En el mismo momento en que el avión abandona la pista y se eleva sobre la rosàcea costra de nieve, siento que el dolor del vientre se hace mucho más fuerte. Me inclino hacia mi vecina de asiento y miro por última vez por la ventanilla: abajo queda la montaña moteada de blanco como un trozo de carne entreverada de grasa. La mujer lleva jersey amarillo de cuello alto, se aprieta contra el respaldo para cederme su ventana, luego dejo de comparar sus senos con la cadena de conos volcánicos y de observar con devoción el paisaje. Es que, aunque debería sentir alivio, el dolor del vientre me impide disfrutar plenamente la libertad que proporciona el hallarse por encima de todo lo que hay más abajo. Sé, más que verlo, que todo se apelmaza como huevas de pescado prensadas; la negra lava, las amarillentas superficies llenas de henasco, los ríos lechosos, las rugosas extensiones de lava cubierta de hierba, las ciénagas, los pálidos campos de lupino, y por todas partes la roca infinita. ¿Y qué es más frío que una roca?, ¿podría crecer alguna vez una rosa en una grieta en medio de una roca? Sin duda, ésta es una tierra inmensamente bella, y aunque amo su gente y sus lugares, donde mejor queda es en los sellos.
Saco mi mochila poco después del despegue para comprobar qué tal andan los esquejes de rosal a treinta y tres mil pies de altura. Están envueltos en periódicos mojados, pongo mejor el envoltorio húmedo sobre los tallos verdes; desde luego es significativo de mi estado físico y muestra a su modo lo estúpido que es el azar, porque sin darme cuenta elegí las páginas de obituarios. En el instante en que me separo de lo terrenal no deja de ser lógico que piense en la muerte. Soy un hombre de veintidós años de edad, y varias veces al día he de enfrascarme en pensamientos sobre la muerte; en segundo lugar, sobre el cuerpo, tanto el mío propio como el de otros; y en tercer lugar, sobre rosas y otras plantas. Naturalmente existe variación de un día para otro en la posición que ocupa cada una de esas tres cosas. Vuelvo a colocar las plantas y me siento al lado de la señora.
Además del dolor, que se va transformando en un agudo pinchazo, siento náuseas crecientes, me echo las manos al estómago y me inclino hacia delante. El ruido de los motores me recuerda al pesquero y las náuseas me hacen revivir los cuatro meses de mareo constante. No hacía falta ni siquiera una marejada, en cuanto subía a bordo del pesquero el estómago empezaba a agitarse y yo perdía todo punto de referencia. Cuando la constante vibración crecía en aquel cascarón metálico que se balanceaba rítmicamente en el amarradero del puerto, me inundaba el sudor frío y para cuando soltábamos amarras ya había vomitado una vez. Cuando el mareo me impedía dormir, salía a cubierta y escrutaba la niebla, el horizonte subía y bajaba mientras yo intentaba mantenerme en pie pese al oleaje. Después de nueve turnos de pesca, me había convertido en el hombre más pálido sobre la tierra, incluso mis ojos eran de un ondulante azul acuoso.
– No es bueno ser pelirrojo -decía el más veterano-, son los que peor llevan el mareo.
– Y casi nunca vuelven -añadía otro.