Cuando bajo por la mañana estoy aún empachado de la cena, pero ya me tienen preparada la mesa del desayuno debajo de la cabeza de ciervo; en una panera hay pan hecho en casa, tres tipos de bollo, mermelada casera, de bayas del bosque, según me explica la mujer, dos huevos pasados por agua, varias lonchas de fiambre y lo que quedó del paté de erizo de anoche, o eso me parece. En cuanto me siento, llega la señora con zumo de fruta, café y leche hervida y me pregunta si tomaré una taza de chocolate caliente después del café. La chica está sentada a una mesa al otro lado del comedor, donde la colección de escopetas, bebiendo leche caliente en un tazón. Lleva en el pelo una cinta roja y no veo si sigue con la falda de lunares. No hay más clientes desayunando. Cuando acabo de meter mis cosas en el coche, me dispongo a pagar el banquete de la cena, el alojamiento y el desayuno. La cantidad que aparece en la cuenta es la misma que para la cena, no veo ningún extra por el alojamiento. Si no tuviera algo tan importante que hacer, podría vivir estupendamente pasando largas horas en el bosque con mi sueldo de varios meses como marinero. Después de pagar, y cuando acabo de poner en marcha el Opel y me dispongo a dar la vuelta en el callejón, veo al propietario del restaurante que baja por las escaleras haciéndome señas. Bajo la ventanilla.
– La cuestión -dice- es que tengo una persona que necesita que la lleven, si se puede decir así.
Aquello me pilla completamente por sorpresa y me pierdo con el idioma, no encuentro las palabras adecuadas para expresar, en una única frase, primero una negativa amable y después la disculpa y la justificación de la negativa; habría sido preciso echar mano del diccionario.
– Bueno, la persona en cuestión es mi hija. Estudia arte dramático en una ciudad a un paso de aquí y había venido a casa para el fin de semana. Yo no puedo llevarla, esta tarde esperamos unos clientes.
– ¿A qué distancia está?
– Trescientos cuarenta y cuatro kilómetros en total -responde el padre, que parece acostumbrado al paseo.
Ha tenido tiempo de sobra para estudiarme mientras me enfrentaba a los platos de la casa y ahora me considera digno de confianza para llevar a su hija a su escuela de arte dramático. Quizá es que tengo aspecto inocente, con mi pelo rojizo y mi cara limpia y juvenil (uso las palabras que habría empleado mamá). Pero nadie debería juzgar a nadie solamente por su aspecto, mis obsesivas ideas sobre el cuerpo no se me notan por fuera. No es poco el tiempo que se tarda en recorrer trescientos cuarenta y cuatro kilómetros con una joven actriz desconocida. La familia ha planificado la cuestión con exquisito cuidado y no me deja mucho margen para rechazar la compañía. Mientras sigo sin poder articular palabra y busco una respuesta gramaticalmente correcta, la chica sale corriendo de la casa, con el pelo al viento, se ha cambiado la cinta roja por otra negra. Lleva un abrigo corto violeta con un ancho cinturón y en la mano una bolsa, de modo que está lista para ponerse en camino. Mientras llega al coche se recoge el pelo en una especie de moño y lo sujeta con una gomita. Luego le da a su padre dos besos en cada mejilla e intercambian unas cuantas frases. No sé exactamente lo que hablan, pero el padre entra en la casa y ella me dice «espera» y me hace una señal de que aún falta algo. Cuando el padre vuelve a salir, lleva en los brazos una caja que parece bastante pesada y me hace con la cabeza indicación de que abra el maletero para dejar allí su cargamento.
– Es para ti -traduce la chica. Primero quiere enseñarme el contenido, de modo que el padre se acerca a mí con la caja en brazos y la inclina un poco. Cuento doce botellas de vino tinto «de cosecha propia», dice la chica. En las etiquetas de las botellas hay un precioso dibujo a pluma de la iglesia parroquial y debajo está el apellido del productor. Yo diría que anoche me bebí una o dos de esa misma clase.
– No puede ser menos, por llevarla -dice el padre.
Así que la chica vale una docena de botellas. El padre quiere meter en el maletero su cosecha propia, pero cuando le señalo que no hay sitio, por las plantas, y después de echar un vistazo al coche, decide dejar la caja en el suelo, delante de los asientos traseros. Luego se presenta otra vez en el lado del conductor y llama con dos dedos sobre el cristal. Vuelvo a bajar el cristal y él mete el brazo por la ventana con algo doblado en la mano, que empuja en la mía para que lo coja. Son billetes.
– Comida y alojamiento son obsequio de la casa, y el resto es para gasolina -dice con gesto jovial-. Le deseo un buen viaje.
Las piernas entran en el coche con un movimiento lateral y la hija envía a su padre un nuevo beso, esta vez con la mano, ya se ha despedido de su madre en la escalera. Luego se despiden con la mano y veo al padre alejarse por el espejo retrovisor mientras tomo el desvío. La hija va de rodillas mirando hacia atrás en el asiento delantero, sus caderas a la altura de mi hombro, hasta que su padre se pierde de vista. Tardo muy poco en lamentar, en la generosidad del momento, haber aceptado que me endosaran a la chica.
– Ponte el cinturón -le digo, indicando el cinturón de seguridad, pues quiero precisar el significado de esa sencilla oración con el gesto apropiado. Me mira con un juvenil gesto de fastidio que se transforma luego en una amplia sonrisa, baja las piernas del asiento y coge el cinturón. Ahora que tengo ocasión de observar mejor a la muchacha, veo que realmente tiene aspecto de futura estrella del cine.
– Si te empeñas.
Si me empeño. Doy vueltas mentalmente a la frase, así como a la posible connotación de qué es en lo que estoy empeñado. También, si estoy empeñado en algo más, y en este caso, en qué; y pienso que si le propongo alguna de esas otras cosas, la chica accedería. Cuando llegamos por fin a la ruta de peregrinos, quito la mano derecha del volante, la saludo formalmente y me presento.
– Arnljótur Pórir.
Me sonríe.
El apretón de manos de esta delicada actriz es fuerte y sincero. Antes de haber podido refrenar mis pensamientos, me doy cuenta de que, mientras le doy la mano, si podré acostarme con ella en algún momento durante los próximos trescientos cuarenta y cuatro kilómetros.
No hemos recorrido mucha distancia por la carretera cuando mi compañera de viaje se inclina y saca una caja roja de su bolsa de arte dramático, se parece a las cajas del lunch de los escolares. La abre y saca un sándwich, lo envuelve en una servilleta blanca y me lo pasa. Después saca otro para ella y se echa atrás en el asiento. Veo en mi mano que el sándwich es de fiambre, hace menos de media hora que terminé los tres platos del desayuno y apenas doce desde que acabé la mayor cena a base de carne que he degustado en toda mi vida.
Después, mi esquelética compañera de coche saca de la bolsa un montón de hojas de papel, las coloca sobre el salpicadero, se sienta sobre las piernas y veo con el rabillo del ojo que está leyendo en voz baja el manuscrito. Pasa en silencio los treinta primeros kilómetros mientras estudia su personaje.