Capítulo 2

Cuando salgo del invernadero, Josef está sentado a la mesa con las manos cruzadas en el regazo, estirado como un palo, lleva corbata roja y camisa violeta. Mi hermano es muy aficionado a la ropa y a los colores, y suele llevar siempre corbata igual que papá. Papá tiene dos fogones encendidos, uno para la cazuela de las patatas y otro para la sartén; parece poseer pleno dominio sobre el arte de la cocina, quizá esté nervioso porque me voy. Yo rondo a su alrededor y echo aceite en la sartén.

– Tu madre siempre utilizaba margarina -dice.

Ninguno de los dos es experto en cocina: mi tarea principal en la cocina era fundamentalmente abrir las lombardas y usar el abrelatas en las latas de judías verdes. Claro que mamá me hacía fregar los platos y ponía a Josef a secar. Se pasaba una eternidad con cada plato, así que yo acababa quitándole el paño de secar y terminando el trabajo.

– Probablemente estarás una temporada sin poder comer eglefino, mi querido Lobbi -dice papá. No quiero herirle diciendo que después de cuatro meses metido entre desechos de pescado en alta mar, me da lo mismo si no vuelvo ni a olerlo.

Como papá quiere hacer las cosas bien por su hijo, saca de repente una salsa de curry.

– He ido a casa de Bogga por una receta -dice.

La salsa tiene un peculiar color verde, en realidad es como la hierba que tirita después de un aguacero de primavera. Le pregunto por el color.

– Utilicé curry y colorante verde -me explica. Veo que ha sacado un tarro de confitura de ruibarbo y me lo ha puesto al lado del plato-. Es el último tarro que queda de los de tu madre -dice, y miro sus hombros mientras la echa en la salsera, con su chaleco de cuadritos color nuez.

– ¿Es que no piensas ponerle confitura de ruibarbo al pescado?

– No, estoy pensando que por qué no me das el tarro para el viaje.

Mi hermano Jósef está callado y papá tampoco habla demasiado cuando nos sentamos a la mesa; ninguno de nosotros, ni el padre ni los hijos, habla demasiado. Le sirvo a mi hermano, y le corto las patatas en dos. Él ni mira la salsa verde, la retira cuidadosamente del pescado y la deja en el borde del plato. Miro a mi hermano de ojos castaños, que se parece un tanto a un famoso actor de cine, pero no hay forma de saber lo que le pasa por la cabeza. Para compensar lo que ha hecho con el pescado y no alterar el equilibrio de la mesa, me echo bastante de la salsa de papá. Es en ese momento cuando siento por primera vez el pinchazo en el vientre.

Después de comer, mientras friego los platos, Jósef hace palomitas, como tiene por costumbre cuando viene los fines de semana a casa. Coge la olla de fondo grueso del armario, pone exactamente tres cucharadas soperas de aceite y va echando con mucho cuidado el maíz de la bolsa hasta que el fondo está cubierto con una capa uniforme de granos amarillos. Después pone la tapadera y coloca la olla a potencia máxima durante cuatro minutos. Cuando el aceite chisporrotea, baja el fuego y lo pone al dos. Trae el cuenco de cristal y el salero y no se aparta de la olla hasta que termina el trabajo. Después, los tres vemos el telediario, mi hermano me tiene la mano cogida, los dos estamos en el sofá, sobre la mesa el cuenco de cristal. Hora y media después de la llegada de mi hermano gemelo en su visita de fin de semana, saca el disco: ha llegado la hora de bailar.

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