Capítulo 37

Suelo despertarme al alba, por un lado es que no se puede seguir durmiendo por culpa del tañido de las campanas, la cama en la que duermo está prácticamente pegada al templo. Antes de ir al jardín me tomo un bollo con crema amarilla en el café de al lado, ése es mi desayuno; a mediodía como sopa de verdura en el monasterio y por las noches ceno en el restaurante de al lado. La segunda semana sigo ocupado sobre todo con la poda de los rosales, pero también los matorrales y los setos siempre verdes; los podo dándoles distintas formas, esferas y conos, de acuerdo con las ilustraciones de los libros antiguos. Además de rosas y arbustos, el jardín contiene robles, un bosquecillo de árboles frutales e higueras, además de otras muchas plantas: filodendros, cunas de Moisés, zarcillos de la reina, hierba de San Antonio y violetas africanas crecen en un mismo pedazo de tierra al lado de la caseta de herramientas. Casi siempre trabajo sin pausa hasta el oscurecer, hacia las seis.

Cuando vuelvo a la hospedería me doy una ducha, me quito el olor a rosas y me cambio de ropa antes de poner rumbo al pescado frito. La mujer de la esquina también me sirvió un día sopa de pescado, en una ocasión brocheta de pescado a la plancha con cebolla y beicon, y dos veces, sepia. Me costó un buen rato cortar los tentáculos y masticarlos. A las dos semanas he empezado a tener ganas de carne otra vez. Le doy vueltas a la idea de si sería una falta de consideración excesiva preguntarle a la señora del restaurante si puede guisarme algo de carne. Pero decido que más vale plantearle el asunto al padre Tomás.

(Ion pésima caligrafía, escribe cuatro palabras en un trozo ile papel, que le tengo que llevar a la señora. Después, la mujer siempre me sirve en la cena platos de carne, excepto los viernes, esos días hay pescado.

– Pensaba que quería usted pescado -es todo lo que tiene que decir al respecto.

De vez en cuando mantengo el lazo con papá al volver del restaurante, aunque sin que se haga demasiado tarde. Cuando llamo suele estar preparando la cena, lo que hace que nuestras conversaciones traten de si puedo ayudarle a descifrar las hojas de recetas de mamá. La siguiente vez que llamo dice que Jósef iba a ir a cenar, de modo que pensó en invitar también a Bogga. Ella le invitó a cenar tres veces, sopa de carne, pescado empanado y lomo de cordero, y ahora piensa que le toca a él invitarla a su casa. Papá necesita un consejo.

– ¿Recuerdas alguna receta de tu madre para hacer albóndigas?

– ¿Albóndigas de carne, o de pescado?

– De pescado. He intentado guisar unas cuantas pero todas se deshacen.

– ¿Les pusiste suficiente fécula de patata?

– ¿A las albóndigas, Lobbi? ¿Hay que mezclarla con el puré?

– Sí, como dos cucharadas.

– ¿Había algo más, Lobbi? ¿Había que añadir algo más?

– Creo recordar que huevo y cebolla.

– Ya me extrañaba a mí -se queda unos momentos en silencio, luego pregunta si ya conozco a la gente del pueblo.

– No, en realidad sólo al cura, al superior del monasterio, el padre Tomás.

– ¿Y no hay mujeres que te echen los tejos?

– No, de eso no hay nada.

– ¿Y qué hay de Anna?

– No hay nada entre Anna y yo, papá. Son cosas que pasan.

– Yo no dejaría pasar el tiempo si estuviera en tu lugar.

– Es que no hay opción, aunque tú te empeñes en creer lo contrario. Además, para eso hacen falta dos personas. Uno no puede enamorarse por encargo.

– Es cosa hecha, Dabbi.

Cambio de tema y le digo que he empezado a aprender el idioma.

– Ya, tú nunca has tenido problema con los idiomas, Lobbi. Aunque no siempre resulte práctico dedicarse a una lengua hablada por tan poca gente, cuando ya son tan pocos los que hablan la tuya propia -luego dice que se ha enterado de que cada semana muere un idioma en el mundo.

– Quizá lo mejor sea que me vaya a casa a estudiar gramática -digo para terminar la conversación.

– ¿Estás seguro de que no pierdes el tiempo con una lengua en peligro de extinción?

Cuando vuelvo a la hospedería me encuentro al padre Tomás en la puerta.

– Te invito a venir a ver la morriña conmigo.

– ¿La qué?

– La nostalgia. Hay que mirar a los ojos al sufrimiento para poder sentir empatía con los que sufren.

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