Tengo las dos manos sobre el volante y la ruta de peregrinos serpentea delante de mí, una curva tras otra mientras atravieso el bosque, árboles a los dos lados. Tengo el sol en la cara desde el mediodía, pero cambiará de sitio cuando empiece a declinar el día.
Me siento estupendamente solo, aunque quizá sea más práctico tener a alguien que mire el mapa, y así evitar perderse. De modo que lo que hago es poner de vez en cuando el intermitente y parar al borde del bosque de oscuro color verde, apagar el motor, mirar el mapa y, de paso, regar las plantas del maletero. Claro que hay que tener los ojos bien abiertos por si aparecen ciervos o jabalíes o animales pequeños cruzando la carretera. Intento recordar qué clase de animales puede haber. Creo oír la voz de papá a mi lado:
«Los bosques pueden ser peligrosos, en ellos se ocultan osos y lobos y también bandoleros, probablemente se comete algún delito en las espesuras de un bosque cada poquísimo tiempo, según se podrá leer en el periódico local a la mañana siguiente. Se habla con frecuencia de chicas que hacen autostop y que no son más que el cebo de toda una banda de ladrones. En cuanto paras el coche, de los matorrales más próximos salen corriendo sus compinches.»
Las preocupaciones de papá son agobiantes, y a diferencia de él, yo confío en el mundo. Miro un instante hacia un lado; no, no es mamá.
Siento que mamá está empezando a desaparecer, me da tanto miedo no poder recordarlo todo dentro de poco. Por eso rememoro nuestra última conversación por teléfono, cuando me llamó desde el coche accidentado y se entretuvo en toda clase de minucias imaginables. Mamá llamaba a papá, pero fui yo quien cogió el teléfono. Papá le había regalado el móvil poco antes, pero yo no tenía idea de que lo hubiera utilizado nunca ni de que se lo llevara cuando salía. Para prolongar su existencia, estoy siempre descubriendo algo nuevo sobre ella, cada vez que recuerdo algo acumulo información nueva sobre algo que antes desconocía.
Papá no se había despedido de ella de ninguna manera especial esa mañana, y no le fue fácil perdonarme por haber respondido al teléfono, pero aún más difícil le fue perdonarse a sí mismo por no haber estado en casa. Quería que fuesen suyas las últimas palabras de mamá, que no se le fuera sin dedicarle a él sus últimas palabras.
– Me necesitó y yo estaba en la tienda comprando un alargador -dice.
Representó para él una inmensa amargura que mamá se fuera antes que él, una mujer dieciséis años más joven, como no se hartaba nunca de repetir papá, sólo tenía cincuenta y nueve años. Se había imaginado las cosas de un modo totalmente distinto.
Mamá me cuenta que ha tenido un pequeño accidente, que han llegado los equipos de emergencia… y que no tengo por qué preocuparme, está en buenas manos, aquellos chicos trabajan que da gusto verlos, lo bien que lo organizan todo.
– ¿Un pinchazo, mamá?
– Imagino que sí -me dice con voz lenta y tranquila-. Yo diría que debió de ser un pinchazo. El coche parecía un tanto inestable.
La voz le temblaba un poquito, o eso parecía, pero me dijo dos veces que no me preocupara por ella, que había tenido un pequeño accidente (éstas fueron las palabras que utilizó), un pequeño accidente, por pura torpeza suya. Volvería a llamar más tarde, «cuando los de emergencias pusieran el coche en la carretera», añadió, como si fuera una corredora de rallies con cuatro mecánicos de apoyo.
– ¿Te saliste de la carretera?
– Encárgate tú de la cena tuya y la de tu padre, por si no llego yo a tiempo, puedes calentar las albóndigas de pescado de ayer, esto va a llevar aún un rato.
Hace entonces una pausa antes de pasar a la descripción de su paraíso de colores otoñales. El sol del que hablaba estaba totalmente oculto para mí. Llovía por todo el país, y según el informe de la policía fue precisamente la humedad de la carretera lo que provocó el accidente. Todo estaba mojado, el asfalto estaba mojado, la hierba estaba mojada, la lava estaba mojada y ella describía los espléndidos colores de la tierra, cómo destellaba el musgo que el sol teñía de dorado en medio de la negra lava, ella hablaba de un hermoso resplandor, hablaba de la luz, sí, de la luz.
– ¿Estás en medio del malpaís, mamá? ¿Estás herida, mamá?
– Probablemente necesitaré una montura nueva para las gafas.
Sé que quedaba poco de la conversación, pero para alargar el tiempo de los recuerdos, para conservarla por más tiempo a mi lado, añado al manuscrito, en la recapitulación, lo que no llegué a tiempo de decirle.
– Oye, mamá, mamá, se me ha ocurrido si no convendría trasplantar al jardín la rosa de ocho pétalos que tienes en el invernadero, la ponemos en uno de los macizos y a ver si aguanta bien el invierno.
O habría podido preguntarle por algo que precisara una respuesta más larga.
– ¿Cómo se hace la salsa de curry, mamá, y la sopa de cacao, mamá, y la sopa de fletán?
Después tengo la sensación de que dijo, aunque no estoy del todo seguro, que no me impacientara con papá, aunque fuera un tanto chapado a la antigua y tuviera unas costumbres algo estrafalarias. Y que siguiera llevándome bien con mi hermano Jósef.
– Pórtate bien con papá. Y no te olvides de tu hermano Jósef. Le cogías de la mano cuando estabais aún en la incubadora -¿es posible que dijera eso?
Luego se oye un débil silbido, que puede recordar a los inicios de una pulmonía, mamá ha dejado de hablar.
La conversación ha terminado pero aún oigo el eco de unas voces masculinas.
– ¿Sigue encendido el móvil? -pregunta alguien.
– Se ha ido, se acabó -se oye decir a otra voz.
Después, alguien coge el móvil.
– ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? -pregunta.
No digo nada.
– Ha colgado -se oye al otro lado.
– Ha llegado el coche de bomberos -se oye decir a otra voz.
– No conseguimos llegar hasta ella con las tenazas mientras seguía con vida, y pudimos hacer muy poco -dice uno de los de urgencias médicas, que comprende perfectamente que yo quiera saber más-. Pero vimos que estaba hablando por el móvil, lo que realmente resultaba increíble, por la gravedad de sus heridas, pobre mujer, estaba tragando sangre constantemente. No había esperanza alguna, no podría sobrevivir ni siquiera el tiempo suficiente para que la excarcelaran de los restos del coche.
Nos entregaron sus ropas y las gafas en una bolsa, junto con las bayas que había recogido y algunas otras cosas que llevaba en el coche. Las gafas estaban ensangrentadas y ambos cristales estaban hechos añicos, una de las patillas estaba curvada hacia atrás en un ángulo de noventa grados.
Papá y yo discutimos sobre las flores que pondríamos en el ataúd. Yo quería flores sacadas de la naturaleza, reinas de los prados, perifollos, geranios silvestres, ranúnculos, pies de león, pero papá pensaba en flores más nobles, compradas en una tienda, sobre todo rosas importadas. Al final cedió y dejó en manos de su hijo todo lo referente a la decoración floral.