con la batita de felpa, porque creo que es en la que produce un efecto más impactante. Lleva cinturón como los monjes, y tiene unos ricitos húmedos en la frente. Los dedos de sus pies desnudos que asoman por el borde de la bata tienen el tamaño de guisantes.

Examina la foto, es imposible decir lo que le pasa por la cabeza en esos momentos.

– A decir verdad, yo creía que no re iban demasiado las mujeres. Incluso llegó a pasárseme por la cabeza que te habías encaprichado conmigo -dice con una sonrisa-. Me alegro de que no sea así, ya estaba pensando en cortar lazos contigo, ahora veo que no es necesario -dice el pastor de almas reclinándose en su sillón.

El asunto queda resuelto por su parte. Me dice que puedo quedarme a ver el resto de la película, me puede resumir lo que ha pasado hasta ese momento, los primeros veinte minutos. Contra su costumbre, el tema es esta vez la fe, una película de Godard de hace un cuarto de siglo.

– No sólo tenemos necesidad de saberlo todo, sino que, si una chica que está esperando un hijo dice que no se ha acostado con nadie, debemos creerla. No es necesario, en absoluto, ver para creer. A menos que ella explique el suceso de alguna forma. Y el verbo se hizo carne, como dice el Evangelio. Y así, toda mujer lleva en sí el misterio del origen, la luz de la divina concepción.

Vuelvo a meter en el bolsillo la foto de mi hija. Hay poco que añadir. Veo la película sin poderme concentrar durante media hora, luego me levanto y le doy las buenas noches.

– No te preocupes, con la ayuda de Dios encontrarás una solución al problema -me dice-. Que Dios os acompañe, a ti y a tu hija.

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